El Lector de Julio Verne (3 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

El hielo no esperó a diciembre, pero mi madre sí lo esperaba a él. Cuando entré en la cocina, tiritando no tanto por la temperatura como por el desconcierto, el estupor que sucedía a su primer zarpazo, me la encontré sentada al lado del fogón, refunfuñando como de costumbre, con el ceño fruncido. Se había envuelto en una capa vieja de mi padre y no pude ver qué estaba haciendo, pero cuando llegué a su lado, me sonrió. Sostenía en las manos una funda nueva, dos trozos de manta superpuestos, cortados a la medida de una botella de gaseosa y cosidos por el borde con una hebra de lana en puntadas muy seguidas y apretadas. De la base colgaba una pieza redonda, a modo de tapa, que iría rematada con un ojal hecho a la medida del botón que permitiría cerrarla por abajo, para conservar el calor del agua hirviendo sin riesgo de quemaduras.

—Mira, ¿te gusta? —la sonrisa de madre se hizo más grande y encontró una manera de brillar también en sus ojos.

—Sí, es muy bonita —y sólo entonces lo entendí—. ¿Es para mí?

Cuando la vi asentir con la cabeza, sentí una alegría salvaje que también era orgullo, gratitud y una expectativa de felicidad, el anticipo de la que sentiría al llegar a la escuela con mi propia botella metida en su funda. No encontré palabras para expresar una emoción tan compleja, y por eso me abalancé sobre ella, la abracé con todas mis fuerzas y la besé tantas veces que estuve a punto de tumbar la silla con nosotros dos encima.

—¡Suéltame, Nino, que nos vamos a caer! —pero se reía.

—Gracias, madre —acerté a decir por fin—. Gracias, gracias, millones de gracias…

—Nada de eso. En enero cumplirás diez años, ¿o no? Eres mayor, y mucho más responsable que tu hermana, y a ella se la hice cuando tenía tu edad, así que… Pero tienes que prometerme que cuidarás bien de ella. No la pierdas de vista, no la dejes tirada en cualquier parte para irte a jugar y no la pongas en ningún sitio de donde se pueda caer. Si la rompes, o te la roban, hasta el año que viene no te daré otra. Los cascos cuestan dinero, ya lo sabes.

—No te preocupes, madre, que la cuidaré muy bien. ¿Dónde está?

—Todavía no la he comprado, ni siquiera me ha dado tiempo a terminar la funda. No he hecho el ojal, ni he cosido el botón, pero si quieres, puedes estrenarla esta noche. Y de momento, para ir a la escuela…

Señaló la chimenea con la cabeza y miré por última vez, sin rencor y sin nostalgia, la piedra negra, plana, que certificaba el final de mi verdadera infancia.

—No, no merece la pena. Seguro que hoy no hace tanto frío.

Los alumnos de la escuela de mi pueblo sólo reconocíamos dos grupos de niños, los pequeños y los mayores, clasificados según un criterio muy distinto al que empleaba don Eusebio para dividirnos en cursos y grados. Piedras y botellas, esa era la ley suprema que imperaba sobre edades, estaturas o conocimientos. Los niños pequeños eran todos los que salían de casa apretando contra su pecho con las dos manos una piedra caliente, liada en trapos. Los mayores, en cambio, habían merecido la confianza de tutelar una botella de gaseosa rellena de agua hirviendo, que la funda casera, fabricada con un resto de manta gruesa, suavizada por el uso, convertía en una fuente de calor muy agradable. Las botellas conservaban la temperatura durante mucho más tiempo que las piedras, y al sentarse en el pupitre, daba gusto colocárselas sobre las piernas, hacerlas rodar arriba y abajo o ponerlas en el suelo para sujetarlas con los tobillos. Yo lo había visto hacer muchas veces, mientras intentaba apurar sin resultado el calor de la piedra apenas tibia que volvía a llevarme a casa cada tarde, para que madre la desnudara, la pusiera de nuevo a la orilla del fuego, y volviera a liarla en tiras de sábanas viejas para entregármela en el mismo momento en que me mandaba a la cama, el otro lugar donde los mayores se distinguían de los pequeños según la ley de la piedra y la botella.

