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Authors: Chris Stewart

El Loro en el Limonero (2 page)

Salí del coche. Empezaban a caer con fuerza gruesos copos de nieve que amortiguaban el ya de por sí sordo silencio. Reinaba una tranquilidad tan absoluta que hasta oía correr la sangre por mis capilares y los rítmicos latidos de mi corazón; incluso percibía el infinitesimal zumbido de las neuronas en el interior de mi cerebro.

La carrocería del coche crujió y rechinó un poco a medida que se enfriaba el metal caliente. Me quedé quieto durante tal vez un minuto, casi sin atreverme a respirar por si acaso rompía el mágico e increíble silencio. Cuando ya no pude aguantar más el frío, volví a entrar en el coche. Si dejaba que el motor se enfriara durante unos minutos, tal vez volvería a arrancar. Me quedé sentado tras el volante con la boca abierta observando cómo iban cayendo los gruesos copos en el pálido resplandor de la nieve. En cuestión de unos minutos el coche se había enfriado, y todo el calor de la cabina había desaparecido. Le di al motor de arranque. Se encendió. Entonces puse las luces y el coche empezó a avanzar de forma vacilante por la carretera.

El motor funcionaba ya con mucha brusquedad, y la llegada de una nueva borrasca de nieve no mejoró mucho las cosas. Las ventiscas pueden tener un efecto hipnótico peligroso, ya que la nieve al caer forma ante ti un túnel del que puede resultar difícil apartar los ojos. Estaba empezando a preocuparme de verdad. Mi mapa mostraba una pequeña población a unos veinte kilómetros de allí, por lo que seguí avanzando con el corazón en un puño, pensando sólo en el momento en que todos mis problemas habrían acabado.

El pueblo se llamaba Abro y, cuando aparecí por él a las once, daba la sensación de que había echado el cierre hacía varias horas. Había una pizzería solitaria cerrada a cal y canto, y la única luz que se veía provenía de las farolas de la calle. Pero mientras daba vueltas traqueteando por las callejuelas, me encontré con un rótulo débilmente iluminado en que se leía la palabra «Hotel».

Aparqué el coche y llamé al timbre. Esperé tiritando unos minutos, y la simple fuerza con que caía la nieve me cortó la respiración. El Volvo crujió a mi lado. Volví a llamar al timbre, pero de nuevo, nada, ni una luz, ni un sonido. Por fin se abrió una de las ventanas del piso de arriba.

—¿Sí? ¿Qué quiere? —pronunció la voz brusca de una mujer de edad madura.

—Ah, mmm..., éste es el hotel, ¿no?

—Sí.

—Es que se me ha averiado el coche y le estaría realmente agradecido si me pudiera dar cama para esta noche.

—No es posible, no tenemos övernattning1.

—¿Qué quiere decir con que no tienen övernattning?

—¡Pues eso mismo: que no tenemos övernattning!

—¿Entonces esto no es un hotel?

—Sí, es un hotel.

—Pues si es un hotel, digo yo que podré quedarme a pasar la noche, ¿no?

—Es un hotel pero no puede quedarse a pasar la noche porque no tenemos övernattning —repitió con firmeza y, dando por satisfactoriamente concluido el asunto, cerró la ventana de un porrazo. Le grité que, dado que no tenía ningún otro sitio donde dormir, si me moría de congelación ella sería totalmente responsable. Pero era como si se lo estuviese gritando a la nieve. La hotelera no iba a ablandarse por un enclenque extranjero contrariado por su postura en cuestión de övernattning, que, por cierto, quiere decir «quedarse a pasar la noche».

Media hora antes habría dicho que ya había tocado fondo, pero aquello no era nada comparado con este nuevo nivel de desesperación. Mis opciones para superar aquella noche glacial estaban adquiriendo unos tintes de lo más sombríos. Decidí dormir en el asiento trasero del coche frente al condenado hotel y dejar el motor en marcha, tanto para mantenerme caliente como para fastidiar a la arpía del hotel. Corría el riesgo de morir asfixiado o congelado, pero al menos tendría la satisfacción de que por la mañana se encontrarían a la puerta del hotel los embarazosos restos de un hombre congelado en el interior de su coche.

Me tendí totalmente vestido, poniéndome unas cuantas capas más de ropa, por si acaso, bajo el abrigo de piel de carnero. La bilis se me había alterado, la cólera me inundaba la cabeza y me castañeteaban los dientes. Sin embargo, pronto caí dormido y cuando desperté de madrugada el motor seguía ronroneando, el zumbido de la calefacción continuaba sonando y yo seguía vivo. Respiré con júbilo al notar cómo se me encogían y congelaban los pelos de los orificios nasales y para que esto suceda tiene que hacer muchísimo frío.

