El ladrón de tumbas (25 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Dándole la espalda, Kasekemut se alejó calle abajo camino de los muelles.

—Adiós,
Hwnw Neperw
(nombre que se aplicaba a los soldados más jóvenes) —le gritó Nemenhat.

Al oírlo, su amigo se volvió mostrando su hermosa dentadura en una amplia sonrisa.

—Volveré hecho un
Menefyt
(veterano), te lo aseguro —le respondió mientras agitaba su mano en forma de despedida.

Luego, desapareció entre las múltiples callejuelas que llevaban al río.

Aquella misma noche, los cinco mil hombres que formaban la división Sutejh salieron de Menfis con rumbo a Pi-Ramsés. Allí les esperaba el faraón con el resto de divisiones para hacer frente al enemigo que se cernía sobre el país. Esta vez no hubo desfile militar que despidiera a las tropas, como era tradición. Estas salieron apresuradamente en el silencio de la noche al único son del rumor de sus sordas pisadas.

La ciudad no fue ajena a todo esto, percatándose de inmediato del carácter de urgencia con el que se desarrollaban los hechos. Esto no ayudó a tranquilizar a la población que comenzó a hacer acopio de alimentos ante lo que pudiera pasar. Enseguida los precios empezaron a subir, lo que hizo que algunos productos alcanzaran costes escandalosos. La Administración real intervino de inmediato, suministrando grano a la población. La última cosecha había sido excelente, por lo que parte del excedente acumulado en los silos fue donado. Aquello calmó un poco los ánimos y evitó que el mercado negro comerciara con un artículo de primera necesidad como era aquél. Asimismo, los heraldos se repartieron por toda la ciudad, en un intento de tranquilizar a los ciudadanos, contando cuál era la situación real en ese momento. El dios había partido al frente de un poderoso ejército al encuentro del invasor y vaticinaban que regresaría victorioso y cargado de botín. No había motivo pues para la desesperanza; con la ayuda de los dioses, Egipto resultaría triunfante.

Shepsenuré había sido extremadamente hábil. Al trabar amistad con Seneb, enseguida se dio cuenta del peligro que representaba para él ser portador de alguna de las joyas robadas; incluso de las que apenas si tenían valor, puesto que cualquier inscripción por pequeña que fuera, podría despertar las sospechas del embalsamador. Por otra parte, las casas de la cerveza eran los lugares menos indicados para exhibirlas por lo que, paulatinamente, comenzó a invitar a Seneb a frecuentar su casa; hasta que su visita se convirtió en asidua. Tenía razón Seneb al decirle que el vino que le ofrecía no se encontraría en ninguna taberna, por lo que al poco tiempo ninguno de los dos echaba de menos el acudir a ellas.

Por otro lado y desde hacía unos meses, Shepsenuré acostumbraba a visitar los muelles siempre que sus quehaceres se lo permitían. Elegía las mañanas claras que con frecuencia los dioses regalaban a la ciudad para caminar por las calles que llevaban a las dársenas. Allí gustaba de mezclarse entre el bullicio incesante que conllevaba la actividad portuaria, y ver el constante movimiento de barcos que arribaban o abandonaban el puerto rumbo a destinos lejanos. Le gustaba ver, sobre todo, la llegada de las naves de gran calado cargadas con toda suerte de mercancías venidas desde lejanas ciudades situadas a orillas del Gran Verde
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. Aquellos buques de alto bordo, tan diferentes a los que acostumbraban a navegar por el Nilo, no dejaban de producirle cierto asombro; sobre todo cuando veía la gran cantidad de carga que eran capaces de transportar. Se imaginaba a aquellos monstruos de madera con sus bodegas repletas surcando el gran mar, y sentía fascinación. Había escuchado muchas historias acerca de los peligros que aquél entrañaba, por lo que se había hecho una composición de lugar muy personal al respecto; sobre todo porque él nunca había visto el mar.

Un día, mientras observaba cómo unos hombres descargaban uno de los barcos, conoció a Hiram, un comerciante de Biblos que llevaba muchos años en Menfis importando todos aquellos productos que fueran interesantes en el mercado. Para ello, fletaba naves desde cualquier lugar del mundo conocido que le pudieran proporcionar algún beneficio. Cada mañana acudía a su oficina, en los almacenes de su propiedad, situados junto a los muelles donde se encargaba personalmente de su negocio; examinaba la mercancía que arribaba y controlaba su distribución para asegurarse que sus pedidos llegaban a su destino. Para ello, había creado una red de agentes comerciales que, diariamente, se encargaban de colocar los productos de forma adecuada a la vez que le informaban de las necesidades que de ellos hubiera en la ciudad.

Hiram no tenía mujer ni hijos; su única familia era su negocio, al que consagraba todo su tiempo cual esposo solícito. No era por tanto extraño el verle abandonar su oficina bien entrada la noche, absorto en alguna cuestión por resolver. Los guardias de los muelles le conocían bien, y a veces se brindaban a acompañarle hasta su casa situada no lejos de allí.

