El león, la bruja y el ropero (8 page)

—¡Oh! ¿Y nadie podrá ayudarnos?

—Sólo Aslan —dijo el Castor—. Tenemos que ir a su encuentro de inmediato. Es nuestra única posibilidad.

—A mí me parece importante, queridos amigos —dijo la señora Castora—, saber en qué momento escapó Edmundo. Lo que pueda informarle a ella depende de cuanto haya oído. Por ejemplo, ¿habíamos hablado de Aslan antes que él se fuera? Si no lo oyó, estaríamos bien, pues ella no sabe que Aslan ha venido a Narnia, ni que planeamos encontrarnos con él. Así la tomaremos completamente desprevenida en cuanto a esto.

—No recuerdo si él estaba aquí cuando hablamos de Aslan... —comenzó a decir Pedro, pero Lucía lo interrumpió.

—¡Oh, sí! Estaba —dijo sintiéndose realmente enferma—. ¿No recuerdas que fue él quien preguntó si la Bruja podría transformar a Aslan en piedra?

—¡Claro que sí! —dijo Pedro—. Exactamente la clase de cosas que él dice, por lo demás.

—Peor y peor —dijo el Castor—. Y luego está este otro punto: ¿Se acuerdan si él estaba aquí cuando hablamos de encontrar a Aslan en la Mesa de Piedra?

Nadie supo cuál era la respuesta a esa pregunta.

—Porque si él estaba —continuó el Castor—, entonces ella se dirigirá en su trineo en esa dirección y se instalará entre nosotros y la Mesa de Piedra. Nos atrapará en nuestro camino y de hecho, imposibilitará nuestro encuentro con Aslan.

—No es eso lo que ella hará primero —dijo la señora Castora—. No, si la conozco bien. En el preciso instante en que Edmundo le cuente que ustedes están aquí, saldrá a buscarlos; esta misma noche. Como él debe haber partido hace ya cerca de media hora, ella llegará en unos veinte minutos más.

—Tienes razón —dijo su marido—. Tenemos que salir todos de aquí inmediatamente. No hay un minuto que perder.

En casa de la Bruja

Ahora, por supuesto, ustedes quieren saber qué le había sucedido a Edmundo. Había comido de todo en la casa del Castor, pero no pudo gozar de nada, porque durante ese tiempo sólo pensó en las
Delicias turcas
, y no hay nada que eche a perder más el gusto de una buena comida como el recuerdo de otra comida mágica pero perversa. También había escuchado la conversación, la cual tampoco le agradó mucho porque él seguía convencido que los demás no lo tomaban en cuenta ni le hacían ningún caso. A decir verdad, no era así, pero lo imaginaba.

Escuchó lo que hablaban hasta el momento en que el Castor se refirió a Aslan y a los preparativos para encontrarlo en la Mesa de Piedra. Fue entonces cuando comenzó a avanzar muy despacio y disimuladamente hacia la cortina que colgaba sobre la puerta. El nombre de Aslan le provocaba un sentimiento misterioso de horror, así como en los demás producía sólo sensaciones agradables.

Cuando el Castor les repetía el verso sobre
La carne de Adán y los huesos de Adán
, justo en ese momento Edmundo daba vuelta silenciosamente a la manija de la puerta. Antes que el Castor les relatara que la Bruja no era realmente humana, sino mitad gigante y mitad
Jinn
, Edmundo salió de la casa, y con el mayor cuidado cerró la puerta tras él.

A pesar de todo, ustedes no deben pensar que Edmundo era tan malvado como para desear que sus hermanos fueran transformados en piedra. Lo que sí quería era comer
Delicias turcas
y ser un Príncipe (y, más tarde, un Rey) y, también, devolverle la mano a Pedro por haberlo llamado «animal».

En cuanto a lo que la Bruja pudiera hacer a los demás, no quería que fuera muy amable con sus hermanos —no quería, por supuesto, que los pusiera a la misma altura que a él—, pero creía, o trataba de convencerse que creía, que ella no les haría nada especialmente malo. «Porque —se dijo— todas esas personas que hablan mal de ella y cuentan cosas horribles, son sus enemigos. A lo mejor ni siquiera la mitad de lo que dicen es verdad. Fue muy encantadora conmigo, mucho más que todos ellos. Confío en que ella es, verdaderamente, la Reina Legítima. ¡De todas maneras, debe ser mejor que el temible Aslan!»

Al fin, ésa fue la excusa que elaboró en su propia mente. Sin embargo no era una buena excusa, pues en lo más profundo de su ser sabía que la Bruja Blanca era mala y cruel.

