El ladrón de tumbas (44 page)

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Authors: Antonio Cabanas

—La canícula invita a sestear —contestó ella quitándole importancia.

—Prefiero esta realidad que el sueño de un príncipe ambicioso —continuó Nemenhat incorporándose y apoyando su cabeza sobre la piedra caliza.

—Fue Harmakis quien le hizo el ofrecimiento.

—Bueno, a mí no creo que me ofrezca Egipto, y si lo hiciera no me interesaría.

—Los dioses conocen nuestras debilidades, quizá te tienten con alguna otra propuesta que sea de tu agrado.

A Nemenhat aquellas palabras le parecieron pronunciadas con el más seductor de los tonos; la miró y volvió a sentir de nuevo todo aquel laberinto de emociones que desarmaban su naturaleza pragmática. Se aproximó a ella como si su corazón, desbocado, tirara de él siguiendo las antiguas máximas del sabio Ptahotep.

Rozó uno de los brazos de la joven al mismo tiempo que notaba más intensamente su perfume, sintiéndose a la vez enardecido y embriagado.

—Sólo Hathor reencarnada puede propagar esta esencia capaz de llevarme a la ebriedad.

Nubet le miró seductora.

—Aceite de hálanos, mirra, resina y casia. Las proporciones y el orden de la mezcla son mi secreto.

El joven se aproximó más a ella y los rayos del sol incidieron en su cara un instante.

Nubet vio cómo sus ojos se volvían verdes por efecto de la luz, adquiriendo el color de la malaquita que tanto le gustaba. Le parecían tan hermosos que creyó no poder dejar de mirarlos.

—No es el reino de Egipto lo que le pediría a la Esfinge —dijo Nemenhat ya muy cerca de ella.

—¿Ah no? —preguntó Nubet alzando levemente la barbilla y manteniéndole la mirada.

El joven la observó a sus anchas en todo su esplendor; su mirada claramente desafiante y su pecho subiendo y bajando rítmicamente presa, quizá, de contenidas emociones.

—No —susurró mientras la cogía suavemente por un brazo—. Le pediría algo mucho más valioso que poderes o tesoros; le pediría tu amor.

Nubet notó cómo una oleada de calor se desbordaba repentinamente en su interior invadiéndola por completo y envolviendo su corazón en sofocos. Aunque pudiera esperar una declaración así, no por eso dejó de sentirse turbada unos instantes.

—Dejaría a la Esfinge libre de arena, aunque tuviera que trabajar en ello el resto de mi vida. Y lo haría solo, sin ayuda de brigadas como hizo Tutmosis; porque el amor que siento por ti no lo compartiría con nadie.

Ahora sí que Nubet creyó que la respiración de su pecho iba a romper la delicada túnica que llevaba, y su turbación inicial dejó paso a todas las emociones contenidas, creyendo sentirse perdidamente enamorada de aquel hombre.

—La Esfinge no te lo dará, pero yo sí; y no necesitarás apartar ni un grano de arena —dijo levantando más la barbilla hacia él, ofreciéndole claramente sus labios.

Lo que vino después fue un torbellino de pasiones encontradas en el más febril de los besos, que les hizo caer en un profundo vacío, aferrados el uno al otro cual si navegaran por los espacios estelares donde sólo los dioses moran, transformados en un único cuerpo con dos almas.

Por el camino de regreso se juraron amor para el resto de sus vidas, tal como sentían realmente; y la gente, al verles pasar radiantes al demostrar su amor, sonreía ante la irrefrenable alegría que aquellos enamorados derrochaban.

El crepúsculo se acercaba inexorable, cuando llegaron a la ciudad.

—Espero que la señora Hentawy no esté de nuevo esperándote como la última vez. ¿Fue efectivo el tratamiento?

Nubet lanzó una carcajada.

—Sobre todo para su marido. A las pocas semanas vino de nuevo la señora Hentawy quejumbrosa, como de costumbre, pero menos exasperada. Al preguntarle por el tratamiento de su marido Aya, me dijo que había ido estupendamente, pero que ahora el problema era de otra índole porque resultaba que, al aplicarle el ungüento cada noche a su marido en el miembro, éste se ponía excitadísimo y requería urgentemente de sus favores. Ella me dijo que accedió por miedo a que los demonios no quisieran marcharse, pero que Aya había cogido afición al asunto y la hacía el amor a diario y claro, ella estaba ya más que harta pues no la dejaba en paz.

Nemenhat rió divertido.

—Aya se está aprovechando bien de la situación. ¿Y qué pasó?

—Pues como la vi algo más calmada que de costumbre, la dije que debía continuar con el tratamiento, pues ese tipo de demonios eran muy persistentes, y que al fin y al cabo ella era la que se los había pegado. Además, debía poner todo su entusiasmo en las relaciones maritales pues haría mucho bien a ambos.

Nemenhat no pudo contenerse y lanzó una carcajada que enseguida contagió a Nubet que se desternillaba de risa.

