El Legado (21 page)

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Authors: Katherine Webb

Con cautela, Caroline volvió la cabeza de la yegua y la persuadió para que se acercara a la cerca.

—¡Eso es fantástico, Caroline! ¡Me alegro mucho de verte por fin sobre un caballo! —dijo Corin.

—Nunca lograré ensillarla yo sola..., ¡pesa tanto! —Caroline sonrió, ansiosa.

—Es posible. Pero puedes pedirle a cualquiera de los chicos que te ayude. Siempre hay alguien cerca, y darán saltos de alegría si una chica guapa se lo pide. —Corin sonrió.

—¿Puedo bajar ya, Hutch? —preguntó ella.

Hutch asintió, subiéndose los pantalones por la cintura.

—Creo que es suficiente por hoy. ¡Un par de intentos más y la llamaremos Annie Oakley! —Sonrió.

Sintiéndose menos pardilla, Caroline escuchó a Hutch describir la mejor manera de desmontar, pero el pie se le enganchó de algún modo en el estribo, las faldas se le enredaron en las rodillas y cayó de bruces en la arena del corral mientras expulsaba con fuerza el aire de los pulmones. Detrás de ella Clara relinchó sorprendida.

—¡Maldita sea! ¿Estás bien, Caroline? —exclamó Corin, desmontando rápidamente.

—Bueno, no era así exactamente como tenía que ser —comentó Hutch con calma, cogiéndola del brazo y ayudándola a sentarse—. Quédese ahí hasta que recupere el aliento.

Pero Caroline no tenía intención de quedarse sentada en el polvo, o tan cerca de los cascos de Clara, ni un minuto más de lo necesario. Se levantó temblorosa y tosiendo, con los ojos llorosos por la tierra que le había entrado en ellos. Había hecho un mal gesto con el cuello y había doblado demasiado una muñeca al recibir el peso de la caída. Tenía polvo hasta el nacimiento del pelo. Miró a Corin, furiosa consigo misma y muerta de vergüenza.

—Cuando se enfada se la ve tan feroz como Inferno —dijo Hutch con admiración.

—E igual de roja. —Corin sonrió.

—¡No... os riáis de mí! —logró decir Caroline, sintiendo cómo la frustración y la ira ardían en su interior.

Se dio media vuelta y se dirigió a la casa, conmocionada por el impacto de la caída y con las piernas temblorosas de montar. Estaba más contrariada de lo que podía soportar por haber fracasado de nuevo, convirtiéndose en el hazmerreír.

—¡Cielos, Caroline! ¡Vuelve aquí! ¡No me estaba riendo de ti! —oyó gritar a Corin detrás de ella.

Pero ella se irguió todo lo que pudo y siguió andando.

Llegó el otoño a la pradera con una sucesión de tormentas feroces y arrojando granizo de los cielos ennegrecidos. Hutch entró una tarde y se calentó junto al fuego mientras informaba de la pérdida de tres cabezas de ganado, que habían sido alcanzadas ese día por un rayo que las había lanzado por los aires como confeti. Caroline palideció al oírlo, y Corin lo fulminó con una mirada de desaprobación que el pobre hombre, con los dientes apretados y las manos cerradas en puños escaldados, no advirtió. Esa estación de cielos encapotados fue breve y el verdadero invierno no tardó en llegar. Corin regresaba moviéndose con rigidez y torpeza, con gránulos de aguanieve colgándole de las cejas, pero siempre tenía una sonrisa para su mujer mientras declaraba:

—¡Está soplando un viento norte de todos los demonios ahí fuera!

Caroline ya no se escandalizaba con el lenguaje grosero, pero fruncía ligeramente el ceño, por la fuerza de la costumbre, y se ceñía bien el chal contra la ráfaga de aire frío que entraba con su marido. Ella, que había creído que nunca echaría de menos el calor del verano, se sorprendía anhelando el sol.

