Me molestó tan rápida propuesta, hasta el punto de que pensé que mi tía cometió un error al elegir a ese individuo como albacea. Quizá fue el desconsuelo que hervía en mi interior lo que me llevó a decirle que lo tendría en cuenta.
Al salir a la calle abrí el sobre con impaciencia. Lo primero que hallé fueron dos delgados libros que me dejaron perplejo:
Muros, paredes y tabiques
, rezaba el título de uno, y
Vigas mixtas de madera y acero
, el otro.
«Algo técnico, como de arquitectura… ¿Cómo podía interesarle ese tipo de lectura? ¿Y por qué incluirlo en una carta póstuma?», pensé incrédulo.
Entre ambos libros había una fotografía. Comprendí entonces que los tomitos debían estar ahí sólo para que el retrato no se arrugara.
La imagen de la foto me obligó a sentarme compungido en un banco del paseo. Aparecía con mis padres y mi tía en el colmado que ésta tenía en Boí, donde también trabajaban ellos. Yo debía de tener un par de años. Cuando cumplí los ocho, mi tía se quedó en el valle y nosotros nos establecimos en Barcelona, donde mi padre explotó con éxito una charcutería especializada en productos del Pirineo. Pudo así satisfacer su mayor deseo: facilitarme una carrera universitaria que él no pudo realizar, a diferencia de mi abuelo, quien, a pesar de los tiempos, sí pudo cursar Medicina en la ciudad.
Además de la fotografía había una carta manuscrita de mi tía. A medida que la leía, mi emoción se transformaba en perplejidad; como no entendí nada, consideré que mi querida tía María debió de padecer algún tipo de demencia senil.
En ese preciso momento creció en mi interior la imperiosa necesidad de pisar de nuevo el valle; fue allí, entre las losas hexagonales del Paseo de Gracia, donde inicié el viaje de regreso a mi pasado. No podía perder ni un segundo.
Quizá sea por su anárquica estructura, pero lo cierto es que los cementerios de los pueblos pequeños conmueven de manera especial.
Bajo tierra, sin lugar para el hormigón ni el asfalto, los difuntos se distribuyen de forma caprichosa en escenarios de cruces sobre hierba y barro, donde las almas se sienten más próximas. La piel se eriza sólo de pensarlo.
Lo primero que hice al llegar al valle fue visitar la tumba de mi tía. Eran las siete de la tarde. Había oscurecido. Debido a la luz mortecina que llegaba de la única farola cercana, apenas se apreciaba por dónde pisar.
—¿Necesita ayuda? —ofreció alguien que recogía hojarasca en el camino que lleva a la iglesia.
—Busco una familiar, aunque no acierto a encontrarla.
—¿Cómo se llamaba? —preguntó con brusquedad al detener su trabajo y apoyar las dos manos en lo alto del rastrillo.
—María, María Miró. Mi tía María —pronuncié cabizbajo.
—¡Ah, sí! Es la más reciente —dijo sin emoción alguna el que resultó ser el sepulturero del valle—. Buena señora donde las haya, créame. ¿Así que es usted su sobrino? No sabía que tuviera más familia.
Se aproximó con paso lento y me señaló con el rastrillo el punto donde la había enterrado.
Estaba bajo un montículo de tierra removida que denotaba el reciente sepelio, húmeda por la llovizna caída aquella tarde, con una singular cruz en un extremo. Acerqué a ella mi móvil, y gracias a la luz que desprendía, pude leer grabado en la piedra: «M. M. S.».
—María Miró Soler —musité.
Aguanté pocos segundos; me conmovió tanta sencillez, y comencé a llorar. Sin más.
Aquel hombre se aproximó de nuevo; me miró a los ojos y repitió:
—Era muy buena. Una gran persona, extraordinaria. Aquí tiene la prueba de su bondad —añadió mientras señalaba una escuálida planta justo a nuestro lado—. ¡Ha brotado sola! Es hierba de San Juan y es mágica: el demonio no pasa por donde crece. Además, cura la melancolía. Y cuando florece, ¡puede hacer milagros! No crea a quien le diga otra cosa: su tía era una mujer maravillosa.
El menudo personaje se agachó y cortó un trozo del tallo, que me ofreció con una amplia sonrisa.
—Gracias —murmuré mientras aspiraba su aroma casi imperceptible.
Levanté la mirada. A pesar de la hora, la última luz que brindaba el día recortaba aún la silueta de las montañas. Dibujaba su adiós con un sinuoso homenaje paisajístico que avivó en mí de nuevo cierta nostalgia de África. Señal inequívoca de que, igual que Butiaba, aquel valle aumentaba la fragilidad de mis emociones. En ambos lugares parecía imponerse una escala del tiempo propia, una cadencia que me incitaba a la reflexión, un ritmo singular que me llevaba a la abstracción.
Un intenso sentimiento de soledad me oprimió el pecho hasta el ahogo. La añoranza me venció y, antes de reiniciar mi camino, no pude evitar llamar a Moses.
—
Hello?
—¿Moses, me escuchas?
—¡Señor Arnau!, ¿cómo va todo?
