El ladrón de tumbas (8 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Este no se inmutó haciendo caso omiso del comentario.

—Esta ciudad ha ido cambiando muy deprisa, y sólo el divino Ptah permanece fiel a los principios que la crearon. Hoy está llena de sirios, libios, fenicios e incluso de gentes del otro lado del gran mar —concluyó Ankh.

Y así era en efecto; debido a su situación privilegiada en el Delta, la ciudad se había convertido en un auténtico emporio comercial en el que los barcos del mundo conocido recalaban para hacer sus transacciones. No era extraño, pues, que se hubieran establecido en ella colonias extranjeras dedicadas al comercio floreciente y a los buenos negocios que diariamente se hacían. Colonias que, por otra parte, se habían integrado totalmente en el país conservando en parte sus costumbres y el culto a sus dioses.

La orilla occidental del río era una amalgama de embarcaciones amarradas en los innumerables diques que poseía la ciudad. Ancladas en doble y hasta triple fila, descargaban sus mercancías mediante largas hileras de hombres que, ya en tierra, las agrupaban convenientemente para que el escriba del fisco pudiera calcular el impuesto correspondiente.

Menfis había sido capital del país durante los tiempos antiguos, y aunque posteriormente fue desplazada por Tebas como ciudad principal, los últimos faraones de la XVIII dinastía volvieron a instalar su corte en Menfis. Fue curiosamente un rey procedente de una familia del Delta, Ramsés II, el que volvió a cambiar de capital, para lo cual hizo construir una nueva ciudad en el Delta oriental a la que llamó Pi-Ramsés, y desde la que el señor de las Dos Tierras gobernaba en la actualidad. Sin embargo, toda la Administración del Estado seguía permaneciendo en Menfis, donde la más rancia aristocracia poseía espléndidas villas, y en la que grandiosos palacios, construidos por reyes ya desaparecidos, la embellecían por doquier.

La nave de Ankh se dirigió por aquel laberinto de falucas y esquifes hasta el embarcadero que el templo de Ptah utilizaba para amarrar sus embarcaciones.

Nemenhat saltó a tierra como una exhalación.

—¡Nemenhat, no te alejes de mí! —gritó Shepsenuré.

Pero el muchacho no le escuchaba, nunca había visto tanta gente en su vida ni una ciudad tan grande, y así vivaz, se aproximó a un corro de hombres que discutían con gran alboroto.

—¡Baal me dé paciencia ante tanta injusticia! —gritaba un comerciante sirio llevándose ambas manos a la cabeza.

—Deja a Baal en paz y dime de dónde viene tu nave —preguntó con voz cansina un hombrecillo egipcio que con su cálamo no dejaba de tomar notas.

—Ya te lo he dicho mil veces, vengo de Biblos, y ya pagué el tributo de aduanas en las bocas del Delta.

—Entonces, enséñame el recibo de pago.

—¡El recibo de pago! Te juro por todos los dioses protectores que se cayó al río y se perdió.

—Ya, pues en ese caso tendrás que pagar de nuevo.

—Thot sapientísimo agudiza el entendimiento de este escriba y no permitas que se haga en mí tal atropello —clamó el mercader con grandes aspavientos.

—El divino Thot nos ilumina en nuestros quehaceres diarios —contestó el egipcio con indiferencia—, es por eso por lo que hacemos cumplir las normas; y éstas dicen que toda nave que arriba de puerto extranjero debe pagar el impuesto correspondiente.

—¡Pero si ya lo he hecho! En el puesto de Djedet pagué hasta el último deben
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. Oh honorable cumplidor de las leyes de esta tierra, soy un honrado comerciante que arriesga su mercancía a través del gran mar lleno de peligros para que tu glorioso país las disfrute.

—¡Y para tu provecho! —gritó uno de los hombres que le rodeaban entre un estruendo de carcajadas.

—Lenguas viperinas, áspides del desierto —bramó el sirio—, llevo años comerciando aquí y nunca había visto algo semejante. Aquí todo el mundo me conoce…

—¡Claro, por eso te dicen que pagues! —exclamó alguien. Nuevas risotadas estallaron alrededor.

—Te juro que es cierto, escriba; pregunta, pregunta a Perhu, tu colega, él me conoce bien, ¿sabes quién es?

—Por supuesto que sí —contestó el egipcio clavando sus ojos maliciosos en él—. ¿Tienes tratos con Perhu, mercader?

—Bueno, tratos no, pero él conoce la verdad de mis palabras.

—Ya veo —prosiguió con suavidad el funcionario—. Creo que hoy has tenido mala suerte. Perhu debería estar aquí, pero su mujer se puso de parto y he tenido que venir a sustituirle; a veces las cosas no ocurren como nosotros esperábamos, ya sabes, es el Maat. Así pues, deberás pagar.

—¡Eso te pasa por esperar dos días en los canales para que tu escriba estuviera de turno! —gritó otro de los concurrentes entre la algarabía general, en tanto el mercader sirio se tiraba de los pelos y pateaba el suelo enfurecido.

