El Legado (20 page)

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Authors: Katherine Webb

—Evangeline Fosset ha venido hoy —comentó, con una voz ligeramente constreñida.

—¡Estupendo! Es una gran vecina y es simpatiquísima. ¿No te parece?

Caroline bebió un sorbo de agua para posponer su respuesta.

—Si existe un ejemplo de que el Oeste da a las mujeres libertades que nunca han tenido, Angie lo es —continuó Corin.

—No ha dejado su tarjeta de visita antes de venir y no estaba preparada para recibir a nadie —dijo Caroline, detestando su tono frío, pero también oír a su marido elogiar a una mujer.

—No, bueno..., cuando tienes que recorrer once kilómetros a caballo para decir a alguien que te propones hacerle una visita, parece de sentido común ir directamente y visitarlo una vez estás allí, supongo.

—La he oído hablar con Hutch sobre mí. Me ha llamado pardilla. ¿Qué significa?

—¿Pardilla? —Corin sonrió brevemente, pero al ver la expresión tensa de su mujer, el brillo de sus ojos cesó—. Vamos, cariño..., estoy seguro de que no quería decir nada malo con ello. Solo significa que no estás acostumbrada al Oeste, eso es todo. A esta clase de vida a la intemperie.

—¿Cómo voy a estarlo? ¿Tengo yo la culpa de haber nacido donde nací? ¿Es razón para hablar así de una persona e insultarla? ¡Estoy tratando de adaptarme a la vida de aquí!

—¡Lo sé! Lo sé. —Corin cogió las manos de Caroline y se las apretó—. No te preocupes. Lo estás haciendo perfecto...

—¡No es verdad! ¡No sé cocinar! ¡Se me acumula el trabajo! ¡Las hortalizas no progresan... y la casa está llena de arena! —gritó ella.

—Estás exagerando...

—Hutch sabe que no sé cocinar, de modo que debes de habérselo dicho tú. ¡He oído cómo lo decía!

Corin hizo una pausa, algo sonrojado.

—Perdona, cariño. No debería habérselo dicho y siento haberlo hecho. Pero si necesitas ayuda, dímelo y buscaré a alguien —la tranquilizó, acariciándole las mejillas por las que se deslizaban las lágrimas.

—Necesito ayuda —dijo ella con tono desgraciado; y mientras lo admitía, sintió cómo se aligeraba el peso sobre los hombros.

Corin sonrió.

—Entonces la tendrás —dijo con suavidad, y murmuró palabras tiernas a su oído hasta que ella volvió a sonreír y dejó de llorar.

Así fue como Magpie fue reclutada para ir a la casa y compartir las tareas domésticas, y aunque Caroline no estaba segura de si quería tener todo el día a la muchacha ponca a su lado, esta llegó con una sonrisa pronta y una forma tan relajada de hacer las cosas que parecía haber nacido para eso. Caroline le cedió encantada las tareas culinarias y la vio convertir huesos viejos y judías secas en una espesa y sustanciosa sopa; la masa de pan se elevaba de buen grado entre trapos húmedos cuando la dejaba al sol en el alféizar de la ventana, y con puñados de hierbas misteriosas recogidas en la pradera hacía salsas sabrosas y apetitosas. La colada llevaba menos de la mitad de tiempo que antes y quedaba más limpia, y Magpie hacía los trabajos más pesados, como ir a buscar el agua al pozo y llevar las sábanas mojadas hasta el tendedero para que Caroline, por primera vez desde que había llegado, encontrara tiempo durante el día para sentarse a leer o coser algo. Nunca pensó que se alegraría tanto de tener a alguien para hacer esas tareas, pero al mismo tiempo envidiaba la facilidad con que Magpie las realizaba. Trabajaba con alegría, y enseñaba a Caroline con tacto, sin dar a entender jamás que debería saber ciertas cosas y sin hacer que se sintiera inepta, de modo que era imposible ofenderse.