Aquel día estaba tan excitado ante la perspectiva de cambiar de categoría, que salí de casa con las manos metidas en los bolsillos, y ni siquiera tuve frío en la escuela, pese a que don Eusebio consideró que había llegado el momento de encender la estufa pequeña y única con la que contábamos, para sentarse a su lado después de advertirnos, como de costumbre, que no pensáramos mal, porque el egoísta no era él, sino sus huesos, que presentían la vejez en el empeño de no calentarse nunca. Y aquella noche, por primera vez en mi vida, me alegré al abandonar el paraíso de la cocina, que madre había aprendido a calentar combinando la chimenea con los rescoldos del fogón y el brasero, que manejaba mejor que nadie, porque llevaba mi botella nueva entre las manos. Ella la había rellenado con un embudo, había metido a presión el tapón de corcho que padre había tallado con su navaja para que encajara perfectamente, y había sellado la unión haciéndola girar bajo una vela encendida. Después, cuando la cera ya se había vuelto blanca y sólida alrededor del gollete, la metió en la funda, la abrochó, me la dio y casi la dejé caer al suelo, tan ardiendo estaba que la puse entre las sábanas antes de desnudarme, y cuando me reuní con ella, toda la cama estaba caliente.

Y sin embargo, aquella noche no pude dormir. Quizás fueron los nervios, la novedad de no sentir el grito helado de mis pies al final de las piernas, quizás fuera el destino, pero cuando mis padres se levantaron de la mesa camilla, todavía estaba despierto. Escuché cómo apagaban la luz, cómo cerraban la puerta y cómo entraban en su cuarto, contiguo al mío, porque habían movido los tabiques tantas veces que las paredes de la casa cuartel eran muy finas, porosas como esponjas, y no sabían guardar secretos. Por eso me enteré de que mi madre se había metido en la cama vestida, y escuché una por una las confusas instrucciones que mi padre ejecutaba con resignación, antes de que él dijera algo que yo no debería haber oído.

—A ver, Antonino, ponte boca arriba que te voy a coger… No, así no, hombre. Así, muy bien… Hay que ver, hijo mío, qué suerte tienes, es que eres como una estufa, ahora los pies… No, dobla las rodillas…

—¡Ay! Los tienes helados, Mercedes.

—Pues claro. Si no, de qué te crees que iba a hacer yo tanta gimnasia. Aguanta un poco, hombre… Bueno, voy a empezar a desnudarme.

—Ya era hora.

—¿Y qué quieres? Yo lo paso muy mal, Antonino, soy de Almería, ya lo sabes, si te molesta, haberlo pensado antes.

—¿Qué, puedo apagar ya la luz?

—Ea, apágala, sí.

En el silencio que se abrió a continuación, mi cama empezó a hacerse más blanda, más mullida, y yo sentí que me iba hundiendo en ella como si mi cuerpo estuviera relleno de una espuma tibia, sonrosada. Mis ojos, cerrados por fuera, empezaron a cerrarse también por dentro, pero antes de que se igualaran del todo, mi padre volvió a hablar, y yo a escucharle.

—Mercedes —él estaba muy despierto.

—Qué —ella le respondió sin embargo con una voz pastosa, rescatada del sueño.

—Me preocupa Nino —y a partir de ese momento, ninguno de los tres pudimos dormir.

—¿Nino? ¿Por qué? Don Eusebio dice que va muy bien en la escuela.

—No, si el chico listo sí es, muy despejado, eso ya lo sé. Pero crece muy poco.

—Ya crecerá más.

—O no. Y lo que me da miedo… Si sigue así, no va a dar la talla, Mercedes. Y si no da la talla, no va a poder entrar en el Cuerpo.

—¿Pero qué estás diciendo, Antonino? Te recuerdo que tu hijo todavía tiene nueve años.

