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Authors: Katherine Webb

El Legado (6 page)

—Ya está lista —dijo él cuando nos acercamos.

—¿Qué es? —pregunté—. ¡Vamos, dínoslo!

—Una sorpresa —fue todo lo que dijo, sonriendo tímidamente a Beth.

Lo seguimos a través de los árboles, y yo le estaba hablando de la guarida en el seto cuando lo vi y me callé. Una de las hayas más grandes, con un tronco liso y plateado, y una corteza que se arrugaba por donde se bifurcaban sus ramas, como el pliegue interior del codo o la parte posterior de la rodilla. Había visto a Dinny trepar por ella, con movimientos ensayados, para sentarse en medio de las hojas verde pálido muy por encima de mí. En lo alto del árbol, justo donde empezaba a ensancharse, Dinny había construido una ancha plataforma con tablones sólidos. Las paredes estaban hechas de viejas bolsas de fertilizante azul vivo clavadas a la estructura de madera, y se hinchaban y deshinchaban como las velas de un barco. La ruta de ascenso a esa fortaleza estaba señalada por los lazos de una cuerda con nudos y unos tacos de madera claveteados en el tronco formando una escalera intermitente. En el silencio que nos rodeaba oí el fascinante susurro de la brisa y el restallido de las paredes de la cabaña.

—¿Qué os parece? —preguntó Dinny, cruzando los brazos y mirándonos con los ojos entrecerrados.

—¡Es genial! ¡Es la mejor cabaña que he visto nunca! —exclamé, saltando con apremio sobre uno y otro pie.

—Es estupenda... ¿La has construido tú solo? —preguntó Beth, sonriendo aún hacia la casa azul.

Dinny asintió.

—Subid a verla; es aún mejor por dentro —dijo, acercándose al pie del árbol y agarrándose al primer asidero.

—¡Vamos, Beth! —la reprendí cuando la vi titubear.

—De acuerdo —dijo ella riéndose—. Tú primero, Erica... Te daré impulso hasta la primera rama.

—Deberíamos ponerle un nombre. ¡Ponle un nombre, Dinny! —grité, levantándome la falda y metiéndomela dentro de las braguitas.

—¿Qué tal la torre de vigilancia? ¿O el nido del cuervo? —dijo él.

Beth y yo estuvimos de acuerdo en que el Nido del Cuervo serviría. Beth me alzó hasta la primera rama e hice marcas con las sandalias en el liquen polvoriento, pero no llegaba al siguiente asidero. Curvé los dedos alrededor del peldaño que Dinny había clavado en el árbol, muy cerca pero demasiado lejos para que me colgara de él sin peligro. Dinny se reunió conmigo en la primera rama y me dejó poner un pie en su rodilla doblada hasta que alcancé el asidero, pero desde allí mis piernas no llegaban al siguiente peldaño.

—Baja, Erica —dijo Beth por fin.

Yo estaba roja, enfadada y al borde de las lágrimas.

—¡No! ¡Quiero subir! —protesté.

Pero ella negó con la cabeza.

—¡Eres demasiado pequeña! ¡Baja! —insistió.

Dinny retiró la rodilla y bajó del árbol de un salto, y no tuve más remedio que obedecer. Me deslicé de nuevo hasta el suelo y me quedé mirando en un silencio malhumorado mis estúpidas piernas demasiado cortas. Me había rasguñado la rodilla, pero estaba demasiado desanimada para preocuparme por el pegajoso hilillo de sangre que se deslizaba por mi pantorrilla.

—¿Y tú, Beth? ¿Vas a subir? —preguntó Dinny, y se me cayó el alma a los pies, por sentirme excluida y por perderme la maravillosa cabaña en el árbol.

Pero Beth negó con la cabeza.

—No si Erica no puede.

Miré a Dinny pero aparté rápidamente la vista, para no ver la decepción que reflejaban sus ojos a medida que desaparecía su sonrisa. Se apoyó en el árbol y cruzó los brazos en actitud defensiva. Beth titubeó un momento, como si le costara escoger las siguientes palabras. Luego volvió a tenderme una mano.