Pero le costaba concentrarse cuando Magpie estaba en la casa. La muchacha atraía la mirada y cantaba bajito mientras trabajaba, viejas melodías que Caroline nunca había oído, tan extrañas y misteriosas como las voces de los lobos de las praderas. Y se movía con sigilo, tanto que Caroline no la oía. Una mañana estaba sentada bordando una pequeña guirnalda de flores en la esquina de un tapete cuando percibió una presencia detrás de ella, se volvió y vio a Magpie justo encima de su hombro, apreciando su obra.

—Cose muy bien, señora Massey —dijo, sonriendo con aprobación.

—Oh..., gracias, Magpie —dijo Caroline entrecortadamente, sobresaltada ante la repentina aparición de la joven.

El sol se reflejaba en la larga trenza de la joven ponca, sin rastro de rojo o de marrón. Era tan negra como el ala de un cuervo. Caroline se fijó en el grosor y en el brillo azabache, y le pareció tosca. Con la cara redonda y los pómulos anchos, Magpie casi se parecía a las mujeres celestiales que Caroline había visto en alguna ocasión en Nueva York, aunque su piel era más oscura y rojiza. Caroline no podía evitar estremecerse un poco cuando sus brazos se rozaban accidentalmente. Pero estaba fascinada con la muchacha, y se sorprendía observándola hacer cualquier tarea. El calor del día que a ella la dejaba con la frente cubierta de sudor y un picor debajo de la ropa, a Magpie no la afectaba. El sol no tenía el poder de hacer que se sintiera incómoda, y Caroline también la envidiaba por eso.

Un día de calor sofocante en que Caroline creyó que iba a volverse loca si no encontraba la forma de aliviarlo, entró en el dormitorio, cerró la puerta, y se quitó la blusa y el corsé, que tiró al suelo. Se quedó inmóvil, sintiendo el relativo frescor del aire sobre su asfixiada y pegajosa piel, y el mareo que la había agobiado todo el día poco a poco empezó a disminuir. Había tanta humedad en el aire, el cielo tenía un brillo tan deslumbrante y cegador que le pareció que se le espesaba la sangre en las venas. Cuando volvió a vestirse, dejó el corsé. Nadie pareció notarlo, de hecho había poco que notar. El calor y sus propios guisos habían reducido su apetito, y las tareas domésticas se habían hecho sentir. Bajo los rigores de la ropa interior había adelgazado mucho.

Más tarde esa semana llovió. Llovió como si el cielo estuviera furioso con la tierra y quisiera hacerle daño. Llovió a cántaros, y no fueron gotas lo que cayeron de las nubes cargadas, sino sólidos chuzos, semejantes a lanzas, que removieron el suelo formando una masa líquida que corrió hacia Toad Creek. El modesto riachuelo se convirtió en una cascada furiosa. Los caballos aguantaron estoicos, en fila india, el agua chorreando de las crines. En los pastos, las vacas se tumbaron y entornaron los ojos. Corin estaba en Woodward con Hutch, tras haber llevado setecientas cabezas de ganado a los corrales, y Caroline se acostaba en cuanto caía la noche, rezando con todas sus fuerzas para que el North Canadian no se desbordara, para que no siguiera lloviendo mucho más tiempo y Corin pudiera regresar a su lado. Dejaba los postigos abiertos, y oía el repiqueteo de la lluvia sobre el tejado mientras esperaba, con los brazos extendidos, que el aire fresco entrara por la ventana y el agua se llevara el calor.

Alguien llamó tímidamente a la puerta y apareció Magpie.

—¿Qué ocurre? —preguntó Caroline bruscamente, incorporándose con un respingo.

—No ocurre nada, señora Massey. Le he traído algo. Pensé que la aliviaría —dijo la joven.

Caroline suspiró, alisándose el pelo sudoroso.

—Nada puede aliviarme —murmuró.

—Venga a probarlo —insistió Magpie—. No es bueno echarse en la cama mucho tiempo. No se acostumbrará a esto de ese modo.