—¿Y qué? Más vale prevenir que curar, ¿no? Si de mayor mide más de uno sesenta, puede ser guardia civil, pero si no llega… Por eso he pensado que lo mejor es que aprenda a escribir a máquina.

—¿Qué?

—Escribir a máquina, Mercedes, y luego que estudie francés, y al acabar la escuela… Pues no sé, Contabilidad, o algo por el estilo. Así podría hacer oposiciones para secretario de Ayuntamiento, o de oficinista, en la Diputación. Si es bajito pero listo, aunque no dé la talla, nadie se reirá de él, y podrá ganarse la vida mejor que yo, ¿o no?

—Mira, Antonino, yo no sé quién te ha metido a ti esas ideas en la cabeza, pero te voy a decir…

—No me digas nada, Mercedes. Tú hazme caso y no me des consejos.

La sentencia rotunda, fulminante, con la que mi padre ponía fin a todas las discusiones, instauró en su dormitorio un silencio que tardó mucho tiempo en conquistar mi interior, estrujado por media docena de ideas agridulces y contradictorias, el frío de unas esposas atenazando mi mano izquierda y, un poco más allá, la respiración de un hombre moreno y delgado, sucio y herido, un reguero de sangre seca en la frente, una alianza de recién casado en la mano derecha.

En los malos tiempos, los niños crecen deprisa. Los de mi infancia fueron los peores, y a los nueve años yo ya tenía muy claro que no quería ser guardia civil, que no quería volver a viajar esposado a un prisionero, que no quería vivir en una casa cuartel, que no quería darle miedo a la gente, ni saber que escupían al suelo en cuanto les daba la espalda, ni que me hicieran la pelota el alguacil y el boticario, ni tener que hacérsela yo a don Justino y al alcalde, ni aguantar la chulería de ningún sargento borde y malencarado, y no digamos ya que mi mujer tuviera que aguantar los humos de la señora de un teniente gordo al que le olieran los pies. Yo no quería ser guardia civil, no quería compartir un único retrete con todos los culos de otras siete familias, ni detener a mis vecinos, ni llevarlos esposados por la calle, ni preguntar a mis hijos al día siguiente qué tal les había ido en la escuela y escuchar cómo me decían que bien, muy bien, y que fuera mentira.

A los nueve años, yo quería conducir coches de carreras, mudarme a Granada, o a Madrid, y si no, vivir como Pepe el Portugués, tener una casilla pequeña, al pie de la sierra, y una huerta, un caballo, unos pocos animales, unos pocos amigos y estar lejos, lejos del pueblo, lejos del teniente y de su señora, lejos del alcalde y de don Justino, lejos del alguacil y del boticario, lejos, para subir al monte a pescar truchas y a coger setas a la luz del día y cuando yo quisiera, y no volver a casa de madrugada, con la capa tiesa de hielo, escarcha en el bigote y un catálogo de juramentos entre los labios, o no volver. Eso quería yo, y sin embargo, nunca se me había ocurrido que no tuviera la oportunidad de elegir no ser guardia civil.

Romero, el compañero de mi padre, era hijo de guardia. Sanchís, el sargento que se quedaría como jefe de puesto cuando Michelín se volviera a Málaga y que no me caía nada bien, porque era un atravesado que disfrutaba amenazando a la gente con la impunidad que le garantizaba su pasado de héroe de guerra, también se había criado en una casa cuartel. En la misma situación estaba Curro, que sólo tenía veintidós años y como le sobraba sitio, porque aún no se había casado, me dejaba ir a estudiar a su casa, tres habitaciones contiguas a las nuestras. Pero la historia de mi padre era distinta.

