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Authors: Katherine Webb

El Legado (27 page)

Al día siguiente, antes del amanecer, Corin empezaba a despertarse cuando Caroline fue sin hacer ruido a la cocina. Le sirvió una taza de té frío y cortó dos gruesas rebanadas de pan del pan del día anterior, que untó con miel. Le presentó esas ofrendas mientras se incorporaba en la cama, parpadeando ante el débil brillo de la primera luz.

—Desayuno en la cama. Yo siempre desayunaba en la cama los sábados —le dijo sonriendo.

—Gracias. ¡Qué importante me siento! —Corin le cogió la cara en la palma de la mano antes de beber un largo sorbo de té.

Ella amontonó las almohadas detrás de él.

—Apóyate, cariño. No tienes que salir con tantas prisas.

—Cuanto antes empiezas, antes acabas. —Suspiró con tristeza.

—Solo unos minutos —le suplicó ella—. Come algo de pan. Lo he untado con la miel que nos dio Joe.

—Ese hombre es asombroso con las abejas. Nunca he visto nada igual. Se acerca derecho al panal, mete los brazos y no le pica ni una.

—¿Alguna magia india, tal vez?

—O eso o tiene la piel más gruesa que ningún otro ser humano —murmuró Corin.

Caroline pensó en Joe, con sus ojos negros implacables y una piel como la corteza de un árbol. Se estremeció ligeramente, preguntándose cómo podía Magpie acostarse con él.

—¿Corin?

—Sí.

—Hace más de un año que nos casamos y, bueno..., nunca hemos vuelto a nadar, como en nuestra luna de miel.

—Lo sé. Lo sé, Caroline. Cuesta encontrar el día. —Corin apoyó la cabeza contra la pared, con la cara lánguida de sueño.

—¿Podríamos ir pronto? Solo... quiero pasar un día entero contigo. ¡Nunca lo hacemos! No con todo el trabajo que tienes.

—No sé, Caroline. ¡Hay tantas cosas que hacer en esta época del año! Tenemos la manada de vacas más estúpidas que jamás hemos tenido en el rancho, a la mínima oportunidad rompen las cercas y se escapan, y se quedan atascadas en el riachuelo o atrapadas en el alambre. Tal vez dentro de una o dos semanas..., ¿qué me dices?

—Me prometiste que lo haríamos —dijo ella en voz baja.

—Y lo haremos —insistió él—. Lo haremos.

Poco después se levantó, se vistió, acarició el pelo de Caroline y le dio un beso en la coronilla antes de ir a la cocina a preparar café. Ella se quedó sentada oyendo el ruido de los granos de café, el golpe de la cafetera contra el fogón, y sintió cómo la invadía un extraño cansancio. Por un momento creyó que no tenía fuerzas para levantarse y ver cómo otro día llegaba a su fin. Todos los huesos del cuerpo parecían pesarle. Pero inspiró profundamente, se puso de pie y empezó a vestirse despacio.

Una tarde lluviosa de finales de septiembre, Joe apareció en la casa con el sombrero en las manos, los ojos entrecerrados bajo el aguacero que caía y un aire de calma impenetrable. Caroline sonrió, pero no pudo evitar retroceder, y le vio endurecer la mirada mientras lo hacía.

—Magpie está de parto. Ha pedido que vaya usted.

—¿Adónde? ¿Por qué? —dijo Caroline, sin comprender.

—Para ayudarla con el bebé —explicó Joe con su acento gutural.

El tono era tan neutral como su expresión, pero algo le dijo a Caroline que no aprobaba necesariamente la petición de su mujer. Ella titubeó, notando cómo se le aceleraba el pulso. Tendría que entrar en la caseta. Por acostumbrada que estuviera a tener a Magpie por la casa, no podía evitar pensar en esa vivienda baja y medio sumergida como una especie de madriguera.

—Entiendo —dijo en voz baja—. Entiendo.

—En cierto modo le está haciendo un honor —dijo Joe con solemnidad—. Este cometido es solo para la familia.

Después de un momento suspendido en el tiempo, azuzada por la mirada inescrutable de Joe, Caroline reaccionó. Se puso el sombrero y se quitó el delantal, notando cómo el pánico le subía por la garganta. No sabía nada de partos y no tenía ni idea de qué debía hacer para ayudar. Ni siquiera estaba segura de si quería ayudar.