Caroline se levantó con esfuerzo y siguió a la joven ponca hasta la cocina.

—Sandía. ¡La primera del verano! Pruébela.

Le ofreció un pedazo grueso de la fruta, una medialuna color sangre que le dejó los dedos pringosos.

—Gracias, Magpie, pero no tengo mucha hambre...

—Pruébela —repitió Magpie, con más firmeza.

Caroline miró sus ojos negros brillantes y solo vio buena voluntad en ellos. Cogió la fruta y la mordisqueó.

—¿Está rica?

—Sí —reconoció Caroline, dando mordiscos más grandes.

No era ni dulce ni ácida. Tenía un sabor suave, como a tierra, que alivió la sensación de sequedad en la parte posterior de su garganta.

—Y beba esto —dijo Magpie ofreciéndole una taza de agua—. Agua de la lluvia. Caída del cielo.

—¡De eso no andamos escasos hoy! —bromeó Caroline.

—Esta agua es de la tierra, del cielo —explicó Magpie, señalando la fruta y la taza—. Comer y beber esas cosas te hace... te hace estar en equilibrio con la tierra y el cielo. ¿Comprende? Así no tienes la sensación de que te está castigando, sino más bien de formar parte de esta tierra y del cielo.

—Eso estaría bien. No tener la sensación de que te castiga. —Caroline sonrió débilmente.

—¡Coma y beba más! —la animó Magpie, también sonriendo.

Se sentaron a la mesa de la cocina, con la lluvia siseando fuera y la barbilla pringosa del jugo de la sandía; y Caroline sintió cómo una agradable sensación de frescor se extendía desde su interior hacia fuera, enjugando el ardor febril de su piel.

Había una yegua color pardo llamada Clara, que tenía las patas cortas y esbeltas, el cuerpo compacto, el tórax como un barril y el cuello un poco delgaducho. Se encontraba en el ocaso de su vida y había parido media docena de veces para Corin; los potros se habían convertido en bonitos caballos de montar, con una sola excepción, un potro enloquecido al que había sido imposible domar, y que había roto los huesos de varios jinetes expertos antes de que finalmente el corazón le fallara por el esfuerzo de su propia furia.

—Clara bajó la cabeza de dolor cuando ocurrió, aunque entonces el potro ya estaba al otro lado de Woodward —explicó Hutch a Caroline, acariciando la huesuda cara de la yegua con cautela.

El hedor acre del caballo y del cuero de los arreos era intenso al sol de la mañana. Caroline miró con ojos entrecerrados al capataz desde debajo de su sombrero. Los ojos de Hutch eran rodajas brillantes entre los surcos de su frente y las patas de gallo que le recorrían las sienes. Esas marcas eran profundas, aunque solo era un poco mayor que Corin.

—Uno diría que sabía que había muerto su hijo. ¡Qué triste! —exclamó Caroline.

—Supongo que lo sabía. A ese potro lo llamamos Inferno. Era del color del fuego, y cuando te acercabas a él, te miraba a los ojos de un modo que te hacía temblar.

—¡Qué horrible! ¿Cómo puede un animal tan dócil como Clara tener un hijo tan malo?

—Muchos asesinos son hijos de una mujer decente y temerosa de Dios, y supongo que lo mismo puede decirse de los caballos. —Hutch se encogió de hombros—. Clara no haría daño a una mosca. Podría sentarse sobre ella, gritar a pleno pulmón y darle un fuerte golpe con una fusta, y no se lo tendría en cuenta.

—¡Bueno, no creo que vaya a hacer nada de eso! —dijo ella riéndose.

—Ya lo creo que va a hacerlo. Me refiero a la parte de sentarse encima de ella. —Hutch sonrió.

—¡Ah, no! Creía que hoy solo iba a aprender a ensillarla —dijo Caroline con una nota de alarma en la voz.

—Así es, y eso le ha llevado cinco minutos en total. ¿Y qué sentido tiene ensillar un caballo si nadie lo monta?

