El ladrón de tumbas (42 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Respiraba aguantando el aire en sus pulmones, disfrutando aquella atmósfera cargada de los aromas de su tierra. Para ella no había nada igual.

Aquel año la cosecha sería magnífica; una noticia sin duda inmejorable para su pueblo, acostumbrado a tener que padecer de vez en cuando terribles hambrunas. Esta vez, habría trigo suficiente para almacenarlo en los silos y abastecer al pueblo en caso de necesidad en años venideros.

La joven había seguido viéndose con Nemenhat en varias ocasiones, teniendo oportunidad de conocerle un poco mejor. Sentía que una ilusión había nacido en su pecho, que le hacía estar jovial y dichosa como nunca antes. Una ilusión que por primera vez la llenaba de emociones no experimentadas y que, a duras penas, podía controlar. ¿Sería aquello lo que todas las muchachas de su barrio le aseguraban sentir por sus novios?

Nubet sólo sabía que disfrutaba estando junto a él, escuchando su punto de vista de las cosas, tan diferente en muchos aspectos al suyo, o simplemente caminando en silencio sintiendo su presencia a su lado. Aquel misterioso magnetismo, que en él siempre había notado, se había multiplicado con los años hasta el punto de haber llegado a convertirse en rasgo acusado de su personalidad.

La gustaba su carácter tranquilo y la sensatez con que solía tratar cualquier asunto. Siempre amable y considerado pero a la vez firme y decidido; acostumbrado a pensar las palabras antes de decirlas y por otra parte dispuesto en todo momento a bromear. Y luego estaba aquel porte tan varonil; sus labios sensuales, su hermosa sonrisa, su mirada serena que se tornaba pícara en tantas ocasiones, sus ojos que se volvían de un cautivador color verde cuando la luz incidía sobre ellos, sus negros cabellos siempre cortos, como se llevaban durante el Imperio Antiguo… ¡Le parecía tan guapo!

Nemenhat cumplió su intención de acompañar a la joven en sus paseos por el frondoso valle. Hacía uso de su día libre semanal, el décimo; y siempre que se lo permitía su trabajo aprovechaba para visitarla. Al contrario que Nubet, él sabía perfectamente lo que sentía; la irresistible atracción que la joven había despertado en él y que le hacía pasar las noches pensando en ella. Era tan hermosa que a veces se sorprendía a sí mismo embobado, absorto en su recuerdo; hecho éste que le molestaba sobremanera.

Sin embargo, había otras cosas que el joven consideraba y que le parecía pudieran ser un obstáculo en su relación. Primero estaba ella misma, por supuesto, pues Nemenhat no olvidaba el hecho de que la joven hubiera sido educada de manera muy diferente a la suya. Sus conceptos de la vida y de la sociedad egipcia nada tenían que ver con los de Nubet; sembrándole de dudas respecto a cómo sería una convivencia entre ambos. Además ella era una persona muy apegada a su tierra, y él lo era cada vez menos. Aun siendo esto algo a considerar, no hubiera sido un serio impedimento si además ella no fuera la hija de Seneb. Nemenhat decía lo que sentía al asegurar la bondad del embalsamador, y era ese cariño y respeto que le tenía un indudable freno para dar un paso definitivo. Por último estaba su pasado, sórdido y deleznable para cualquier egipcio cabal; y Seneb y su hija lo eran. En ocasiones imaginaba el semblante que pondrían ambos si supieran a lo que se habían dedicado él y su padre durante años. Estaba seguro que les despreciarían para siempre. Y claro, luego estaba lo más importante, que era el que Nubet sintiera lo mismo que él.

Todo esto pensaba Nemenhat con los ojos clavados en el techo de su habitación, dándole vueltas y más vueltas y buscando una solución que veía difícil y en el que había implícito un juego cuyas consecuencias eran imposibles de calibrar. Cuando parecía que el problema se hacía insoluble, asomaba una luz en su interior y recordaba una de las máximas populares que el sabio Ptahotep escribió un milenio atrás: «En caso de duda sigue a tu corazón.»

Y su corazón le llevaba de nuevo junto a Nubet; sus ojos, su mirada, su sonrisa…

Un día se citaron para visitar la meseta de Gizah. Quedaba algo distante, pero al enterarse que Nemenhat no la conocía, Nubet insistió en ir.

Salieron muy temprano en el pollino. Era principios del mes Epep
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(mayo-junio), en el que los días son hermosos y largos y los dioses invitan a disfrutarlos. La carretera hacia Gizah serpenteaba entre los bosques de palmeras atravesando magníficos campos con sus cosechas a punto de ser recogidas. Un recreo sin duda para la vista y una prueba evidente de que aquella tierra se encontraba bajo la protección divina. Cruzaron puentes trazados sobre los pequeños canales que, desgajados del padre Nilo, cubrían la región fertilizando la tierra a su paso para luego unirse de nuevo a él cual hijos amantísimos, cerca de Heliópolis.

