El Legado (17 page)

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Authors: Katherine Webb

Eso no es lo que me ha dicho Beth, pero creo que es cierto. Ella me dijo que todo había empezado un día de tormenta, mientras conducía a casa al anochecer. Las nubes eran pesadas, pero por el oeste del horizonte, a medida que avanzaba hacia él, se fragmentaron y detrás de ellas asomaron vetas de cielo pálido. Uno de esos cielos aborregados de lluvia. Dijo que de pronto no supo distinguir entre el horizonte y el cielo. Las colinas y las nubes. La tierra y el aire. Fue tan desconcertante que casi se estrelló contra los coches que iban en sentido contrario, y se sintió mareada toda la noche, como si la tierra se moviera bajo sus pies. Después de eso, dijo, ya no volvió a estar segura de qué era real, de qué era seguro, fue entonces cuando cree que empezó todo. Pero yo la recuerdo la noche que desapareció Henry. Su silencio, y las judías sin tocar de su plato.

—No soportaría pensar que lo que pasó entonces la ha mantenido enferma todo este tiempo —dice Dinny en voz baja.

Él sabe lo que pasó. Lo sabe.

—¿Sí? —digo. Si continuara, si dijera algo más... Dímelo. Pero no lo hace.

—No era..., bueno. Siento que no sea feliz.

—Pensé que volver aquí ayudaría, pero... Me preocupa que empeore. Ya sabes, recuperar tantos recuerdos. Creo que podría pasar cualquiera de las dos cosas. Pero es bueno que Eddie esté aquí. La distrae. Sin él creo que hasta se olvidaría de que es Navidad.

—¿Crees que vendrá esta noche a la fiesta?

—La verdad es que no. Se lo diré, si quieres —digo.

Dinny asiente con cara decepcionada.

—Díselo. Y ven con Eddie. Harry y él parecen hacer buenas migas. Se lleva muy bien con los niños..., son menos complicados para él.

—Si se lo dices tú, estoy segura de que vendrá —me aventuro a decir—. Si pasas por casa, quiero decir.

Dinny me lanza una sonrisa irónica.

—Yo y esa casa no congeniamos mucho. Díselo tú y tal vez os vea a las dos más tarde.

Asiento, y meto las manos en los bolsillos traseros de los téjanos.

—¿Vienes, Ed? Me voy a casa.

Eddie y Harry me miran. Dos pares de ojos azul claro.

—¿Puedo quedarme a acabar esto, Rick?

Miro a Dinny. Él vuelve a encogerse de hombros.

—Yo lo vigilaré —dice.

Una vez metimos a Dinny en la casa a escondidas, mientras Meredith acudía a una cita con el dentista en Devizes. Henry estaba en casa de un chico del pueblo de quien se había hecho amigo. Un chico que tenía una piscina como era debido.

—¡Vamos! —siseé a Dinny—. ¡No seas crío!

Me moría por enseñarle las grandes habitaciones, las enormes escaleras, las inmensas bodegas. No para impresionarlo ni para alardear. Solo para verle abrir mucho los ojos de asombro. Ser capaz de enseñarle algo, para variar, llevar la voz cantante. Beth se rezagó, sonriendo tensa. No había nadie aparte del ama de llaves, que nunca nos hacía mucho caso, pero aun así nos agachamos al entrar. Me detuve detrás del último arbusto que nos protegía, lo bastante cerca de Dinny para notar su rodilla contra mi cadera, inhalar el olor seco como a madera que desprendía su piel.

Dinny se había mostrado reacio. Le habían advertido muchas veces y había oído suficientes historias de su abuelo, Flag, y de sus padres; hasta había tenido encuentros fugaces con Meredith. Sabía que no era bien recibido allí y que no debería querer echar un vistazo. Pero vi que sentía curiosidad, como le ocurriría a cualquier niño ante un lugar prohibido. Yo nunca lo había visto tan inseguro; nunca lo había visto titubear, pero decidí continuar. Fuimos de habitación en habitación, y yo iba haciendo comentarios: «Esta es la sala de estar, solo que nadie está nunca, no que yo haya visto. Por aquí se va a la bodega. ¡Ven a verla! ¡Es del tamaño de otra casa entera! Esta es la habitación de Beth. Tiene la más grande porque es la mayor, pero desde mi habitación veo los árboles y una vez vi una lechuza». Y así continué. Los labradores nos seguían, moviendo la cola, excitados.