—Y luego —intentó continuar la joven con lágrimas en los ojos—. Y luego le receté un enema…

Nemenhat se agarraba el vientre con ambas manos mientras reía descontroladamente.

—Le receté un enema cada cuatro días para vaciar bien el vientre —dijo Nubet todavía riendo.

—Desde luego que eres diabólica —intervino Nemenhat recuperándose—. ¿Y qué tipo de enema la recetaste?

—Una parte de leche de vaca, otra de fruto de sicómoro raspado, otra de miel; se mezcla y se hierve. Infalible, créeme. Con esto se completaría el tratamiento.

—Seguro que a la señora Hentawy no le quedarán fuerzas para pensar en demonios durante una larga temporada —medió de nuevo el joven.

—Espero que así sea; esta mujer parece infatigable —concluyó Nubet casi llegando a la puerta de su casa.

De nuevo la noche les sorprendía allí, y como de costumbre, se encendieron las lámparas aquí y allá como parte del ritual cotidiano.

Suspiros, cálidas palabras… Por primera vez se despidieron sin ganas de separarse, entre amarteladas miradas de las que parecían no cansarse.

De regreso a sus casas, los vecinos les miraban al pasar; seguro que al día siguiente habría comentarios en el barrio: «Parece que la hija de Seneb ya tiene novio.»

Nemenhat se encontraba eufórico. Nunca pensó que el amor de Nubet le hiciera desarrollar la actividad febril que fue capaz de desplegar. Acudía, como siempre, bien temprano a la oficina junto a los muelles, donde comprobaba diariamente el estado de la mercancía acumulada en los almacenes, y se ocupaba de que ésta fuera distribuida convenientemente según el orden de pedidos, siguiendo las directrices dadas por Hiram.

Si arribaba algún barco, él se encargaba de resolver el papeleo con las autoridades portuarias y de la correcta descarga del navío para transportarla a los almacenes, comprobando con sumo celo que todo se cumplía como era debido. Además, llevaba puntualmente la cuenta de los barcos que llegaban, faltaban, se retrasaban o perdían; así como de las necesidades de la compañía. El volumen de negocio de ésta era considerable, pero en los últimos meses Nemenhat se había dado cuenta de que podía ser mucho mayor.

El comercio en el Mediterráneo estaba creciendo imparablemente. Cada año se abrían nuevas rutas que unían los confines de aquel mar que, como era bien sabido, para la mayoría de los egipcios era poco menos que un lugar maldito. La compañía de Hiram tenía agentes en todos los puntos comerciales conocidos y una sólida red de distribución que funcionaba con seriedad y eficiencia; pero la demanda de la mayoría de los artículos había aumentado en un treinta por ciento en el último año, lo cual había supuesto problemas en la capacidad del servicio, y si Hiram no quería perder ese mercado que empezaba a surgir, tendría que reestructurar la empresa. Sin ir más lejos, Nemenhat estaba asombrado del incremento del consumo de artículos de lujo en la propia Menfis. Ya no eran sólo los grandes templos o la realeza la que disfrutaba de estos productos, ahora todo cargo de la Administración o prohombre que se preciara trataba de adquirirlos, poniéndose de moda el hacer una discreta ostentación de ellos.

El joven gustaba de cambiar impresiones con las tripulaciones de los barcos extranjeros, que solían tener un punto de vista muy diferente a sus compatriotas de la mayoría de las cosas; así fue como se formó una idea clara del mundo que le rodeaba. El Mediterráneo estaba sufriendo un cambio profundo, pues los cretenses habían impuesto la navegación de altura desbancando a la de cabotaje, que había sido la común hasta aquellos tiempos.

La primera vez que Nemenhat vio uno de aquellos barcos cretenses, comprendió inmediatamente lo que ello suponía. Barcos de quilla de alto bordo, con una eslora de unos treinta metros por siete de manga, y que podían transportar más de quince toneladas de carga
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. Solían tener dos timones en la popa y un mástil con una vela cuadrada, más baja que las que solían utilizar los barcos egipcios; además llevaban instaladas vergas para poder orientarla en función del viento. Eran barcos estables y rápidos que nada tenían que ver con los antiguos navíos de fondo de batea.

Al mando iban capitanes cretenses con gran experiencia, que habían desarrollado la capacidad de navegar observando las estrellas y que no les importaba adentrarse en el interior de un mar, sobre el que se contaban todo tipo de leyendas referentes a monstruos marinos o extrañas criaturas. Esto hacía que la duración del viaje se acortara sustancialmente y que disminuyeran las posibilidades de encontrarse con barcos corsarios, los myparones, naves con mayor número de remeros que los mercantes que hacían cabotaje y muy rápidos, pero que no solían adentrarse en alta mar.

El joven había ideado una estrategia en la que emplearía dichos barcos, y por la que aumentaría sustancialmente la comisión que, de ordinario, daba a los capitanes de los navíos, si éstos arribaban felizmente; además les garantizaba todos los fletes que fueran capaces de llevar al cabo del año.