Fuera, Joe exteriorizó el primer y único signo de impaciencia que Caroline había visto en un ponca. Se volvió a poner el sombrero y miró por encima del hombro hacia donde estaba su mujer de parto. Al verlo, Caroline sintió una punzada de remordimientos y se apresuró a salir, y miró al suelo mientras caminaban para no ver la aterradora extensión de tierras a su alrededor. Desde su caminata interrumpida a la granja de Moore, sentía un pavor vertiginoso ante el paisaje abierto del condado de Woodward. Su extensión parecía disgregar sus pensamientos, causándole una presión insoportable detrás de los ojos. Sintió el impulso de echar a correr, de regresar a su casa antes de desintegrarse en el cielo poderoso. Salpicaban al caminar y no tardó en tener el bajo del vestido empapado, manchado de tierra.

Tres escalones conducían al interior de la caseta, y se adentraron en una suave y cálida atmósfera iluminada por una lámpara de queroseno que combatía la oscuridad exterior e interior. Flotaba un fuerte olor, una mezcla de humo de la estufa, pieles de animal y hierbas que Caroline no pudo identificar. Se le agolpó la sangre en las sienes al sentir cómo se clavaban en ella todos los ojos: los de Magpie, los de Nube Blanca, los de la hermana de Joe, Annie. El mismo Joe se quedó fuera y desapareció bajo la lluvia. Magpie tenía la cara húmeda de sudor, los ojos muy abiertos y asustados. La expresión de las demás mujeres era cauta; no hostil, solo reservada.

—Joe... ha ido a buscarme. ¿Dice que has... has... preguntado por mí? —tartamudeó Caroline.

Magpie asintió y sonrió débilmente antes de sufrir una contracción, y apretó los dientes, una expresión que le daba un aspecto salvaje.

—¿Qué debo hacer? ¡No sé qué tengo que hacer! —gimió Caroline.

Nube Blanca dijo algo rápidamente en la lengua ponca y le dio un pequeño cubo de madera lleno de agua de lluvia con un paño. Hizo gestos para que mojara el paño en el agua y se llevó la mano a la frente al tiempo que señalaba a Magpie. Caroline asintió, se arrodilló junto a la joven y le enjuagó la cara con agua fría, temiendo, mientras cumplía con ese deber íntimo, que viera su corazón angustiado.

En la penumbra, Nube Blanca empezó a cantar una suave y monótona canción que los arrulló a todos, incluida Caroline, que perdió la noción del tiempo de tal modo que no sabía si habían pasado horas, minutos o días. Las palabras eran secas y confusas, y a Caroline la canción le sonaba como la prolongada y ahogada ráfaga del viento cálido de la pradera, solitario y reverente. Rítmicamente, como las olas sobre la orilla, el pecho de Magpie subía y bajaba contra el dolor en sus entrañas. Entrecerrando los ojos y apretando los dientes, parecía tan salvaje como un gato, pero no gritó. Las olas acudían una y otra vez a medida que la oscuridad se hacía más profunda; y Nube Blanca seguía cantando, preparando una bebida agria que daba a Magpie a cucharadas. Luego, con un ruido en la garganta que sonó como un aullido estrangulado, el niño llegó a las manos de Annie, que esperaban. Nube Blanca dejó de cantar con un grito de alegría, su cara marchita se abrió en una gran sonrisa y estalló en carcajadas. Caroline sonrió aliviada, pero cuando Annie dio a su madre el bebé que lloriqueaba y se retorcía, sintió cómo una astilla le atravesaba el corazón y se quedaba allí. Se le llenaron los ojos de lágrimas y, al desviar la mirada para ocultarlas, vio en una esquina oscura de la caseta unas espuelas con unas correas de cuero. Corin las había estado buscando y le había preguntado por ellas. Se quedó mirándolas, sintiendo cómo se le clavaba aún más hondo la astilla.

Dos meses después, el bebé estaba rollizo y hermoso. Se llamaba, en la lengua ponca, «hijo primogénito», pero sus padres y todo el mundo lo llamaban William. Iba por el rancho en una manta atada a la espalda de Magpie, mirando el mundo con una expresión de ligero asombro en sus ojos redondos. Dormía encima de ella, babeando por la barbilla y sin moverse, mientras Magpie volvía a trabajar en la casa principal, totalmente recuperada. El frío, como el calor, no parecía tener mucho efecto en el espíritu de la joven. Aparecía en la casa envuelta en su gruesa manta, con las mejillas teñidas de rojo oscuro por el viento y los ojos brillantes como cuentas negras.