Nemenhat miraba a su padre sorprendido. Éste a su vez observaba la escena mientras Ankh con una mordaz risita comentaba jocoso:

—No hay duda, estamos en Menfis.

Inmóvil entre las frescas sombras del patio, Irsw soportaba la canícula lo mejor posible. Ni el constante zumbido de las molestas moscas le hacía inmutarse. Ni tan siquiera un esclavo, que tras él trataba de apartarlas con su gran abanico importunando más que otra cosa, le sacaba de su apatía general.

De vez en cuando entreabría los ojos y contemplaba indiferente el ir y venir de la servidumbre en sus quehaceres domésticos, cerrándolos de nuevo; sólo el verles le hacía sudar. Hundido en aquel mullido diván con sus gordezuelas manos sobre su regazo, más bien parecía una imagen rediviva del divino Bes. A no ser por su cuidada barba y rizada cabellera, se le hubiera podido confundir con el grotesco dios protector de los niños; sin embargo, era Irsw, sirio por más señas y uno de los hombres más poderosos de Menfis.

Hijo de un humilde comerciante de Arama, surgió de la nada cuando la reina Tawsret se declaró corregente y su amante el canciller Bay tomó el control del país. A la sombra de su paisano, Irsw subió como la espuma aprovechando los tiempos oscuros en los que el país se sumió. Fueron años en los que no había más ley que la que Bay dictaba, en los que se cometieron toda suerte de atropellos por muchos clanes de extranjeros adeptos, que corrompieron el Estado. Mas cuando Siptah se alzó en el trono, Irsw obró con gran habilidad, y no sólo se libró de las persecuciones que hubo contra los afines al régimen anterior, sino que salió reforzado de todo ello aumentando su poder mientras la sangre corría por Menfis.

Ahora Irsw era dueño del comercio de la plata que desde Chipre fluía al país del Nilo. Sus naves navegaban desde Fenicia cargadas de madera de la mejor calidad y sus caravanas llegaban a los confines de la tierra de donde traían el preciado lapislázuli. Por todo ello, naturalmente, había tenido que pagar un precio. Pero el astuto mercader era buen conocedor de la naturaleza humana y ¿qué es la voluntad del hombre cuando su vista se recrea con semejantes bienes si éstos son regalados en su justa medida? Así, había creado un entramado de tal magnitud, que pocas eran las puertas que no se le abrían en Egipto.

Un criado apareció en el patio y con una reverencia anunció con voz queda:

—Mi señor, el escriba Ankh aguarda licencia para veros.

Irsw apenas se movió, sólo un imperceptible ademán fue suficiente para otorgar su venia.

Al momento entró el escriba, silencioso como un felino.

—Seas justificado ante los dioses y que éstos te den sus venturas —saludó Ankh.

Irsw movió la cabeza asintiendo con desgana.

—Mucho calor nos mandan hoy, y estas malditas moscas están más pesadas que nunca —contestó el sirio mientras daba un manotazo al aire.

—Qué quieres, estamos en la estación, pero estas sombras no son un mal lugar para resignarse.

El mercader suspiró y con la mano invitó al escriba a tomar asiento.

—Hacía tiempo que no venías a verme.

—El divino Ptah ha requerido mis servicios y, como muy bien sabes, la estación de Shemu me impide visitarte como te mereces. He estado recorriendo los campos durante casi dos meses. Mucho polvo para mis pies —dijo Ankh cansino.

—Demasiado en unos tan hábiles como los tuyos —contestó Irsw burlón.

—Así debe ser si se quiere tener un control preciso sobre la recolección.

Un criado se acercó con una jarra de vino recién desprecintada, ofreciéndosela al escriba.

—¡Uhm! —paladeó después de un primer sorbo—. Sigues teniendo el mejor vino del país; ahora que mis quehaceres me lo permiten prometo visitarte más a menudo.

De nuevo se llevó la jarra a los labios y bebió largamente. El fresco vino blanco era como terciopelo en su garganta; no en vano procedía de los viñedos del Delta oriental, célebres desde tiempos inmemoriales. En su elaboración se le endulzaba en su justa medida con dátiles de la región, que hacía del resultado final un elixir digno de reyes.

—Este año la cosecha ha sido espléndida —volvió a decir el escriba—. Creo que se puede lograr una cantidad notable de excedente de grano.

El mercader seguía sin inmutarse ante su interlocutor.

—Veo que ni las buenas noticias son ya capaces de sacarte de tu abulia, Irsw.

—Ya no estoy interesado en el negocio del trigo y a decir verdad en los últimos tiempos hay pocas cosas que me interesen.

—Deberías salir más de tu casa. Afuera todavía podrías encontrar alguna cosa interesante. Fíjate en esto —dijo ofreciéndole un pequeño envoltorio.

Con cierto fastidio, Irsw lo tomó y apartó la tela que lo cubría con parsimonia.

El brillo del oro le borró la indiferencia de su cara, miró a Ankh y después examinó atentamente la figura. Era un escarabajo de oro macizo que, aunque de pequeño tamaño, resultaba espléndido. Irsw supo al instante que era muy antiguo.

