El legado de la Espada Arcana (8 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

Ésta era (o creía ser) la directora de la orquesta de la vida de los vecinos de nuestra calle y nada podía suceder —fuera divorcio o un allanamiento de morada— sin un movimiento de su batuta.

Hasta el momento nos había dejado a Saryon y a mí en paz, por carecer nuestras vidas de interés; pero ahora podía ver su rostro enrojecido y fisgón pegado contra el cristal de la ventana de su sala de estar, lleno de frustración y curiosidad. Incluso realizó una tentativa de incursión a la calle, para abordar a un policía. No sé lo que le diría, pero la mujer corrió como una liebre hacia la casa de su directora adjunta, la señora Billingsgate, y ahora había dos rostros apretados tras la ventana de la sala de estar de esta última. Las dos estarían pegadas a nuestra puerta mañana.

Me encontraba colocando algunas rosas tardías en un jarrón, e intentando al mismo tiempo pensar en lo que diríamos a nuestros vecinos a modo de explicación, cuando Saryon entró en la sala. La ociosa curiosidad de dos viejas chismosas desapareció de mi mente.

Mi señor no se había levantado para desayunar, ni tampoco le había molestado yo. Puesto que sabía que había permanecido despierto hasta muy tarde, le dejé dormir todo lo que quisiera; pero no parecía haber dormido ni un minuto. Había envejecido veinte años durante la noche; su rostro estaba sombrío y cansado, y su espalda más encorvada. Paseó la mirada por la habitación con aire ausente y me sonrió y dio las gracias por ordenarla, pero sabía que no había visto nada de lo que había hecho.

Pasó a la cocina, y le preparé té y una tostada con mantequilla. Él contempló la tostada con inapetencia, pero el té sí lo bebió.

—Siéntate, Reuven —dijo con su acostumbrada voz pausada—. He tomado una decisión.

Me senté, esperando poder convencerlo de que comiera algo, pero entonces sonó el timbre de la puerta, y al mismo tiempo se escuchó una llamada en la puerta trasera. Dirigí a mi señor una inquisitiva mirada, y con una sonrisa irónica y un gesto de resignación, él fue a abrir la puerta principal, en tanto que yo contestaba a la llamada en la otra.

El ejército de policías, una vez tomada la calle, se hizo cargo ahora de nuestra casa. Una mujer vestida con un traje sastre, que dijo ser jefe de seguridad de la Fuerza Terrestre, se hizo cargo de Saryon y de mí, indicándonos que su gente registraría y aseguraría la casa. Nos llevó a la cocina, nos ordenó que nos sentáramos y expuso El Plan. Un equipo de concienzudos profesionales de mirada imperturbable hizo aparición detrás de ella, acompañados de perros adiestrados de mirada también imperturbable.

No tardé en oírlos por el piso superior, abajo en el sótano y en cada una de las habitaciones de la casa. Si encontraron o no alguno de aquellos artilugios que despedían un brillo verdoso no lo sé, pero doy por sentado que sí, pues encontraron de todo, incluida una galleta mordisqueada debajo de uno de los almohadones del sofá, que uno de los hombres me entregó con toda educación, y que yo ofrecí a su perro, pero éste era demasiado profesional para aceptar regalos estando de servicio.

Viendo que los pensamientos de Saryon estaban sumidos en la introspección y que no prestaba ninguna atención a El Plan, presté atención e intenté comprender lo que debíamos hacer. Durante todo ese tiempo no dejé de preguntarme qué decisión habría tomado.

—Su Majestad el rey Garald y el general Boris y sus ayudantes y séquito llegarán en el mismo vehículo a las trece horas en punto. El muy ilustre Kevon Smythe y sus ayudantes y séquito viajarán en el segundo vehículo y llegarán exactamente a las trece horas y treinta minutos. Todos ellos se marcharán a las catorce horas.

Perdóneme, señora
. Empecé a escribir lo que quería decir en una tablilla que siempre llevaba conmigo, pero ella indicó que comprendía el lenguaje mímico, por lo cual le quedé agradecido, y le dije entonces:

—¿Cuántos serán los ayudantes y miembros del séquito?

Pensaba en nuestra pequeña sala de estar y me preguntaba dónde demonios iba a acomodar a tanta gente. También si se esperaba que preparásemos té. ¡Si era así, tendría que salir pitando a la tienda!

La mujer me tranquilizó. No debíamos preocuparnos. Ella y su personal se ocuparían de todo. Comprendí, por el chirriar de muebles sobre el suelo, que ya se estaban ocupando del arreglo de la sala de estar.

Llegados a este punto, Saryon se levantó de la mesa, con un parpadeo y un suspiro, y con una leve reverencia y una vaga sonrisa dirigida a la mujer —estoy convencido de que no tenía ni idea de quién era ella o por qué se encontraba allí— salió, diciendo algo parecido a que estaría en su estudio y que lo llamásemos cuando llegara el momento.

