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Authors: Katherine Webb

El Legado (10 page)

—¡Qué poco! Debes de estar muy emocionado. ¿Ya tiene todo listo? ¿Para ir al hospital?

Dinny niega con la cabeza.

—Nada de hospitales. Dice que quiere tenerlo aquí. —Tras una pausa, se levanta y se vuelve hacia mí—. No sé si es buena idea. ¿Sabes algo de bebés? —Parece ansioso.

—¿Yo? La verdad es que no. Nunca he..., pero últimamente el gobierno siempre está hablando de las ventajas de dar a la luz en casa. Al parecer es un derecho de la mujer. ¿Tenéis una buena comadrona?

—No tenemos comadrona. Y no será en casa... Quiere tenerlo ahí fuera, en el bosque.

—¿En el bosque? ¡Pero... estamos en diciembre! ¿Está loca?

—Ya sé que es diciembre, Erica. Pero, como tú dices, ella tiene derecho a escoger —contesta él con rotundidad. Percibo cierta exasperación bajo la superficie—. Está llevando la idea de un parto natural hasta donde es capaz.

—Bueno, tú también tienes derecho a escoger. El padre también tiene derechos. Para empezar, los partos llevan su tiempo, ya sabes. Beth estuvo treinta y seis horas para tener a Eddie...

—¿Beth tiene un bebé?

—Lo tuvo. Ahora tiene once años. Va a venir estas navidades, así que probablemente lo conocerás... Eddie. Es un niño estupendo.

—Entonces, ¿está casada?

—Lo estuvo. Ya no —digo brevemente. Tiene preguntas sobre Beth, pero ninguna sobre mí.

Llueve cada vez más fuerte. Me inclino y meto las manos en los bolsillos, pero Dinny no parece notarlo. Se me ocurre ofrecerme a hablar con Honey, luego me acuerdo de su mirada dura y confío en que Dinny no me lo pida. Opto por una solución intermedia.

—Bueno, si Honey quiere hablar de ello con alguien, puede hacerlo con Beth. Su experiencia podría servir de advertencia.

—No quiere hablar con nadie de ello. Es... muy tozuda. —Dinny suspira.

—Ya lo he notado —murmuro. No puedo soportar otro silencio. Quiero preguntarle por las navidades. Los nombres que han pensado para el bebé. Quiero preguntarle sobre sus viajes, su vida, nuestro pasado—. Bueno, debo volver. Para refugiarme de esta lluvia. —Es todo lo que digo—. Me alegro mucho de haberte visto, Dinny. Celebro que hayas vuelto. Y ha sido un placer conocer a Honey. Yo..., bueno, estaremos en casa, si necesitas algo...

—Yo también me alegro de haberte visto, Erica. —Dinny me mira con la cabeza ladeada, pero en sus ojos veo preocupación, no alegría.

—Sí. Bueno, adiós. —Me voy, con toda la naturalidad de que soy capaz.

No le hablo a Beth de Dinny cuando la encuentro en la biblioteca, viendo la televisión. No estoy segura de por qué. Reaccionará cuando se lo diga, pienso. Y no sé cómo. De pronto estoy agitada. Tengo la sensación de que ya no estamos solas. Noto la presencia de Dinny ahí fuera, más allá de los árboles. Como algo engorroso que ves con el rabillo del ojo. El tercer vértice de nuestro triángulo. Apago el televisor y abro las cortinas.

—Vamos. Salgamos de aquí —digo.

—No quiero. ¿Adónde?

—De compras. Estoy harta de sopas enlatadas. Además, ya es casi Navidad. Mamá y papá vendrán a pasar el día, ¿y qué vamos a dar de comer a Eddie el día de Navidad? ¿Las rancias galletas Hovis de Meredith?

Beth reflexiona un momento, luego se levanta rápidamente y se pone las manos en las caderas.

—Dios mío, tienes razón. ¡Tienes razón!

—Lo sé.

—Vamos a necesitar un montón de cosas: un pavo, salchichas, patatas, pudines... —Cuenta con sus largos dedos.