Cuando Edmundo salió, lo primero que vio fue la nieve que caía alrededor de él; se dio cuenta entonces que había dejado su abrigo en casa del Castor y, por supuesto, ahora no tenía ninguna posibilidad de volver a buscarlo. Ese fue su primer tropiezo. Luego advirtió que la luz del día casi había desaparecido. Eran cerca de las tres de la tarde en el momento en que se habían sentado a comer, y en el invierno los días son muy cortos. No había contado con este problema; tendría que arreglárselas lo mejor que pudiera. Se subió el cuello y caminó por el dique (afortunadamente no estaba tan resbaladizo desde que había nevado) hacia la lejana ribera del río.

Cuando llegó a la orilla, las cosas se pusieron peores. Estaba cada vez más oscuro, y esto, junto a los copos de nieve que giraban a su alrededor como un remolino, no lo dejaba ver a más de tres metros delante de él. Tampoco existía un camino. Se deslizó muy profundamente por montones de nieve, se arrastró en lodazales helados, tropezó con árboles caídos, resbaló en la ribera del río, golpeó sus piernas contra las rocas..., hasta que estuvo empapado, muerto de frío y completamente magullado. El silencio y la soledad eran aterradores. Realmente creo que podría haber olvidado su plan y regresado para recuperar la amistad de los demás, si no se le hubiera ocurrido decirse a sí mismo: «Cuando sea Rey de Narnia, lo primero que haré será construir buenos caminos». Por supuesto, la idea de ser Rey y de todas las cosas que podría hacer, le dio bastante ánimo.

En su mente decidió qué clase de palacio tendría, cuántos autos; pensó con lujo de detalles en cómo sería su propia sala de cine, donde correrían los principales trenes, las leyes que dictaría contra los castores y sus, diques... Estaba dando los toques finales a algunos proyectos para mantener a Pedro en su lugar, cuando el tiempo cambió. Primero dejó de nevar. Luego se levantó un viento huracanado y sobrevino un frío intenso que congelaba hasta los huesos. Finalmente las nubes se abrieron y apareció la luna. Era luna llena y brillaba en tal forma sobre la nieve que todo se iluminó como si fuera de día. Sólo las sombras producían cierta confusión.

Si la luna no hubiera aparecido en el momento en que se llegaba al otro río, Edmundo nunca habría encontrado su camino. Ustedes recordarán que él había visto (cuando llegaron a la casa del Castor) un pequeño río que, allá abajo, desembocaba en el río grande. Ahora había llegado hasta allí y debía continuar por el valle. Pero éste era mucho más abrupto y rocoso que el que acababa de dejar. Estaba tan lleno de matorrales y arbustos, que si hubiera estado oscuro habría podido avanzar. Incluso, así, el niño se empapó porque debía caminar inclinado para pasar bajo las ramas y éstas estaban cargadas de nieve, y la nieve se deslizaba continuamente y en grandes cantidades sobre su espalda. Cada vez que esto sucedía, pensaba más y más en cuánto odiaba a Pedro..., como si realmente todo lo que le pasaba fuera culpa de él.

Al fin llegó a un lugar en que la superficie era más suave y lisa, y donde el valle se abría. Allí, al otro lado del río, bastante cerca de él, en el centro de un pequeño plano entre dos colinas, vio lo que debía ser la casa de la Bruja Blanca. La luna alumbraba ahora más que nunca. La casa era en realidad un castillo con una infinidad de torres. Pequeñas torres largas y puntiagudas se alzaban al cielo como delgadas agujas. Parecían inmensos conos o gorros de bruja. Brillaban a la luz de la luna y sus largas sombras se veían muy extrañas en la nieve. Edmundo comenzó a sentir miedo de esa casa.

Pero era demasiado tarde para pensar en regresar. Cruzó el río sobre el hielo y se dirigió al castillo. Nada se movía; no se oía ni el más leve ruido en ninguna parte. Incluso sus propios pasos eran silenciados por la nieve recién caída. Caminó y caminó, dio vuelta una esquina tras otra esquina de la casa, pasó torrecilla tras torrecilla... Tuvo que rodear el lado más lejano antes de encontrar la puerta de entrada. Era un inmenso arco con grandes rejas de hierro que estaban abiertas de par en par. Edmundo se acercó cautelosamente y se escondió tras el arco. Desde allí miró el patio, donde vio algo que casi paralizó los latidos de su corazón. Dentro de la reja se encontraba un inmenso león; estaba encogido sobre sus patas como si estuviera a punto de saltar. La luz de la luna brillaba sobre el animal. Oculto en la sombra del arco, Edmundo no sabía qué hacer. Sus rodillas temblaban y continuar su camino lo asustaba tanto como regresar. Permaneció allí tanto rato que sus dientes habrían castañeteado de frío si no hubieran castañeteado antes de miedo. ¿Por cuántas horas se prolongó esta situación? Realmente no lo sé, pero para Edmundo fue como una eternidad.

