El Legado (23 page)

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Authors: Katherine Webb

—Tu fiesta, ¿eh? —pregunta divertido.

—Eh, vamos. Ha funcionado.

—Ya lo creo. Nunca habría dicho que eras antisistema —dice con ironía.

—Eso demuestra cuánto me conoces. Hasta me detuvieron una vez... ¿Gano puntos con eso?

—Depende de por qué te detuvieran.

—Yo... lancé un huevo a nuestro diputado —admito de mala gana—. No muy anárquico.

—No, pero es un comienzo —dice él, sonriendo.

—Qué guapo ha sido —dice Eddie, apareciendo a mi lado sin aliento.

Le paso un brazo por los hombros y se los estrecho antes de que pueda escapar.

Beth está cocinando algo que llena el piso de abajo de vaho con olor a ajo. Las ventanas están empañadas y la lluvia cubre el mundo exterior de modo que la casa parece una isla. Eddie se ha ido al bosque con Harry, y con el vaho llegan por las escaleras los compases de la quinta de Sibelius. El tema favorito de Beth. Tomo como una buena señal que haya mirado la colección de música de Meredith, y que esté preparando comida que es posible que coma. Me pregunto qué estarán haciendo Dinny y Honey. Con tanta lluvia, un día tan deprimente. No tienen habitaciones en las que deambular, ni hilera tras hilera de libros o de música, ni televisor. Solo puedo hacer conjeturas sobre el estilo de vida que llevan. Supongo que yo estaría en el pub del pueblo. Por un segundo me planteo ir a buscarlos allí, pero el estómago me da una sacudida de protesta y recuerdo la resaca que tengo. En lugar de ello me dirijo a las escaleras de la buhardilla.

Recuerdo al tío del sargento Hoxteth. Lo veíamos de vez en cuando por el pueblo, cuando íbamos a comprar caramelos o helados a la tienda. Siempre sonreía. Y vino a la casa en más de una ocasión. O bien lo había llamado Meredith o lo habían hecho los Dinsdale. Tienen derecho a acampar allí, como dijo Dinny. Hay una escritura legal, un mandamiento o como se llame, de tiempos de mi bisabuelo, antes de que se casara con Caroline. El y el soldado Dinsdale estuvieron juntos en el ejército, creo que en África. La historia se ha olvidado con los años, pero cuando volvieron, Dinsdale buscó un lugar donde acampar y sir Henry Calcott se lo cedió. A él y a todos los miembros de su familia, a perpetuidad. Tienen una copia y el abogado de nuestra familia tiene otra. A Meredith le fastidiaba.

Veíamos al sargento Hoxteth en el vestíbulo, esperando incómodo a que Meredith apareciera con su mirada de gorgona. La vez que hizo que uno de los granjeros colocara una enorme enfardadora en lo alto del camino para impedir salir a los acampados. Otra vez que se enteró de que no todos los que vivían en el campamento eran Dinsdale y se empeñó en evacuar a los «parásitos». La vez que vio a alguien sacar agua de uno de los abrevaderos de la finca y quiso presentar cargos. La vez que no paraba de desaparecer comida de la despensa y pequeños objetos de la casa, y Meredith insistió en que eran los Dinsdale, hasta que resultó que el ama de llaves tenía una madre anciana que mantener. La vez que los perros de los acampados entraron en el jardín y ella les dio un buen susto con su escopeta del calibre doce. La gente del pueblo creyó que los habían atacado. «Propagarán enfermedades a mis animales», fue la sucinta explicación de Meredith.

A veces subíamos a la buhardilla para revolver entre los trastos. Siempre parecía que había algo emocionante que descubrir, pero no tardábamos mucho en cansarnos de los cajones de embalaje, las lámparas rotas, los trozos de moqueta. El depósito del agua caliente, que gorgoteaba y siseaba como un dragón durmiente. Con este día tan lluvioso está oscuro aquí arriba, los rincones más alejados están envueltos en sombras. Las pequeñas ventanas son escasas y están distanciadas entre sí, y hay marcas de agua y liquen incrustado. Todo está tan silencioso que oigo la débil respiración de la casa, la risa musical de la lluvia al filtrarse por los canalones atascados. Ando de puntillas inconscientemente.