Pero cuanto más hablaba yo, y más cosas le enseñaba y en más habitaciones lo metía a rastras, más callado estaba él. Se le agotaron las palabras, su mirada de ojos muy abiertos se volvió inexpresiva. Al final hasta yo me di cuenta.

—¿No te gusta?

Hizo un gesto de indiferencia. Y de pronto se oyó el coche en el camino de entrada. Nos quedamos paralizados, presa del pánico, con el corazón desbocado. Aguzamos el oído: ¿iban a entrar por delante o por detrás? Calculé el riesgo y me equivoqué. Salimos corriendo a la terraza justo cuando ellos aparecían por el lado de la casa. Meredith, mi padre y, lo peor de todo, Henry, que volvía de su visita. Sonrió. Tras un momento de suspenso, agarré a Dinny del brazo, tiré de él y cruzamos corriendo el césped. El acto más grande de insurrección que creo haber cometido jamás y fue para salvar a Dinny. Para ahorrarle oír las palabras de Meredith. Ella enmudeció del shock, pero solo un instante. Alta y delgada, con su traje de lino almidonado verde azulado; el pelo pulcramente peinado. La boca, una línea dura roja de pigmento, se abrió en cuanto desaparecimos.

—¡Erica Calcott, vuelve aquí ahora mismo! ¿Cómo te atreves a traer a esa escoria a mi casa? ¿Cómo te atreves? ¡Insisto en que vuelvas aquí inmediatamente! ¡Y tú, ladrón gitano!

Quiero pensar que papá intervino. Quiero confiar en que Dinny no lo oyó. Pero en el fondo sé que lo hizo, por supuesto. Salir huyendo así como un ladrón. Como un intruso. Creí estar siendo valiente, comportándome como una heroína por él. Pero él estuvo enfadado conmigo durante días. Por hacerle entrar en la casa, y luego por hacerle huir.

Estoy en la habitación de Meredith. Es el dormitorio más grande, con una fea cama con cuatro columnas intrincadamente talladas. La base es alta y el colchón grueso. ¿Cómo trasladarán los próximos dueños esta cama? Es enorme. Creo que solo rompiéndola a hachazos. Para reemplazarla por algo moderno y probablemente beige. Me arrojo sobre la rígida colcha de brocado y cuento los segundos que tardo en dejar de botar. ¿Quién había hecho la cama? Supongo que el ama de llaves. La mañana que Meredith se desplomó al ir al pueblo. Poco a poco me quedo inmóvil y caigo en la cuenta de que estoy botando en la cama de mi abuela muerta. Sobre las mismas sábanas donde ella durmió la noche antes de morir.

Aquí más que en ninguna otra parte parecen persistir los restos fantasmales. Como es natural, supongo. Una parte de mí lamenta no haber ido a verla de adulta. Haberla sujetado y obligado a decirme de dónde salía toda esa animosidad. Pero es demasiado tarde. Su tocador es enorme; ancho y profundo, con varios cajones a cada lado, y uno más amplio en el centro que se abre hacia mi regazo; un espejo tríptico encima de más cajones. La superficie es lisa como el raso, una pátina forjada por siglos de roce de delicados dedos femeninos. Creo que mamá debería haberse quedado las joyas además de las fotos. Meredith no tuvo reparo en decirnos que había vendido las más valiosas, así como las mejores tierras de la finca, para pagar las reparaciones del tejado. Se lo dijo a mis padres con tono acusador, como si hubieran debido meter las manos en los bolsillos y buscar debajo de los almohadones del sofá, y sacar treinta mil libras. Pero tiene que haber algo para que mis dedos ladrones lo encuentren.

