El león, la bruja y el ropero (2 page)

Era un poco más alta que Lucía. Sobre su cabeza llevaba un paraguas todo blanco de nieve. De la cintura hacia arriba tenía el aspecto de un hombre, pero sus piernas, cubiertas de pelo negro y brillante, parecían las extremidades de un cabrío. En lugar de pies tenía pezuñas.

En un comienzo, la niña no advirtió que también tenía cola, pues la llevaba enrollada en el mango del paraguas para evitar que se arrastrara por la nieve. Una bufanda roja le cubría el cuello y su piel era también rojiza. El rostro era pequeño y extraño pero agradable; tenía una barba rizada y un par de cuernos a los lados de la frente. Mientras en una mano llevaba el paraguas, en la otra sostenía varios paquetes con papel de color café. Éstos y la nieve hacían recordar las compras de Navidad. Era un Fauno. Y cuando vio a Lucía, su sorpresa fue tan grande que todos los paquetes rodaron por el suelo.

—¡Cielos! —exclamó el Fauno.

Lo que Lucía encontró allí

—Buenas tardes —saludó Lucía. Pero el Fauno estaba tan ocupado recogiendo sus paquetes que no contestó. Cuando hubo terminado le hizo una pequeña reverencia.

—Buenas tardes, buenas tardes —dijo. Y agregó después de un instante—: Perdóname, no quisiera parecer impertinente, pero, ¿eres tú lo que llaman una Hija de Eva?

—Me llamo Lucía —respondió ella, sin entenderle muy bien.

—Pero, ¿tú eres lo que llaman una niña?

—¡Por supuesto que soy una niña! —exclamó Lucía.

—¿Verdaderamente eres humana?

—¡Claro que soy humana! —respondió Lucía, todavía un poco confundida.

—Seguro, seguro —dijo el Fauno—. ¡Qué tonto soy! Pero nunca había visto a un Hijo de Adán ni a una Hija de Eva. Estoy encantado.

Se detuvo como si hubiera estado a punto de decir algo y recordar a tiempo que no debía hacerlo.

—Encantado, encantado —repitió luego—. Permíteme que me presente. Mi nombre es Tumnus.

—Encantada de conocerle, señor Tumnus —dijo Lucía.

—Y se puede saber, ¡oh, Lucía, Hija de Eva!, ¿cómo llegaste a Narnia? —preguntó el señor Tumnus.

—¿Narnia? ¿Qué es eso?

—Esta es la tierra de Narnia —dijo el Fauno—, donde estamos ahora. Todo lo que se encuentra entre el farol y el gran castillo de Cair Paravel en el mar del este. Y tú, ¿vienes de los bosques salvajes del oeste?

—Yo llegué..., llegué a través del ropero que está en el cuarto vacío —respondió Lucía, vacilando.

—¡Ah! —dijo el señor Tumnus con voz melancólica—, si hubiera estudiado geografía con más empeño cuando era un pequeño fauno, sin duda sabría todo acerca de esos extraños países. Ahora es demasiado tarde.

—¡Pero si esos no son países! —dijo Lucía casi riendo—. El ropero está ahí, un poco más atrás..., creo... No estoy segura. Es verano allí ahora.

—Ahora es invierno en Narnia; es invierno siempre, desde hace mucho... Pero si seguimos conversando en la nieve nos vamos a resfriar los dos. Hija de Eva, de la lejana tierra del Cuarto Vacío, donde el eterno verano reina alrededor de la luminosa ciudad del Ropero, ¿te gustaría venir a tomar el té conmigo?

—Gracias, señor Tumnus, pero pienso que quizás ya es hora de regresar.

—Es a la vuelta de la esquina, no más. Habrá un buen fuego, tostadas, sardinas y torta —insistió el Fauno.

—Es muy amable de su parte —dijo Lucía—. Pero no podré quedarme mucho rato.

—Tómate de mi brazo, Hija de Eva —dijo el señor Tumnus—. Llevaré el paraguas para los dos. Por aquí, vamos.

Así fue como Lucía se encontró caminando por el bosque del brazo con esta extraña criatura, igual que si se hubieran conocido durante toda la vida.

No habían ido muy lejos aún, cuando llegaron a un lugar donde el suelo se tornó áspero y rocoso. Hacia arriba y hacia abajo de las colinas había piedras. Al pie de un pequeño valle el señor Tumnus se volvió de repente y caminó derecho hacia una roca gigantesca. Sólo en el momento en que estuvieron muy cerca de ella, Lucía descubrió que él la conducía a la entrada de una cueva. En cuanto se encontraron en el interior, la niña se vio inundada por la luz del fuego. El señor Tumnus recogió una brasa con un par de tenazas y encendió una lámpara.

—Ahora falta poco —dijo, e inmediatamente puso la tetera a calentar.