—Bien, Moses, un poco cansado y con añoranza. ¿Cómo estáis? ¿Cómo se encuentra Abdalla?
Abdalla, cuyo nombre significa «sierva de Dios», era la bella esposa de Moses, embarazada del que sería su primer lujo.
—Abdalla bien, señor, pero hoy ha sido un día complicado para los clientes.
—¿Qué ha ocurrido?
—Hemos tenido un susto en las cataratas: una crecida súbita del cauce. Eso no es bueno para los turistas.
—Es raro en esta época del año.
—Lo sé, señor.
—¿Alguien ha sufrido daños?
—Nadie, señor. Todos están bien. Señor, otra cosa, le ha llamado un español.
—¿Un español? Parece que hoy es el día mundial de las rarezas —detecté a tanta distancia su sonrisa—. ¿Y de quién se trata?
—Espere, señor, lo he anotado en la recepción.
Tras unos segundos volvió su voz amiga:
—Señor, le ha llamado el señor Saludes.
—No creo conocerle. ¿Te ha dicho qué quería?
—No, señor, no, pero me ha dejado su número y me ha pedido que lo llame. Quiere hablar con usted.
—Dime, dime —le dije para anotarlo en el mismo móvil.
—Señor Saludes —repitió—, 0034607239055.
—Gracias, Moses, ahora ya es tarde pero mañana lo llamaré. Toma nota de que el lunes lo pasaré en Londres con Xtream Tours, así que el martes ya dormiré en Kampala, de modo que tendrás que venir a buscarme el miércoles por la mañana. Cuídate.
Mi siguiente etapa en la carrera hacia mi pasado era la casa que mi tía me había legado en Boí. Recordaba con exactitud su ubicación: en el centro del pueblo, cerca de la iglesia, en una estrecha callejuela que iniciaba su trayecto bajo una arcada, que debió de ser en su día la entrada principal al casco antiguo, rodeado por una muralla.
Una de las casas más viejas, a pocos metros de los vestigios de una fortificación de la que poco queda, pero que antaño debió de tener considerable relevancia, ya que dio nombre a aquel lugar, conociéndose el pueblo como Castillo de Boí.
Al acercarme, vi que la cerradura estaba cubierta por un precinto policial, que recorría también los márgenes de la puerta, en cuyo extremo superior asomaba un candado, también precintado, que cerraba una gruesa cadena de acero.
«De nada sirve la llave que me han facilitado en la notaría…», pensé.
Presumí que, para evitar intrusos, la policía debió de bloquear la puerta tras haberla derribado. Nadie me había informado de aquello, por lo que llamé a la comisaría. Se confirmaron mis reflexiones, y convinimos con los
mossos d'esquadra
, denominación de la policía de Catalunya, que atenderían mi petición de abrirla a la mañana siguiente, debido a que se hallaban a unos veinte kilómetros de Boí y no se trataba de ninguna urgencia.
Me esperaba un merecido descanso en el Aparthotel Augusta, por encima del pueblo de Taüll, cuyo nombre proviene de la palabra atalaya, bautizado así por ser el pueblo más elevado del valle.
Entre perezosos bostezos, el sábado se abrió paso ante los primeros rayos solares. La luz del día mostraba un valle majestuoso y dispuesto a aumentar la permeabilidad de la sensibilidad.
Redescubrí un abanico de sensaciones de mi primera infancia y volvieron a fascinarme, como cuando era niño, unos espacios bellísimos que se mantenían inertes con el paso de los siglos. Las cimas de las montañas empezaban a cubrirse con las primeras nieves y, en sus faldas, los árboles configuraban otoñales bosques de pinos azules y abedules. ¡Qué visión tan encantadora!
—El taxista no andaba equivocado —me dije al ver las señalizaciones que conducían a unas pistas de esquí hasta ese instante desconocidas por mí, camino de nuevo a Boí, donde una dotación de los
mossos d'esquadra
esperaba frente a la casa de mi tía.
Tras identificarme, liberaron, no sin dificultad, el candado que habían dispuesto días atrás.
—¿Intentó usted abrirlo ayer, señor Miró?
—Por supuesto que no. Vi el precinto y les llamé.
—Da la sensación de haber sido forzado —dijo uno de ellos al obligar con la llave aquella cerradura, que al final dejó de resistirse.
Ambos se miraron con extrañeza y examinaron el candado cuando ya lo tenían en mano. Uno se lo llevó para analizarlo mejor, mientras el otro quitaba los precintos que podía, aunque algunos restos quedaban pegados sin remedio.
—No se preocupe, ya lo quitaré —afirmé.
Volvió el agente que se había ausentado.
—En Barruera tiene usted una ferretería. Le aconsejo que cambie la cerradura de la puerta, no vaya a bloquearse de nuevo este candado. ¿Quiere que llame al cerrajero ahora?
—Sí, por favor.
—Señor Miró, tendríamos que hacerle algunas preguntas; ¿puede atendernos en este momento o prefiere pasarse luego por la comisaría?
—Ahora no hay ningún problema. Pasamos dentro o… no sé…
En ese instante me sentí observado con cierta desfachatez por una mujer tras una ventana próxima.