En el cajón superior izquierdo hay pintalabios, sombras de ojos y coloretes. Pequeñas dunas de maquillaje en polvo que brillan bajo los tubos de metal y las polveras de plástico. En el siguiente hay cinturones, enroscados como serpientes. Pañuelos, pasadores para el pelo, pañuelos de gasa. El cajón huele intensamente a Meredith, su perfume mezclado con un ligero toque perruno de los labradores. En el cajón inferior derecho hay cajas. Las saco y las pongo donde pueda verlas. La mayoría están llenas de joyas: piezas de vestir, a juzgar por su aspecto. La caja más grande, brillante y oscura, está llena de papeles y fotografías.

Con un hormigueo de emoción reviso el contenido. Cartas de Clifford y de Mary; postales de las vacaciones de mamá y papá; antiguos extractos del banco, guardados en esa caja secreta no se sabe por qué. Leo fragmentos sueltos, sintiendo la ilícita emoción de fisgar. También hay algunas fotografías, que aparto. Luego encuentro los recortes de periódico. Sobre Henry, por supuesto. Los periódicos locales fueron los primeros en cubrir la noticia. «El nieto de lady Calcott desaparecido.» «La búsqueda del niño se intensifica.» «La ropa encontrada en el bosque de Westridge no pertenece al niño desaparecido.» Luego se unieron los periódicos nacionales. Miedo de secuestro, conjeturas, un misterioso vagabundo al que se había visto por la A361 con un fardo en el que podría ocultarse un niño. Un niño que concuerda con la descripción es visto en un coche de Devizes. «La policía muy preocupada.» No puedo apartar los ojos. Como si un vagabundo pudiera haberse llevado a Henry a alguna parte. Un Henry sólido de huesos grandes. Ni Beth ni yo vimos nunca nada de todo esto, por supuesto. Nadie lee el periódico a los ocho años, y no nos dejaban ver las noticias en las mejores circunstancias.

Parece ser que Meredith compró varios periódicos, cada día uno distinto. ¿Los recortó entonces o años después, como una forma de mantener viva la esperanza, de mantenerlo vivo a él? Yo no tenía ni idea de que era una gran noticia. Hasta este momento no lo había relacionado con los periodistas que se apiñan delante de las puertas por cualquier infamia nacional. Por supuesto, ahora me doy cuenta de por qué vinieron aquí los periodistas; por qué el incidente siguió siendo noticia, ocupando columnas cada vez más cortas a medida que pasaban los meses, hasta que desapareció del todo. Los niños no deben desaparecer sin dejar rastro. Ese era el peor temor, tal vez peor aún que encontrar el cadáver. No tener respuestas, no saber nada. Pobre Meredith. Después de todo, era su abuela. Se suponía que lo estaba cuidando.

Estoy mirando fijamente una foto granulada y ampliada de Henry. Una foto del colegio, pulcro y aseado con un blazer y una corbata a rayas. Bien peinado, con una sonrisa decorosa que deja a la vista los dientes. Esa foto en carteles pegados en el escaparate de la tienda, en los postes telegráficos, en las páginas de los periódicos, en las salas de espera de las consultas de médicos, en los supermercados, las gasolineras y los pubs. Entonces no había páginas web, pero recuerdo haber visto esta foto por todo el pueblo. La del escaparate era a color. No tardó en desteñirse con el sol, pero la primera vez que la vi era brillante. «¿Puedo ir a la tienda? ¡No! ¡Tú te quedas en casa!» No podía entender por qué. Mamá fue conmigo al final, me cogió la mano y pidió educadamente a los periodistas que nos dejaran pasar, que no nos siguieran. Un par de ellos lo hizo de todos modos, tomando fotos inútiles de las dos saliendo de la tienda con polos de naranja. Hay un pequeño recorte de finales de agosto de 1987. Un año después. La última línea pesarosa: «A pesar de la exhaustiva investigación llevada a cabo por la policía, sigue sin haber rastro del niño desaparecido».

