El ladrón de tumbas (43 page)

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Authors: Antonio Cabanas

—Mirándolo así, sin duda; incluso te quedarías corto si consideráramos también la de Meidum.

—¿Me hablas de la construcción de una tercera?

—Sí. La mayoría de la gente lo cree así, aunque mi padre dice que son sólo leyendas; que la pirámide de Meidum la hizo Huni y que, a la muerte de éste, su hijo Snefru se limitó a transformar su aspecto exterior.

—No hay duda de que la tierra en la que vivimos estaba gobernada por dioses bien distintos a los de ahora. Nadie podría levantar hoy algo semejante.

—Yo no lo enfocaría así; simplemente no sienten necesidad de hacerlo pues los criterios litúrgico-religiosos han variado en todos estos años. Nadie grabaría textos sagrados en las paredes de las tumbas hoy en día, pues escrito sobre papiros tienen la misma función
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.

Nemenhat sintió un sobresalto al oír estas palabras, recordando de inmediato los cientos de símbolos que llenaban las paredes del monumento de Unas, que tanto le habían impresionado. Ahora se enteraba que su simbología era similar a la descrita en el Libro de los Muertos; textos sagrados para ganar la salvación eterna.

«Curioso —pensó-. Aunque puestos a elegir yo preferiría los jeroglíficos grabados en la piedra por ser indelebles.»

—Bueno —dijo Nemenhat—, parece que no todo le sonrió a Snefru como hubiera querido.

—¿A qué te refieres?

—A su esposa. Hetepheres prefirió enterrarse junto a su hijo antes que en las proximidades de ninguna de sus pirámides. No debió de existir entre ellos un sentimiento demasiado profundo.

Nubet rió con suavidad.

—En ese caso Keops sí que fue afortunado, pues además de su madre, sus esposas Meritites y Hanutsen descansan a su lado para siempre. Ser querido por tres mujeres es algo difícil de igualar, ¿verdad?

Nemenhat también rió, a la vez que de nuevo animaba al pollino a moverse.

—Esto es enorme —exclamó mientras señalaba a las otras dos pirámides situadas hacia el oeste—. ¿Adónde vamos ahora?

—Vayamos a ver la Esfinge —contestó la joven haciendo un gesto con la cabeza en su dirección.

Cruzaron las doradas arenas que separaban la calzada procesional de Keops de la de su hijo Kefrén y siguieron ésta hasta la cercana Esfinge.

La primera impresión que tuvo Nemenhat cuando la vio fue ciertamente enigmática. Aquella figura era algo muy diferente a cuanto había visto antes y en nada se parecía a las otras esfinges que adornaban templos o palacios. Ésta, aparte de tener un tamaño considerablemente mayor, parecía poseer una fuerza interior, de la que sin duda carecían las demás.

Allí, echada sobre la arena con su mirada hacia el este, quizá para saludar al sol cada mañana y darle la bienvenida o simplemente vigilante del orden del país de las Dos Tierras, aquella imagen resultaba, cuando menos, misteriosa. ¿Qué otra cosa se podría pensar de una figura que, como aquélla, surgía de las entrañas del desierto cuan centinela alerta?

Nemenhat la estudió durante unos instantes y le pareció que sus formas eran desproporcionadas. Sus más de cincuenta metros de largo no parecían corresponderse con su altura aunque, bien mirado, la Esfinge se encontraba en gran parte cubierta por la arena y por tanto no se podía medir con exactitud. Mas su mente analítica siempre implacable, había hecho sus propios cálculos y había llegado a la conclusión de que el cuerpo y la cabeza no estaban hechos a la misma escala
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. Aun así, era poseedora de un indudable poder de seducción como el joven no creía haber visto en ningún otro monumento.

Ambos permanecieron un rato en silencio contemplándola hasta que parecieron percatarse de la fuerza de los rayos del sol a aquella hora. Desde lo alto, Ra hacía que el calor apretara de firme.

—Busquemos un lugar donde protegernos de sus rayos —dijo Nemenhat tirando de nuevo de las riendas.

—Su cabeza nos dará sombra —replicó Nubet señalando a la Esfinge -. Descansemos allí.

Nemenhat arreó al burro por las ardientes arenas hacia el lugar que Nubet le indicaba. La cabeza proyectaba una buena sombra sobre las patas delanteras y allí se acomodaron.

Frente a ellos se extendía un templo dedicado a la Esfinge que había sido abandonado y reabierto en numerosas ocasiones renovando su culto. Ahora parecía vacío y silencioso.

—Extraño lugar —dijo al fin el joven.

—Más bien diferente diría yo —continuó Nubet—. Pero cargado de un gran significado simbólico.

Nemenhat no contestó; su país se encontraba lleno de símbolos y él no sentía especial interés por ellos. Recordó entonces el escarabajo de cornalina que cogió de la tumba que encontró. Tenía curiosidad por saber a quién pertenecía, aunque sólo fuera por poner un nombre a su hallazgo. Decidió mostrárselo a Nubet, pues quizás ella arrojara alguna luz sobre el tema.