Todavía faltan diez días para que sea Navidad, tenemos tiempo de sobra. Pero no se lo digo. Saco el máximo partido de su repentina animación y señalo la puerta.

—¡Y adornos! —grita.

—Vamos. Puedes hacer una lista en el coche.

Devizes se ha puesto de luces con motivo de la Navidad. De las tiendas y los hoteles de la calle principal asoman pequeños abetos llenos de luces blancas; hay una orquesta de metales tocando, y un hombre está tostando castañas en un carro del que se eleva humo. Me pregunto a qué se dedica el resto del año. Aquí la oscuridad y el aguanieve tiran de nosotras y nos convierten en parte de la multitud apelotonada. Nos tapamos bien las orejas con la bufanda y miramos las tiendas, disfrutando de las cálidas luces amarillas. Las dos de nuevo en el mundo, después de la soledad de la casa. Es una sensación agradable y emocionante, y echo de menos Londres. En el interior de cada tienda Beth tararea los villancicos grabados, y mientras caminamos, entrelazo el brazo en el suyo y se lo agarro con fuerza.

Varias horas después Beth ha entrado en un estado de hiperactividad navideña. Tenemos ocho clases de quesos diferentes, un jamón enorme, salchichas finas, crackers (de los comestibles, y los petardos con sorpresa que también se llaman así), un pavo que llevo al coche con dificultad, y un pastel que ha costado una cantidad de dinero ridícula. Lo metemos todo en el maletero y entramos de nuevo para buscar adornos brillantes, sartas de cuentas, pintura dorada, ornamentos de cristal, pequeños ángeles de paja vestidos con muselina blanca. A dos minutos de la casa hay una granja que vende árboles de Navidad, y de regreso paramos y encargamos uno de cuatro metros para el 23 de diciembre.

—Podemos ponerlo en el pasillo... Lo podrían atar a la barandilla —dice Beth con decisión.

Tal vez no debería dejarle gastar cuando está agitada como ahora. No me atrevo a juntar todas las facturas y sumarlas. Pero Beth tiene dinero..., el dinero de Maxwell, el dinero de su trabajo como traductora. Más dinero del que tengo yo, desde luego, aunque es algo de lo que nunca hablamos. Vive con poco la mayor parte del tiempo. A menos que Eddie necesite algo, lo ahorra. El mío se me va todo en Londres, en ir y venir del trabajo, en pagar el alquiler, en vivir. Ahora tenemos comida suficiente para diez personas cuando solo seremos cinco; pero Beth está más contenta, se la ve menos demacrada. La terapia de ir de compras. Y eso no es todo..., le gusta ser capaz de dar. La dejo ensartando guirnaldas a lo largo de la repisa de la chimenea con cara de concentración y voy a poner agua a hervir, sintiéndome satisfecha y soñolienta.

Encuentro un mensaje de mi agencia en el móvil, una suplencia en un colegio de Ealing, a partir del 12 de enero. Tengo un dedo suspendido sobre el botón de marcación automática, pero siento una extraña resistencia a apretarlo, a permitir que la vida real se entrometa. Sin embargo tengo que ganar dinero. La vida sigue. A menos que viva aquí y no haga falta, por supuesto. Ya no más alquileres. Solo los gastos de mantenimiento, aunque probablemente sean más altos que lo que pago actualmente por mi piso. ¿Valdría la pena intentarlo durante cinco o incluso diez años? Tratar de vivir aquí..., el tiempo necesario para cumplir con los términos del legado. Luego podríamos venderla y retirarnos a los cuarenta años, cuando hayan vuelto a subir los precios de las viviendas. Pero ¿y si a Beth le sienta mal vivir aquí? ¿Y si voy a seguir teniendo la sensación de que algo se acerca con sigilo por detrás? Ojalá pudiera volverme y mirar, averiguar qué es. Recuerdo todo lo que pasó ese verano, excepto lo que le ocurrió a Henry.