Lucía pensaba que no había estado nunca en un lugar más acogedor. Era una pequeña, limpia y seca cueva de piedra roja con una alfombra en el suelo, dos sillas («una para mí y otra para un amiga», dijo el señor Tumnus), una mesa, una cómoda, una repisa sobre la chimenea, y más arriba, dominándolo todo, el retrato de un viejo Fauno con barba gris. En un rincón había una puerta; Lucía supuso que comunicaba con el dormitorio del señor Tumnus. En una de las paredes se apoyaba un estante repleto de libros. La niña miraba todo mientras él preparaba la mesa para el té. Algunos de los títulos eran
La Vida y las Cartas de Sileno
,
Las Ninfas y sus Costumbres
,
Hombres, Monjes y Deportistas
,
Estudio de la Leyenda Popular
,
¿Es el Hombre un Mito?
, y muchos más.

—Hija de Eva —dijo el Fauno—, ya está todo preparado.

Y realmente fue un té maravilloso. Hubo un rico huevo dorado para cada uno, sardinas en pan tostado, tostadas con mantequilla y con miel, y una torta espolvoreada con azúcar. Cuando Lucía se cansó de comer, el Fauno comenzó a hablar. Sus relatos sobre la vida en el bosque eran fantásticos. Le contó acerca de bailes en la medianoche, cuando las Ninfas que vivían en las vertientes y las Dríades que habitaban en los árboles salían a danzar con los Faunos; de las largas partidas de cacería tras el Venado Blanco, en las cuales se cumplían los deseos del que lo capturaba; sobre las celebraciones y la búsqueda de tesoros con los Enanos Rojos salvajes, en minas y cavernas muy por debajo del suelo. Por último, le habló también de los veranos, cuando los bosques eran verdes y el viejo Sileno los visitaba en su gordo burro. A veces llegaba a verlos el propio Baco y entonces por los ríos corría vino en lugar de agua y el bosque se transformaba en una fiesta que se prolongaba por semanas sin fin.

—Ahora es siempre invierno —agregó taciturno.

Entonces para alegrarse tomó un estuche que estaba sobre la cómoda, sacó de él una extraña flauta que parecía hecha de paja y empezó a tocar.

Al escuchar la melodía, Lucía sintió ansias de llorar, reír, bailar y dormir, todo al mismo tiempo. Debían haber transcurrido varias horas cuando despertó bruscamente, y dijo:

—Señor Tumnus, siento interrumpirlo, pero tengo que irme a casa. Sólo quería quedarme unos minutos...

—No es bueno
ahora
, tú sabes —le dijo el Fauno, dejando la flauta. Parecía acongojado por ella.

—¿Que no es bueno? —dijo ella, dando un salto. Asustada e inquieta agregó—: ¿Qué quiere decir? Tengo que volver a casa al instante. Ya deben estar preocupados.

Un momento después, al ver que los ojos del Fauno estaban llenos de lágrimas, volvió a preguntar:

—¡Señor Tumnus! ¿Cuál es realmente el problema?

El Fauno continuó llorando. Las lágrimas comenzaron a deslizarse por sus mejillas y pronto corrieron por la punta de su nariz. Finalmente se cubrió el rostro con las manos y comenzó a sollozar.

—¡Señor Tumnus! ¡Señor Tumnus! —exclamó Lucía con desesperación—. ¡No llore así! ¿Qué es lo que pasa? ¿No se siente bien? Querido señor Tumnus, cuénteme qué es lo que está mal.

Pero el Fauno continuó estremeciéndose como si tuviera el corazón destrozado. Aunque Lucía lo abrazó y le prestó su pañuelo, no pudo detenerse. Solamente tomó el pañuelo y lo usó para secar sus lágrimas que continuaban cayendo sin interrupción. Y cuando estaba demasiado mojado, lo estrujaba con sus dos manos. Tanto lo estrujó, que pronto Lucía estuvo de pie en un suelo completamente húmedo.

—¡Señor Tumnus! —gritó Lucía en su oído, al mismo tiempo que lo remecía—. No llore más, por favor. Pare inmediatamente de llorar. Debería avergonzarse. Un Fauno mayor, como usted. Pero dígame, ¿por qué llora usted?

—¡Oh!, ¡oh!, ¡oh! —sollozó—, lloro porque soy un Fauno malvado.

—Yo no creo eso. De ninguna manera —dijo Lucía—. De hecho, usted es el Fauno más encantador que he conocido.

—¡Oh! No dirías eso si tú supieras —replicó el señor Tumnus entre suspiros—. Soy un Fauno malo. No creo que nunca haya habido uno peor que yo desde que el mundo es mundo.

—Pero, ¿qué es lo que ha hecho? —preguntó Lucía.

—Mi viejo padre —dijo el Fauno— jamás hubiera hecho una cosa semejante. ¿Lo ves? Su retrato está sobre la chimenea.

—¿Qué es lo que no hubiera hecho su padre?

—Lo que yo he hecho —respondió el Fauno—. Servir a la Bruja Blanca. Eso es lo que yo soy. Un sirviente pagado por la Bruja Blanca.

—¿La Bruja Blanca? ¿Quién es?

—¡Ah! Ella es quien tiene a Narnia completamente en sus manos. Ella es quien mantiene el invierno para siempre. Siempre invierno y nunca Navidad. ¿Te imaginas lo que es eso?

