El león, la bruja y el ropero (7 page)

Mientras tanto las niñas ayudaban a la señora Castora. Llenaron la tetera, arreglaron la mesa, cortaron el pan, colocaron las fuentes en el horno, pusieron la sartén al fuego y calentaron la grasa gota a gota. También sacaron cerveza de un barril que se encontraba en un rincón de la casa, y llenaron un enorme jarro para el señor Castor. Lucía pensaba que los Castores tenían una casita muy confortable, aunque no se asemejaba en nada a la cueva del señor Tumnus. No se veían libros ni cuadros y, en lugar de camas, había literas adosadas a la pared, como en los buques. Del techo colgaban jamones y trenzas de cebollas. Y alrededor de la habitación, contra las murallas, había botas de goma, ropa impermeable, hachas, grandes tijeras, palas, lianas, vasijas para transportar materiales de construcción, cañas de pescar, redes y sacos. Y el mantel que cubría la mesa, aunque muy limpio, era áspero y tosco.

En el preciso momento en que el aceite chirriaba en la sartén, el Castor y Pedro regresaron con el pescado ya preparado para freírlo. El Castor lo había abierto con su cuchillo y lo había limpiado antes de entrar en la casa. Pueden ustedes imaginar qué bien huele mientras se fríe un pescado recién sacado del agua y cuánto más hambrientos estarían los niños antes que la señora Castora dijera:

—Ahora estamos casi listos.

Susana retiró las papas del agua en que se habían cocido y las puso en una marmita para secarlas cerca del fogón, mientras Lucía ayudaba a la señora Castora a disponer las truchas en una fuente. En pocos segundos cada uno tomó un banquillo (todos eran de tres patas, sólo la señora Castora tenía una mecedora especial cerca del fuego) y se preparó para ese agradable momento. Había un jarro de leche cremosa para los niños (el Castor se aferraba a su cerveza), y, al centro de la mesa, un gran trozo de mantequilla, para que cada uno le pusiera a las papas toda la que quisiese. Los niños pensaron —y yo estoy de acuerdo con ellos— que no había nada más exquisito en el mundo que un pescado recién salido del agua y cocinado al instante. Cuando terminaron con las truchas, la señora Castora retiró del horno un inesperado, humeante y glorioso rollo de bizcocho con mermelada. Al mismo tiempo, movió la tetera en el fuego para preparar el té. Así, después del postre, cada uno tomó su taza de té, empujó su banquillo para arrimarlo a la pared, y volvió a sentarse cómodo y satisfecho.

—Y ahora —dijo el Castor, empujando lejos su jarro de cerveza ya vacío y acercando su taza de té—, si ustedes esperan sólo a que yo encienda mi pipa, podremos hablar de nuestros asuntos. Está nevando otra vez —agregó, volviendo sus ojos hacia la ventana—. Me parece espléndido, porque así no tendremos visitas; y si alguien ha tratado de seguirnos, ya no podrá encontrar ninguna huella.

Lo que sucedió después de la Comida

—Cuéntenos ahora, por favor, qué le pasó al señor Tumnus —dijo Lucía.

—¡Ah, eso está mal! —dijo el Castor, moviendo la cabeza—. Es un asunto muy, muy malo. No hay duda alguna del hecho que se lo llevó la policía. Lo supe por un pájaro que estuvo presente cuando lo apresaron.

—Pero, ¿a dónde lo llevaron? —preguntó Lucía.

—Bueno, ellos iban rumbo al norte la última vez que los vieron. Todos sabemos lo que eso significa.

—Nosotros no —dijo Susana.

El Castor movió la cabeza con desaliento.

—Temo que lo llevaron a la casa de
ella
.

—Pero, ¿qué le harán, señor Castor? —insistió Lucía, con ansiedad.

—No se puede saber con certeza. No son muchos los que han regresado después de haber sido llevados allá. Estatuas... Dicen que ese lugar está lleno de estatuas. En el jardín, en las escalinatas, en el salón... Gente que ella ha transformado... —se detuvo y se estremeció—, transformado en piedra.