Fuimos los dos veranos siguientes y nuestra madre nos vigiló de cerca. No para protegernos o evitarnos el peligro, sino para observar nuestra reacción. No sé si yo cambié. Tal vez me volví un poco más callada. Y no nos movíamos del jardín; ya no queríamos aventurarnos a salir de él. Mamá nos mantuvo alejadas de Meredith, que entonces era impredecible y cuando menos te lo esperabas le daba por maldecir y acusar. Pero Beth se encerró cada vez más en sí misma. Nuestra madre se dio cuenta y se lo dijo a nuestro padre, y él frunció el ceño. Dejamos de ir.

Fuera el sol adquiere un tono anaranjado y rosa frío sobre el horizonte. Rocío las oscuras hojas de acebo con un espray de pintura dorada. Quedan preciosas. Los efluvios me marean, me ponen eufórica. Estoy colgándolas de las barandillas y los alféizares de las ventanas cuando Beth baja, con los brazos cruzados y cara de sueño. Se acerca a donde las he colgado y las toca con cuidado, probando la pintura con los dedos.

—¿Te gusta? —pregunto sonriente.

He sintonizado la emisora clásica de FM y se oye «Good King Wenceslas». Beth asiente. Bosteza.

—Silly bugger —canturreo—,
he fell out; on a red hot cinder!

No tengo buena voz para cantar.

—Estás contenta —me dice.

Se acerca al alféizar de la ventana que estoy cubriendo de ramas, me aparta el pelo del ojo y me toca el arañazo de debajo. Es tan extraño que me toque. Sonrío.

—Bueno... —digo.

Las palabras vacilan en mi boca. Estoy muy tentada de pronunciarlas, sin saber aún si son acertadas o no.

—¿Bueno qué?

—Pues que Dinny está aquí.

Amor, 1902

El viaje de Nueva York a Woodward en el territorio de Oklahoma era largo, cubría una distancia de unos dos mil trescientos kilómetros. Estado tras estado se extendía bajo el tren, siempre hacia el oeste. De entrada Caroline se quedó impresionada con lo que veía por la ventanilla. A medida que dejaban atrás las ciudades conocidas del estado de Nueva York, las poblaciones se volvían más escasas y estaban más desperdigadas. Cruzaron bosques frondosos y oscuros, como de otra época, que cercaban el tren durante kilómetros y kilómetros. Cruzaron campos de trigo y de maíz no menos vastos ni menos asombrosos; y ciudades cada vez más pequeñas, como comprimidas por las grandes extensiones de tierra que las rodeaban. En una estación habían construido junto a las vías unas viviendas destartaladas y unos niños que jugaban corrieron al lado del tren, agitando las manos y pidiendo monedas. Sorprendida, Caroline vio que iban descalzos. Los saludó desde el tren mientras este se alejaba de nuevo, y se volvió para contemplar cómo sus frágiles hogares se reducían a miniaturas y la tierra se abría a ambos lados. Esa tierra hacia el oeste era verdaderamente indómita, pensó. En ella vivían hombres, pero aún no la habían forjado; no como habían forjado la ciudad de Nueva York. Se recostó en su asiento y contempló las lejanas colinas color morado con cierta inquietud. El tren, tan poderoso un momento atrás, era como una simple mota, un insecto que se arrastraba por la interminable superficie del mundo.

Cuando Caroline cambió de tren por tercera y última vez en Dodge City, Kansas, se sentía apesadumbrada por el cansancio e incómoda con la ropa de varios días. Tenía el estómago ardiendo y vacío porque hacía un día y medio que se le habían acabado las provisiones que Sara le había empaquetado; Sara, que era incapaz de imaginar un viaje tan largo que no bastara con media docena de huevos duros, una manzana y un pastel de carne de cerdo. Caroline se unió a varios pasajeros para comer en El Vacquero, en el hotel Harvey, junto a la estación de Dodge City. Era un edificio nuevo de ladrillo, lo que interpretó como un signo de la nueva riqueza y estabilidad de lo que hasta hacía poco habían sido tierras fronterizas. Miró alrededor con discreción, demasiado intrigada por su entorno para contenerse.