—Parece indiferente al hecho de que se le está rindiendo un gran honor —dijo la mujer, frunciendo el ceño, molesta—. ¡Que personajes tan eminentes e importantes adapten sus programas de trabajo por completo, y viajen, algunos de ellos, casi alrededor de medio mundo, sólo para honrar a este caballero en el día de su cumpleaños!... ¡Vaya! Creo que debería sentirse agradecido.

¡Su cumpleaños! En medio de aquel alboroto, había olvidado que ese día correspondía aproximadamente a la fecha en que había nacido en Thimhallan. Era yo quien lo había calculado (Saryon jamás se habría molestado) y, de hecho, había planeado una pequeña celebración íntima para esa noche. Su regalo, un nuevo tablero de ajedrez, con las piezas formadas por dragones y grifos y otros animales supuestamente mitológicos, estaba pulcramente envuelto en mi dormitorio. Me pregunté cómo podía saber alguien que era su cumpleaños, porque no habíamos compartido la información con nadie; pero enseguida recordé aquellos artilugios de escucha que desprendían un resplandor verde.

De modo que ésa era la excusa: visitar al anciano catalista por su aniversario. Qué suerte habían tenido de que coincidiera con ese día. Me habría gustado saber qué otra excusa habrían inventado, de no haber tenido ésta tan convenientemente a mano. Me sentía muy enojado, mucho más por esto que por la invasión de casa llevada a cabo por los Tecnomantes de ropas plateadas.

En ocasiones, es una bendición ser mudo. De haber poseído el don del habla, lo habría utilizado para insultar a esta mujer y probablemente lo habría estropeado todo. Sin embargo, al verme obligado a hablar por señas, tenía tiempo de sopesar mis palabras. Al reflexionar sobre ello, me di cuenta de que era muy sensato por parte del rey y del general mantener en secreto la verdadera razón de este encuentro.

—Debe perdonar a Saryon —dije por señas a la mujer—. Mi señor es una persona muy humilde, y se siente abrumado por tan gran honor, hasta el punto de que todas estas atenciones lo aturden. Se considera muy indigno y deplora tanto alboroto y tantas molestias.

Esto la tranquilizó, y repasamos los demás detalles. Los invitados permanecerían aquí una hora, no más, y no sería necesario, afortunadamente, servirles té. Insinuó que tal vez Saryon quisiera cambiar la túnica castaña que llevaba —las ropas propias de un catalista, iguales a las que había llevado toda su vida— por un traje, y que sería aconsejable que yo me quitara los pantalones vaqueros y me pusiera algo más apropiado para la ocasión. Le contesté que ninguno de los dos tenía un traje, ante lo cual la mujer se dio por vencida y salió para comprobar cómo iban las cosas.

Me dirigí al estudio de mi señor, para informarle de que era el día de su cumpleaños, dato que sin duda había olvidado; pero antes preparé un plato de tostadas y lo llevé junto con el té.

Se lo expliqué todo... con cierto acaloramiento, me temo. Saryon siguió el veloz movimiento de mis manos con una sonrisa cansada e indulgente e hizo un gesto de impotencia.

—Intrigas. Política. Todos ellos han nacido para este juego. No tienen ni idea de cómo abandonarlo y, por lo tanto, jugarán hasta la muerte. —Volvió a suspirar y se comió la tostada con aire distraído—. Incluso el príncipe Garald. El rey Garald debería decir, pues ahora es rey. Se mantuvo por encima de él, cuando era joven. Pero supongo que es como las arenas movedizas. Engulle incluso a las buenas personas.

—Padre —pregunté—, ¿qué decisión habéis tomado?

No respondió en voz alta, sino que me respondió por señas.

—Los hombres acaban de estar en esta habitación, Reuven. Por lo que sabemos, podrían haber colocado sus ojos y oídos electrónicos aquí. Y puede haber otros observando y escuchando, también.

Recordé a los dos
Duuk-tsarith
que habían aparecido de la nada en nuestra cocina, y comprendí. Me parecía extraño que pudiera haber una docena de personas apelotonadas en ese pequeño estudio y que mi señor y yo fuéramos las únicas dos que eran visibles. Estaba muy nervioso cuando salí, para regresar a la cocina con el plato, pues a cada paso temía darme de bruces con una de ellas.

Los dignatarios llegaron puntuales. Primero apareció la limusina negra con los banderines de Thimhallan ondeando al viento y el escudo de armas grabado en la puerta. A esas horas, las señoras Mumford y Billingsgate habían dejado de lado todo fingimiento, y se encontraban de pie en el umbral de sus casas, boquiabiertas y farfullando incoherencias. No pude evitar sentir un exaltado orgullo cuando Su Majestad, vestido de un modo muy conservador con un traje oscuro, pero luciendo sus insignias y fajín ceremonial, acompañado por el general de uniforme con todas sus medallas y cintas, salió del automóvil. Los ayudantes salieron tras ellos, y los soldados se cuadraron muy firmes y saludaron. Nuestras vecinas lo contemplaban todo con una expresión tan atónita que temí que sus mandíbulas se desencajaran.

