Read El lamento de la Garza Online

Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

El lamento de la Garza (73 page)

—Supongo que deseaba protegerte.

—Sólo es un rumor... —aventuró Kaede.

—No, yo he conocido al muchacho. Le he visto en un par de ocasiones, en Kumamoto. Es retorcido y cruel, como la mayoría de los miembros de la Tribu. Parece mentira que sea hermanastro de Shigeko.

Las palabras de Hana volvieron a clavársele como un puñal. Recordó todo cuanto le había preocupado acerca de Takeo a lo largo de su vida en común: los extraños poderes, la mezcla de sangres y el legado antinatural, encarnado en las gemelas. La mente de Kaede ya se encontraba un tanto desequilibrada a causa del sufrimiento, y ahora la conmoción ante semejante revelación distorsionó su vida entera. Le odiaba; se detestaba a sí misma por haber dedicado su vida a él. Le culpaba por todo lo que ella había sufrido, por el nacimiento de las gemelas y por la muerte de su adorado hijo. Deseaba herirle, despojarle de todo cuanto tenía.

Se dio cuenta de que aún sujetaba los bocetos. Los pájaros, como siempre, le habían hecho pensar en la libertad; pero aquello era una ilusión. Las aves no eran más libres que los humanos: se hallaban igualmente doblegadas por el hambre, el deseo y la muerte. Ella misma había estado sometida durante más de la mitad de su vida al hombre que la había traicionado, que nunca había sido digno de ella. Rompió en pedazos los bocetos y luego los pisoteó.

—No puedo quedarme aquí; ¿qué debo hacer?

—Ven conmigo a Kumamoto —propuso Hana—. Mi marido cuidará de ti.

Kaede se acordó del padre de Zenko, que le había salvado la vida y había sido su defensor, y a quien ella había desafiado y convertido en enemigo; y todo por Takeo.

—¡Qué necia he sido! —gritó.

Una energía febril la poseyó.

—Envía a buscar a los niños; que los preparen para salir de viaje —le dijo a Hana—. ¿Cuántos hombres vinieron contigo en total?

—Treinta o cuarenta. Están alojados en el castillo.

—Mis propios hombres también se encuentran allí. Los que no se fueron con él a la capital vendrán con nosotros; pero deja aquí a diez de tus soldados. Tengo una tarea para ellos. Partiremos antes de que acabe la semana.

Kaede se sentía incapaz de decir "mi esposo", o de pronunciar siquiera su nombre.

—Lo que tú digas, hermana.

51

Miki había esperado toda la noche junto a la orilla del río a que Maya regresara. Al llegar la madrugada, entendió que su hermana había huido al mundo de los espíritus, donde no le sería posible seguirla. Deseaba regresar a casa, por encima de todo; se hallaba agotada y hambrienta, y percibía que el poder del gato, ahora desatado y exigente, le extraía su propia energía. Pasados unos instantes la gemela se acercó a la verja de la casa familiar y escuchó unos gritos de dolor: al momento entendió que su hermano pequeño había muerto durante la noche. Una terrible sospecha fue tomando forma en su interior, inundándola de miedo. Se acuclilló en la parte exterior de la tapia, con la cabeza oculta entre las manos. Temía entrar, pero no sabía a qué otro lugar dirigirse.

Una de las criadas pasó corriendo junto a ella, sin verla, y regresó en menos de una hora con el doctor Ishida, quien mostraba un aspecto pálido y alterado. Ninguno de ellos le dirigió la palabra a Miki, pero debieron de verla puesto que al cabo de un rato Haruka salió a buscarla y se agachó a su lado.

—¿Maya? ¿Miki?

La gemela la miró con los ojos cuajados de lágrimas. Deseaba decir algo pero no se atrevía a hablar, no fuera a desvelar sus sospechas.

—¡En el nombre del Cielo! —exclamó la criada—. ¿Qué estás haciendo aquí? Eres Miki, ¿verdad?

Ella asintió con un gesto.

