Read El león, la bruja y el ropero Online
Authors: C.S. Lewis
Apenas el bosque estuvo de nuevo en silencio, Susana y Lucía se deslizaron hacia la colina. La luna alumbraba cada vez menos y ligeras nubes pasaban sobre ella, pero aún las niñas pudieron ver los contornos del gran León muerto con todas sus ataduras. Ambas se arrodillaron sobre el pasto húmedo, y besaron su cara helada y su linda piel —lo que quedaba de ella— y lloraron hasta que las lágrimas se les agotaron. Entonces se miraron, se tomaron de las manos en un gesto de profunda soledad y lloraron nuevamente. Otra vez se hizo presente el silencio. Al fin Lucía dijo:
—No soporto mirar ese horrible bozal. ¿Podremos quitárselo?
Trataron. Después de mucho esfuerzo (porque sus manos estaban heladas y era ya la hora más oscura de la noche) lo lograron. Cuando vieron su cara sin las amarras, estallaron otra vez en llanto. Lo besaron, le limpiaron la sangre y los espumarajos lo mejor que pudieron. Todo fue mucho más horrible, solitario y sin esperanza, de lo que yo pueda describir.
—¿Podremos desatarlo también? —dijo Susana.
Pero los enemigos, llevados sólo por su feroz maldad, habían amarrado las cuerdas tan apretadamente que las niñas no lograron deshacer los nudos.
Espero que ninguno que lea este libro haya sido tan desdichado como lo eran Lucía y Susana esa noche; pero si ustedes lo han sido —si han estado levantados toda una noche y llorado hasta agotar las lágrimas—, ustedes sabrán que al final sobreviene una cierta quietud. Uno siente como si nada fuera a suceder nunca más. De cualquier modo, ese era el sentimiento de las dos niñas. Parecía que pasaban las horas en esa calma mortal sin que se dieran cuenta que estaban cada vez más heladas. Pero, finalmente, Lucía advirtió dos cosas. La primera fue que hacia el lado este de la colina estaba un poco menos oscuro que una hora antes. Y lo segundo fue un suave movimiento que iba a través del pasto a sus pies. Al comienzo no le prestó mayor atención. ¿Qué importaba? ¡Nada importaba ya! Pero pronto vio que eso, fuese lo que fuese, comenzaba a subir a la Mesa de Piedra. Y ahora —fuesen lo que fuesen— se movían cerca del cuerpo de Aslan. Se acercó y miró con atención. Eran unas pequeñas figuritas grises.
—¡Uf! —gritó Susana desde el otro lado de la Mesa—. Son ratones asquerosos que se arrastran sobre él. ¡Qué horror!
Y levantó la mano para espantarlos.
—¡Espera! —dijo Lucía, que los miraba fijamente y de más cerca—. ¿Ves lo que están haciendo?
Ambas se inclinaron y miraron con atención.
—¡No lo puedo creer! —dijo Susana—. ¡Qué extraño! ¡Están royendo las cuerdas!
—Eso fue lo que pensé —dijo Lucía—. Creo que son ratones amigos. Pobres pequeñitos..., no se dan cuenta que él está muerto. Ellos piensan que hacen algo bueno al desatarlo.
Estaba mucho más claro ya. Las niñas advirtieron entonces cuán pálidos se veían sus rostros. También pudieron ver que los ratones roían y roían; eran docenas y docenas, quizás cientos de pequeños ratones silvestres. Al fin, uno por uno todos los cordeles estaban roídos de principio a fin.
Hacia el este, el cielo aclaraba y las estrellas se apagaban todas..., excepto una muy grande y muy baja en el horizonte, al oriente. En ese momento ellas sintieron más frío que en toda la noche. Los ratones se alejaron sin hacer ruido, y Susana y Lucía retiraron los restos de las cuerdas.
Sin las ataduras, Aslan era algo más él mismo. Cada minuto que pasaba, su rostro se veía más noble y, como la luz del día aumentaba, las niñas pudieron observarlos mejor.
Tras ellas, en el bosque, un pájaro gorjeó. El silencio había sido tan absoluto por horas y horas, que ese sonido las sorprendió. De inmediato otro pájaro contestó y muy pronto hubo cantos y trinos por todas partes.
Definitivamente era la madrugada; la noche había quedado atrás.
—Tengo tanto frío —dijo Lucía.
—Yo también —dijo Susana—. Caminemos un poco.
Caminaron hacia el lado oeste de la colina y miraron hacia abajo. La gran estrella casi había desaparecido. Todo el campo se veía gris oscuro, pero más allá, en el mismo fin del mundo, el mar se mostraba pálido. El cielo comenzó a teñirse de rojo. Para evitar el frío, las niñas caminaron de un lado para otro, entre el lugar donde yacía Aslan y el lado oriental de la cumbre de la colina, más veces de lo que pudieron contar. Pero, ¡oh, qué cansadas sentían sus piernas!