—Pero, señor Castor —dijo Lucía—, nosotros podemos..., mejor dicho, debemos hacer algo para salvarlo. Es demasiado espantoso que todo esto sea por mi culpa.

—No me queda duda del hecho que tú lo salvarías si pudieras, queridita —dijo la señora Castora—. Sin embargo, no hay ninguna posibilidad de entrar en esa casa contra la voluntad de ella, ni menos de salir con vida.

—¿No podríamos planear alguna estratagema? —preguntó Pedro—. Como disfrazarnos o pretender que somos..., buhoneros o cualquier cosa..., o vigilar hasta que ella salga..., o... ¡Caramba! Tiene que haber una manera. Este Fauno se arriesgó para salvar a mi hermana. No podemos permitir que se convierta..., que sea..., que hagan eso con él.

—Eso no serviría para nada, Hijo de Adán —dijo el Castor—. Tu intento sería muy complicado para todos y no serviría para nada. Pero ahora que Aslan está en movimiento.

—¡Oh, sí! Cuéntenos de Aslan —dijeron varias voces al mismo tiempo. Otra vez los invadió ese extraño sentimiento..., como si para ellos hubiera llegado la primavera, como si hubieran recibido muy buenas noticias.

—¿Quién es Aslan? —preguntó Susana.

—¿Aslan? ¡Cómo! ¿Es que ustedes no lo saben? Es el Rey. Es el Señor de todo el bosque, pero no viene muy a menudo. Jamás en mi tiempo, ni en el tiempo de mi padre. Sin embargo, corre la voz que él ha vuelto. Está en Narnia en este momento y pondrá a la Reina en el lugar que le corresponde. Él va a salvar al señor Tumnus; no ustedes.

—¿Y no lo transformará en piedra? —preguntó Edmundo.

—¡Por Dios, Hijo de Adán! ¡Qué simpleza dices! —dijo el Castor y rió a carcajadas—. ¿Convertirlo
a él
en piedra? Si ella logra sostenerse en sus dos piernas y mirarlo a la cara, eso será lo más que pueda hacer y, en todo caso, mucho más de lo que yo creo. No, no. Él pondrá todo en orden, como dicen estos antiguos versos:

El mal se trocará en bien, cuando Aslan aparezca.

Ante el sonido de su rugido, las penas desaparecerán.

Cuando descubra sus dientes, el invierno encontrará su muerte.

Y cuando agite su melena, tendremos nuevamente primavera.

—Entenderán todo cuando lo vean —concluyó el Castor.

—Pero, ¿lo veremos? —preguntó Lucía.

—Para eso los traje aquí, Hija de Eva. Los voy a guiar hasta el lugar adonde se encontrarán con él.

—¿Es..., es un hombre? —preguntó Lucía, vacilando.

—¡Aslan, un hombre! —exclamó el Castor, con voz severa—. Ciertamente, no. Ya les dije que es el Rey del bosque y el hijo del gran Emperador más allá de los Mares. ¿No saben quién es el Rey de los Animales? Aslan es un león...
El León
, el gran león.

—¡Oh! —exclamó Susana—. Pensé que era un hombre. Y él..., ¿se puede confiar en él? Creo que me sentiré bastante nerviosa al conocer a un León.

—Así será, queridita —dijo la señora Castora—. Eso es lo normal. Si hay alguien que pueda presentarse ante Aslan sin que le tiemblen las rodillas, o es más valiente que nadie en el mundo, o es, simplemente, un tonto.

—Entonces, es peligroso —dijo Lucía.

—¿Peligroso? —dijo el Castor—. ¿No oyeron lo que les dijo la señora Castora? ¿Quién ha dicho algo sobre peligro? ¡Por supuesto que es peligroso! Pero es bueno. Es el Rey, les aseguro.

—Estoy deseoso de conocerlo —dijo Pedro—. Aunque sienta miedo cuando llegue el momento.