Se despidieron de 1902 y dieron la bienvenida a 1903 con una fiesta en la granja de los Fosset, a la que fueron invitados todos los rancheros de los alrededores, sus familias y sus jinetes. Esa noche no llovió ni sopló el viento, y el aire estuvo suspendido como una fría manta. Durante el trayecto en carro, Caroline se notó los dedos, la nariz y las puntas de las orejas rígidos del frío. No había luna, y el farol del carro iluminaba la pradera unos cuantos metros por delante. La oscuridad que los rodeaba era como una criatura viva, carne sólida que los observaba. Tiritando, Caroline se acurrucó más contra Corin. Detrás de ellos oía los cascos de los jinetes del rancho Massey, que los seguían muy cerca como si ellos también se sintieran perseguidos. Cuando la casa de los Fosset apareció ante ellos, con las luces encendidas en la noche, Caroline pronunció una breve oración de alivio y respiró con más facilidad.

Había hogueras encendidas alrededor del patio, carne humeando y chisporroteando sobre el asador y una multitud de personas y caballos reunidos en ese oasis de luz y vida en medio de las llanuras oscuras y desoladas. A Corin le estrecharon la mano y le dieron palmaditas en la espalda, y no tardaron en verse engullidos por la amistosa multitud de sus vecinos. En el cobertizo tocaba una orquesta formada por un acordeón, un violín y un temblor, y el calor que desprendían los cuerpos danzantes caldeaban el ambiente al tiempo que lo llenaban del olor animal a aliento y sudor. Los hijos de Angie habían escrito «¡Feliz año!» en una vieja sábana rasgada a modo de pancarta y la habían colgado sobre la puerta, donde el aire cambiante la sacudía. Angie tenía dos hijas, de doce y ocho años, y un hijo de cuatro que tenía el pelo pelirrojo de la madre y los ojos más azules que se habían visto jamás. Mientras bailaba, reía y hablaba. Angie no apartó la vista de ese niño perfecto y feliz, y cuando vio a Caroline admirarlo, lo llamó.

—Kyle, esta es nuestra vecina Caroline Massey. ¿Qué se dice? —susurró al niño, cargándoselo a la cadera.

—Encantado de conocerla, señorita Massey —murmuró Kyle tímidamente con los dedos en la boca.

—Yo también me alegro de conocerte, Kyle Fosset. —Caroline sonrió, estrechándole la mano libre.

Angie lo dejó en el suelo y él salió corriendo de forma poco grácil sobre sus piernas cortas y regordetas.

—¡Qué preciosidad de niño, Angie! —exclamó, y Angie sonrió.

—Sí, es mi pequeño ángel, ¡y bien que lo sabe!

—Y las niñas también... Debes de estar muy orgullosa de... —dijo Caroline, pero no fue capaz de mantener la voz serena y se interrumpió.

—Eh, vamos. Estamos aquí para celebrar el año nuevo y todas las cosas maravillosas que nos va a traer —dijo Angie de modo significativo—. A ti también te llegará. Solo tienes que ser paciente, ¿me oyes?

Caroline asintió, y deseó estar tan segura como parecía estarlo ella.

—¿Señora Massey? ¿Concedería este baile a un jinete rudo como yo? —preguntó Hutch, apareciendo al lado de ambas.

—Por supuesto. —Caroline sonrió, secándose los ojos rápidamente con las puntas de los dedos.

La orquesta pasó de una melodía a otra sin interrupción, y Hutch la condujo en una danza oscilante que parecía un vals. La habitación era una masa borrosa de rostros risueños, algunos no muy limpios, y Caroline recordó el baile de los Montgomery, del que no hacía ni un año pero que parecía pertenecer a otra vida. Había llegado muy lejos, se dijo. No era de extrañar que no acabara de sentirse en casa.

—¿Va todo bien, señora Massey? —preguntó Hutch muy serio.

—¡Sí, claro! ¿Por qué no iba a ir bien? —dijo ella demasiado alegremente, con un hilo de voz.

—Por nada. —Hutch se encogió de hombros.

Llevaba su mejor camisa y ella se fijó en que el botón superior le colgaba de un hilo. Tomó mentalmente nota de ponerla en el montón de ropa para remendar cuando volviera al rancho.

—¿Está preparada para recibir otra lección de equitación? Lo hizo de maravilla la primera vez que lo intentamos, pero no ha vuelto a probar de nuevo.