—Es un momento terrible —declaró Haruka, quien también lloraba—. Ven adentro, niña mía. ¡Mira en qué estado te encuentras! ¿Acaso has estado viviendo en el bosque, como un animal salvaje?

Haruka la condujo a toda prisa a la parte posterior de la casa, donde Chiyo, con el rostro también anegado en lágrimas, atendía el fuego. La anciana soltó un alarido de sorpresa y empezó a mascullar acerca de la mala fortuna y los maleficios.

—No sigas —atajó Haruka—. ¡La niña no tiene la culpa!

El hervidor de hierro que colgaba sobre el fuego produjo un sonido silbante y el ambiente se inundó de vapor y de humo. Haruka escanció agua en una vasija y le lavó la cara, las manos y las piernas a Miki. El líquido caliente hacía que los cortes y arañazos le escocieran.

—Te prepararemos un baño, pero primero come algo —le indicó Haruka.

Ésta colocó arroz en un cuenco y luego le añadió caldo.

—¡Qué delgada está! —comentó en un aparte a Chiyo—. ¿Le digo a su madre que ha venido?

—Más vale que no —respondió la anciana—; al menos, de momento. Podría disgustarse aún más.

El llanto impedía comer a Miki; los sollozos la estremecían.

—Habla con nosotras —la apremió Haruka—. Te sentirás mejor. No hay nada tan malo que no pueda contarse a nadie.

Cuando Miki sacudió la cabeza en silencio, la sirvienta más joven dijo:

—Me recuerda a su padre la primera vez que vino a esta casa. Tardó varias semanas en hablar.

—Finalmente, recobró la voz —murmuró Chiyo—. La conmoción se la quitó, y la misma se la devolvió.

Un rato después el doctor Ishida acudió a pedirle a Chiyo que preparase una infusión especial para ayudar a dormir a Kaede.

—Doctor, mirad quién ha venido —le indicó Haruka señalando a Miki, que seguía acuclillada en un rincón de la cocina, pálida y tiritando.

—Sí, pasé a su lado antes —contestó Ishida con aire distraído—. Que no se acerque a su madre. La señora Otori está doblegada por el dolor. Cualquier tensión adicional podría empujarla a la locura. Verás a tu madre cuando se encuentre mejor —advirtió a Miki, con cierta severidad—. Mientras tanto, no molestes a nadie. Dale un poco de la misma infusión, Haruka; le ayudará a calmarse.

Durante los días siguientes Miki estuvo confinada en un solitario almacén. Escuchaba los sonidos de los moradores de la casa a medida que su agudeza auditiva, propia de los Kikuta, iba en aumento. Oía susurrar a Sunaomi y a Chikara, un tanto retraídos pero al mismo tiempo excitados por la muerte de su pequeño primo. Fue testigo de la terrible conversación entre Hana y su madre, y anheló salir corriendo e intervenir, aunque no se atrevía a abrir la boca. También le llegaron las palabras del doctor Ishida, intentando en vano razonar con Kaede, y comunicándole luego a Haruka que iría personalmente a Inuyama a recibir a Takeo.

"Llévame contigo", deseaba pedirle. Pero el médico estaba impaciente por partir, absorto en su preocupación por Kaede, por Shizuka —su propia esposa— y por Takeo. No querría tener que cargar con una niña muda y enfermiza.

Durante las largas horas de silencio y soledad Miki disponía de tiempo suficiente para meditar, abatida por el arrepentimiento, sobre el viaje con Yuki y la venganza que la mujer fantasma se había cobrado con Kaede. Le daba la sensación de haber conocido desde el principio las intenciones de la madre de Hisao, y se repetía que debería haber evitado el desenlace. Ahora la gemela había perdido a su hermana y a su madre. Por las noches soñaba con su padre y temía no volver a verle.

Dos días después de la marcha de Ishida Miki escuchó el sonido de hombres y caballos en la calle. Kaede, Hana y los niños se disponían a partir.