—Mire, la verdad, preferiría entrar en la casa en intimidad. Es la primera vez en tanto tiempo que…
—No se preocupe, señor Miró, podemos vernos en comisaría.
—Se lo agradezco; ¿qué tal si voy por la tarde?
—Perfecto. La comisaría se encuentra justo a la entrada de El Pont de Suert, viniendo del valle. Pregunte por Ramón Palau, por favor.
—Así lo haré, muchas gracias.
Cuando se alejaron, me adentré en la casa con paso dubitativo y con las emociones a flor de piel. Entre penumbras abrí los postigos de la ventana del recibidor, y la claridad invadió cada uno de aquellos rincones.
Todo estaba como lo recordaba: tras la gruesa puerta, un pequeño recibidor. Ante él, la fatal escalera, lo último que vio mi tía en vida, que conducía hacia las habitaciones del piso superior; a la izquierda, una pequeña estancia habilitada como estudio, con una mesa en el centro rodeada de estanterías con centenares de libros; a la derecha, el baño y un corto pasillo que llevaba al comedor, junto a la cocina. Entre ambos, un hogar, y dispuestos sobre él retratos de la juventud de mi tía con mi padre y mi abuelo, a quien no conocí: el médico del valle venido de Barcelona, que años atrás había enviudado en la capital, antes de instalarse en Boí. Una generación más tarde volveríamos a Barcelona.
Sobrecogía ver cómo cada objeto, cada detalle, se hallaba en su lugar, como en espera de lo que jamás iba a suceder. En la mesa del estudio, el libro que ocuparía sus últimas lecturas:
Para nacer he nacido
, de Pablo Neruda.
«¡Qué paradoja!», murmuré. Junto al libro, un vaso y un plato con cáscaras de nuez; en el comedor, frente al hogar, unas zapatillas dispuestas a un lado del sillón.
Me estremecía sentir la presencia de mi tía por los cuatro costados. No sé si el frío o la impresión de lo que veía provocaron en mí cierto temblor. Respiré profundamente y proseguí sin atreverme a tocar nada. Lo hubiera considerado una profanación.
Subí las escaleras y me reencontré con aquellas habitaciones en las que de pequeño hallaba un montón de lugares donde ocultarme de mi tía, cuando jugábamos al escondite. Sobre su cama aún deshecha, el batín. En la mesilla de noche, sus gafas, una radio pequeña, una linterna y un bote de píldoras: «ORFIDAL», leí. Conocía aquel medicamento.
«Quizás tendría problemas de insomnio —susurré—. Cómo sería su última mirada, su último suspiro, su pensamiento y gesto últimos», me decía mientras observaba desde la altura las fatídicas escaleras.
De pronto, recordé una de mis guaridas preferidas: la buhardilla, a la que se accedía desde el baño: se presionaba un pequeño dispositivo del techo, a través de una vara que se guardaba detrás del armario. Entonces se abría un panel de madera rectangular y se desplegaba una escalinata metálica, como si de un acordeón se tratara. Un escondite perfecto, puesto que lo normal era no advertir su existencia, y una vez dentro podía recoger la escalera y encerrarme allí sin ser descubierto. Pero mi tía lo sabía. Por eso no tardaba en encontrarme, cazarme y coserme a cosquillas para decirme siempre con tono solemne «Arnau: aquí está tu castillo, ésta es tu fortaleza. No lo olvides nunca», en referencia a aquel entrañable espacio. Palabras cuyo eco aún resonaba en mi memoria.
No pude reprimir el impulso de subir de nuevo. La vara seguía detrás del armario, pero el mecanismo no respondía a mis intenciones; tras un pequeño balanceo se abrió, aunque tampoco se desplegó la escalera, seguro que por su desuso durante mucho tiempo. Con la misma vara forcé su extensión hasta que la tuve accesible a mi mano y pude bajarla hasta el suelo. Por sentirla inestable, ascendí con suma precaución.
A cada peldaño percibía con mayor intensidad resonancias de mi niñez. Allí seguía «mi castillo, mi fortaleza…», igual que cuarenta años antes.
Esa «fortaleza» que en mi infancia era un gigantesco imperio, ahora resultaba un rincón destemplado e ingrato por el que debía caminar agachado, para no golpearme con sus vigas.
Dominaba el ambiente lúgubre junto con un cargado y desagradable olor a humedad y putrefacción. Sentía cada uno de los latidos de mi corazón, que parecía a punto de estallar en pedazos al observar los mismos objetos e idénticas esencias que me transportaban al pasado.
Rescaté mi tren eléctrico, entre otros juguetes antiguos perdidos durante mi ausencia y que habían ocupado un montón de sueños. Objetos traicioneros, escondidos tras el tiempo. Allí estaba la misma cómoda donde solía guardar dibujos entre lápices de colores. Con un frontal de madera rallada, de una edad que la situaría a finales del siglo XIX. Preciosa, a pesar de lo mucho que la carcoma la había castigado. Sobre su superficie de mármol, un candelabro de bronce con las velas algo consumidas.