A menudo Caroline se veía obligada a sostener en brazos a William, aunque le resultaba doloroso, como si le hurgaran una herida o le presionaran un cardenal. Lo mecía con delicadeza en sus brazos. Era un niño tranquilo y no lloraba con los desconocidos. Tenía una serie de expresiones faciales que ablandaban el corazón de Caroline y le arrancaban la astilla. Le asombraban los ruidos que hacía; cómo le caían la boca y los ojos cuando el sueño se apoderaba de él; cómo abría los ojos de admiración cuando le enseñaba su abanico de plumas de pavo real. Pero el dolor que sentía al devolvérselo a su orgullosa madre era cada vez un poco más fuerte, un poco más agudo; lo único que le resultaba aún más doloroso era ver a Corin jugar con él cuando volvía de trabajar. Sus manos se veían enormes alrededor del cuerpo del bebé, y sonreía bobamente cuando lograba hacerle reír a base de cosquillas y tonterías. Entonces miraba a su mujer para compartir con ella su satisfacción, pero a ella le costaba devolverle la sonrisa que sabía que él esperaba. Verlo querer a ese niño, que no era de ella, era casi insoportable.

No iban a bautizar a William, lo que sorprendió a Caroline aun sabiendo que no tenía sentido. Por un momento le preocupó que el alma del niño corriera peligro, pero cuando sugirió que no podía hacerle daño la ceremonia, por si acaso, Magpie se rió.

—Nuestros antepasados velan por él, señora Massey. No tiene que preocuparse.

Caroline abandonó el tema, incómoda. Pero se ofreció a organizar un almuerzo en su honor y Magpie accedió. Caroline envió invitaciones, pero solo Angie Fosset quiso celebrar el nacimiento de un bebé indio. Apareció sobre su alto caballo con las alforjas llenas de ropa de bebé usada y pañales.

—Yo me he plantado en tres, así que ya no voy a necesitarlos —le dijo a Magpie.

Caroline había mandado a Hutch la semana anterior a Woodward para recoger los regalos que había encargado para William de parte de Corin y de ella. Magpie los aceptó cada vez más incómoda y el ambiente de la reunión se enrareció.

—Señora Massey..., esto es demasiado —dijo, con expresión angustiada.

Annie y Nube Blanca se intercambiaron una mirada que Caroline no supo interpretar.

—¡Cielos, qué preciosidad! —exclamó Angie.

—Bueno. —Caroline sonrió, sintiéndose de pronto expuesta. Y añadió—: Un niño precioso debe tener cosas preciosas. —Pero le pareció que todos se daban cuenta de que esos eran los regalos que ella hubiera querido dar a su bebé, no al de Magpie.

Se volvió hacia William para disimular su consternación, acariciando con un dedo su cara dormida y arrugada. Pero eso fue aún peor. Se puso colorada y se atragantó.

—¿Quién quiere bizcocho? —preguntó, tensa; se levantó y corrió a la cocina.

El segundo invierno de Caroline en la pradera fue más duro que el primero. Las cuatro paredes se convirtieron en su prisión, encerrándola con Magpie y William, que, día tras día, no dejaban de recordarle su fracaso. Porque si la vuelta al trabajo de Magpie, con su alegre actitud y la facilidad con que lo hacía todo, demostraba algo a Caroline era que nunca pertenecería a la pradera como la chica ponca. Jamás se desenvolvería tan bien, ni prosperaría ni se asentaría, nunca echaría raíces allí sino que se quedaría dando tumbos como una planta rodadora. Cada vez le costaba más hablar, cantar y contar historias a Magpie como solía hacer. Las palabras se le atragantaban y temía que hasta las sinceras expresiones de admiración hacia ella y William brotaran teñidas de dolor y sonaran poco sinceras.

Cuando Hutch iba a la casa a tomar un café, la animaba a hablar con franqueza, a montar de nuevo, a hacer algo además de quedarse encerrada en la casa. Distraída, Caroline le aseguraba que estaba bien, que todo iba bien; y el capataz no tenía más remedio que irse con expresión pensativa. Cuando el encierro se volvió insoportable y Caroline reunió el coraje para aventurarse a salir, el viento le cortó la piel como cuchillos y el cielo la inundó de terror y, una vez que cogió frío, tardó horas en volver a entrar en calor, por más que se acurrucara junto a la estufa. Una mañana rompió el hielo en la cisterna, y al salpicarse la mano sintió que le ardía de frío, y recordó el agua caliente del estanque donde había nadado en su luna de miel; entonces bajó la vista hacia el oscuro fondo del depósito, paralizada por la tristeza.