—Vamos, Rick. Hemos de lavarte esa pierna.

Dos días después Dinny fue a buscarnos de nuevo y esta vez el tronco del haya estaba plagado de escalones y cuerdas. Beth sonrió con calma y yo corrí hacia el pie de esa escalera inestable y empecé a subirla, sin dejar de mirar la casa flotante.

—¡Ve con cuidado! —gritó Beth sin aliento, metiéndose en la boca los dedos de una mano cuando perdí pie y me tambaleé.

Subió detrás de mí, con el entrecejo fruncido por la concentración y procurando no mirar abajo. Una cortina de saco señalaba el umbral. Dentro Dinny había colocado talegos de plástico llenos de paja. Había una mesa hecha con un cajón de madera, y encima un ramillete de perejil de monte en una botella de leche, una baraja de cartas y varios cómics. Nunca había estado en un lugar mejor. Hicimos un letrero para colocarlo al pie de la escalera: «El Nido del Cuervo. Prohibida la entrada». Mamá se rió cuando lo leyó. Pasamos horas allá arriba, flotando en nubes verdes con tramos de cielo azul vivo sobre nuestras cabezas, haciendo picnics, lejos de Meredith y de Henry. Me preocupaba que Henry lo estropeara todo cuando llegara para quedarse. Me preocupaba que derribara nuestro lugar mágico, se burlara de él, le quitara encanto. Pero por suerte resultó que Henry tenía vértigo.

En mi imaginación Henry siempre es más alto que yo, mayor que yo. Once años cuando yo tenía nueve. Entonces parecía una gran diferencia. Era un niño mayor. Hablaba fuerte y era mandón. Me dijo que tenía que hacer lo que él me ordenara. Daba coba a Meredith, quien siempre prefirió a los niños más que a las niñas. La acompañaba las pocas veces que iba al bosque, y en más de una ocasión la ayudó a llevar a cabo algún horrible plan. Henry: un cuello grueso debajo de una barbilla hundida; pelo castaño oscuro; ojos azul claro que entrecerraba volviéndolos feos; piel pálida, así que se quemaba la nariz en verano. Uno de esos niños, ahora lo veo, que es como un adulto en miniatura, que miras y sabes de inmediato cómo será de mayor. Sus facciones ya estaban cartografiadas; aumentarían de tamaño pero no cambiarían. Todo lo que era estaba en su cara, sin encanto, evidente. Pero soy injusta. Bien mirado, nunca tuvo la oportunidad de demostrarme que estaba equivocada.

Eddie todavía tiene cara de niño, y me encanta. Una cara de niño sin rasgos distintivos, la nariz pronunciada, el pelo con copete, las rótulas sobresaliendo orgullosas de sus flacas piernas con los pantalones cortos del colegio. Mi sobrino. Abraza a Beth en el andén un poco tímidamente porque algunos de sus compañeros están detrás de él en el tren, golpeando el cristal de la ventana y levantando el dedo en señal de aprobación. Los espero junto al coche con las manos ateridas de frío y sonrío mientras se acercan.

—¡Eh, pequeño Eddie! ¡Edderino! ¡Eddius Maximus! —grito mientras lo estrecho en mis brazos y lo levanto del suelo.

—Tía Rick, ahora soy Ed a secas —protesta él con un deje de exasperación.

—Por supuesto. Perdona. ¡Y tú no me llames tía! ¡Haces que me sienta centenaria! Ponte la cartera a la espalda y vamos —digo resistiendo la tentación de tomarle el pelo.

Ya tiene once años. La misma edad que siempre tendrá Henry y la suficiente para que le importen las bromas.

—¿Qué tal el viaje?

—Muy aburrido. Si no fuera porque Absolom ha encerrado a Marcus en el aseo. Se ha puesto a gritar como un loco..., muy divertido —informa Eddie.

Huele a colegio y el olor empieza a llenar el coche, penetrante y como avinagrado. Calcetines sin lavar, virutas de lápiz, barro, tinta, sándwiches rancios.