Cuando Hiram escuchó la idea, se echó las manos a la cabeza pensando en el aumento de costes que supondría esa táctica. Pero Nemenhat le hizo ver con números en la mano, que podría doblar e incluso triplicar las frecuencias de los buques.

—Llevarán más carga y harán el viaje más rápido. Estoy seguro de que se perderán menos naves por causa del mar que por parte de los piratas —decía el joven entusiasmado.

Hiram pensaba que en eso el joven tenía razón. Sabía por experiencia que, en muchas ocasiones, los propios capitanes estaban confabulados con los barcos piratas para repartirse el botín. El mar no causaría tantas pérdidas.

—Podríamos probar durante un año y ver los resultados, sólo así seremos capaces de aumentar nuestra cuota de servicio —volvía a insistir el joven.

Hiram le miraba fijamente mientras se mesaba los cabellos. Se sentía gratamente impresionado por la labor que el joven realizaba en la compañía y por la agudeza que demostraba en los negocios; había sido un hallazgo que los dioses le habían mandado, sin ni tan siquiera pedírselo.

En algo tenía razón; el Mediterráneo estaba cambiando y había que situarse adecuadamente. Aunque a él, todo esto le pillaba ya un poco viejo y no sentía el ímpetu ni la ambición necesaria para acometerlo. No tenía hijos ni familiares a los que legar su negocio; demasiado esfuerzo el que habría que hacer, quizá para no ver los resultados. Sin embargo, su alma de comerciante se emocionaba al escuchar a Nemenhat hablando de todo aquello.

—Debes buscar un nuevo lugar donde posicionarte, Hiram. Un punto estratégico desde donde centralices tu distribución de mercancías por el Gran Verde.

—Ya tengo a Biblos; es un lugar perfecto.

—Biblos está saturado. Debes encontrar un puerto en donde puedas crecer; Biblos no da ya más de sí.

—¿Sí? ¿Y en qué puerto habías pensado? Porque estoy seguro de que lo has hecho.

—En la misma costa hay un enclave que está empezando a desarrollarse y del que los marineros hablan maravillas, Tiro.

—¿Tiro?

Hiram lanzó una carcajada.

—Sólo las cabras habitan allí. Tardaríamos semanas en recibir las caravanas que transportan los cedros que luego traemos aquí. Biblos, en cambio, se encuentra junto a las montañas donde se cortan.

—Los capitanes me aseguran que Tiro posee una costa inmejorable para sus barcos, y que a no mucho tardar su puerto será más importante que el de Biblos; muchos negocios se están trasladando allí. No debes pensar sólo en la madera de cedro.

—El cedro me ha proporcionado grandes beneficios; él me hizo venir a Menfis. Mira a mi alrededor, ¿pretendes que renuncie a él? Aquí aprovechan desde su madera hasta el aceite balsámico que se extrae de él, y que usan para los embalsamamientos —replicó Hiram gravemente.

Nemenhat le miró fijamente unos instantes y luego se aproximó a unas estanterías donde guardaban diversa documentación.

—¿Sabes con cuántos productos negociaste el pasado año? —dijo mientras cogía varios papiros.

Hiram levantó ambas manos mostrándole sus palmas.

—Sé perfectamente con lo que negocié; que por cierto fue bastante —contestó cansino.

—Entonces no te las enumeraré. Sólo te recordaré —dijo mirando los datos— que necesitaste el triple de barcos para transportar madera, que para comerciar con el aceite y la resina de Palestina o los tapices de Mesopotamia; y los beneficios fueron similares.

El fenicio se levantó y se aproximó a su ventana desde la que tanto le gustaba observar el puerto, abriendo y cerrando nerviosamente las manos entrelazadas a su espalda.

—Todas las caravanas del Oriente pasan también por Tiro —oyó Hiram que le decía—. Las de Asur y Mesopotamia; las de Edom que vienen cargadas de telas bordadas y perlas, las que atraviesan el desierto con marfil y ébano.

Sabía que el joven tenía toda la razón, y cualquier buen comerciante que se preciara tomaría en consideración sus palabras, pensó mientras veía cargar un mulo con fardos. Quizá con el paso de los años se había acomodado demasiado.

Hiram se volvió cruzando los brazos con una media sonrisa.

—Te crees capaz de controlar todo el comercio, ¿no es así? Supondría un esfuerzo descomunal.

—No se trata de monopolizar todos los productos. Comerciaríamos con cada uno de ellos en función de los precios del mercado, apostando por los valores seguros. El cobre o la madera seguirían siendo tu base. Escucha —prosiguió Nemenhat—, hace ya tiempo que al norte del Gran Hatti
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extraen un nuevo metal al que llaman hierro, con el que forjan armas de una dureza nunca vista. Dentro de poco el bronce será historia y todos los pueblos tendrán el nuevo metal. Los mismos cretenses envían sus barcos a la lejana Anatolia a por él, para luego forjarlo ellos mismos. Si establecieras caravanas desde el Hatti, podrías transportar el material tú mismo al lugar que te lo demandaran.

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