—¿Dónde lo has encontrado? —preguntó fascinada mientras lo tomaba entre sus manos.

—En la arena, por casualidad; un día que me senté junto a la pirámide de Unas.

Nubet le miró sorprendida.

—Qué sitio tan particular para descansar —continuó mientras observaba con detenimiento el escarabajo.

—Me llamaba la atención, al verla en tan buen estado comparada con las que la rodean; así que un día me acerqué a verla y al sentarme a su sombra lo encontré.

—Uhm, qué extraño; el propietario de este escarabajo nada tuvo que ver con Unas. Vivió algo más tarde, durante el reinado de Merenra; una dinastía después.

—¿En serio? —dijo Nemenhat.

—Sí; aquí dice que fue juez e inspector de la pirámide del faraón, su nombre era Sa-Najt.

—Sa-Najt —musitó el joven mientras miraba en dirección a Saqqara—. Nunca había oído un nombre semejante.

—Los nombres de los antiguos ya no están de moda —continuó Nubet devolviéndole el escarabajo—, aunque éste tiene un significado interesante.

Nemenhat hizo una mueca de ignorancia ante el comentario.

—Quiere decir «fuerte protección» —concluyó con un mohín.

»De todas formas —continuó- es raro que este escarabajo estuviera junto a la pirámide de Unas. Forma parte del ajuar funerario de Sa-Najt y su tumba debería estar próxima a la de su señor Merenra, no allí.

Nemenhat abrió los brazos en un gesto que daba a demostrar su total desconocimiento de semejantes asuntos.

—¿Te sientes atraído por esa pirámide? —le preguntó al rato sin mirarle.

—Ya te digo que me llamó la atención al verla en tan buen estado.

El sol se reflejaba en sus caras como en un espejo.

Ahora Nubet rió.

—Eso es porque la remozaron hace poco y la dejaron como nueva.

Nemenhat la miró perplejo.

—Fue un hijo de Ramsés II que se llamaba Kaemwase el que la rehabilitó. Un hombre muy sabio, según mi padre. Fue sacerdote de Ptah y reconstruyó muchos monumentos. En la cara oeste de la pirámide dejó una inscripción con su nombre.

El joven asintió y durante un buen rato ambos permanecieron en silencio.

Recostado sobre el pecho de la estatua, reparó en que las manos de la Esfinge estaban cubiertas por la arena y vio que un bloque de piedra sobresalía unos centímetros.

Despreocupadamente estiró sus miembros apoyando uno de sus pies sobre ella.

Nubet observó con disimulo cómo se desperezaba, como si fuera la diosa gata Bastet. El sudor que le cubría daba un brillo extraño a la morena piel del joven, remarcando sus poderosos hombros y los músculos del pecho. Ella sintió de repente unas irrefrenables ganas de acariciarle que se reprochó íntimamente haciéndole fruncir el ceño.

Él por su parte permanecía estirado, cuan largo era, con los ojos entrecerrados y ambas manos tras la cabeza, como en estado de ensoñación.

Nubet le volvió a mirar captando de inmediato aquella serenidad que parecía emanar del joven y que tanto la gustaba de él. Aquella calma de la que siempre hacía gala y que formaba parte de la extraña magia que poseía. Reparó en su perfil, su nariz, sus labios… allí junto a la Esfinge a Nubet le pareció el más hermoso de los hombres. Mas por nada del mundo permitiría que aquella indudable atracción que sentía por él se desbocara incontroladamente. Si había un juego en el que no estaba dispuesta a participar, era en el amor. Ella se entregaría por completo a su amado cuando llegara el momento, y lo haría para siempre; pero no quería equivocarse dejándose llevar por súbitos impulsos que luego podría lamentar, y mucho menos con Nemenhat, al que su padre adoraba. Por otra parte, ella era perfecta conocedora de su naturaleza y sabía que en lo más profundo de su ser yacía una pequeña llama que podía ser reavivada en cualquier momento, convirtiéndose en un fuego abrasador capaz de transportarla a la más fuerte de las pasiones.

Nemenhat parpadeó volviendo su cabeza hacia ella y sus ojos se encontraron. Ella apartó su mirada al instante y la perdió en el horizonte.

—Disculpa —dijo Nemenhat—, casi me quedo dormido. Esta sombra invita a sestear.

—No eres el primero al que le pasa —contestó ella sonriendo.

—¿Vienes a menudo aquí? —preguntó sorprendido.

Nubet rió.

—No, no me refería a eso; es que ilustres personajes han sentido lo mismo antes que tú.

—¿De verdad?

—Sí. ¿Conoces la historia del príncipe Tutmosis?

Nemenhat negó con la cabeza.