—¡Muy divertido! Tuve que ir a buscar a la directora cuando encerró a la profesora de arte en su aula. ¡Colocaron una hilera de taquillas contra la puerta! —dice Beth con voz animada, sobresaltándome.

—¡No fue idea mía, mamá!

—Pero ayudaste —replicó Beth—. ¿Y si hubiera habido un incendio o algo así? ¡Estuvo horas encerrada allí!

—Bueno..., no deberían haber prohibido los móviles, ¿no? —dice Eddie sonriendo.

Busco su mirada en el retrovisor y le guiño un ojo.

—Edward Calcott Walker, estoy horrorizada —digo alegremente.

Beth me mira furiosa. Debo acordarme de no conspirar con Eddie contra ella, ni siquiera por una tontería. No puede ser él y yo contra ella, ni por un segundo. Ya ha empezado a lamentar que la ayude.

—¿Es nuevo este coche?

—Casi —respondo—. El viejo Escarabajo se me quedó clavado. Espera a ver la casa, Ed. Es un monstruo.

Pero cuando nos detenemos y lo miro expectante, él arquea las cejas poco impresionado. Luego pienso que debe de ser del tamaño de un ala de su colegio; tal vez más pequeña que las casas de sus amigos.

—Me alegro tanto de que vuelvan las vacaciones, cariño —dice Beth, cogiéndole la cartera.

Él sonríe, algo cohibido. Acabará siendo más alto que ella; ya le llega por el hombro.

Enseño a Eddie los jardines mientras Beth se sienta a leer el informe del colegio. Lo llevo hasta el túmulo, y desde allí bordeamos el bosque gris y llegamos al estanque. Ha encontrado en alguna parte un palo largo y lo agita, decapitando las malas hierbas y las ortigas muertas. Hoy hace menos frío pero hay mucha humedad. La brisa trae gotas de lluvia y las ramas peladas chocan contra nuestras cabezas.

—¿Por qué se llama estanque de rocío? ¿No es un simple estanque? —pregunta agachado sobre sus piernas huesudas y flexibles, golpeando el borde con el palo.

Sobre la superficie se forman ondas. Tiene los bolsillos del tejano llenos de tesoros robados. Es como una urraca, pero son cosas que nadie echaría de menos. Viejos imperdibles, castañas de Indias unidas con cordeles, fragmentos rotos de porcelana azul y blanca.

—Aquí es donde empieza el riachuelo. Lo excavaron hace tiempo para hacer una especie de embalse. Y lo llaman de rocío porque también recoge las gotas de rocío, supongo.

—¿Se puede nadar en él?

—Dinny, tu madre y yo solíamos hacerlo. Aunque no creo que tu madre llegara a tocar el fondo. El agua siempre estaba helada.

—Los padres de Jamie tienen un lago fabuloso para nadar..., como una piscina pero sin cloro ni azulejos. Hay plantas y demás, pero está limpia.

—Qué maravilla. Pero no en esta época del año, ¿verdad?

—Supongo que no. ¿Quién es Dinny?

—Dinny... era un chico con el que solíamos jugar. Cuando llegamos aquí, de pequeñas. Su familia vivía cerca. Así que... —Me interrumpo.

¿Por qué me siento en evidencia cuando hablo de Dinny? Dinny. Con sus manos cuadradas, tan hábiles construyendo cosas. Ojos oscuros que sonreían a través del flequillo, y el pelo como un techo de paja en el que una vez clavé margaritas mientras dormía, con los dedos temblorosos de la risa contenida y de la audacia; estar tan cerca y tocarlo.

—Era un auténtico aventurero. Un año nos construyó una maravillosa cabaña en un árbol...

—¿Podemos verla? ¿Sigue en pie?

—Podemos buscarla, si quieres —ofrezco.

Eddie sonríe y se adelanta unos pasos corriendo, apunta a un árbol joven y lo golpea con las dos manos. Sus dientes de adulto todavía no se han ordenado. Parecen empujarse para hacerse un sitio en la boca. Hay grandes huecos y un par que se cruzan. Pronto se amontonarán detrás de unos aparatos.