Mi orgullo dio un paso más cuando nos imaginé tomando el té con las dos mujeres al día siguiente, explicándoles, con la modestia adecuada, que el monarca era un viejo amigo de mi señor y el general, un digno adversario en el pasado. Era una fantasía inofensiva aunque vana... una que por desgracia jamás se convirtió en realidad. Nunca volvería a ver a ninguna de nuestras dos vecinas.

El rey y el general entraron en nuestra casa, donde Saryon y yo esperábamos visiblemente nerviosos. Mi señor sabía que sus visitantes iban a ejercer una fuerte presión sobre él y temía el encuentro. Yo estaba nervioso por Saryon, pero debo admitir que esperaba anhelante poder conocer a dos personas sobre las que había escrito, en especial al rey, que había tenido tan notable efecto en la vida de Joram.

El rey Garald había sido el príncipe Garald entonces; y de él yo había escrito:

La belleza de la voz se correspondía con la de las facciones de su rostro, delicadamente modelado aunque sin parecer débil por ello. Los ojos eran grandes y de mirada inteligente; la boca era firme, las arrugas que la rodeaban delataban sonrisas y risas: la barbilla enérgica demostraba arrogancia, los pómulos eran altos y pronunciados.

Mi descripción, basada en lo que me había contado Saryon, era fiel, incluso ahora, en que el rey había alcanzado la edad madura. Las líneas que rodeaban la enérgica boca se habían oscurecido, cinceladas por la tristeza, el sufrimiento y el trabajo agotador; pero cuando la boca sonrió, las líneas se suavizaron. La sonrisa fue cálida y genuina, el origen de su cordialidad emanando del fondo de su ser. Comprendí enseguida por qué este hombre se había ganado el respeto y tal vez incluso el afecto del hosco y obstinado muchacho llamado Joram.

Saryon inició una reverencia, pero Garald tomó la mano de mi señor y la sujetó entre las suyas.

—Padre Saryon —dijo—, dejad que sea yo quien os haga una reverencia.

Y el rey se inclinó ante mi señor.

Atrapado entre la dicha y la confusión, Saryon quedó estupefacto. Sus temores y nerviosismo se disolvieron en la calidez de la sonrisa del monarca. Tartamudeó y se sonrojó, y no consiguió hacer otra cosa que protestar de forma incoherente que Su Majestad le honraba en exceso. Garald, viendo su turbación, dijo algo insustancial y divertido, para desdramatizar la situación.

Saryon miró al rey, sin reservas ahora, y le estrechó la mano repitiendo una y otra vez con auténtico placer:

—¿Cómo estáis, Altez... Majestad? ¿Cómo estáis?

—Podría estar mejor, Padre —respondió el rey, y las líneas de expresión de su rostro se acentuaron y ensombrecieron—. Son tiempos muy difíciles los que vivimos, justo ahora. ¿Recordáis a James Boris?

Pero el hechizo se había roto. Garald había levantado, por un instante, la carga que pesaba sobre los hombros de mi señor, para volverla a depositar allí mismo al siguiente. James Boris —bajo, de hombros cuadrados, fuerte como uno de sus tanques— era una buena persona, un buen soldado. Había sido clemente, en Thimhallan, cuando, por derecho, podría haberse mostrado vengativo; el soldado se mostró sinceramente complacido de ver a Saryon y le estrechó la mano con cordialidad. Tanta cordialidad que Saryon hizo una mueca de dolor mientras sonreía. Pero James Boris y su ejército representaban la destrucción de Thimhallan, y su presencia allí no podía dejar de parecer un siniestro presagio.

—General Boris, sois bienvenido a mi casa —le saludó mi señor en tono solemne.

Los condujo a la sala de estar, una medida totalmente necesaria, pues los cuatro estábamos apelotonados en el pequeño recibidor, y los ayudantes y el séquito se veían obligados a permanecer en el césped de la entrada. Una vez en la sala, Saryon me presentó. El rey y el general realizaron unos corteses comentarios sobre mi relato literario de la historia de la Espada Arcana, y el monarca, con su innato encanto, nos ofreció otra de aquellas cálidas y cautivadoras sonrisas suyas y me dijo que consideraba la descripción que yo había hecho de su persona demasiado halagüeña.

—No es ni la mitad de halagüeña, Majestad —dije por señas y Saryon tradujo—, de lo que algunos habrían querido que yo la hiciera. —Dirigí una mirada afectuosa a mi señor—. Tuve que ahondar mucho para descubrir algunos defectos humanos en vos, y así poder convertiros en un personaje interesante y creíble.

—Tengo más defectos de los que quisiera, Almin lo sabe muy bien —repuso Garald con una leve sonrisa, añadiendo—: algunos miembros de mi personal sienten un gran interés por tu trabajo, Reuven. Tal vez serías tan amable de hacerles el favor de contestar a sus preguntas mientras tu señor, el general y yo charlamos de los viejos tiempos.

Admiré y aprecié el modo tan elegante en que se deshacía de mí. Me puse en pie, y estaba a punto de marchar, cuando Saryon me cogió por la muñeca.

—Reuven goza de toda mi confianza.

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