Noto un dolor en las costillas y me doy cuenta de que he estado conteniendo el aliento. Como si estuviera expectante; como si la historia pudiera haber tenido otro desenlace. Me fijo en que está lloviendo más y con más fuerza. Eddie está en el bosque. Estará empapado. Parece tan irreal, leer en la prensa sobre Henry, sobre ese verano. Irreal y al mismo tiempo aún más real. Más terrible. Sucedió y yo estuve presente. Meto los recortes de nuevo en la caja, con cuidado de no arrugarlos. Los guardaré, pienso; en esta misma caja, tan parecida a un ataúd, en la que los metió Meredith hace veintitrés años.

Cojo el montón de fotografías y les echo un vistazo, sacudiendo la sombra de los recortes de periódico. Retratos de familia y fotos de las vacaciones en su mayoría..., la clase de foto que mamá quería. Una pequeña foto en blanco y negro de Meredith y Charles el día de su boda; es decir, mi abuelo Charles, a quien mataron en la Segunda Guerra Mundial. Charles no estuvo en el ejército, pero fue a Londres una semana para atender unos negocios y un V2 extraviado se abrió paso hasta el club donde estaba comiendo. Las mejores tomas de la boda estaban encima del piano de la sala de estar, con pesados marcos de plata, pero en esta pequeña foto Meredith está doblada en un extraño ángulo, retorciéndose para mirar por encima del hombro, lejos de Charles, como si se le hubiera enganchado el bajo del vestido. Están saliendo de la iglesia, de la oscuridad a la luz. De perfil la cara de Meredith es joven, dolorosamente ansiosa. Tiene el pelo muy rubio, unos ojos enormes. ¿Esa chica tan encantadora, esa joven novia tan nerviosa se convirtió en Meredith? La Meredith que yo recuerdo, fría y dura como los estantes de mármol de la despensa.

Solo me llama la atención otra foto. Es muy antigua, con los bordes enroscados; la imagen asoma de una confusión de marcas dióxido y desaparece. Una joven, de poco más de veinte años, con un vestido de cuello alto y el pelo sujeto severamente por detrás; y en el regazo un niño con ropa de encaje, que no tiene más de seis meses. Un bebé de pelo oscuro, con una cara ligeramente emborronada, fantasmal, como si se hubiera movido cuando tomaron la foto. La mujer es Caroline. La reconozco de otras fotos que hay por la casa, aunque en ninguna de ellas se la ve tan joven. Le doy la vuelta y leo el débil sello en el dorso: «Gilbert Beaufort & Son, Nueva York», y escrito a mano, con tinta que casi se ha borrado, «1904».

Pero Caroline no se casó con Henry Calcott, mi bisabuelo, hasta 1905. Hace unos años Mary sucumbió a la moda de hacer árboles genealógicos; investigó el linaje de la familia Calcott, de la que tan orgullosamente había pasado a formar parte por matrimonio en su día, y nos envió a todos una copia con la felicitación de Navidad de ese año. Se casaron en 1905, y perdieron una hija antes de que naciera Meredith en 1911. Doy la vuelta a la foto bajo la luz y trato de encontrar más pistas en ella. Caroline me sostiene la mirada con serenidad, su mano se enrosca protectora alrededor del bebé. ¿Adonde fue a parar ese niño? ¿Cómo desapareció de nuestro árbol genealógico? Deslizo la foto en mi bolsillo trasero y empiezo a toquetear las joyas, sin apenas mirarlas. Me pincho un dedo con el alfiler de un broche y me quedo un rato sentada, probando el sabor de mi sangre.

Después de comer Eddie se escapa para ver la televisión. Beth y yo seguimos sentadas entre platos y boles sucios. Ella ha comido un poco. No lo suficiente, pero un poco. Cuando nota que Eddie la mira se esfuerza más. Robo una última patata del bol, me echo hacia atrás y siento algo rígido en el bolsillo trasero.

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