El cuero del viejo baúl rojo está tan seco y frágil que tiene un tacto arenoso y se desprende como tierra entre mis dedos. Fuerzo la vista para mirar dentro del baúl después de arrastrarlo hacia la ventana más cercana. Deja su rastro en el polvo del suelo y me pregunto cuándo fue la última vez que lo movieron de sitio. Dentro hay fajos de papel, cajas, una especie de maleta pequeña y desvencijada, unos cuantos objetos misteriosos envueltos en papel de periódico amarillento, un estuche de cuero para la correspondencia. No parece gran cosa, si esas son todas las pertenencias personales de Caroline. No es mucho para cien años de vida. Pero supongo que las viejas casas como esta tienen un pasado propio. Las vidas van y vienen, pero la mayor parte de su contenido no varía.

Examino los papeles con avidez. Invitaciones a varias reuniones sociales, un folleto del gobierno sobre qué hacer en caso de ataque aéreo, el telegrama de la reina que recibió Caroline cuando cumplió cien años, recetas escritas con la típica letra ininteligible de médico. Desenvuelvo varios paquetes de papel. Hay una polvera dorada y un pintalabios a juego; un abanico de carey tan frágil que apenas me atrevo a tocarlo; un juego de cepillo y espejo de plata con incrustaciones de nácar, las cerdas sedosas y el espejo resquebrajado; un curioso anillo de hueso, muy pulido, con una pequeña campana de plata que tintinea, sobresaltándome en el silencio. Me pregunto qué es lo que distingue estos objetos, qué hizo que fueran tan de Caroline que Meredith se frenó a la hora de venderlos como hizo con el resto de sus pertenencias valiosas. Al cabo de un rato caigo en la cuenta. Todos están grabados con sus iniciales, CC, con una floritura en el metal. Doy vueltas al anillo de hueso en mis dedos, buscando las mismas marcas. La inscripción, cuando la encuentro en el borde de la campana de plata deslustrada, es pequeña y está muy gastada, y me incita a detenerme. «Para un buen hijo.» Envuelvo de nuevo esos tesoros y los meto en el baúl. No estoy segura de qué será de ellos. Técnicamente nos pertenecen a Beth y a mí ahora, pero en realidad no. No más de lo que pertenecían a Meredith, razón por la que los guardó aquí arriba. La maleta, cuya parte superior es ancha y con bisagras, está vacía. En el pasado tuvo un forro de seda rosa que ahora está raído. Me llevo el estuche para guardar la correspondencia, que se encuentra tan lleno que me cuesta atar los lazos para cerrarlo. En el interior están sus cartas, muchas de ellas todavía con sobres. Sobres blancos y compactos, mucho más pequeños de lo que se suelen utilizar hoy día. Les echo un vistazo y me doy cuenta de que la mayoría de las direcciones están escritas con la misma letra..., una letra pequeña e inclinada en tinta negra. Demasiado menuda para considerarla elegante. Abro una carta con cuidado y voy directa al final. La mayoría son de Meredith y tienen matasellos de Surrey.

El corazón me da un extraño vuelco. Vuelvo a la primera hoja de la carta que tengo en las manos y leo:

28 de abril de 1931

Querida madre:

Espero que cuando reciba esta carta se encuentre bien y menos molesta con su reúma. Le alegrará saber que me estoy adaptando bien a este lugar y que poco a poco me voy acostumbrando a llevar mi propia casa, aunque los echo de menos, a usted y a Storton, por supuesto. Charles es bastante relajado, ¡su única condición es que el desayuno se sirva a las ocho y la cena a las nueve! Es un hombre fácil de complacer, y he tenido libertad para hacer las cosas a mi manera. La casa es mucho más pequeña que Storton, ¡le divertiría lo numerosas y distintas que han sido las instrucciones que he tenido que dar a los criados para que funcionen las cosas! Temo que estén demasiado acostumbrados a tener en la casa a un caballero viviendo solo, que presta poca atención al cambio de las sábanas, la renovación de las flores o la ventilación de las habitaciones de invitados.