De noche Caroline y Corin a menudo no podían dormir por los aullidos del viento, demasiado fuertes para ignorarlos. Bajo las mantas, él trazaba lánguidos círculos en el hombro de ella que la tranquilizaban y excitaban a la vez. Le atraía el olor que él desprendía, fuerte y animal después de un día de trabajo bajo la gruesa ropa. Lo abrazaba como alguien que se ahoga se aferraría a un flotador, cerrando los ojos con fuerza, como si la casa pudiera ceder en cualquier momento al ataque y salir volando con ellos dentro. La casa era una ficción, pensaba; un frágil caparazón entre ellos y la vacía furia del exterior, y podía desaparecer en un abrir y cerrar de ojos. Mientras que Corin esté aquí, se decía... Mientras que él estuviera con ella no le importaba. Él parecía notar sus temores y le hablaba para tranquilizarla, como le había oído hablar a sus caballos asustados. Lo hacía en voz baja, y ella se esforzaba por oírlo por encima del estruendo...; las palabras llegaban a un ritmo constante, como gotas de agua, entre el sueño y la vigilia.

—Supongo que deberíamos pensar un momento en Nube Blanca y Annie. Aunque los poncas están acostumbrados a esta clase de vida y son más fuertes que nosotros, no me gustaría tener solo pieles entre el viento y yo en una noche como esta. Hutch me ha hablado de la gran mortandad del invierno del ochenta y siete antes de que yo viniera al Oeste, cuando tú y yo todavía estábamos en Nueva York y no nos conocíamos. Todos los inviernos duros, cada vez que menciono el frío, niega con la cabeza y dice: Esto no es nada comparado con el de la gran mortandad. Manadas enteras de ganado se congelaron donde estaban. Los jinetes murieron en las praderas y no los encontraron hasta la primavera, cuando la nieve se fundió y los dejó al descubierto, con las rodillas apretadas contra el pecho en la última postura que adoptaron para intentar entrar en calor. Las reses estaban flacas y débiles porque el verano anterior había habido sequía y la hierba o el forraje escaseaban. Y habían muerto simplemente en sus manadas. Las vacas perdieron sus terneros antes de parirlos, porque si no había suficiente comida para alimentar una boca, no digamos dos; el mismo Hutch perdió tres dedos de los pies, dos del derecho y uno del izquierdo. Había montado en medio de una nevisca tan espesa que tenía que forzar la vista para ver las orejas del caballo, intentando mantener al ganado en movimiento para evitar que se acurrucara y acabara convertido en un gran montón de carne congelada; cuando bajó de su caballo al final del día, no sentía las piernas ni los pies. Me dijo que no se quitó las botas hasta tres días después, y entonces los tenía enormes y negros, la sangre se le había congelado en las venas. Y es cierto; he visto los huecos donde deberían estar los dedos. Hubo tormentas de nieve como nunca se han visto ni han vuelto a verse desde entonces; de México a Canadá, y en las tierras intermedias, y recuerdo..., ¿no te acuerdas de un año que no había carne de vaca? Tal vez eras demasiado pequeña, pero recuerdo que no había carne de vaca en Nueva York. La cocinera hacía todo lo posible para conseguir algo cada semana, pero simplemente no había. No con casi todas las pobres bestias de las praderas bajo un montón de nieve. De modo que esta tormenta, este viento..., bueno, como dice Hutch, no es nada, cariño. La pradera está siendo benigna con nosotros, Caroline. Y estamos calentitos, ¿verdad? Y seguros. ¿Cómo no íbamos a estarlo cuando nos tenemos el uno al otro? —Hablaba sin parar a través de la noche agitada, mientras el granizo golpeaba el tejado como perdigones; y Caroline, al borde del sueño, se embebía de las rítmicas palabras, sintiendo un frío dolor en los pies por los dedos perdidos de Hutch, un frío dolor en el corazón por los vaqueros con las rodillas apretadas contra el pecho allí fuera, en el benigno viento de la pradera.

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