—No, bueno... No estoy segura de tener un talento innato para ser amazona. Además, ahora que hace tanto frío seguro que me quedaría helada si lo intentara.

—Hay personas que tienen facilidad, eso está claro, y otras que no. Pero he visto a muchas esforzarse y al final conseguirlo, con la práctica. Pero usted ha de querer montar otra vez, señora Massey. Tiene que montar otra vez —dijo Hutch con vehemencia, y ella ya no estuvo segura de si hablaba de montar.

—Yo... —empezó a decir, pero no supo cómo continuar.

Bajó la vista y vio lo sucios que tenía los zapatos, y se notó con los ojos anegados en lágrimas.

—Lo hará bien —dijo Hutch, en voz tan baja que ella apenas lo oyó.

—¡Hutchinson, voy a interrumpirte! Es mi mujer a la que estás abrazando y es con diferencia la joven más guapa de la fiesta —anunció Corin, cogiendo las manos de Caroline y haciéndola girar hacia sus brazos.

Tenía los ojos brillantes de felicidad, las mejillas encendidas de bailar y beber whisky, y se le veía magnífico, tanto que Caroline se rió y le echó los brazos al cuello.

—Feliz año, mi amor —le susurró al oído, dejando que los labios le rozaran el cuello, y él la estrechó aún más fuerte en sus brazos.

En febrero nevó intensamente, la nieve se acumuló en espesos montículos y volvió el mundo demasiado luminoso para mirarlo. Caroline contempló con asombro el paisaje monótono desde la ventana, y se pasó la mayor parte del tiempo pegada a la estufa, con los dedos enroscados dentro de los mitones que le había dado la joven ponca y que le permitían seguir remendando. La aguja se tambaleaba entre sus dedos helados y caía a menudo.

—Me alegro de que le gusten —dijo Magpie, señalando con la cabeza los gruesos mitones—. Cuando Nube Blanca se los dio, vi en su cara el pensamiento de que nunca iba a necesitarlos. —Sonrió.

—Debería haberle pagado el doble —dijo Caroline, con lo que Magpie frunció ligeramente el ceño.

—¿Contará una historia mientras hago esto? —pidió.

Estaba arrodillada junto a la tina, frotando las manchas de la ropa de trabajo de Corin en una tabla de madera ondulada.

—¿Qué clase de historia?

—No importa. Una historia de su gente. —Magpie se encogió de hombros.

No muy segura de quién era su gente, Caroline le contó la historia de Adán y Eva, el Jardín del Edén, la serpiente traicionera y la manzana deliciosa, y la caída de la gracia que siguió. Al llegar al final dejó de coser y describió la repentina vergüenza que sintieron ante su desnudez, y cómo corrieron a buscar algo para cubrirse. Magpie se rió, lo que redondeó aún más sus mejillas e hizo brillar sus ojos.

—Es una gran historia, señora Massey... Un misionero le contó la misma historia a mi padre una vez, ¿y sabe qué dijo mi padre?

—¿Qué dijo?

—¡Dijo que era típico de la mujer blanca! ¡Una mujer india habría cogido un palo y matado la serpiente, y todo habría acabado bien en el jardín! —Se rió.

Caroline, herida por un momento por la crítica implícita, no tardó en sorprenderse sonriendo y contagiándose de la risa de la joven.

—Seguramente es cierto —concedió, y seguían riéndose cuando entró Corin, sacudiéndose la nieve de los hombros.

Miró a Caroline, sentada junto a la estufa con la costura a un lado, y a Magpie de rodillas junto a la tina, y frunció el entrecejo.

—Corin, ¿qué pasa? —preguntó Caroline, pero él negó con la cabeza y se acercó a la estufa para calentarse.

Más tarde, mientras cenaban, Corin le dijo lo que pensaba.

—Cuando he llegado a casa... no me ha gustado lo que he visto, Caroline.

—¿Qué quieres decir? —preguntó ella, con el alma en vilo.

—Tú ahí sentada, calentándote, y Magpie trabajando duro...

