El ladrón de tumbas (27 page)

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Authors: Antonio Cabanas

La joven se estiró algo, y durante un tiempo ambos permanecieron callados.

Siguieron caminando por las estrechas calles cada vez más concurridas, donde la gente hacía su compra cotidiana. Como era usual, los ciudadanos regateaban los precios con los mercaderes hasta que ajustaban el importe. Viéndoles, nadie sospecharía que el país estaba inmerso en una guerra.

A Nemenhat le pareció extraño el que ella no hiciera la más mínima referencia de Kasekemut, ni al menos tan siquiera una escueta pregunta sobre su paradero; nada. Ella, como de costumbre, caminaba exagerando el contoneo de sus caderas a medida que las miradas de los hombres se hacían más lascivas; en ese momento Nemenhat la sentía disfrutar.

Aquellas miradas les acompañaron por el laberinto de calles que formaban aquel distrito y Nemenhat, con un cesto en cada brazo, las soportó lo mejor que pudo. Para él fue un gran alivio dejar el barrio de los mercaderes y entrar en la gran explanada que circunvalaba el recinto del templo de Ptah. La atravesaron dejando el palacio que construyó Merenptah a la izquierda, y se dirigieron hacia la puerta de las murallas, de donde partía la carretera a Dashur.

A medida que el gentío disminuyó, también lo hizo la cadencia en el andar de Kadesh.

—¿Vas a estar sin hablar toda la mañana? —preguntó al fin la muchacha en tono conciliador.

—Mejor que sí pues, como tú dices, no quisiera parecerte descortés.

Kadesh soltó una risa que al muchacho le pareció cautivadora.

—Vaya, no conocía en ti esa faceta, Nemenhat.

—¿Cuál?

—La del rencor, ¿estás molesto conmigo? —le preguntó apoyando una de sus manos sobre su brazo.

Aquel simple contacto le desazonó en extremo; mas prefirió callar y seguir caminando.

—Bien, sea como quieras; callaremos pues, mientras disfrutamos del magnífico paisaje.

Y en verdad que lo era, pues la carretera que llevaba a Dashur, atravesaba frondosos palmerales de una belleza excepcional.

El camino, tan concurrido en las proximidades de Menfis, volvióse ahora solitario conforme se adentraban en el bosque. Tan sólo se veían algunos labradores entre los claros de aquella espesura que inspeccionaban el terreno después del descenso de las aguas para preparar una nueva siembra.

Nemenhat caminaba con su vista al frente, un cesto de pan en cada mano, y resoplando para sí. De vez en cuando miraba de reojo a la muchacha, que canturreaba una famosa canción.

—Oh, gentil Hathor, devuelve a mi amado junto a mí; pues de besos quiero cubrirle antes del alba.

Se la veía contenta y despreocupada mientras cantaba aquella canción en la soledad de la espesura; y en verdad que estaba solitaria. A Nemenhat no le extrañó en absoluto que le pidiera que la acompañase, pues aquel deshabitado sendero cruzaba unos cuatro kilómetros de bosque. Y aunque la seguridad vial había aumentado considerablemente en Egipto con el nuevo faraón, no era prudente aventurarse por allí sola.

Después de una hora de andadura, la fronda terminó; y lo hizo tan bruscamente que no dejaba de causar perplejidad. Era un capricho más de los muchos con que los dioses se manifestaban en Egipto, cubriéndole a veces con sus más extrañas fantasías. Para cualquiera que lo viera, no habría sin duda una palabra que lo definiera mejor. La naturaleza creaba allí uno de esos contrastes que alguien, hace mucho tiempo, tildara de extravagantes. Porque aquel inmenso y frondoso palmeral daba paso a un desierto poco menos que infinito; y lo hacía mezclándose con él sin preámbulo alguno. El más magnífico de los paraísos se tornaba en un caos de yerma arena en el que sólo la cobra y el escorpión se aventuraban.

Ya en el monótono camino que deambulaba justo en el límite del desierto, volvieron a encontrarse con numerosos caminantes de todo tipo y condición, que iban o venían con singular diligencia.

Todos parecían tener prisa, y como en algunos puntos el camino se estrechaba más de lo debido, se llegaban a formar atascos en cuanto dos carretas se encontraban de frente. Eran entonces frecuentes las discusiones sobre los derechos de paso y sólo las protestas de los que esperaban detrás acababan con ellas.

Por fin llegaron a la única zona en la que la carretera se cubría de frescas sombras. Era un amplio recodo que se intrincaba en el palmeral, y que era aprovechado por los viandantes para hacer un alto y reponerse de las fatigas del viaje. Era por eso que, desde tiempo inmemorial, existía un puesto en el que mercaderes y aguadores ofrecían sus servicios a toda aquella gente.

Allí, Kadesh y Nemenhat descargaron sus bultos y decidieron aguardar. Debían esperar la llegada de los pastores que, desde Ijtawy, traían su ganado para venderlo en los mercados de Menfis. Desde hacía muchos años, Heret les proporcionaba pan recién hecho para el último tramo del camino, y era en este lugar donde solían aprovisionarse.