—¿Cómo te han llamado los otros chicos desde el tren?

Él hace una mueca.

—Planta en Maceta —confiesa con tristeza.

—¿Por qué demonios...?

—Bueno, es un poco vergonzoso... ¿Tengo que explicarlo?

—Sí. No hay secretos entre nosotros. —Sonrío.

Eddie suspira.

—La señorita Wilton tiene una pequeña planta encima de su escritorio..., no estoy seguro de qué es. Mamá tiene una igual..., con flores violeta oscuro y hojas como velludas.

—¿Una violeta africana?

—Como se llame. Bueno, pues nos castigó a la hora de comer, y yo comenté que tenía tanta hambre que era capaz de comer cualquier cosa; así que Ben se apostó cinco libras conmigo a que no me comía la planta. De modo que...

—¿Te la comiste? —Arqueo una ceja, cruzando los brazos mientras camino.

Eddie se encoge de hombros, pero no puede evitar cierto aire de satisfacción.

—No toda. Solo las flores.

—¡Eddie!

—¡No se lo digas a mamá! —Se ríe alegremente, corriendo de nuevo—. ¿Cómo te llamaban en el colegio?—me grita.

—No tenía ningún apodo. Solo Rick. Siempre era la pequeña e iba a la zaga. Dinny a veces me llamaba Cachorro.

Eddie y yo estamos más unidos que muchos tíos y sobrinos. Me quedé dos meses con él mientras Beth se recuperaba y recibía ayuda. Fue un momento difícil, el momento de seguir adelante y fingir, aparentar normalidad y no protestar. No mantuvimos grandes conversaciones. No desnudamos nuestras almas ni nos desahogamos. Eddie era demasiado pequeño y yo estaba demasiado impaciente. Pero compartimos un momento de mucha incomodidad, profunda tristeza, cólera y confusión. Seguimos adelante igual de conmocionados los dos y eso es lo que ahora nos une, el recuerdo de ese período. Las conversaciones que su padre, Maxwell, y yo manteníamos en voz baja y ahogada detrás de puertas cerradas, para que Eddie no oyera a su padre llamar «inepta» a su madre.

De la cabaña del árbol solo quedan unos pocos tablones desiguales, oscuros y de aspecto viscoso como el armazón podrido de un buque naufragado.

—Bueno, supongo que sus días han terminado —digo con tristeza.

—Podrías reconstruirla. Yo te ayudaré, si quieres —dice Eddie para animarme.

Sonrío.

—Podríamos intentarlo. Pero mejor en verano..., ahora haría mucho frío y humedad allá arriba.

—¿Por qué dejasteis de venir aquí para ver a la bisabuela? —Una pregunta inocente, pobre Eddie. Menuda pregunta.

—Bueno..., ya sabes. Empezamos a viajar con nuestros padres cuando fuimos un poco mayores. No me acuerdo muy bien.

—Pero tú siempre dices que uno nunca se olvida de las cosas importantes que le pasan de niño. Es lo que me dijiste cuando gané ese premio de teatro y oratoria.

Lo había dicho en un sentido positivo. Pero ganó el premio durante los meses que pasé con él, y lo que los dos pensamos en ese momento fue que lo que él siempre recordaría era que un día había vuelto a casa del colegio y se había encontrado a su madre en ese estado. Vi el pensamiento reflejado en su cara y cerré los ojos, deseando poder retractarme de mis palabras.

—Bueno, eso solo demuestra que no puede haber sido tan importante, ¿no? —digo alegremente—. Vamos, hay montones de cosas que ver.

Nos encaminamos de nuevo hacia la casa y nos metemos en el invernadero cuando empieza a llover. Desde allí corremos de cobertizo en cobertizo casi sin mojarnos, y atravesamos los viejos establos hasta el garaje, que está abarrotado de trastos y salpicado de excrementos de pájaro. Contamos los nidos de las golondrinas que se aferran a las vigas como hongos. Eddie encuentra una pequeña hacha con la hoja roja por el óxido.

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