Ambos jóvenes avanzaban en silencio. Nemenhat caminaba sujetando de las riendas al borrico, sobre el que montaba Nubet, disfrutando de toda la belleza que aquellos parajes le ofrecían. Nunca se había aventurado tan al norte y le sorprendió la frondosidad de los extensos cañaverales repletos de papiros que crecían a las orillas de los riachuelos.

—Por algo son el símbolo del Bajo Egipto —dijo Nubet como respuesta al comentario del joven.

Plantas de papiro que, por otro lado, les acompañaron hasta el desvío de un nuevo camino que les llevaría hasta Gizah. Era un cruce que existía desde el Imperio Antiguo y del que surgían dos carreteras. Una a la derecha, que llevaba hacia la vieja Heliópolis y otra a la izquierda que se adentraba en el desierto y conducía a la necrópolis de Gizah.

«De nuevo el contraste», pensaba Nemenhat mientras hundía sus pies en la disparidad de un mal llamado camino.

Feracidad, infecundidad; desierto, edén; abundante, yermo. Así era su país, capaz de transformar la mayor de las exuberancias en extrema aridez en pocos metros, tan ambivalente como en ocasiones somos los humanos.

Tras un buen trecho, el intransitado camino llegó a los pies de un promontorio por donde zigzagueó haciéndose cada vez más empinado; últimos repechos que dieron pie a una planicie que se perdía en la distancia.

Jadeando aún por el esfuerzo que le supuso el tirar del burro con su grácil carga por aquella cuesta, Nemenhat se encontró de buenas a primeras ante lo inesperado. Hasta el aliento se le cortó ante tal grandiosidad.

En ocasiones las había visto en la lontananza, desde Saqqara, brillando bajo los rayos del sol como gemas surgidas del desierto. Había escuchado muchas historias acerca de ellas; leyendas de todo tipo que, sin duda, habían alimentado su curiosidad por conocerlas.

Ahora, al encontrarse ante ellas por primera vez, no pudo evitar el tener un sentimiento de insignificancia, pues la magnitud de aquellos monumentos le pareció demoledora.

El sol casi había alcanzado su zenit y proyectaba sus rayos sobre la blanca capa de piedra caliza de Tura que cubría la pirámide, haciéndola refulgir.

—Cuesta resistirse ante tanta magnificencia —oyó que decía Nubet a sus espaldas.

—¡Cómo pudo el hombre hacer algo así! —musitó el joven con voz queda.

—Más bien parece obra de seres portentosos, ¿verdad?

Nemenhat movió la cabeza afirmativamente sin decir nada.

—Pues te aseguro que fueron manos como las tuyas las que las erigieron. No creo que haya nada sobre la tierra que se le iguale.

Nemenhat permaneció mudo unos instantes ante aquellas palabras. Seguramente Nubet tenía razón al decir que nada en la tierra se le podía comparar, pues construir algo así no parecía estar al alcance de los mortales.

—No está mal como panteón familiar —dijo el joven al fin.

—Una necrópolis real para sólo tres reyes. Increíble, ¿verdad?

—Según tengo entendido sólo tres generaciones están aquí; Keops, su hijo Kefrén y su nieto Micerinos.

—Sí, pero podía haber al menos otro más, puesto que a Keops le sucedió su hijo Dyedefre.

—¿En serio?

—Sí, era hermanastro de Kefrén y muy devoto del culto heliopolitano a Ra. Fue el primero en hacerse bautizar como hijo de Ra y se construyó su pirámide muy cerca de la ciudad, en Abu Rawas. Murió muy joven y le sucedió su hermanastro. Mi padre dice que entre los dos hermanos hubo grandes diferencias; seguramente debido a disputas por la sucesión.

—¿Entonces sólo tres reyes están enterrados aquí?

—Sí, tres reyes e infinidad de reinas, príncipes y princesas. Hasta los obreros que construyeron las pirámides se hallan aquí sepultados.

—Todos buscando la protección del faraón —dijo el joven casi entre dientes, imaginándose la cantidad de tumbas que habría bajo la arena.

—¿Decías algo? —preguntó Nubet.

—Sólo pensaba en voz alta. Trato de comprender cómo pudieron erigirlas.

—En eso no te puedo ayudar mucho, pues los arquitectos son muy puntillosos con sus proyectos y el secreto de éstos se lo llevaron consigo a sus tumbas. Aunque podríamos preguntar a Hemon —dijo sonriendo—. Debe encontrarse enterrado en algún lugar de esta necrópolis.

—¿Quién era Hemon? —preguntó Nemenhat frunciendo el entrecejo.

—El maestro de obras de Keops; él seguro que podría decirte cómo las hicieron.

Nemenhat volvió la cabeza de nuevo hacia las pirámides y pensó de inmediato en los fabulosos tesoros que tuvieron que albergar en su día. No le cabía duda que habían sido saqueadas ya en la antigüedad, aunque sintió curiosidad de inmediato por saber el modo en el que entraron en ellas. Se abstrajo unos instantes con estos pensamientos regresando al poco, justo para escuchar las palabras de Nubet.