Se detuvieron por unos instantes y miraron hacia el mar y hacia Cair Paravel (que recién ahora podían descubrir). Poco a poco el rojo del cielo se transformó en dorado a todo lo largo de la línea en que el cielo y el mar se encuentran, y muy lentamente asomó el borde del sol. En ese momento las niñas escucharon tras ellas un ruido estrepitoso..., un gran estallido..., un sonido ensordecedor, como si un gigante hubiera roto un vidrio gigante.
—¿Qué fue eso? —preguntó Lucía, apretando el brazo de su hermana.
—Me da miedo darme vuelta —dijo Susana—. Algo horrible sucede.
—¡Están haciéndole algo todavía peor a
él
! —dijo Lucía—. ¡Vamos!
Se dio vuelta y arrastró a Susana con ella.
Todo se veía tan diferente con la salida del sol —los colores y las sombras habían cambiado—, que por un momento no vieron lo que era importante. Pero pronto, sí: la Mesa de Piedra estaba partida en dos; una gran hendidura la cruzaba de un extremo a otro. Y allí no estaba Aslan.
—¡Oh, oh! —gritaron las dos niñas, corriendo velozmente hacia la Mesa.
—¡Esto es demasiado malo! —sollozó Lucía—; ellos deben haber dejado el cuerpo abandonado...
—Pero, ¿quién hizo esto? —lloró Susana—. ¿Qué significa? ¿Será magia otra vez?
—Sí —dijo una voz fuerte a sus espaldas—. Es más magia.
Se dieron vuelta. Ahí, brillando al sol, más grande que nunca y agitando su melena (que aparentemente había vuelto a crecer), estaba Aslan en persona.
—¡Oh Aslan! —gritaron las dos niñas, mirándolo con ojos dilatados de asombro y casi tan asustadas como contentas.
—Entonces no está muerto, querido Aslan —dijo Lucía.
—Ahora no.
—No es..., no es un... —preguntó Susana con voz vacilante, sin atreverse a pronunciar la palabra
fantasma
.
Aslan inclinó la cabeza y con su lengua acarició la frente de la niña. El calor de su aliento y un agradable olor que parecía desprenderse de su pelo, la invadieron.
—¿Lo parezco? —preguntó.
—¡Es real! ¡Es real! ¡Oh Aslan! —gritó Lucía, y ambas niñas se abalanzaron sobre él y lo besaron.
—Pero, ¿qué quiere decir todo esto? —preguntó Susana cuando se calmaron un poco.
—Quiere decir —dijo Aslan— que, a pesar que la Bruja sabía de la Magia Profunda, hay una magia más profunda aún que ella no conoce. Su saber llega sólo hasta el Amanecer del Tiempo. Pero si a ella le hubiera sido posible mirar más hacia atrás, en la oscuridad y la quietud, antes que el Tiempo amaneciera, hubiese podido leer allí un encantamiento diferente. Y habría sabido que cuando una víctima voluntaria, que no ha cometido traición, es ejecutada en lugar de un traidor, la Mesa se quiebra y la Muerte misma comienza a trabajar hacia atrás. Y ahora...
—¡Oh, sí!, ¿ahora? —exclamó Lucía, saltando y aplaudiendo.
—Niñas —dijo el León—, siento que la fuerza vuelve a mí. ¡Niñas, alcáncenme si pueden!
Permaneció inmóvil por unos instantes, sus ojos iluminados y sus extremidades palpitantes, y se azotó a sí mismo con su cola. Luego saltó muy alto sobre sus cabezas y aterrizó al otro lado de la Mesa. Riendo, aunque sin saber por qué, Lucía corrió para alcanzarlo. Aslan saltó otra vez y comenzó una loca cacería que las hizo correr, siempre tras él, alrededor de la colina una y mil veces. Tan pronto no les daba esperanzas de alcanzarlo como permitía que ellas casi agarraran su cola; pasaba veloz entre las niñas, las sacudía en el aire con sus fuertes, bellas y aterciopeladas manos o se detenía inesperadamente de manera que los tres rodaban felices y reían en una confusión de piel, brazos y piernas. Era una clase de juego y de saltos que nadie ha practicado jamás fuera de Narnia. Lucía no podía determinar a qué se parecía más todo esto: si a jugar con una tempestad de truenos o con un gatito. Lo más extraño fue que cuando terminaron jadeantes al sol, las niñas no sintieron ni el más mínimo cansancio, sed o hambre.
—Ahora —dijo luego Aslan—, a trabajar. Siento que voy a rugir. Sería mejor que ustedes pongan sus dedos en sus oídos.
Así lo hicieron. Aslan se puso de pie y cuando abrió la boca para rugir, su cara adquirió una expresión tan terrible que ellas no se atrevieron a mirarlo. Vieron, en cambio, que todos los árboles frente a él se inclinaban ante el ventarrón de su rugido, como el pasto de una pradera se dobla al paso del viento.
Luego dijo:
—Tenemos una larga caminata por delante. Ustedes irán montadas en mi lomo.
