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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

El lamento de la Garza (42 page)

Don Carlo y don Joao, junto con Madaren, acudieron a la cita. La reunión se celebró en la sala principal de la vivienda, que miraba al jardín, donde la cascada salpicaba sobre el torrente y las carpas rojas y doradas nadaban perezosamente en los estanques, pegando saltos ocasionales en busca de insectos. Takeo habría preferido recibirles en el castillo, con una elaborada ceremonia y un mayor despliegue de riqueza; pero pensaba que a Kaede no le convenía someterse al esfuerzo de trasladarse hasta allí y ambos eran de la opinión de que ella debía encontrarse presente para ayudar a explicar con exactitud las intenciones de ambas partes.

Era una tarea complicada. Los extranjeros se mostraron más inoportunos que nunca. Estaban hartos de su confinamiento en Hagi, impacientes por comenzar sus transacciones comerciales y, aunque no lo expresaron a las claras, por empezar a ganar dinero. Madaren se hallaba nerviosa a causa de la presencia de su hermano; daba la impresión de que temía ofenderle y que al mismo tiempo deseaba impresionarle. El propio Takeo no se sentía cómodo pues sospechaba que los extranjeros, a pesar de sus insistentes afirmaciones en cuanto a su respeto y amistad, le despreciaban al saber que Madaren era su hermana. ¿Lo sabían, realmente? ¿Se lo habría contado ella? Según le había informado Kaede, tenían conocimiento de que él había nacido entre los Ocultos... La traducción entorpecía la conversación; la tarde se hacía interminable.

Takeo les pidió que expresaran con claridad qué beneficios esperaban conseguir, y don Joao explicó que confiaban en establecer intercambios comerciales duraderos. Alabó los muy hermosos productos de los Tres Países y los materiales de los mismos: seda, laca y madreperla, además de la porcelana y el esmalte de celadón importados de Shin. Todos ellos, afirmaba don Joao, eran muy codiciados y alcanzaban altos precios en el lejano país natal de los extranjeros. A cambio ellos ofrecían plata, cristal, tejidos de Tenjiku, maderas y especias aromáticas y, naturalmente, armas de fuego.

Takeo respondió que el trato le parecía aceptable: la única condición era que el comercio solamente se llevara a cabo a través del puerto de Hofu y bajo la supervisión de funcionarios Otori, y que las armas de fuego fueran importadas exclusivamente con el permiso de Takeo o el de su esposa.

Los extranjeros intercambiaron miradas al escuchar la traducción de tales disposiciones, y don Joao respondió:

—Entre nuestra gente, lo habitual es que se nos permita viajar y comerciar libremente en cualquier territorio.

—Tal vez eso sea posible algún día —replicó Takeo—. Sabemos que pagáis bien en plata, pero si entra demasiada plata en nuestro país el valor de las cosas bajará. Debemos proteger a nuestro pueblo, tomarnos las cosas con calma. Si el comercio con los extranjeros nos resulta rentable, lo ampliaremos.

—Puede que en tales términos no obtengamos beneficios —argumentó don Joao—. En cuyo caso, optaremos por marchamos.

—Es vuestra decisión —convino Takeo con cortesía, sabiendo en su fuero interno que sería muy improbable.

Entonces don Carlo sacó el tema de la religión y preguntó si se les permitiría edificar un templo propio en Hofu o en Hagi, y si los lugareños podrían unirse a ellos en su devoción a
Deus.

—A nuestro pueblo se le permite rendir culto a su elección —contestó Takeo—. No hace falta un edificio especial. Os hemos ofrecido alojamiento; podéis utilizar una de las habitaciones. Pero os aconsejo que seáis discretos: aún existen prejuicios, y la práctica de vuestra religión ha de permanecer como un asunto privado. No debe permitirse que rompa la armonía de nuestra sociedad.

—Confiábamos en que el señor Otori reconociera nuestra religión como la verdadera —se lamentó don Carlo.

A Takeo le pareció advertir un cierto fervor en la voz de Madaren mientras ésta traducía. Esbozó una sonrisa, como considerando la idea demasiado absurda para tenerla en cuenta.

—No se me ocurriría tal cosa —contestó, y notó que su respuesta les desconcertaba—. Deberíais regresar a Hofu —añadió, pensando que escribiría a Taku—. Organizaré el traslado por barco con Terada Fumio; él os acompañará. Pasaré fuera la mayor parte del verano y mi esposa estará ocupada con nuestro hijo. No hay razón para que continuéis en Hagi.

—Añoraré la compañía de la señora Otori —indicó don Carlo—. Ha sido a la vez mi alumna y profesora, excelente en ambos casos.

Kaede se dirigió a él en la lengua extranjera y Takeo se maravilló ante la manera tan fluida en la que su mujer pronunciaba los extraños sonidos.

—Le he dado las gracias y le he dicho que él también ha sido un buen profesor, y que confiaba en que seguiría aprendiendo acerca de nosotros —le tradujo a Takeo en un aparte.

—Me parece que prefiere enseñar antes que aprender —repuso él con susurros, pues no deseaba que Madaren se enterase.