Se me hace un poco raro estar todo el día sola en la casa mientras Charles trabaja. Hay una tranquilidad extraña por las tardes..., ¡a menudo me vuelvo para comentarle algo a usted y me encuentro la habitación vacía! Supongo que tengo que aprovechar al máximo la paz y la tranquilidad antes de que se las lleven el carreteo de pequeños pies... Me encuentro totalmente dividida entre dos emociones: la emoción de esperar el nacimiento de su primer nieto, ¡y el pavor profundo que me produce el mismo hecho! Me recuerdo a diario que las mujeres llevan muchísimos años dando a luz con éxito, que no puede haber nada que otra mujer haya hecho que yo no pueda hacer. ¿Tenía usted miedo la primera vez que es tuvo embarazada? Espero que venga a vernos, madre... Me encantaría recibir sus consejos. La casa es más pequeña de lo que está acostumbrada, como he dicho, pero así y todo es muy confortable. He arreglado el dormitorio de invitados más grande con cortinas nuevas y ropa de cama, ya que las que había estaban raídas, y todo está listo para su llegada. El jardín es una explosión de narcisos, que tanto le gustan, y el campo que lo rodea es realmente precioso para dar paseos. Escríbame y dígame si podrá venir, y cuándo le gustaría hacerlo. En previsión del feliz acontecimiento, Charles ha hecho que renuncie a conducir, pero puedo disponer que uno de nuestros hombres, Hepworth, vaya a recogerla a la estación en cualquier momento..., es un trayecto corto y nada difícil. Venga, por favor.

Con mucho cariño,

MEDERITH

En 1931 Meredith debía de tener solo veinte años. Veinte años, casada y esperando un bebé que debió de perder, porque mi madre nació bastante después. Vuelvo a leer la carta y trato de imaginarme a Caroline como la madre a la que alguien quiso, como alguien a quien Meredith echaba claramente de menos. La carta me pone triste y tengo que volver a leerla para averiguar por qué. Desprende tanta soledad. Oigo a Beth, abajo, llamándome para comer. Meto la carta de nuevo en el estuche y me lo pongo debajo del brazo antes de bajar.

No deja de llover hasta el martes por la tarde, y me muero por salir. Envidio a Eddie, que regresa cuando se hace de noche, con el pelo rizado por la humedad y las rodillas manchadas de barro. ¿A qué edad empezamos a notar el frío, la lluvia y el barro? Supongo que al mismo tiempo que dejas de ir corriendo de un lugar a otro. En el cuarto de los niños, el espacio donde estaba el armario de la ropa blanca se abre hacia mí desde la pared. Una huella de polvo, telarañas y pintura desteñida. Cruzo hasta los montones de ropa que saqué de él y empiezo a clasificarla, poniendo a un lado las sábanas de cuna, los sacos de dormir con encaje, las pequeñas fundas de almohada y un recargado traje de bautizo. Un montón de cuadrados de muselina que encuentro escondidos, y un pequeño edredón de plumas también. No tengo ni idea de si les servirán a Honey y a su bebé cuando llegue. ¿Tendrá una cuna? Pero es hilo bueno, grueso, suave al tacto. Un lujo. Tal vez le guste la idea: acostar al niño en ropa de cama cara, aunque la ambulancia sea un cuarto de niños más básico. Vuelvo a mirar las fundas de almohada, con las flores amarillas bordadas. Tomo mentalmente nota de examinarlas y tratar de identificarlas, por si me aclaran lo que flota en mi subconsciente.

—¿Adónde vas con eso? —pregunta Beth mientras bajo cargada las escaleras.

—Voy a llevárselo a Honey. Es ropa de bebé..., he pensado que podría serle útil.