Se agachó y las niñas se instalaron sobre su cálida y dorada piel. Susana iba adelante, agarrada firmemente de la melena del León. Lucía se acomodó atrás y se aferró a Susana. Con esfuerzo, Aslan se levantó con toda su carga y salió disparado colina abajo y, más rápido de lo que ningún caballo hubiera podido, se introdujo en la profundidad del bosque.
Para Lucía y Susana esa cabalgata fue, probablemente, lo más bello que les ocurrió en Narnia. Ustedes, ¿han galopado a caballo alguna vez? Piensen en ello; luego quítenle el pesado ruido de las pezuñas y el retintín de los arneses e imaginen, en cambio, el galope blando, casi sin ruido, de las grandes patas de un león. Después, en lugar del duro lomo gris o negro del caballo, trasládense a la suave aspereza de la piel dorada y vean la melena que vuela al viento. Luego imaginen que ustedes van dos veces más rápido que el más veloz de los caballos de carrera. Y, además, éste es un animal que no necesita ser guiado y que jamás se cansa. Él corre y corre, nunca tropieza, nunca vacila; continúa siempre su camino y, con habilidad perfecta, sortea los troncos de los árboles, salta los arbustos, las zarzas y los pequeños arroyos, vadea los esteros y nada para cruzar los grandes ríos. Y ustedes no cabalgan en un camino, ni en un parque ni siquiera en la Tierra, sino a través de Narnia, en primavera, bajo imponentes avenidas de hayas, y cruzan asoleados claros en medio de bosques de encinas, cubiertos de principio a fin de orquídeas silvestres y guindos de flores blancas como la nieve. Y galopan junto a ruidosas cascadas de agua, rocas cubiertas de musgos y cavernas en las que resuena el eco; suben laderas con fuertes vientos, cruzan las cumbres de montañas cubiertas de brezos, corren vertiginosamente a través de ásperas lomas y bajan, y bajan, y bajan otra vez hasta llegar al valle silvestre para recorrer enormes superficies de flores azules.
Era cerca del mediodía cuando llegaron hasta un precipicio, frente a un castillo —un castillo que parecía de juguete desde el lugar en que se encontraban— con una infinidad de torres puntiagudas. El León siguió su carrera hacia abajo, a una velocidad increíble, que aumentaba cada minuto. Antes que las niñas alcanzaran a preguntarse qué era, estaban ya al nivel del castillo. Ahora no les pareció de juguete sino, más bien, una fortaleza amenazante que se elevaba frente a ellas.
No se veía rostro alguno sobre los muros almenados y las rejas estaban firmemente cerradas. Aslan, sin disminuir en absoluto su paso, corrió directo como una bala hacia el castillo.
—¡La casa de la Bruja! —gritó—. Ahora, ¡afírmense fuerte, niñas!
En los momentos que siguieron, el mundo entero pareció girar al revés y las niñas experimentaron una sensación como si sus espíritus hubieran quedado atrás, porque el León, replegándose sobre sí mismo por un instante para tomar impulso, dio el brinco más grande de su vida y saltó —ustedes pueden decir que voló, en lugar de saltó— sobre la muralla que rodeaba el castillo. Las dos niñas, sin respiración pero sanas y salvas en el lomo del León, cayeron al centro de un enorme patio lleno de estatuas.
—¡Qué lugar tan extraordinario! —gritó Lucía—. Todos estos animales de piedra..., y gente también. Es..., es como un museo.
—¡Cállate! —le dijo Susana—. Aslan está haciendo algo.
En efecto, él había saltado hacia el león de piedra y sopló sobre él. Sin esperar un instante, giró violentamente —casi como si fuera un gato que caza su cola— y sopló también sobre el enano de piedra, el cual (como ustedes recuerdan) estaba parado a pocos metros del león, de espaldas a él. Luego se volvió con igual rapidez a la derecha para enfrentarse con un conejo de piedra y corrió de inmediato hacia dos centauros. En ese momento, Lucía dijo:
—¡Oh, Susana! ¡Mira! ¡Mira al león!
Supongo que ustedes habrán visto a alguien acercar un fósforo encendido a un extremo de un periódico y, luego, colocarlo sobre el enrejado de una chimenea apagada. Por un segundo parece que no ha sucedido nada, pero de pronto ustedes advierten una pequeña llama crepitante que recorre todo el borde del periódico. Lo que sucedió ahora fue algo similar: un segundo después que Aslan sopló sobre el león de piedra, éste se veía aún igual que antes. Pero luego un pequeño rayo de oro comenzó a correr a lo largo de su blanco y marmóreo lomo..., el rayo se esparció..., el color dorado recorrió completamente su cuerpo, como la llama lame todo un pedazo de papel..., y, mientras sus patas traseras eran todavía de piedra, el león agitó sus melena y toda la pesada y pétrea envoltura se transformó en ondas de pelo vivo. Entonces, en un prodigioso bostezo, abrió una gran boca roja y vigorosa..., y luego sus patas traseras también volvieron a vivir. Levantó una de ellas y se rascó. En ese momento divisó a Aslan y se abalanzó sobre él, saltando de alegría y, con un sollozo de felicidad, le dio lengüetazos en la cara.