—Eso está bien, Hijo de Adán —dijo el Castor, dando un manotazo tan fuerte sobre la mesa que hizo cascabelear las tazas y los platillos—. Lo conocerás. Corre la voz que ustedes se reunirán con él, mañana si pueden, en la Mesa de Piedra.

—¿Dónde queda eso? —preguntó Lucía.

—Les mostraré el camino —dijo el Castor—. Es río abajo, bastante lejos de aquí. Los guiaré hacia él.

—Pero, entretanto, ¿qué pasará con el pobre señor Tumnus? —dijo Lucía.

—El modo más rápido de ayudarlo es ir a reunirse con Aslan —dijo el Castor—. Una vez que esté con nosotros, podemos comenzar a hacer algo. Pero esto no quiere decir que no los necesitemos a ustedes también. Hay otro antiguo poema que dice así:

Cuando la carne de Adán y los huesos de Adán

se sienten en el Trono de Cair Paravel,

los malos tiempos habrán sido desterrados para siempre.

—Por esto —agregó el Castor—, dedujimos que todo está cerca del fin: él ha venido y ustedes también. Nosotros sabíamos de la venida de Aslan a estos lugares desde hace mucho tiempo. Nadie puede precisar cuándo. Pero nunca uno de la raza de ustedes se había visto antes por aquí, jamás.

—Eso es lo que yo no entiendo, señor —dijo Pedro—. La Bruja, ¿no es un ser humano?

—Eso es lo que ella quiere que creamos —dijo el Castor—. Y precisamente en eso se basa ella para reclamar su derecho a ser Reina. Pero ella no es Hija de Eva. Viene de Adán, el padre de ustedes... (aquí el Castor hizo una reverencia) y de su primera mujer, que ellos llaman Lilith. Ella era uno de los
Jinn
. Esto es por un lado. Por el otro, ella desciende de los gigantes. No, no. No hay una gota de sangre Humana en la Bruja.

—Por eso ella es tan malvada —agregó la señora Castora.

—Verdaderamente —asintió el Castor—. Puede haber dos tipos de personas entre los Humanos (sin pretender que esto sea una ofensa para quienes nos acompañan), pero no hay dos tipos para lo que parece Humano y no lo es.

—Yo he conocido enanos buenos —dijo la señora Castora.

—Yo también, ahora que lo mencionas —dijo su marido—, aunque bastante pocos, y éstos eran los menos parecidos a los hombres. Pero, en general (oigan mi consejo), cuando conozcan algo que va a ser Humano pero todavía no lo es, o que era Humano y ya no lo es, o que debería ser Humano y no lo es, mantengan los ojos fijos en él y el hacha en la mano. Por eso es que la Bruja siempre está vigilando que no haya Humanos en Narnia. Ella los ha estado esperando por años, y si supiera que ustedes son cuatro, se tornaría mucho más peligrosa.

—¿Qué tiene que ver todo esto con lo que hablamos? —preguntó Pedro.

—Es otra profecía —dijo el Castor—. En Cair Paravel (el castillo que está en la costa, en la desembocadura de este río y donde tendría que estar la capital del país, si todo fuera como debería ser) hay cuatro tronos. En Narnia, desde tiempos inmemoriales, se dice que cuando dos Hijos de Adán y dos Hijas de Eva ocupen esos cuatro tronos, no sólo el reinado de la Bruja Blanca llegará a su fin sino también su vida. Por eso debíamos ser tan cautelosos en nuestro camino. Si ella supiera algo de ustedes cuatro, sus vidas no valdrían ni siquiera un pelo de mi barba.

Los niños estaban tan concentrados en lo que el Castor les estaba contando, que nada fuera de esto llamó su atención por un largo rato. Entonces, en un momento de silencio que siguió a las últimas palabras del Castor, Lucía preguntó sobresaltada:

—¿Dónde está Edmundo?