—Tutmosis era hijo del faraón Amenhotep II, y aunque tenía muchos hermanos, era el preferido de su padre. Como él, el príncipe era muy fuerte
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y gustaba de salir a cazar leones al desierto con su carro. Un día se encontraba de cacería por aquí; era un día como hoy, muy caluroso, y al ver la Esfinge pensó que podía protegerse de los rayos del sol a su cobijo. En aquellos tiempos, la imagen se encontraba casi totalmente cubierta por la arena, y sólo la cabeza sobresalía de ella proyectando su sombra. Así pues, se apoyó en ella y al poco se quedó dormido. Entonces tuvo un sueño en el que el padre Ra se le apareció en todas sus formas: «Hijo mío, soy Khepri, Horakhty, Ra y Atum
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. Soy Harmakis
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. Escúchame y te ofreceré el reinado sobre Egipto y tu vida será larga. Para ello deberás apartar la arena que cubre mi cuerpo y dejarme libre de ella. Hazlo y serás faraón
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—¿Y qué ocurrió? —preguntó el joven divertido.

—Al despertarse el príncipe, presa de gran excitación, regresó a Menfis y al poco organizó una brigada para desescombrar la Esfinge y librarla de la arena. Harmakis, por su parte, cumplió con su promesa y al morir Amenhotep II, el príncipe Tutmosis subió al trono con el nombre de Tutmosis IV (Men-Keperu-Ra)
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.

—¿En serio crees esa historia? —interrumpió Nemenhat riendo.

—Totalmente —dijo ella muy seria.

—¿No crees que sea una de las muchas leyendas que nos cuentan de niños?

—Mira a tus pies, Nemenhat. ¿Ves la piedra sobre la que los tienes apoyados?

El joven desvió la vista hacia el lugar.

—Esa piedra es en realidad una estela de tres metros y medio, casi cubierta por la arena. Se llama la Estela del Sueño y fue erigida por Tutmosis en el primer año de su reinado, en agradecimiento por su coronación. La historia es cierta.

Nemenhat se quedó sorprendido.

—¿Y tú cómo sabes tantas cosas? Parece como si vinieras a diario por aquí —preguntó admirado.

—Sólo he venido dos veces. Todo me lo contó mi padre; él conoce muchas historias ya casi olvidadas. Es un hombre muy sabio —concluyó orgullosamente.

El joven asintió levemente.

—Poder recoger las enseñanzas de nuestros mayores no tiene precio, ¿verdad?

—Sí, así podemos continuar el camino donde ellos lo dejan.

—Y dime, ¿entonces ese templo de enfrente está también dedicado a la Esfinge?

—¿El Setepet? Sí, aunque su culto ha permanecido, en ocasiones, cerrado durante siglos. Es hermoso, ¿verdad?

—Sí. ¿El de la derecha también pertenece a la Esfinge?

—No, ése es el templo del Valle de Kefrén, una verdadera obra de ingeniería. Mi padre opina que no se construyó otro igual en el Imperio Antiguo.

Nemenhat se estiró de nuevo, relajándose después por completo. Le gustaba aquel lugar; captaba algo en el ambiente que le hacía sentir realmente bien, como si estando allí comulgara del orden cósmico que los constructores de aquella antigua necrópolis habían proyectado. Templos, pirámides, tumbas… curioso, cuando menos, el lugar elegido para pasar un día con Nubet.

La miró como se aproximaba al pollino y sacaba de sus alforjas varios paquetes.

—Tortas, queso fresco y miel —dijo ella al ver que la miraba—. Un pequeño tentempié; espero que te guste.

A Nemenhat le pareció delicioso y se deshizo en alabanzas, pues las tortas con miel eran su debilidad.

—Nunca pensé que este sitio fuera así —dijo él mientras masticaba con fruición—. No se parece en nada a otras necrópolis, como Saqqara.

—¿Conoces bien Saqqara? —preguntó ella.

Él enseguida se arrepintió de lo que había dicho.

—Bueno, sólo la parte que linda con la carretera del sur, pero ya allí se advierte que es un cementerio que en nada se parece a éste. Los monumentos que aquí se erigieron invitan a vivir.

Nubet calló mientras se llevaba un poco de queso a la boca. Nemenhat la observó un instante y, como en ocasiones anteriores, volvió a sentirse atraído por ella. Seguía pareciéndole la más hermosa de las mujeres, pero no era sólo eso lo que le gustaba de ella; había algo más que no era capaz de definir que le llegaba muy dentro, algo que parecía que le entraba por los poros de su piel, ¿o quizá por su nariz? No sabía qué pudiera ser pues nunca antes lo había experimentado, pero por momentos parecía capaz de olerlo. Dilataba su nariz imperceptiblemente intentando descubrir qué mágico olor podía hacerle sentir aquella sensación; pura química, sin duda.

Lo que sí que le llegaba, y claramente, era la suave fragancia que ella despedía. Un olor muy característico que Nemenhat no había observado en ninguna otra persona; un perfume que formaba ya parte de Nubet.

Volvió a cerrar los ojos. El frugal almuerzo y la atmósfera apacible le invitaban a abandonarse en una ligera modorra.

—¿Se repetirá la historia del príncipe Tutmosis? —oyó que le decían.

—Discúlpame —respondió despertándose sobresaltado—. Por un momento he sentido como si unas manos invisibles se aferraran a mis párpados cerrándolos sin remisión.

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