Read El león, la bruja y el ropero Online
Authors: C.S. Lewis
—¿Saben? Realmente creo que pretende que nosotros lo sigamos —dijo Lucía.
—Yo pienso lo mismo —dijo Susana—. ¿Qué crees tú, Pedro?
—Bueno, podemos tratar de hacerlo.
El pájaro pareció entender perfectamente el asunto. Continuó de árbol en árbol, siempre unos pocos metros delante de ellos, pero siempre muy cerca para que pudieran seguirlo con facilidad. De esta manera los condujo abajo de la colina. Cada vez que el Petirrojo se detenía, una pequeña lluvia de nieve caía de la rama en que se había posado. Poco después, las nubes en el cielo se abrieron y dieron paso al sol del invierno; alrededor de ellos la nieve adquirió un brillo deslumbrante.
Llevaban poco más de media hora de camino. Las dos niñas iban adelante. Edmundo se acercó a Pedro y le dijo:
—Si no te crees todavía demasiado grande y poderoso como para hablarme, tengo algo que decirte y será mejor que me escuches.
—¿Qué cosa?
—¡Silencio! No tan fuerte. No sería bueno asustar a las niñas —dijo Edmundo—. ¿Te has dado cuenta de lo que estamos haciendo?
—¿Qué? —preguntó Pedro nuevamente en un murmullo.
—Estamos siguiendo a un guía que no conocemos. ¿Cómo podemos saber de qué lado está ese pájaro? Perfectamente podría conducirnos a una trampa.
—¡Qué idea tan desagradable! —dijo Pedro—. Es un petirrojo. Hay pájaros buenos en todas las historias que he leído. Estoy seguro que un petirrojo no se equivoca de lado.
—Y ahora que hablamos de eso, ¿cuál es el lado bueno? ¿Cómo podemos saber con certeza que los Faunos están en el lado bueno y la Reina (sí, ya sé que nos han dicho que es una bruja) en el lado malo? Realmente no sabemos nada de ninguno.
—El Fauno salvó a Lucía.
—Él
dijo
que lo había hecho. Pero, ¿cómo podemos saber que es así? Además, otra cosa. ¿Alguno de nosotros tiene la menor idea de cuál es el camino de vuelta desde aquí?
—¡Caramba! No había pensado en eso —dijo Pedro.
—Y tampoco tenemos ninguna posibilidad de comer —agregó Edmundo.
Los dos hermanos hablaban en secreto cuando, de pronto, las niñas se detuvieron.
—¡El Petirrojo! —gritó Lucía—. ¡El Petirrojo! ¡Se ha ido!
Y así era... El petirrojo había volado hasta perderse de vista.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Edmundo, mientras daba una mirada a Pedro con ojos de «¿qué te había dicho yo?»
—¡Chist! ¡Miren! —exclamó Susana.
—¿Qué? —preguntó Pedro.
—Algo se mueve entre los árboles..., por allí, a la izquierda.
Todos miraron atentamente, ninguno de ellos muy tranquilo.
—¡Allí está otra vez! —dijo Susana.
—Esta vez yo también lo vi —dijo Pedro—. Todavía está ahí. Desapareció detrás de ese gran árbol.
—¿Qué es? —preguntó Lucía, tratando por todos los medios que su voz no reflejara su nerviosismo.
—No lo sé —dijo Pedro—, pero en todo caso es algo que se está escabullendo; algo que no quiere ser visto.
—Vayámonos a casa —murmuró Susana.
Entonces, aunque nadie lo dijo en voz alta, en ese momento todos se dieron cuenta que estaban perdidos, tal como Edmundo lo había dicho en secreto a Pedro.
—¿A qué se parece? —preguntó Lucía, volviendo a fijar su atención en aquello que se movía.
—Es una especie de animal —dijo Susana—. ¡Miren! ¡Rápido! ¡Allí está!
Esta vez todos lo vieron. Una cara barbuda los miraba desde detrás de un árbol. Pero ahora no desapareció inmediatamente. En lugar de ello, el animal puso sus garras contra su boca, en un gesto idéntico al de los humanos que ponen sus dedos en sus labios cuando quieren que alguien guarde silencio. Luego se escondió de nuevo. Los niños se quedaron inmóviles, conteniendo la respiración.
Momentos más tarde el extraño ser reapareció tras el árbol. Miró hacia todos lados, como si temiera que alguien lo estuviese observando, y dijo «silencio», o algo parecido. Después hizo unas señales a los niños como para indicarles que se reunieran con él en lo más espeso del bosque, y desapareció otra vez.
—Ya sé qué es —dijo Pedro—. Es un castor. Le vi la cola.
—Quiere que nos acerquemos a él —dijo Susana—, y nos ha prevenido para que no hagamos el menor ruido.