La calle sin pavimentar estaba atestada de gente, ponis, calesas y carros que hacían un ruido amortiguado muy distinto del de una calle de Nueva York. Los caballos ensillados estaban alineados a lo largo de los postes para atarlos, con los cuartos traseros apoyados en una pata inclinada hacia atrás. El hedor del estiércol líquido era intenso, desde los cercanos establos se extendía por toda la ciudad, mezclándose de forma extraña con los olores de la comida y de los cuerpos calientes de las personas y los animales. Confundido, el estómago de Caroline no sabía si hacer ruidos o encogerse. Los hombres paseaban con pistolas a las caderas y la camisa desabrochada, y ella los miró maravillada, como si hubieran salido de una leyenda. El corazón le latía con energía nerviosa y se notaba la garganta seca. Por un momento casi echó de menos la presencia indomable de Bathilda a su lado; echó de menos tener la barricada de su respetabilidad detrás de la cual esconderse. Avergonzada, irguió los hombros y leyó de nuevo la carta del menú.

El restaurante estaba lleno, pero enseguida la atendió una resuelta joven con un pulcro uniforme que le llevó consomé con fideos, huevos escalfados y café.

—¿Viaja lejos, señorita? —preguntó un hombre que estaba sentado dos asientos más allá en la mesa y que le sonrió mientras se inclinaba hacia ella.

Caroline se sonrojó, sorprendida de que alguien se dirigiera a ella de una forma tan informal. El hombre iba sin afeitar y los puños del abrigo le brillaban.

—A Woodward —respondió ella, sin saber si debía presentarse antes o si debía hablar siquiera con él.

—¿Woodward? Bueno, supongo que no queda tan lejos, teniendo en cuenta el largo camino que ya ha hecho... Si no me engaña su acento, es de Nueva York. —Le dedicó otra sonrisa aún más amplia.

Caroline asintió rápidamente y se concentró en los huevos.

—¿Tiene familia allí? En Woodward, quiero decir.

—Mi marido —respondió ella.

—¡Su marido! —exclamó él en voz alta—. Eso es una clamorosa vergüenza. Aun así, es una suerte que este lugar se haya abierto. ¡Antes, el local de Fred Harvey era un furgón sobre pilares! ¿Ha visto algo así alguna vez en el Este?

Caroline trató de sonreír educada.

—Eh, Doon, deja en paz a la joven. ¿No ves que quiere comer tranquila? —Era otro hombre sentado junto al primero, con una expresión malhumorada y profundas arrugas alrededor de los ojos. Se había peinado el pelo hacia un lado con ferocidad y allí se había quedado, fijado con alguna sustancia. Caroline apenas se atrevía a mirarlo. Le ardían las mejillas.

—Le pido disculpas, señorita —murmuró el primer hombre.

Caroline comió con prisas indecorosas y, a pesar del calor, volvió a subirse al tren con las manos dentro de su manguito de piel de zorro.

A partir de Dodge City el campo era amplio y con pocas interrupciones. Kilómetros de monótonas praderas se sucedían a medida que el tren avanzaba por la línea de Santa Fe hacia el sur. Caroline se repantigó en el asiento y tuvo ganas de aflojarse el corsé. Estaba demasiado cansada para mantener la postura de una dama, y como se encontraba sola en el compartimiento, apoyó la cabeza en el cristal y miró hacia el infinito cielo color cáscara de huevo. Nunca había visto un horizonte tan extenso, tan plano, tan lejano. Su poderosa amplitud poco a poco empezó a producirle vértigo. Había esperado ver montañas nevadas, campos de labranza verde esmeralda y ríos de curso rápido. Pero la tierra parecía asfixiada y exhausta, exactamente como se sentía ella. Sacó de su bolsa
El virginiano
y se imaginó a sí misma como Molly Wood, rompiendo sin miedo los lazos con su hogar y dirigiéndose con arrojo hacia una nueva vida en una tierra desconocida. Pero al cabo de un rato dejó de sentirse como ella y volvió a invadirle el miedo, y se puso a pensar en su marido, esperándole en Woodward, lo que pareció disminuir la velocidad del tren y prolongar el viaje interminable, pero también la tranquilizó.

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