—¡Qué terrible! —dijo Lucía—. Pero, ¿qué trabajo hace usted para que ella le pague?

—Eso es lo peor. Soy yo el que rapta para ella. Eso es lo que soy: un raptor. Mírame, Hija de Eva. ¿Crees que soy la clase de Fauno que cuando se encuentra con un pobre niño inocente en el bosque, se hace su amigo y lo invita a su casa en la cueva, sólo para dormirlo con música y entregarlo luego a la Bruja Blanca?

—No —dijo Lucía—. Estoy segura que usted no haría nada semejante.

—Pero lo he hecho —dijo el Fauno.

—Bien —continuó Lucía, lentamente (porque quería ser muy franca, pero, a la vez, no deseaba ser demasiado dura con él)—, eso es muy malo, pero usted está tan arrepentido que estoy segura que no lo hará de nuevo.

—¡Hija de Eva! ¿Es que no entiendes? —exclamó el Fauno—. No es algo que yo haya hecho. Es algo que estoy haciendo en este preciso instante.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Lucía, poniéndose blanca como la nieve.

—Tú eres el niño —dijo el señor Tumnus—. La Bruja Blanca me había ordenado que si alguna vez encontraba a un Hijo de Adán o a una Hija de Eva en el bosque, tenía que aprehenderlo y llevárselo. Tú eres la primera que yo he conocido. Pretendí ser tu amigo, te invité a tomar el té y he esperado todo el tiempo que estuvieras dormida para llevarte hasta ella.

—¡Ah, no! Usted no lo hará, señor Tumnus —dijo Lucía—. Realmente usted no lo hará. De verdad, no debe hacerlo.

—Y si yo no lo hago —dijo él, comenzando a llorar de nuevo—, ella lo sabrá. Y me cortará la cola, me arrancará los cuernos y la barba. Agitará su vara sobre mis lindas pezuñas divididas al centro y las transformará en horribles y sólidas, como las de un desdichado caballo. Pero si ella se enfurece más aún, me convertirá en piedra y seré sólo una estatua de Fauno en su horrible casa, y allí me quedaré hasta que los cuatro tronos de Cair Paravel sean ocupados. Y sólo Dios sabe cuándo sucederá eso o si alguna vez sucederá.

—Lo siento mucho, señor Tumnus —dijo Lucía—. Pero, por favor, déjeme ir a casa.

—Por supuesto que lo haré —dijo el Fauno—. Tengo que hacerlo. Ahora me doy cuenta. No sabía cómo eran los humanos antes de conocerte a ti. No puedo entregarte a la Bruja Blanca; no ahora que te conozco. Pero tenemos que salir de inmediato. Te acompañaré hasta el farol. Espero que desde allí sabrás encontrar el camino a Cuarto Vacío y a Ropero.

—Estoy segura que podré.

—Debemos irnos muy silenciosamente. Tan callados como podamos —dijo el señor Tumnus—. El bosque está lleno de
sus espías
. Incluso algunos árboles están de su parte.

Ambos se levantaron y, dejando las tazas y los platos en la mesa, salieron. El señor Tumnus abrió el paraguas una vez más, le dio el brazo a Lucía y comenzaron a caminar sobre la nieve. El regreso fue completamente diferente a lo que había sido la ida hacia la cueva del Fauno. Sin decir una palabra se apresuraron todo lo que pudieron y el señor Tumnus se mantuvo siempre en los lugares más oscuros. Lucía se sintió bastante reconfortada cuando llegaron junto al farol.

—¿Sabes cuál es tu camino desde aquí, Hija de Eva? —preguntó el Fauno.

Lucía concentró su mirada entre los árboles y en la distancia pudo ver un espacio iluminado, como si allá lejos fuera de día.

—Sí —dijo—. Alcanzo a ver la puerta del ropero.

—Entonces corre hacia tu casa tan rápido como puedas —dijo el señor Tumnus—. ¿Podrás perdonarme alguna vez por lo que intenté hacer?

—Por supuesto —dijo Lucía, estrechando fuertemente sus manos—. Espero de todo corazón que usted no tenga problemas por mi culpa.

—Adiós, Hija de Eva. ¿Sería posible, tal vez, que yo guarde tu pañuelo como recuerdo?

—¡Está bien! —exclamó Lucía y echó a correr hacia la luz del día, tan rápido como sus piernas se lo permitieron. Esta vez, en lugar de sentir el roce de ásperas ramas en su rostro y la nieve crujiente bajo sus pies, palpó los tablones y de inmediato se encontró saltando fuera del ropero y en medio del mismo cuarto vacío en el que había comenzado toda la aventura. Cerró cuidadosamente la puerta del guardarropa y miró a su alrededor mientras recuperaba el aliento. Todavía llovía. Pudo escuchar las voces de los otros niños en el pasillo.

—¡Estoy aquí! —gritó—. ¡Estoy aquí! ¡He vuelto y estoy muy bien!

Edmundo y el Ropero

Lucía corrió fuera del cuarto vacío y en el pasillo se encontró con los otros tres niños.

—Todo está bien —repitió—. He vuelto.

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