—Así me parece —dijo Pedro—. ¿Qué haremos? ¿Vamos con él o no? ¿Qué piensas tú, Lucía?
—Yo creo que es un buen Castor —dijo ésta.
—Sí, pero, ¿cómo podemos saberlo? —replicó Edmundo.
—Tendremos que arriesgarnos —dijo Susana—. Por otra parte, no ganamos nada con seguir parados aquí, pensando en que tenemos hambre.
El Castor se asomó nuevamente detrás del árbol y, con gran ansiedad, comenzó a hacerles señas con la cabeza.
—Vamos —dijo Pedro—. Démosle una oportunidad. Pero tenemos que mantenernos muy unidos frente al Castor, por si resulta ser un enemigo.
Los niños, muy juntos unos a otros, caminaron hacia el árbol. Por cierto, tras él encontraron al Castor. Este retrocedió aún más y con voz ronca murmuró:
—Más acá, vengan más acá. ¡No estaremos a salvo en este espacio tan abierto!
Sólo cuando los hubo conducido a un lugar oscuro, en el que había cuatro árboles tan juntos que sus ramas entrecruzadas cerraban incluso el paso a la nieve y en el suelo se veían la tierra café y las agujas de los pinos, se decidió a hablar.
—¿Son ustedes los Hijos de Adán y las Hijas de Eva?
—Sí. Somos algunos de ellos —dijo Pedro.
—¡Chist! —dijo el Castor—. No tan alto, por favor. Ni siquiera aquí estamos a salvo.
—¿Por qué? ¿A quién le tiene miedo? —preguntó Pedro—. En este lugar no hay nadie más que nosotros.
—Están los árboles —dijo el Castor—. Están siempre oyendo. La mayoría de ellos está de nuestro lado, pero hay algunos que nos traicionarían ante
ella
... Saben a quién me refiero, supongo —agregó.
—Si estamos hablando de tomar partido, ¿cómo podemos saber que usted es un amigo? —dijo Edmundo.
—No queremos parecer mal educados, señor Castor —dijo Pedro—, pero, como usted ve, nosotros somos extranjeros.
—Está bien, está bien —dijo el Castor—. Aquí está mi distintivo.
Con estas palabras levantó hacia ellos un objeto blanco y pequeño. Todos se quedaron mirándolo sorprendidos, hasta que Lucía exclamó:
—¡Oh! ¡Por supuesto! Es mi pañuelo..., el que le di al pobre señor Tumnus.
—Exactamente —dijo el Castor—. Pobre amigo..., le llegó el anuncio del arresto un poco antes que lo apresaran. Me dijo que si algo le sucedía, debía encontrarme contigo y llevarte a...
Aquí la voz del Castor se transformó en silencio e inclinó una o dos veces la cabeza de un modo muy misterioso. Luego hizo una seña a los niños para que se acercaran junto a él, tanto que casi los rozó con sus bigotes mientras murmuraba:
—Dicen que Aslan se ha puesto en movimiento... Quizás ha aterrizado ya.
En ese momento sucedió una cosa muy curiosa.
Ninguno de los niños sabía quién era Aslan, pero en el mismo instante en que el Castor pronunció esas palabras, cada uno de ellos experimentó una sensación diferente.
A lo mejor les ha pasado alguna vez en un sueño que alguien dice algo que uno no entiende, pero siente que tiene un enorme significado... Puede ser aterrador, lo cual transforma el sueño en pesadilla. O bien, encantador, demasiado encantador para traducirlo en palabras. Esto hace que el sueño sea tan hermoso que uno lo recuerda durante toda la vida y siempre desea volver a soñar lo mismo.
Una cosa así sucedió ahora. El nombre de Aslan despertó algo en el interior de cada uno de los niños. Edmundo tuvo una sensación de misterioso horror. Pedro se sintió de pronto valiente y aventurero. Susana creyó que alrededor de ella flotaba un aroma delicioso, a la vez que escuchaba algunos acordes musicales bellísimos. Lucía experimentó un sentimiento como el que se tiene al despertar una mañana y darse cuenta que ese día comienzan las vacaciones o el verano.
—¿Y qué pasa con el señor Tumnus? —preguntó Lucía—. ¿Dónde está?
—¡Chist! —dijo el Castor—. No está aquí. Debo llevarlos a un lugar donde realmente podamos tener una verdadera conversación y, también, comer.
Ninguno de los niños, excepto Edmundo, tuvo dificultades para confiar en el Castor; pero todos, incluso él, se alegraron al escuchar la palabra «comer». Siguieron con entusiasmo a este nuevo amigo, que los condujo, durante más de una hora, a un paso sorprendentemente rápido y siempre a través de lo más espeso del bosque.