—Su nombre es el Horizonte de Khufu
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—dijo la joven señalándola con el dedo— y es la más grande de todas.

—Pues a mí me parece más grande la segunda —objetó Nemenhat mientras cogía las riendas e iniciaban la marcha de nuevo.

—Es un efecto óptico. La pirámide de Kefrén es cuatro metros más baja, pero la meseta sobre la que se alza se encuentra a una altura de diez metros por encima del terreno en la que se levanta la de su padre; por eso parece más alta.

Se acercaron casi hasta el borde de la Gran Pirámide. Un muro de unos ocho metros de altura la rodeaba en su totalidad. Era también de caliza y ahora se encontraba derruido en numerosos tramos. No se veía a nadie por los alrededores y Nemenhat se aproximó a las primeras hileras de piedras, algunas de las cuales habían perdido el revestimiento de caliza original.

Avanzó una mano hacia ellas con una mezcla de curiosidad, respeto y reverencia; aunque él no lo supiera. Fue un gesto mecánico ante la irresistible atracción que aquellos enormes bloques ejercían sobre él. Acarició las aristas con suavidad, sorprendiéndose del pulido perfecto de las ciclópeas piedras y reparando a su vez en las casi imperceptibles juntas que tenían unas con otras.

«Asombroso», pensó atónito al comprobar el trabajo que habían realizado los canteros en piedras más grandes que él, y que debían pesar al menos dos toneladas.

Elevó su vista por los sillares hasta encontrarse de nuevo con la pulida caliza blanca de Tura, que envolvía la estructura piramidal y subía y subía hasta un vértice que parecía que se adentraba en los cielos, y por donde el alma de Keops ascendió para reunirse con los dioses.

—Nunca los faraones tuvieron tanto poder como entonces —oyó que decía Nubet.

—Sólo así hubieran podido construir algo semejante —contestó el joven sin apartar la vista de la pirámide.

Recordó entonces la última vez que estuvo dentro de una de ellas aunque fuera la de Unas, mucho más pequeña; y el desasosiego que sintió en su interior. Era obvio que aquella pirámide no podía compararse con éstas y se imaginó el laberinto de pasadizos y cámaras que debía albergar.

—Alguien que fue capaz de concebir algo así, tuvo por fuerza que idear las más sofisticadas trampas para evitar que los ladrones penetraran en ellas —reflexionó acariciándose la barbilla.

Mas estaba convencido que éstas no habían evitado el saqueo del monumento, pues sabía por experiencia que las trampas siempre eran sorteadas.

Sonrió para sus adentros al recordar lo que tantas veces había oído decir a su padre:

—¡Muchas veces, los mismos que las construyen las violan!

Suspiró a la vez que parecía volver de nuevo a la realidad. Su vista reparó entonces en todo lo que rodeaba a aquella pirámide; el muro exterior, el suelo de caliza sobre el que se hallaba y el templo mortuorio que se encontraba junto a la cara este de la pirámide, o más bien lo que quedaba de él. Desde allí salía la vía procesional que unía aquel santuario con el templo del Valle y que en su día debió de ser una construcción formidable. Aún quedaban restos en buen estado de conservación, pudiéndose observar cómo el suelo de basalto de la calzada estaba techado y flanqueado por altísimas paredes (40 metros) grabadas con bellísimos bajorrelieves.

Ambos jóvenes se dirigieron hacia aquella calzada en silencio, quizás algo sobrecogidos por tan solemne complejo. Al aproximarse vieron tres pequeñas pirámides situadas junto a la sagrada vía, al otro lado.

—¿A quién pertenecen? —preguntó el joven curioso.

—Son de familiares de Keops. Concretamente de su madre y de dos de sus esposas —dijo Nubet.

—Nada como preservar el amor de una madre y el de esposas solícitas junto a uno, por toda la eternidad —comentó Nemenhat jocoso.

—No te burles, quizás existiera una hermosa relación entre ellos en vida. La madre fue una gran mujer, la reina Hetepheres, esposa de Snefru, el dios que gobernó esta tierra antes de Keops. Él construyó otras dos pirámides en Dashur, una roja y otra romboidal.

—He visto esas pirámides. ¿Y dices que las dos las construyó él?

Nubet movió la cabeza afirmativamente.

—¿Y para qué dos?

—La primera que erigió tenía tanta inclinación
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, que cuando llevaban casi los dos tercios de su construcción, los arquitectos encontraron fallos en la estructura interna y decidieron disminuir la pendiente de los ángulos en más de diez grados para aliviar las cargas
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.

—Si no hubiera sido así habría tenido una altura enorme.

—Veintitrés metros y medio más de lo que tiene. Hubiera sido la mayor pirámide de Egipto.

—¡Un proyecto grandioso!

—Así es, pero el cambio no debió satisfacer a Snefru y decidió construir otra al norte con la misma inclinación que la de la parte superior de la romboidal. Allí es donde se enterró.

—Así que Snefru construyó dos pirámides… En cierta forma superó a sus predecesores, pues sus dos construcciones juntas son mayores que cualquiera de éstas.

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