Haruka y Chiyo mantuvieron una breve pero violenta discusión acerca de la gemela. La primera insistía en que la niña debía ver a su madre antes de que ésta iniciara la marcha, pero la anciana replicaba que el estado mental de Kaede era frágil y que no se podía prever cómo reaccionaría.

—¡Pero es su hija! —había exclamado Haruka, exasperada.

—¿Qué es una hija para ella? Ha perdido a su hijo varón; se encuentra al borde de la locura —respondió Chiyo.

Miki entró a hurtadillas en la cocina y Haruka la cogió de la mano.

—Observaremos cómo se marcha tu madre —susurró—, pero debes mantenerte fuera de la vista.

Las calles estaban atestadas de gente; la multitud se movía de un lado para otro, alarmada. Con su agudeza de oído, Miki escuchó fragmentos de las conversaciones: "La señora Otori abandona la ciudad con la señora Arai", "han asesinado al señor Otori en la capital", "no, no le han asesinado; ha sido derrotado en batalla", "van a enviarle al exilio y a su hija mayor con él"...

Miki contempló cómo su madre y Hana salían de la casa y se montaban en los caballos que aguardaban a las puertas de la vivienda. Sunaomi y Chikara se subieron a sus ponis con ayuda de unos guardias. Un contingente de hombres que portaba los blasones de Shirakawa y de Arai se colocó alrededor. A medida que la comitiva se alejaba, Miki trató de captar la mirada de su madre; pero Kaede fijaba los ojos en la lejanía, sin apenas ver. Tomó la palabra una única vez, para dar una orden que parecía concertada de antemano. Diez o más soldados de a pie entraron corriendo en el jardín. Algunos transportaban antorchas encendidas y otros, brazadas de paja y astillas de leña. Con fulminante eficacia prendieron fuego a la casa.

Chiyo acudió a toda velocidad, tratando de detenerles, golpeándoles con sus débiles puños; pero la apartaron de un empujón. La anciana se arrojó al suelo de la veranda y se abrazó a uno de los postes, vociferando:

—¡Es la casa del señor Shigeru! Él nunca os perdonará.

No se molestaron en apartarla; se limitaron a apilar paja alrededor de su cuerpo. Haruka, a su lado, gritaba a voz en cuello. Miki contemplaba la escena horrorizada mientras el humo se le metía en los ojos, que se le cuajaron de lágrimas. El suelo de ruiseñor entonó su melodía por última vez. Las carpas rojas y doradas murieron en los estanques, ahora hirviendo; las obras de arte y los archivos familiares se derritieron hasta convertirse en deshechos retorcidos. La casa que antaño sobreviviera terremotos, inundaciones y guerras se consumió en llamas junto con Chiyo, quien se negó a abandonarla.

Kaede cabalgó hacia el castillo sin echar la vista atrás. El gentío la seguía, arrastrando consigo a Haruka y a Miki. Los hombres de Hana aguardaban en la fortaleza, armados y portando paja y antorchas. El capitán de la guardia, Endo Teruo —cuyo padre se había rendido a Takeo, le había entregado el castillo y después había perdido la vida en el puente de piedra a manos de los hombres de Arai Daiichi—, se acercó al portón.

—Señora Otori —dijo Endo Teruo—. ¿Qué ocurre? Os ruego que me escuchéis. Venid adentro. Meditemos el asunto.

—Ya no soy la señora Otori —respondió ella—. Soy Shirakawa Kaede. Pertenezco a los Seishuu y me dispongo a regresar a mi clan. Pero antes de marcharme te ordeno que entregues el castillo a estos hombres.

—No sé qué os ha sucedido —repuso él—, pero moriré antes de claudicar y entregar el castillo de Hagi mientras el señor Otori se encuentra ausente.

Desenfundó su sable. Kaede le lanzó una mirada de desprecio.

—Sé que cuentas con muy pocos hombres —aseveró—. Sólo se han quedado los ancianos y los más jóvenes. Yo os maldigo: a vosotros, a la ciudad de Hagi y a todo el clan de los Otori.