De pronto, cuando todos se sentían muy cansados y muy hambrientos, comenzaron a salir del bosque. Frente a ellos los árboles eran ahora más delgados y el terreno comenzó a descender en forma abrupta. Minutos más tarde estuvieron bajo el cielo abierto y se encontraron contemplando un hermoso paisaje.
Estaban en el borde de un angosto y escarpado valle, en cuyo fondo corría —es decir, debería correr si no hubiera estado completamente congelado— un río medianamente grande. Justo bajo ellos había sido construido un dique que lo atravesaba. Cuando los niños lo vieron, recordaron de pronto que los castores siempre construyen enormes diques y no les cupo duda que ése era obra del Castor. También advirtieron que su rostro reflejaba cierta expresión de modestia, como la de cualquier persona cuando uno visita un jardín que ella misma ha plantado o lee un cuento que ella ha escrito. De manera que su habitual cortesía obligó a Susana a decir:
—¡Qué maravilloso dique!
Y esta vez el Castor no dijo «silencio».
—¡Es sólo una bagatela! ¡Sólo una bagatela! Ni siquiera está terminado.
Hacia el lado de arriba del dique estaba lo que debió haber sido un profundo estanque, pero ahora, por supuesto, era una superficie completamente lisa y cubierta de hielo de color verde oscuro. Hacia el otro lado, mucho más abajo, había más hielo, pero, en lugar de ser liso, estaba congelado en espumosas y ondeadas formas, tal como el agua corría cuando llegó la helada. Y donde ésta había estado goteando y derramándose a través del dique, había ahora una brillante cascada de carámbanos, como si ese lado del muro que contenía el agua estuviera completamente cubierto de flores, guirnaldas y festones de azúcar pura.
En el centro y, en cierto modo, en el punto más importante y alto del dique, había una graciosa casita que más bien parecía una enorme colmena. Desde su techo, a través de un agujero, se elevaba una columna de humo. Cuando uno la veía (especialmente si tenía hambre), de inmediato recordaba la comida y se sentía aún más hambriento.
Esto fue lo que los niños observaron por sobre todo; pero Edmundo vio algo más. Río abajo, un poco más lejos, había un segundo río, algo más pequeño, que venía desde otro valle a juntarse con el río más grande. Al contemplar ese valle, Edmundo pudo ver dos colinas. Estaba casi seguro que ésas eran las mismas dos colinas que la Bruja Blanca le había señalado cuando se encontraban junto al farol, momentos antes que él se separara de ella. Allí, sólo a una milla o quizás menos, debía estar su palacio. Pensó entonces en las
Delicias turcas
, en la posibilidad de ser Rey («¿Qué le parecería esto a Pedro?», se preguntó) y en varias otras ideas horribles que acudieron a su mente.
—Hemos llegado —dijo el Castor—, y parece que la señora Castora nos espera. Yo los guiaré... ¡Cuidado, no vayan a resbalar!
Aunque el dique era suficientemente amplio, no era (para los humanos) un lugar muy agradable para caminar porque estaba cubierto de hielo. A un costado se encontraba, al mismo nivel, esa gran superficie helada; y al otro se veía una brusca caída hacia el fondo del río. Mientras marchaban en fila india, dirigidos por el Castor, a través de toda esta ruta, los niños pudieron observar el largo camino del río hacia arriba y el largo y descendente camino del río hacia abajo.
Cuando llegaron al centro del dique, se detuvieron ante la puerta de la casa.
—Aquí estamos, señora Castora —dijo el Castor—. Los encontré. Aquí están los Hijos e Hijas de Adán y Eva.
Lo primero que al entrar atrajo la atención de Lucía fue un sonido ahogado y lo primero que vio fue a una anciana Castora de mirada bondadosa, que estaba sentada en un rincón, con un hilo en su boca, trabajando afanada ante su máquina de coser. Precisamente de allí venía el extraño sonido. Apenas los niños entraron en la casa, dejó su trabajo y se puso de pie.
—¡Por fin han venido! —exclamó, con sus arrugadas manos en alto—. ¡Al fin! ¡Pensar que siempre he vivido para ver este día! Las papas están hirviendo; la tetera, silbando, y me atrevo a decir que el señor Castor nos traerá pescado.
—Eso haré —dijo él y salió de la casa, llevando un balde (Pedro lo siguió). Caminaron sobre la superficie de hielo hasta el lugar donde el Castor había hecho un agujero, que mantenía abierto trabajando todos los días con su hacha.
El Castor se sentó tranquilamente en el borde del agujero (parecía no importarle para nada el intenso frío), y se quedó inmóvil, mirando el agua con gran concentración. De pronto hundió una de sus garras a toda velocidad y antes que uno pudiera decir «amén», había agarrado una hermosa trucha. Una y otra vez repitió la misma operación hasta que consiguió una espléndida pesca.