Beth frunce el entrecejo.

—¿Qué pasa?

—Erica, ¿por qué estás tratando de...?

—¿Qué?

—Ya lo sabes. No sé por qué tienes que esforzarte tanto en hacerte amiga de ellos de nuevo, eso es todo.

—¿Por qué no? De todos modos, no me estoy esforzando tanto. Pero son nuestros vecinos. La otra noche parecías encantada de hablar con Dinny.

—Bueno, me hicisteis ir, Eddie y tú. Habría sido una grosería no hablar con él. Pero yo... no creo que tengamos mucho en común ahora. De hecho, no estoy segura de que lo conociéramos tanto como creíamos. Y no veo qué ganas con fingir que todo es como antes.

—¡Por supuesto que lo conocíamos! ¿Qué quieres decir con eso? ¿Y por qué no pueden ser las cosas como antes, Beth? —pregunto.

Ella enmudece, aparta la mirada de mí.

—Si pasó algo entre vosotros dos que yo no sepa...

—¡No pasó nada que no sepas!

—Bueno, no estoy tan segura —digo—. Además, solo porque no quieras seguir siendo amiga de él, no significa que yo no deba serlo —murmuro, arrastrando la bolsa hacia la puerta y cogiendo mi abrigo.

—¡Espera, Erica!

Beth avanza por el pasillo hacia mí. Me vuelvo, le escudriño la cara. Ojos azules angustiados, en guardia.

—No podemos volver a lo mismo de antes. Han pasado demasiadas cosas. ¡Ha pasado demasiado tiempo! Es mucho mejor... pasar página. Dejar en paz el pasado —dice, desviando su mirada de la mía.

Pienso en la mano de Dinny, cogiéndole el codo con aire protector.

—Tengo la impresión —digo con firmeza— de que tú ya no lo quieres, y que no quieres que yo lo tenga tampoco.

—¿Tenerlo? ¿Qué quieres decir con eso? —dice con brusquedad.

Me pongo colorada y no digo nada. Beth toma una bocanada de aire profunda, entrecortada.

—Ya es bastante difícil estar aquí, Erica, sin que te comportes de nuevo como una niña de ocho años. ¿No puedes quedarte al margen por una vez? Se suponía que íbamos a pasar un tiempo juntas. Ahora Eddie se pasa el día entero con Harry, y tú prefieres perseguir a Dinny... No tengo por qué quedarme, sabes. Podría coger a Eddie y volver a Esher para las navidades...

—Es una gran idea, Beth. ¡La clase de comportamiento impredecible que Maxwell está esperando! —Me arrepiento de mis palabras en cuanto las digo.

Beth se aparta.

—Lo siento —digo rápidamente.

—¿Cómo puedes decirme cosas así? —pregunta en voz baja, con los ojos brillantes, empañados.

Se vuelve y se va.

Fuera, respiro hondo, escucho los gritos ahogados de los grajos, el suave gotear de las hojas empapadas. Un ruido vivo, un olor vivo en mitad del invierno. Nunca lo había experimentado. Dejo caer la bolsa de ropa blanca, sin saber qué hacer, y me siento en un banco de metal oxidado que bordea el césped; noto el frío cortante a través de los tejanos. Tal vez la lleve más tarde. Oigo voces por el riachuelo, más allá del límite oriental del jardín. Me encamino hacia ellas a través de la pequeña verja que hay a un lado del césped y por la pendiente cubierta de maleza. Después de la lluvia el suelo está encharcado. Me engulle los pies mientras camino.

Eddie y Harry están en el riachuelo, el agua se arremolina peligrosamente cerca de la parte superior de sus botas. Con la lluvia de estos últimos días el agua corre muy deprisa, y aún más deprisa por el centro, donde se forma un profundo canal, pues Eddie y Harry han construido una presa con piedras y palos que se extienden desde cada orilla. Harry tiene los pantalones mojados hasta las caderas, y sé lo fría que debe de estar el agua.

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