Por fin se preguntó por qué el león estaba tan inmóvil. No se había movido ni un centímetro desde que lo descubrió. Se aventuró un poco más adentro, pero siempre se mantuvo en la sombra del arco, tanto como le fue posible. Ahora observó que, por la forma en que el león estaba parado, no podía haberlo visto. («Pero, ¿y si volviera la cabeza?», pensó Edmundo.) En efecto, el león miraba fijamente hacia otra cosa..., miraba a un pequeño enano que le daba la espalda y que se encontraba a poco más de un metro de distancia.

—¡Ajá! —murmuró Edmundo—. Cuando el león salte sobre el enano, yo tendré la oportunidad de escapar.

Sin embargo, el león no se movió y tampoco lo hizo el enano. Y ahora, por fin, Edmundo se acordó de lo que le habían contado: la Bruja Blanca transformaba a sus enemigos en piedra. A lo mejor éste no era más que un león de piedra. Y tan pronto como pensó en esto, advirtió que la espalda del animal, así como su cabeza, estaba cubierta de nieve. ¡Por cierto que era una estatua! Ningún animal vivo se habría quedado tan tranquilo mientras se cubría de nieve. Entonces, muy lentamente y con el corazón latiendo como si fuera a estallar, Edmundo se arriesgó a acercarse al león. Casi no se atrevía a tocarlo, hasta que, por fin, rápidamente puso una mano sobre él. ¡Era sólo una fría piedra! ¡Había estado aterrado por una simple piedra!

El alivio fue tan grande que, a pesar del frío, Edmundo sintió que una ola de calor lo invadía hasta los pies. Al mismo tiempo acudió a su mente una idea que le pareció la más perfecta y maravillosa: «Probablemente, éste es Aslan, el gran León. Ella ya lo atrapó y lo convirtió en estatua de piedra. ¡Éste es el final de todas esas magníficas esperanzas depositadas en él! ¡Bah! ¿Quién le tiene miedo a Aslan?»

Se quedó ahí, rondando la estatua, y repentinamente hizo algo muy tonto e infantil. Sacó un lápiz de su bolsillo y dibujo unos feos bigotes sobre el labio superior del león y un par de anteojos sobre sus ojos. Entonces dijo:

—¡Ya! ¡Aslan, viejo tonto! ¿Qué tal te sientes convertido en piedra? ¿Te creías muy poderoso, eh?

A pesar de los garabatos, la gran bestia de piedra se veía tan triste y noble, con su mirada dirigida hacia la luna, que Edmundo no consiguió divertirse con sus propias burlas. Se dio media vuelta y comenzó a cruzar el patio.

Ya traspasaba el centro cuando advirtió que en ese lugar había docenas de estatuas: sátiros de piedra, lobos de piedra, osos, zorros, gatos monteses de piedra..., todas inmóviles como si se tratara de las piezas en un tablero de ajedrez, cuando el juego está a mitad de camino. Había figuras encantadoras que parecían mujeres, pero eran, en realidad, los espíritus de los árboles. Allí se encontraban también la gran figura de un centauro, un caballo alado y una criatura larga y flexible que Edmundo tomó por un dragón. Se veían todos tan extraños parados allí, como si estuvieran vivos y completamente inmóviles, bajo el frío brillo de la luz de la luna. Todo era tan misterioso, tan espectral, que no era nada fácil cruzar ese patio.

Justo en el centro había una figura enorme. Aunque tan alta como un árbol, tenía forma de hombre, con una cara feroz, una barba hirsuta y una gran porra en su mano derecha. A pesar que Edmundo sabía que ese gigante era sólo una piedra y no un ser vivo, no le agradó en absoluto pasar a su lado.

En ese momento vio una luz tenue que mostraba el vano de una puerta en el lado más alejado del patio. Caminó hacia ese lugar. Se encontró con unas gradas de piedra que conducían hasta una puerta abierta. Edmundo subió. Atravesado en el umbral yacía un enorme lobo.

—¡Está bien! ¡Está bien! —murmuró—. Es sólo otro lobo de piedra. No puede hacerme ningún daño.

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