—Hutch, yo... no sé si puedo... —Se le quebró la voz.

—Solo hay una forma de averiguarlo —dijo él, pero con suavidad, y la cogió del codo para acercarla más al costado del caballo—. Vamos, señora Massey. La mujer de un ranchero no puede ir por ahí sin saber montar. Y no tiene nada que temer. Es tan fácil como sentarse en una silla.

—¡Las sillas no corren! ¡Ni dan patadas!

—No, pero tampoco llevan de un lugar a otro en la mitad del tiempo que un carro. —Hutch soltó una risotada. La miró con una sonrisa torcida y cálida, y cuando le tendió una mano, ella no pudo resistirse.

—No estoy segura, la verdad —dijo en voz muy baja por los nervios.

—Dentro de unos diez minutos estará preguntándose por qué se ha preocupado tanto —le aseguró Hutch.

Le asió la espinilla y le dio impulso hasta la silla, donde se quedó sentada, muy pálida, esperando verse arrojada en cualquier momento contra la arena. Él le enseñó a rodear con la pierna derecha el pomo de la silla para sujetarse y a apoyar el peso en el estribo izquierdo para buscar el equilibrio.

—Estupendo. ¿Está cómoda?

—No mucho —respondió ella, pero logró esbozar una sonrisa para él.

—Vamos, dele un pequeño golpe con el tacón, suelte las riendas, y diga: ¡Arre, Clara!

—¡Arre, Clara! Por favor —añadió Caroline, con toda la convicción que pudo, y soltó un gritito cuando la yegua se movió obediente hacia delante.

—¡Está montando! —exclamó Hutch—. Ahora relájese, que no va a ir a ninguna parte. ¡Relájese, señora Massey! —gritó, caminando al lado de ella cogiendo las riendas con una mano—. Eso es.

Durante una media hora Hutch dio vueltas con ella por el corral vacío. Clara caminó con paso seguro, deteniéndose y poniéndose en movimiento y torciendo a derecha e izquierda sin el menor indicio de mala actitud o aburrimiento. Caroline escuchó lo que Hutch le decía e intentó recordarlo todo, trató de sentir el movimiento del animal y hacerlo suyo, como él le indicaba, pero no podía sacudirse la sensación de que al animal tenía que molestarle soportar su peso, y que en cualquier momento se volvería salvaje y la tiraría lo más lejos posible. No tardaron en dolerle la espalda y las piernas, y cuando se lo comentó a Hutch, lanzó una mirada despectiva a la silla de amazona.

—Suele pasar cuando se hace algo por primera vez. Pero, la verdad, señora Massey, estaría mucho más cómoda si montara con una pierna a cada lado...

—Los hombres montan a horcajadas. Las mujeres utilizan la silla de amazona —dijo Caroline con firmeza.

Hutch se encogió de hombros.

—Usted manda.

En aquel momento Corin llegó a medio galope de los pastos con otros dos jinetes. El sol se reflejaba en su abrigo negro y el sudor caía por las patas delanteras de la yegua. Caroline se irguió en la silla, rígida de la vergüenza. Los jinetes, cuyos nombres todavía no había conseguido aprender, ladearon el sombrero hacia ella y disminuyeron la velocidad, y por un momento ella pensó horrorizada que iban a parar para ver el resto de la lección. Los saludó con una mano, notándose las mejillas encendidas. Ellos montaban con tanta naturalidad como Magpie cocinaba y hacía las tareas domésticas, repantigados sobre la montura como si sus cuerpos hubieran sido diseñados para ese propósito. Con gran alivio siguieron su camino hacia los abrevaderos y solo Corin se detuvo junto a la cerca del corral.

—¡Caramba! ¡Estás estupenda ahí arriba, cariño! —exclamó radiante, quitándose el sombrero y frotándose el cuero cabelludo ardiendo.

—¿Quiere acercarse? —preguntó Hutch, y Caroline asintió—. Adelante entonces. Ya sabe cómo hacerlo.

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