—¡No es cierto! Yo también trabajaba remendando. Pregúntale a Magpie... Acababa de contarle la historia de Adán y Eva... —Caroline dejó la frase en el aire, con tristeza.

—Sé que estás acostumbrada a tener criados, Caroline, pero Magpie no es una criada. Mi idea era que te ayudara en la casa, no que lo hiciera todo. Tiene su propia casa que atender y dentro de poco no podrá hacer gran cosa. Necesito que la ayudes más, cielo —terminó con suavidad. Partió un trozo de pan y lo desmigajó entre los dedos, distraído.

—¡Y me ayuda! Quiero decir que yo también la ayudo... ¡Hacemos el trabajo a medias! ¿Qué quieres decir con que no podrá hacer gran cosa? ¿Por qué?

—Cariño —Corin levantó la vista a través de sus pobladas cejas doradas—, Magpie está embarazada. Ella y Joe van a tener un bebé. El primero.

Volvió su cara sombría y en esa expresión Caroline percibió un reproche. Se le saltaron las lágrimas y se atragantó con una emoción que tenía un poco de ira, de dolor y culpabilidad. Una mezcla insufrible de los tres le ardió en las entrañas y produjo un rugido en sus oídos. Se levantó con estrépito de la mesa y corrió hacia el dormitorio, donde cerró la puerta tras ella.

En una calesa ligera, tirada por un caballo bayo con la cabeza alta y orgullosa, el trayecto a Woodward podía hacerse en un día, comenzando al amanecer y con un alto al mediodía para descansar y dar de beber al caballo. Los acompañaban casi todos los jinetes y peones del rancho a caballo, entre ellos Joe y Magpie. Caroline observó a la joven india, que montaba un poni gris enjuto y fuerte, y se preguntó cómo no se había percatado del revelador vientre abultado, de la leve deferencia de sus movimientos.

—¿Es prudente que Magpie monte en su estado? —le susurró a Corin, aunque era improbable que alguien la oyera por encima del estruendo de los cascos, el viento y el chirriar de las ruedas del carro.

—Lo mismo le he dicho a Joe. —Corin sonrió—. Y se ha reído de mí. —Se encogió de hombros—. Supongo que las mujeres poncas son un poco más fuertes que las blancas.

Cayeron unas finas gotas de lluvia del cielo. Caroline no respondió a la observación de Corin, pero se sintió dolida. La implicación, tanto si era a propósito como si no, era que ella era débil y estaba fracasando en el Oeste, como mujer y como esposa.

Llegaron a Woodward al caer la noche y tomaron una habitación en el hotel Central. Joe, Magpie y los chicos del rancho se desperdigaron por la ciudad: a los bares Equity, Midway, Shamrock y Cabinet, al burdel que regentaba Dollie Kezer en el Dew Drop Inn, y a casas de amigos. A Caroline le dolía la espalda después del largo trayecto y estaba cansada, pero le suplicó a Corin que se acostara con ella, y cerró los ojos cuando notó que él se vaciaba dentro de ella, rezando para que fuera lo que fuese lo que hacía que un niño se materializara, ocurriera esa vez..., esa vez.

Se había animado ante la perspectiva de ir a la ciudad para celebrar el festival de la primavera y para bailar. Las visitas fuera del rancho eran muy poco frecuentes, y desde la fiesta de los Fosset de Nochevieja cuatro meses atrás no se habían aventurado a salir. Woodward, que al llegar de Nueva York le había parecido una ciudad insignificante, ahora era un hervidero de vida y ajetreo. Pero había algo en ese mismo hecho que entristecía a Caroline. Al día siguiente amaneció despejado y las calles se llenaron de gente, tanto de vaqueros como de colonos. Formaban dos gruesos cordones a lo largo de varias manzanas de la calle principal, que se ondulaban donde una acera elevada se terminaba en la fachada de una tienda. El aire estaba cargado de los olores y los sonidos de miles de cuerpos y voces excitadas, el hedor a caballos y excrementos, y la fragancia a madera seca y pintura de los edificios. De las fachadas de las tiendas colgaban banderines de colores y las puertas estaban abiertas de par en par ante la inaudita oportunidad de recibir nuevos clientes.

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