—No es una joya corriente. No sabía que el templo hiciera donaciones de este tipo a sus siervos predilectos.

—Digamos que Ptah en su infinita sabiduría interpuso mis pies en su camino.

—Eres un zorro, Ankh. Al mostrarme esto supongo que tienes algo que proponerme, ¿verdad?

—Je, je, seguramente; sobre todo si te digo que dispongo de objetos más preciosos que éste.

—¿De dónde los sacaste? ¿No me dirás que algo así crece espontáneamente en los campos que tú inspeccionas? ¿O acaso algún buen campesino ha cosechado más de lo que tu registro dice?

—Desgraciadamente no es posible encontrar algo así en las tierras de los templos.

—¿Dónde, pues? —preguntó el sirio.

—¿Te interesa el tema?

—Quizá, si conociera más detalles…

—Puede que hayamos dado con la llave para abrir las tumbas de Saqqara —explicó Ankh con gravedad.

—No me digas que ahora andas en tratos con profanadores —se burló Irsw—. Pensé que los escribas del divino Ptah erais incorruptibles.

—A veces tus bromas son de lo más inoportunas; que yo sepa mis negocios contigo te han proporcionado pingües beneficios.

El sirio rió quedamente.

—¡Hablo en serio, Irsw, hay más de cuarenta kilómetros de necrópolis!

—Que han sido rastreados por ladrones desde tiempos inmemorables.

—No todas las tumbas han sido encontradas; hay algunas tan antiguas como Menfis, de las que se desconoce su paradero.

—Magnífico, creo que durante tus próximas siete vidas tendrás todo tu tiempo ocupado excavando, Ankh.

—No era eso lo que había pensado —contestó éste mientras daba otro sorbo de la jarra—. Es más, dispongo de la persona idónea para tal cometido.

Irsw enarcó una de sus cejas escrutando con atención al egipcio.

—¿Dónde conociste a ese sujeto?

—En la peor taberna de Ijtawy —contestó divertido Ankh.

—Un lugar muy adecuado para tus negocios. En Ijtawy ya no quedan más que serpientes y chacales.

—En efecto, has puesto un símil perfecto; creo que nuestro hombre es un auténtico superviviente.

—Estás muy seguro de conocerlo bien.

—Sabes lo poco que me equivoco en estos asuntos.

—¿Es acaso garantía suficiente?

—Tú lo has dicho. Antaño, Ijtawy estuvo llena de gloria. Fue capital del país y allí fueron enterrados grandes reyes de la XII dinastía. Pero todo fue saqueado hace ya muchos años; sólo la arena señorea en aquel lugar. Sin embargo, este hombre fue capaz de hallar una tumba intacta, y a juzgar por lo que he visto, bastante rica.

—Espléndido, ya tienes pues quien trabaje, ahora sólo necesitarás tener paciencia.

Ankh suspiró resignadamente y alzó los ojos haciendo un gesto teatral.

—Figúrate que hace algún tiempo estaba yo husmeando en los archivos del templo, cuando por una rara casualidad encontré en un viejo arcón un papiro muy antiguo —continuó Ankh con cierta reserva.

Irsw le observó fijamente, pero esta vez no dijo nada.

—Tan antiguo que es contemporáneo del viejo rey Djoser, fuerza, protección y estabilidad le sean dadas. ¿Tienes idea de la fecha a la que me estoy remontando?

El sirio rió maliciosamente.

—La cronología de los reyes de esta tierra no está al alcance del pueblo llano, ¿no es así como deseáis que sea?

Ankh hizo un mohín de fastidio.

—Mas te diré que en este caso, sí puedo hacerme una idea de la antigüedad de tu hallazgo —continuó el sirio—. ¿Mil quinientos años quizá? No en vano el legado que Djoser nos hizo hará que sea recordado incluso por un neófito como yo.

—La pirámide escalonada. La que significó el comienzo de una época de esplendor en la que las más grandiosas obras de Egipto fueron levantadas para memoria del género humano. ¿Sabes?, hasta los dioses quedaron satisfechos.

—En el caso de Djoser fue su arquitecto Imhotep el que más satisfecho quedó —dijo con sorna Irsw—. Él fue quien la construyó, ¿no?

—Así es —replicó Ankh respetuosamente—. Y en reconocimiento fue hecho dios entre los hombres, y su memoria será venerada por siempre como encarnación de sabiduría.

Pero no olvides que erigió la pirámide para gloria del faraón, y que en el país de Kemet todo le pertenece a éste.

—En verdad que me sorprendes, Ankh. Veo que te has convertido en celoso guardián de las tradiciones de esta tierra. Pero dime, ¿acaso los templos pertenecen al faraón?

—¡No blasfemes Irsw! —contestó el escriba perdiendo en parte su compostura.

Era curioso, pero a veces afloraban en el escriba sentimientos hacía tiempo olvidados, y las buenas enseñanzas que aprendió en la Casa de la Vida surgían espontáneamente, sobre todo, cuando alguien comprometía la magnificencia de la historia de su pueblo.

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