—Hay muchas cosas sobre las que está convencido de encontrarse en posesión de la verdad —respondió Kaede también en voz baja.

—¿Dónde piensa el señor Otori pasar tanto tiempo, a pesar del inminente nacimiento de su hijo? —preguntó don Joao.

Toda la ciudad lo sabía: no había razón para ocultárselo.

—Tengo que visitar al Emperador.

Al escuchar la traducción de la noticia, los extranjeros dieron señales de consternación. Interrogaron detalladamente a Madaren mientras dirigían miradas de asombro hacia Takeo.

—¿Qué dicen? —le preguntó a su esposa al oído.

—No conocían la existencia del Emperador —murmuró ella—. Habían dado por hecho que tú eras lo que ellos llaman "el Rey".

—¿De las Ocho Islas?

—No saben nada de las Ocho Islas. Creían que los Tres Países ocupaban todo el territorio.

Vacilante, Madaren intervino:

—Perdonadme, pero quieren saber si se les permitiría acompañar al señor Otori a la capital.

—¿Están locos? —y rápidamente añadió:— ¡No traduzcas eso! Diles que estas cosas tienen que prepararse con meses de antelación. En este momento, no es posible.

Don Joao insistió:

—Representamos al soberano de nuestro país. Se nos debería permitir presentar nuestras credenciales al gobernante de esta tierra si no es, como habíamos asumido, el señor Otori.

Don Carlo se mostró más diplomático:

—Quizá deberíamos, en primer lugar, enviar cartas y regalos. Tal vez el señor Otori podría ser nuestro embajador.

—Es una posibilidad —concedió Takeo, decidido en su fuero interno a no hacer tal cosa.

De modo que don Joao y don Carlo tuvieron que conformarse con este impreciso acuerdo, y tras aceptar un refrigerio ofrecido por Haruka se despidieron, prometiendo enviar las cartas y los regalos antes de que Takeo partiera.

—Recuérdales que los obsequios deben ser opulentos —le indicó Takeo a Madaren, pues por lo general lo que los extranjeros consideraban adecuado se quedaba corto con respecto a lo que era habitual en el país.

Reflexionó con placer y lástima al mismo tiempo sobre la impresión que el
kirin
iba a producir. Kaede había encargado que preparasen piezas de hermosa seda que ya estaban embaladas en papel suave, junto con exquisitos útiles de cerámica —entre ellos cuencos de té— y cajas para infusiones elaboradas con oro y laca negra; además de un paisaje pintado por Sesshu. Shigeko llevaría caballos de Maruyama, pergaminos con caligrafía en pan de oro y hervidores de agua y peanas para lámparas fabricados en hierro. Todo diseñado con objeto de honrar al Emperador y mostrar la fortuna y el estatus de los Otori, la magnitud de su comercio y las riquezas de sus territorios. Dudaba que cualquier cosa que los extranjeros pudieran suministrar fuera digna de transportarse hasta la lejana capital del imperio, ni siquiera para ser entregada a algún ministro de poca categoría.

Mientras los bárbaros se retiraban haciendo reverencias a su manera rígida y desmañada, Takeo decidió salir al jardín en vez de acompañarles a la verja, y tardó unos instantes en darse cuenta de que Madaren le había seguido. Le molestó, porque creía haber dejado clara su negativa a que se aproximase a él, aunque también se dio cuenta de que su hermana había estado en permanente contacto con Kaede durante el invierno y había adquirido cierta familiaridad con los moradores de la casa. Por otra parte pensaba que tenía ciertas obligaciones con respecto a ella; lamentaba su propia frialdad y el hecho de no sentir más afecto hacia Madaren, y al mismo tiempo cayó en la cuenta, agradecido, de que si alguien les observaba daría por hecho que sólo hablaba con aquella mujer en su calidad de intérprete, y no de allegada.

Le llamó por su nombre. Takeo se volvió hacia ella y al comprobar que su hermana parecía incapaz de continuar, tratando de usar un tono amable tomó la palabra:

—Dime, ¿qué puedo hacer por ti? ¿Necesitas algo? ¿Dinero, tal vez?

Ella negó con la cabeza.

—¿Quieres que concierte un matrimonio para ti? Buscaré un tendero o un comerciante. Tendrás tu propio establecimiento y, con el tiempo, formarás una familia.

—No deseo nada de eso —respondió ella—. Don Joao me necesita. No puedo abandonarle.

Takeo pensó que ella le daría las gracias por su ofrecimiento, y se sorprendió cuando no lo hizo. En cambio, Madaren habló con brusquedad, con cierto apuro:

—Hay algo que ansio más que nada. Algo que sólo tú puedes darme.

Takeo elevó las cejas ligeramente y esperó a que continuara.

—Tomasu —prosiguió, con los ojos cuajados de lágrimas—, sé que no te has apartado completamente de Dios. Dime que aún eres creyente.

—No lo soy —respondió él con voz calmada—. Lo que dije anteriormente es verdad: no existe ninguna religión verdadera.