Él había nacido en Valdepeñas de Jaén, muy cerca de Fuensanta de Martos, y no se había movido de allí hasta que le tocó hacer la mili en Melilla. Fue entonces cuando empezó a escribirse con la hermana de otro recluta que se llamaba casi igual que él, Antonio, y a la que al principio le cayó en gracia por un malentendido. Ella creía que sólo había un pueblo llamado Valdepeñas en el mundo y pensó que allí, con tantas viñas, tantas bodegas, nunca faltaría trabajo. Por eso, y aunque desde el primer momento él le confesó que era jornalero sin tierras, igual que su padre, y que su abuelo, y que su bisabuelo, y así hasta Adán y Eva poco más o menos, ella se dijo que con él no estaría mal. Al terminar la mili, mi padre volvió a la península en el Melillero, y con la excusa de recibir a su hermano, que venía en el mismo barco, mi madre fue al puerto de Almería para conocerle. Cuando se enteró de la verdad, y fue Jaén y no Ciudad Real, y fueron olivos y no viñas, y almazaras en lugar de bodegas, él ya la había besado y a ella le había gustado, así que se casaron y para no tener que elegir entre el mar y la sierra, se fueron a vivir a un lugar equidistante y ajeno, igual de nuevo para los dos.

Hasta ahí, me sabía la historia. Había visto muchas veces una fotografía que madre guardaba en la cómoda, padre y ella vestidos de domingo, muy jóvenes los dos, muy sonrientes, con mi hermana Dulce recién nacida y envuelta en mantillas a pesar de la luz, el sol que se filtraba a través de una parra en un patio cuadrado, pequeño y limpio. Cuando me la enseñó por primera vez, madre me explicó cómo era aquella casa que habían alquilado en Valderrubio, un pueblo de Granada rodeado de plantaciones de remolacha, con varias fábricas de azúcar que pagaban el trabajo de un obrero serio y cumplidor mejor que los terratenientes de Valdepeñas, y sin necesidad de capataces que fueran todos los días a la plaza del pueblo a humillar a los hombres señalándoles con el dedo, hoy trabajas tú, hoy tú no trabajas… La primera vez que vi aquella foto, madre me lo explicó todo muy bien y que allí habían sido muy felices, más que en ningún otro lugar, en ningún otro momento. Quizás por eso, y porque aquella felicidad duró muy poco, dos años escasos, nunca volvió a darme detalles, y cuando sacaba la foto para mirarla, decía solamente, qué bien nos fue allí, qué felices éramos entonces, y cerraba los ojos un instante, como si quisiera apreciar mejor aquel recuerdo, o porque le dolía el tiempo que había vivido después.

Hasta ahí, me sabía la historia. De lo que pasó más tarde, apenas conocía frases a medias, razonamientos inconclusos que no llegaban a la categoría de enigmas pero que tampoco tenía recursos suficientes para resolver. Había estallado una guerra que había partido España en dos mitades, y mis padres estaban en una, y sus dos familias en la otra. Él se alistó voluntario para que no le pasara nada a su mujer ni a su hija pequeña, fue a parar a una compañía de la Guardia Civil y luego, ya, allí se quedó. En medio de la guerra y en aquella casa de Granada de la que no conservaba ningún recuerdo, nací yo, hijo fortuito, inoportuno, de un permiso. Y padre, que me conoció con más de un año, habría dado cualquier cosa a cambio de que le destinaran lejos de su pueblo, pero no había podido evitar que sus superiores se enteraran de que conocía la Sierra Sur como la palma de la mano, así que le habían mandado a Fuensanta de Martos, a dos pasos de Valdepeñas de Jaén, donde la guerra no había terminado todavía por más que don Eusebio se empeñara en contar en voz alta los años de paz en algunas fechas señaladas.

Mi padre era guardia civil por casualidad, no porque mi abuelo lo hubiera sido antes que él, y por esa misma razón, nunca se me había ocurrido pensar que estuviera esperando que yo siguiera sus pasos, pero tampoco imaginaba que se preocupara tanto por mí. Su inquietud, conmovedora y angustiosa a la vez, me desorientó por dentro, como si al escucharle hubiera mordido el relleno ácido de un pastel dulce, el corazón podrido de una fruta verde. Él no podía dormir porque pensaba en mí, y yo no dormía porque en el centro de sus desvelos latía la decepción de ser mi padre, de haber engendrado a un niño que crecía muy poco, menos que su hermana, menos que los hijos de los otros guardias, menos que sus compañeros de la escuela.

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