Hiram solía suministrar artículos de lujo a los notables de la ciudad, por lo que poseía una buena reputación en las altas esferas de Menfis.

Llevaba comerciando toda su vida, primero enrolado en barcos de cabotaje, con los que recorrió todo el Mediterráneo; así tuvo oportunidad de tratar con pueblos dispares y aprender el valor de las transacciones. Para ello, dispuso de buenos maestros, los mejores; pues nadie como los fenicios a la hora de establecer factorías o rutas que les aseguraran un comercio fructífero.

Cuando su juventud pasó, se asentó en Menfis. Eran los postreros tiempos del reinado del gran Ramsés y Egipto ofrecía buenas posibilidades de negocio. Allí se abrió paso lenta pero firmemente, por lo que cuando llegó la gran depresión económica en época de la reina Tawsret, Hiram no sólo no pasó apuros, como otros comerciantes que se arruinaron, sino que consiguió aumentar sus ganancias. Ahora disfrutaba de lo que podríamos llamar un período de madurez, en el que se beneficiaba de todos los conocimientos atesorados durante toda su vida.

En ocasiones, altos cargos de la Administración le pedían opinión sobre la conveniencia de alguna operación y él les aconsejaba con la máxima prudencia, con el fin de que no perdieran ni un solo deben.

Con los servicios aduaneros mantenía unas magníficas relaciones, tan convenientes para un negocio como el suyo. Por ello, Hiram tenía buen cuidado de que el
imira sesb
(el escriba director) de aduanas dispusiera de todo lo posible para su comodidad.

Para los funcionarios que trabajaban en los muelles supervisando la carga que entraba en el puerto, siempre tenía preparada alguna ánfora de preciado aceite o de vino chipriota, que tan exótico parecía a los egipcios
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. Por ello, sus mercancías rara vez eran inspeccionadas por los escribas aduaneros que, por otro lado, solían ser bastante puntillosos. Como vivía sin ostentación y era sumamente discreto, no despertaba envidias; algo fundamental en una ciudad como aquélla.

Siempre alerta, su vista certera le hacía ver un negocio donde otros no podían. Calibraba a las personas en cuanto las veía y solía atender cortésmente a todo aquel que se le acercara con alguna propuesta; les escuchaba y prometía considerar el asunto. Luego, si no le interesaba, argüía cualquier tipo de argumento sobre la poca idoneidad del negocio, convenciendo a su interlocutor que, consternado, le pedía disculpas por haberle hecho perder su tiempo.

Su alma de comerciante y la sangre fenicia que corría por sus venas hacían que este comportamiento no fuera sino algo natural e intrínseco a su persona, no dándole mayor importancia; sin embargo, de lo que sí estaba orgulloso era de conocer el valor exacto de las cosas.

Hiram era capaz de saber el precio justo de un producto en cuanto lo veía; por eso, cuando aquel egipcio le mostró el brazalete, comprendió de inmediato lo precioso que era. Lo sopesó por un momento en su mano y luego miró a los ojos de aquel hombre que, fríos e inexpresivos, le mantuvieron la mirada; después, volvió a poner su atención en el brazalete. No había duda que maestros orfebres habían obrado aquella joya de un oro purísimo, que estaba jalonada de figuras representativas del dios Horus, magníficamente talladas.

Hacía más de diez días que había trabado conocimiento con él, y lo había hecho de forma casual, mientras supervisaba la descarga de un barco que transportaba madera de pino del Líbano. Aquel material era valiosísimo en un país que, como Egipto, andaba carente de madera de calidad. Esto fue precisamente lo primero que aquel extraño le dijo aquella mañana.

Claro que eso, ya lo sabía él de sobra, pues por ese motivo la importaba, por lo que al principio no le prestó demasiada atención y continuó comprobando que los manifiestos de carga estaban en regla. Mas aquel individuo se puso a deambular entre los troncos examinándolos con atención.

—Está toda vendida —le dijo Hiram mientras seguía revisando los formularios.

El egipcio le miró, pero no abrió la boca y siguió inspeccionando los maderos.

—Lo siento, amigo —volvió a decir Hiram mientras dejaba a un lado la documentación—. Esta madera es un encargo del templo de Ptah y ha sido pagada de antemano.

—No me extraña —contestó aquél—, es de primera calidad; es difícil ver madera así por aquí.

—Por eso es tan cara. Tan sólo los príncipes o los templos me la encargan.

Aquel hombre dejó de observar los troncos y se le acercó con una extraña sonrisa.

—Bueno, yo no necesitaría mucha y además estoy seguro que nos pondríamos de acuerdo en el precio.

Estas palabras fueron suficientes para que Hiram prestara toda su atención al extraño, con el que enseguida llegó a un acuerdo.