—Cuando mencionaste esas palabras terribles, Dios me envió una visión —las lágrimas le corrían por el rostro. No podía dudarse de su angustia ni de su sinceridad—: aparecías ardiendo en el Infierno, las llamas te devoraban. Eso es lo que te espera después de la muerte, a menos que regreses a Dios.

Takeo recordó la revelación que había venido a él tras las terribles fiebres provocadas por el veneno, las cuales le habían llevado hasta el umbral mismo del otro mundo: no debía tener fe en nada para que su pueblo pudiera abrigar las creencias de su propia elección. Jamás abandonaría aquella postura.

—Madaren —dijo con amabilidad—, no debes hablarme de esos asuntos. Te prohibo que vuelvas a abordarme de esta manera.

—Pero está en juego tu vida eterna, tu alma. Es mi deber intentar salvarte. ¿Crees que hago esto a la ligera? ¡Mira cómo tiemblo! Me aterroriza hablarte de este modo, ¡pero estoy obligada a hacerlo!

—Mi vida está aquí, en este mundo —replicó él. Con un gesto, señaló el jardín, en todo su esplendor primaveral—. ¿No es esto suficiente? ¿No basta con este mundo en el que nacemos y en el que morimos para luego regresar, en cuerpo y alma, al gran ciclo vital, a las estaciones de la vida y de la muerte? Ya es milagro suficiente.

—Pero Dios creó el mundo —alegó ella.

—No, el mundo se crea a sí mismo; es más grandioso de lo que piensas.

—No puede ser más grandioso que Dios.

—Dios, todos los dioses, todos nuestros dogmas han sido ideados por los humanos —argumentó él—, y son mucho más insignificantes que este mundo que habitamos.

Takeo ya no se encontraba enfadado, pero no veía motivo para seguir allí detenido, prosiguiendo aquella discusión sin sentido.

—Tus señores te esperan. Regresa con ellos. Y te prohibo que les desveles nada referente a mi vida anterior. Ya te habrás dado cuenta de que el pasado está acabado para mí. Me he separado de él. Mis circunstancias hacen imposible que regrese. Has disfrutado de mi protección y seguiré ofreciéndotela, pero no a cualquier precio.

Sus palabras le hicieron sentir frío a pesar de la calidez del día. ¿Qué estaba dando a entender? ¿Qué pretendía hacer con ella? ¿Ejecutarla? Como le sucedía casi a diario, recordó entonces la muerte —llevada a cabo por sus propias manos— del paria Jo-An, quien también se había visto a sí mismo como mensajero del dios Secreto. Independientemente de lo mucho que lamentaba aquel acto, era consciente de que volvería a hacerlo sin vacilar. Con Jo-An había sepultado su pasado, sus creencias de la infancia, y nada de eso podría resucitar.

Madaren se mostró sumisa ante sus palabras.

—Señor Otori —dijo, e hizo una reverencia hasta el suelo como si recordara su verdadera posición en el mundo; no como hermana de Takeo, sino inferior incluso a la de las criadas de la casa como Haruka.

Ésta, que había estado esperando medio escondida en la veranda, cuando su señor se giró para entrar en la vivienda, salió al jardín.

—¿Va todo bien, señor Takeo?

—La intérprete tenía que hacerme unas preguntas. Luego pareció sentirse indispuesta: asegúrate de que se recupera y encárgate de que se marche lo antes posible.

32

Terada Fumio había pasado el invierno en Hagi junto a su mujer y sus hijos. Poco después del encuentro con los extranjeros, Takeo acudió a casa de su amigo, situada al otro lado de la bahía. Los resguardados jardines, caldeados por los manantiales de agua caliente que rodeaban el volcán, ya resplandecían con azaleas, peonías y otras flores exóticas que Fumio traía para Eriko desde islas remotas y reinos lejanos: orquídeas, lirios y rosas.

—Deberías acompañarme algún día —comentó Fumio mientras paseaban por el jardín y él iba explicando la procedencia y la historia de las plantas—. Nunca has salido de los Tres Países.

—No tengo necesidad; tú ya me traes el mundo entero hasta aquí —respondió Takeo—. Pero me gustaría ir contigo alguna vez, si me retiro o me decido a abdicar.

—¿Acaso contemplas esa posibilidad? —Fumio le observó; sus ojos vivaces le escrutaban el rostro.

—Veremos qué pasa en Miyako. Confío, sobre todo, en resolver el asunto sin entrar en combate. Saga Hideki ha propuesto un torneo. Mi hija está decidida a participar en mi nombre; ella y todos los demás aseguran que el resultado será a mi favor.

—¿Seréis capaces de apostar el destino de los Tres Países en un simple torneo? ¡Más nos valdría prepararnos para la guerra!

—El año pasado decidimos que, en efecto, dispondríamos todo para la guerra. Tardaré por lo menos un mes en llegar a la capital. Durante ese tiempo Kahei reunirá a nuestros ejércitos en la frontera con el Este. Yo acataré el resultado del torneo, gane o pierda, pero únicamente bajo ciertas condiciones que discutiré con Saga. Nuestras fuerzas estarán preparadas por si mis exigencias no se cumplen o si ellos rompen su compromiso con nosotros.

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