Resoplando, Nemenhat se tumbó en la fresca hierba mientras hacía señas a un aguador cercano.

—¿Cuánto cobras por el agua, hermano?

—Un quite de cobre.

—¿Un quite? Debes de estar loco —respondió incorporándose por el asombro.

—Ese es el precio. Verás, el agua no está cerca, por lo que me lleva mucho tiempo el ir y venir con ella; es clara, fresca y además podéis beber los dos por el mismo precio —dijo haciendo un guiño a Kadesh.

A regañadientes tuvieron que aceptar, y en pago le proporcionaron un rico pan con miel de los que llevaban, a condición de que pudieran repetir y beber cuanto quisieran.

—No hay problema —respondió el aguador mostrando su desdentada boca al sonreír—, el cambio me parece justo.

—Será ladrón —mascullaba Nemenhat mientras observaba al aguador alejarse.

—Él también tiene que vivir —intervino Kadesh mientras se llevaba el cántaro a la boca—, además el agua está muy fresca.

Nemenhat la miró pero no dijo nada. Tenía tanta sed que no le apetecía discutir lo más mínimo, así que bebió hasta saciarse. Casi ahíto, se recostó sobre un cercano tronco y entrecerró los ojos.

Se sentía totalmente a disgusto allí, lo que le hacía experimentar un humor pésimo al que no estaba acostumbrado. Observó por un momento a Kadesh con disimulo, y volvió a sentir aquel malhumor de nuevo.

La joven se desperezó como una gata, con movimientos lentos y estudiados, y finalmente se recostó junto a él con toda la voluptuosidad que le fue posible.

Aun con los ojos cerrados, Nemenhat era capaz de notar las miradas concupiscentes de los hombres clavadas en ella, y el chasquear de sus lenguas tras relamerse los labios lentamente. Él ya sabía que todo eso iba a pasar, y de hecho, el motivo de su compañía era el asegurarse de que aquellas miradas sólo se quedaran en eso y que la muchacha no fuera molestada. Mas al verla adoptar aquellas actitudes provocadoras, le daban ganas de marcharse y dejar a Kadesh a merced del deseo que ella misma alimentaba. Y es que, al verla allí reclinada con los ojos cerrados, sus carnosos labios entreabiertos e insinuantes y las gotas de sudor cayéndole por su grácil cuello entre sus hermosos pechos, era realmente milagroso que ningún hombre se sobrepasara con ella. Y para colmo, la muchacha había dejado sus senos totalmente al descubierto y había pintado los pezones de color carmesí; según la última moda fenicia. Nemenhat abrió los ojos desmesuradamente al recabar en ello; aquello era demasiado. Estaba seguro que si Kasekemut lo viera, no le iba a gustar nada; incluso a él mismo le parecía escandaloso. Luego pensó que lo peor podía estar por llegar; y se refería, naturalmente, a los pastores a los que venderían el pan. Éstos, ante aquel panorama, no tendrían los remilgos de las gentes que ahora acampaban junto a ellos. Estaba convencido que causarían problemas; sobre todo para él. Pensó en ello durante un tiempo hasta que decidió una solución.

Kadesh respiraba regularmente con los ojos cerrados. Parecía hallarse en un estado de sopor, así que Nemenhat pudo mirarla a sus anchas. Su pecho subía y bajaba acompasadamente, mostrando aquellos pezones que parecían dos enormes fresones en plena madurez. Ni el hombre más templado podría resistirse a aquella visión. No es que el egipcio se escandalizara fácilmente pues, desde los primeros tiempos, hombres y mujeres solían mostrar su desnudez sin pudor, siendo esto algo natural. Mas lo de Kadesh era diferente, pues adoptaba una moda extranjera de vestidos muy escotados que, para colmo, la muchacha había abierto más hasta mostrar la totalidad de sus senos. Y además había pintado sus aureolas con aquel color que ya de por sí llamaba la atención.

Unas risas cercanas le hicieron mirar hacia otro lado, y vio cómo unos hombres le hacían señas procaces invitándole a acariciar lo que tan ensimismado miraba. Ni Sejmet en sus peores días sintió la rabia que él sentía; así que se volvió a maldecir por enésima vez por estar allí.

Algo le llamó la atención a lo lejos, donde se perdía el camino. Era una nube de polvo que parecía aproximarse lentamente.

«Sin duda son los pastores arreando su ganado que se acercan —pensó-. He de disponerlo todo y acabar de una vez.»

En efecto, el rebaño que había partido hacía unos días de las tierras que, en otro tiempo, fueron capital del Imperio Medio, se disponía a hacer el último tramo del camino. Vacas, toros y terneros, serían vendidos en Menfis en mercados y templos; obteniendo buenos beneficios.

Custodiándolos venían gentes de todo tipo. Lejos quedaban los tiempos en los que el ganado era cuidado exclusivamente por egipcios a sueldo de príncipes o de los templos. Ahora no era inusual ver en el Bajo Egipto a extranjeros ocupándose, junto con egipcios, de estos menesteres. Sirios e individuos de las tribus del Negueb se asociaban con señores locales en este negocio; del que eran buenos conocedores.