Hubo una pausa terrible y luego todos comenzaron a preguntar: «¿Quién había sido el último que lo vio? ¿Cuánto tiempo hacía que no estaba allí? ¿Estaría fuera de la casa?». Corrieron a la puerta. La nieve caía espesa y constantemente. Toda la superficie de hielo verde había desaparecido bajo un grueso manto blanco y desde el lugar donde se encontraba la pequeña casa, en el centro del dique, difícilmente se divisaba cualquiera de las dos orillas del río. Salieron y dieron vueltas alrededor de la casa en todas direcciones, mientras se hundían hasta las rodillas en la suave nieve recién caída. «¡Edmundo, Edmundo!», llamaron hasta quedar roncos. Pero el silencioso caer de la nieva parecía amortiguar sus voces y ni siquiera un eco les respondió.

—¡Qué horror! —exclamó Susana, cuando por fin volvieron a entrar desesperados—. ¡Cómo me arrepiento de haber venido!

—¡Dios mío!... ¿Qué podemos hacer, señor Castor? —dijo Pedro.

—¿Hacer? —dijo el Castor, que ya se estaba poniendo las botas para la nieve—. ¿Hacer? Debemos irnos inmediatamente, sin perder un instante.

—Mejor será que nos dividamos en cuatro —dijo Pedro—, y así todos iremos en distintas direcciones. El que lo encuentre, deberá volver aquí de inmediato y...

—¿Dividirnos, Hijo de Adán? —preguntó el Castor—. ¿Para qué?

—Para encontrar a Edmundo, por supuesto —dijo Pedro, un tanto alterado.

—No vale la pena buscarlo a él —contestó el Castor.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Susana—. No puede estar muy lejos y tenemos que encontrarlo. Pero, ¿qué quiere decir usted con eso que no servirá de nada buscarlo?

—La razón por la que les digo que no vale la pena buscarlo es porque todos sabemos dónde está.

Los niños lo miraron sorprendidos.

—¿No entienden? —insistió el Castor—. Se ha ido con ella, con la Bruja Blanca. Nos traicionó a todos.

—¡Oh..., realmente! Él no puede haber hecho eso —exclamó Susana.

—¿No puede? —dijo el Castor mirando duramente a los tres niños.

Todo lo que ellos querían decir murió en sus labios. Cada uno tuvo, de pronto, la certeza que era eso, exactamente, lo que Edmundo había hecho.

—Pero, ¿conocerá siquiera el camino? —preguntó Pedro.

El Castor contestó con otra pregunta:

—¿Había estado aquí antes? ¿Había estado alguna vez él solo aquí?

—Sí —dijo Lucía, casi en un murmullo—; me temo que sí.

—¿Y les contó lo que había hecho o con quién se había encontrado?

—No, no lo hizo —dijo Pedro.

—Tomen nota de mis palabras entonces —dijo el Castor—. Conoció a la Bruja Blanca, está de su parte, y sabe dónde vive. No quise mencionar esto antes (después de todo él es hermano de ustedes), pero en el momento en que puse mis ojos en ese niño, me dije a mí mismo: «Es un traidor». Tenía la mirada de los que han estado con la Bruja Blanca y han probado su comida. Si uno ha vivido largo tiempo en Narnia, los distingue de inmediato. Hay algo en sus ojos, en su modo de mirar.

—Igual tenemos que buscarlo —dijo Pedro con voz ahogada—. Es nuestro hermano, a pesar de todo, aunque esté actuando como una pequeña bestia. Es sólo un niño.

—¿Irán entonces a casa de la Bruja? —preguntó la señora Castora—. ¿No ven que la única manera de salvarlo a él o de salvarse ustedes es permanecer lejos de ella?

—¿Qué quiere decir, señora Castora? —dijo Lucía.

—Todo lo que ella desea en este mundo es atraparlos a ustedes, a los cuatro. Ella siempre está pensando en esos cuatro tronos de Cair Paravel. Una vez que se encuentren dentro de su casa, su trabajo estará concluido..., y habrá cuatro nuevas estatuas en su colección, antes que ustedes puedan siquiera hablar. En cambio, ella mantendrá vivo a su hermano, mientras sea el único que ella tiene, porque lo usará como señuelo, como carnada para atraparlos a todos.

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