—Señora Arai —Teruo se dirigió a Hana—: Yo crié a vuestro esposo en mi casa, junto a mis propios hijos. No permitáis que vuestros hombres cometan este crimen.

—Matadle —ordenó Hana.

Los hombres Arai se abalanzaron hacia adelante. Endo Teruo no portaba armadura y sus guardias estaban desprevenidos. Kaede tenía razón: los soldados restantes no eran más que unos chiquillos, en su mayoría. Las repentinas muertes horrorizaron a la muchedumbre; el gentío empezó a arrojar piedras a los soldados enemigos, que devolvieron el ataque con sables y lanzas. Kaede y Hana hicieron girar a sus caballos y se alejaron galopando con el grueso de su escolta, mientras que el resto de los hombres prendía fuego al castillo.

A medida que los soldados Arai escapaban, los ciudadanos de Hagi intentaron detenerlos enfrentándose a ellos en peleas callejeras. También se produjo un inútil intento por apagar o contener las llamas con cubos de agua, pero se había levantado una brisa repentina y las chispas salían volando, posándose en los tejados secos como la yesca. El fuego no tardó en envolver la fortaleza inexorablemente. Los ciudadanos se congregaban en las calles, en la playa y a lo largo de la orilla del río, incapaces de comprender qué había ocurrido, cómo el desastre había azotado el corazón de Hagi; percibían que alguna clase de armonía se había perdido y que los tiempos de paz habían llegado a su fin.

Haruka y Miki pasaron la noche en la margen del río, junto a una nutrida multitud. Al día siguiente se unieron al reguero de gente que huía de la ciudad en llamas. Atravesaron el puente de piedra a paso lento; Miki tuvo tiempo de leer la inscripción tallada sobre la tumba del cantero: "El clan Otori da la bienvenida a los justos y a los leales. Que los injustos y los desleales sean precavidos".

Corría el noveno día del séptimo mes.

52

—Permitidme acompañar al señor Otori —suplicó Minoru mientras Takeo se preparaba para partir hacia Yamagata.

—Prefiero que te quedes aquí —respondió Takeo—. Hay que informar a las familias de los muertos en batalla y organizar el acopio de provisiones para la próxima marcha, mediante la cual Kahei debe trasladar el ejército principal hacia el Oeste. Además tengo que encomendarte una tarea especial —añadió, consciente de la decepción del joven escriba.

—Como digáis, señor Otori —asintió Minoru, forzando una sonrisa—; pero antes concededme un ruego. Kuroda Junpei ha estado aguardando vuestro regreso. ¿Permitiréis que os acompañe? Le prometí que os lo propondría.

—¿Siguen aquí Jun y Shin? —preguntó Takeo, asombrado—. Di por sentado que habrían regresado al Oeste.

—Parece ser que no todos los miembros de la Tribu están satisfechos con Zenko —murmuró el escriba—. Sospecho que muchos de ellos os siguen guardando fidelidad.

"¿Puedo correr el riesgo?", reflexionó Takeo, y luego cayó en la cuenta de que la respuesta no le importaba gran cosa. El sufrimiento y la extenuación, la ansiedad y el dolor físico hacían que se sintiera entumecido. Desde que Ishida le comunicara las tan terribles noticias, en muchas ocasiones se percataba de que estaba alucinando; las palabras de Minoru contribuían a aumentar aquel sentimiento de irrealidad.

—Sólo se ha quedado aquí Jun; Shin se encuentra en Hofu.

—¿Acaso se han enemistado? jamás lo hubiera pensado.

—No, decidieron que uno de ellos debía esperaos y el otro, marcharse. Lo echaron a suertes. Shin partió para Hofu a cuidar de Muto Shizuka; Jun se quedó en Inuyama para protegeros.

Other books

The Hazards of Good Breeding by Jessica Shattuck
The White Door by Stephen Chan
Siren's Song by Heather McCollum
DeadlySuspicious.epub by Amarinda Jones
What Lies Below by Glynn James
The Choiring Of The Trees by Harington, Donald