Parecía ser que aquel hombre tenía un pequeño negocio de carpintería y tan sólo necesitaba la madera necesaria con que confeccionar sus encargos. Producción limitada, según él. Muebles que requerían de un buen material para su fabricación. A Hiram le pareció factible, puesto que siempre disponía de algún excedente en la carga que transportaban los barcos y que debido a su precio, era difícil de cobrar. Así, se la vendería a aquel egipcio y su negocio sería redondo.

Quedaron pues en que, una vez suministrados los encargos, pasados unos diez días, se volverían a ver en su oficina para cerrar el trato.

Dado el precio del producto, Hiram sentía cierta curiosidad por saber en qué forma recibiría el pago de los cinco deben de oro que costaba la madera requerida. Una cantidad respetable, casi lo que debía de pagar un nomarca
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anualmente por ostentar su cargo. Mas lo que nunca pudo imaginar es que fuera a pagarle de aquel modo.

Volvió a examinar el brazalete entre sus manos y, al moverlo, la luz que entraba a raudales por un gran ventanal que daba al río centelleó al contacto con el metal. Hiram se levantó de su silla y dejando el brazalete sobre una mesa próxima, se acercó a aquella ventana con las manos a su espalda. Le gustaba observar desde allí el ajetreo propio del puerto y la ciudad que se extendía al otro lado del río. A menudo, aquella vista le invitaba a reflexionar.

Que el brazalete era una pieza extraordinaria, parecía indudable. No se veían joyas así por Menfis; además saltaba a la vista que era muy antigua. Podía tener quinientos años o más, pues hacía tiempo que ya no se fabricaban alhajas con tal pureza. ¿De dónde la habría sacado?

No es que le importara demasiado su procedencia, pues hacía ya mucho tiempo que sus escrúpulos y él llevaban caminos diferentes. Pero era obvio que una pieza así podía llegar a comprometerle; y la prudencia, al contrario que los escrúpulos, siempre le acompañaría.

Fijó de nuevo su atención en el muelle, donde estaban descargando un barco que transportaba aceite. A uno de los costaleros se le cayó un ánfora estrellándose contra el suelo, cubriéndolo con su preciado líquido, y enseguida se oyeron los gritos del capataz, que se dirigía hacia el pobre obrero entre blasfemias y amenazas.

Hiram suspiró mientras contemplaba la escena. Que pudiera comprometerle no significaba que no fuera a aceptar el brazalete. No iba a dejar pasar de largo una joya así; mas tendría que venderla fuera de Egipto si no quería correr riesgos. Utilizando los cauces adecuados, aquello no representaría ningún problema; además, en los mercados del Mediterráneo podría llegar a doblar su precio.

Se apartó al fin de la ventana mostrando al egipcio la mejor de sus sonrisas, mientras volvía a sentarse.

—Bien —dijo cruzando las manos sobre su regazo—. Estoy conforme con la forma de pago; esta misma tarde te llevarán la madera a donde dispongas.

El egipcio permaneció en silencio en tanto miraba fijamente a Hiram.

—Ambos estamos satisfechos entonces —dijo al punto—, pero antes de marcharme quisiera proponerte algo.

El fenicio abrió los brazos a modo de invitación.

—Verás, Hiram, veo que eres un hombre que sabe apreciar la belleza en su justa medida —dijo con cierta ironía—, y es por eso que me gustaría saber si estarías dispuesto a hacer más negocios conmigo.

—¿Más madera?

—No; aceite, vino, especias, telas…

—Y todos de primera calidad, ¿no es así?

—Precisamente. Quisiera disponer de estos productos para uso personal por lo que sólo necesitaría pequeñas cantidades de ellos que no te serían difíciles de suministrar. El precio, como habrás podido observar, no sería problema.

Ahora el fenicio apenas si pudo disimular su sorpresa; no por el hecho de tener que reservar un par de ánforas de vino a aquel individuo, sino porque estaba dispuesto a pagarle con más piezas como aquélla. Nunca acababa uno de sorprenderse en este negocio, se decía para sí, incluso cuando, como ahora, fuese para bien. Mas enseguida sintió curiosidad por el tipo de retribución y se regocijó internamente.

—Bueno, a veces me es sumamente difícil poder atender a mis clientes como quisiera. Hay compromisos que me son del todo ineludibles, como los de la casa real. En ocasiones, la carga entera va a parar a Pi-Ramsés; algo de lo que, por otra parte, me siento muy honrado.

El egipcio le miró maliciosamente.

—Estoy convencido de que la atención no resultará un problema entre nosotros, pues una parte te la pagaría por adelantado.

Hiram sonrió suavemente.

—No hay duda de que los dioses ponen en tus labios palabras persuasivas. Y sería sumamente imprudente por mi parte afrentarles con una negativa; creo que podremos llegar a un acuerdo en todo lo que necesites.

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