Como era de esperar, hombres y bestias hicieron un alto en la fresca sombra que el camino les proporcionaba en aquel lugar, en el que se refrescarían reponiéndose del fuerte sol del camino. Nemenhat hacía tiempo que se encontraba esperándoles, con todos los cestos de pan dispuestos para su venta. Había aprovechado que Kadesh aún dormía para adelantarse y vender la mercancía sin la intromisión de la muchacha, evitando así, pensaba, mayores problemas.

Uno de aquellos zagales se le aproximó a grandes zancadas. Iba casi desnudo, pues tan sólo un taparrabos cubría sus partes pudendas, y al hablar lo hizo con un suave acento del sur.

—¿Es éste el pan de Heret?

—Así es, hermano —respondió Nemenhat imitando aquel acento de El-Khab, que le era tan familiar.

El mozo le sonrió al escuchar el gracejo y asintió con la cabeza; luego se volvió y llamó a uno de sus compañeros. Alguien le respondió, y al momento un individuo se separó del resto y se dirigió hacia ellos. Mas éste no era egipcio; vestía larga túnica de lana de colores ocres y lucía una espesa barba negra, como era habitual entre los pueblos que habitaban las tierras de Palestina. Al acercárseles, el olor que despedía dio un vuelco al estómago de Nemenhat.

—Bien, qué tenemos aquí; cinco cestos de pan variado… Bueno, creo que esto no es lo que habíamos convenido con Heret; ella nos prometió ocho cestos y aquí no los hay.

Nemenhat se quedó mirando sorprendido a aquel extraño que hablaba el egipcio con el acento propio de los habitantes de los desiertos del este.

—Que yo sepa cinco son los convenidos, y cinco los que hay —respondió con cautela.

—No, no —continuó el extraño—, ocho. Eran ocho los convenidos y de contenido variado.

—Y variado es su contenido; pero hay cinco, que son los que Heret dijo que tenía que traer.

—Qué extraño —dijo el pastor mientras se acariciaba la barba—. Bueno, es obvio que hay una equivocación; pero en fin, tendremos que arreglárnoslas con lo que hay. Aunque, claro está, el precio no será el mismo —concluyó con mirada ladina.

Nemenhat torció el gesto mientras le miraba fijamente.

—El precio es el que es, y ya quedó estipulado de antemano —respondió muy serio.

—Claro, claro —contestó el pastor mientras comprobaba el contenido de los cestos—, pero por ocho, no por cinco. Así que, por lo que traes, no te daré más de seis deben… de cobre, claro.

Nemenhat frunció el ceño a la vez que le dirigía su mirada más glacial.

—Me temo que el sol del camino te ha confundido algo el entendimiento; quizá deberías refrescarte un poco y luego podremos hacer negocios.

—No necesito refrescarme para hacer negocios contigo —dijo el extranjero con cierto desdén—, son seis deben por los cinco cestos.

—Sigues empecinado en tu error —replicó Nemenhat muy sereno—. El trato era de diez deben por los cinco cestos.

Enseguida el extraño se llevó las manos a la cabeza en señal de incredulidad.

—Estás loco —respondió con un claro tono de desprecio—. Ese precio es un insulto.

—No, el tuyo lo es; el mío es el pactado.

—Si quieres los diez deben —alegó mientras cruzaba los brazos—, tendrás que ir a por los tres canastos que faltan.

—Ni lo sueñes; yo no iré a ninguna parte. Cinco son los cestos, ¿los tomas o los dejas?

El rabadán empezó a vociferar en una lengua extraña y hacer aspavientos.

—¡Seis deben! —indicaba con el dedo índice extendido—. Seis deben es todo lo que te daré por tu pan. Mi oferta es más que generosa.

Ante aquel revuelo se aproximaron el resto de los pastores, así como los caminantes que por allí descansaban.

—Fijaos —gritaba con los ojos desmesuradamente abiertos—, pretende que le dé diez deben por su pan.

—Naturalmente, puesto que fue lo convenido.

Aquel tipo se quedó un momento pensativo mientras volvía a acariciarse la barba; luego se acercó al muchacho y comenzó a golpear suavemente el suelo con su largo cayado.

—Te diré lo que vamos a hacer. Tú me darás los cestos y yo los seis deben; y después te marcharás a casa.

Los pastores que le rodeaban rieron con estrépito.

—¿De dónde eres, amigo? —preguntó Nemenhat.

—Eso no importa —contestó tras unos instantes de silencio.

—Te equivocas, pues me gusta saber con quién trato. Hubo un evidente momento de incomodidad antes de responder.

—Soy amorrita.

—¿Amorrita?; ahora lo entiendo. En tu tierra el precio del pan es el que dices, porque es malo; el peor según tengo entendido. En cambio aquí disponemos del mejor trigo, por lo que nuestro pan es bueno. Por eso es más caro, ¿comprendes?

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