Salí del pueblo todavía despotricando contra el hotel. ¿De qué servía una cosa tan absurda? ¿Qué execrable objeto podía tener? Parecía muy poco probable que los honrados habitantes del pueblo se entregasen a echar una cana al aire en habitaciones alquiladas por horas. Las poblaciones rurales de Suecia no son famosas por las correrías eróticas que puedan tener lugar en ellas, por lo cual tenía que ser para beber: en la Suecia rural no hay ningún lugar donde uno pueda sentarse en un ambiente agradable y pedir una cerveza o beberse pensativamente poco a poco una botella de vino. El método preferido consiste en beber vodka o whisky barato de una botella discretamente oculta en una bolsa de papel de estraza. Estaba visto que el hotel era un local para beber.

Al cabo de una hora, sin embargo, mi cólera se había esfumado ante las atenciones mecánicas de Matts, un hombre fornido de barba crecida y ojos bondadosos que me ayudó a empujar el coche hasta su taller, situado a la entrada del pueblo siguiente. Matts sabía exactamente cuál era el problema y, mientras su mujer me traía humeantes tazas de té, él trabajaba sin parar con destornillador y llave inglesa, hasta que al cabo de media hora declaró que ya estaba arreglado. Con cierto nerviosismo, ya que cualquier tipo de reparación en Suecia tiene unos precios astronómicos, le pregunté cuánto le debía.

—Oh, no se preocupe —insistió—. Yo también solía viajar mucho de joven, y de todos modos es un placer ayudar a un viajero extranjero; aquí no llegan muchos.

Insistí pero no quiso aceptar nada, y me dijo adiós jovialmente con la mano mientras el coche y yo desaparecíamos por el bosque con el motor ronroneando. Matts era el tipo de sueco que puede conseguir que hacer övernattning en una furgoneta refrigerada resulte tolerable.

Contento con el giro que habían dado los acontecimientos, comencé a disfrutar del paisaje sueco. Las nubes ya se habían levantado y el sol iba subiendo lentamente por la parte baja de un helado cielo azul. La nieve centelleaba en los árboles y, al despejarse un poco el campo, pude ver la perfecta blancura del mar congelado bajo una capa de nieve recién caída. Cuando descubrí el cubo rojo colgado de un abedul, bajé serpenteando a través del bosque por una sinuosa pista de purísima blancura salpicada de manchas de luz. Al final de la pista había un pequeño embarcadero totalmente cubierto de nieve y, efectivamente, junto a éste la pista descendía por el terraplén y penetraba en el mar. Unos tres kilómetros más allá se veían unas islas cubiertas de pinos cuyo color oscuro contrastaba con la blancura deslumbradora del mar. Al comenzar a descender cautelosamente por el terraplén hacia la carretera marcada, los neumáticos rechinaron sobre la nieve recién caída. Entonces, estremeciéndome con cada sacudida y cada crujido del coche, empecé a atravesar el mar.

¿Qué ocurre si el hielo se rompe?, pensé. Sin duda el coche se sumergiría en el agua helada como si fuera un ladrillo. Después, aun suponiendo que consiguiera salir con dificultad y llegar nadando hasta la superficie del agujero dejado por el coche, una tarea nada fácil, tendría que encontrar la manera de trepar por las gruesas paredes de hielo. Recordé que esto resulta imposible de hacer sin grampones. Necesitas uno en cada mano para agarrarte al hielo con la fuerza suficiente para poder subir. E incluso si tuvieras un par de ellos a mano y la fuerza suficiente para darte impulso y salir, ¿cuánto tiempo durarías empapado de agua y sentado en un mar de hielo?

Mientras avanzaba siguiendo cautelosamente las boyas con la cabeza llena de estos negros pensamientos, vi cómo un pequeño objeto amarillo, que parecía una furgoneta de juguete, dejaba la isla y venía hacia mí. En poco tiempo su tamaño creció, hasta alcanzar enormes proporciones al pasar a gran velocidad soltando una ráfaga de nieve. El conductor, con un cigarrillo colgando de la boca, me dirigió una jovial sonrisa. Se trataba de un camión de muebles. Me sentí aliviado y, acto seguido, algo preocupado de que su enorme peso hubiera resquebrajado el hielo.

¿Cómo sabe esta gente en qué momento el hielo deja de ser lo suficientemente seguro como para pasar por encima con un camión de muebles?, me pregunté. Pero la suerte estaba de mi lado, y pronto llegué hasta los juncos amarillentos que crecían alrededor de la isla. Detuve el coche y puse cautelosamente los pies en el hielo. Mirando hacia atrás vi cómo el camión se desvanecía entre el resplandor de la nieve.

Al apagar el motor, me quedé impresionado una vez más por el extraordinario silencio del invierno sueco, en el cual no sopla la menor ráfaga de viento y, aún en el caso de que soplara, los árboles, cargados de una gruesa capa de nieve helada, serían demasiado pesados para moverse. No se oye el canto de los pájaros, y un sarcófago de hielo acalla el ruido del mar. El único ruido del paisaje proviene de ti.

Mis pensamientos fueron interrumpidos por el repentino estruendo de una moto de nieve. Por un hueco entre los árboles apareció un granjero vestido con un mono naranja y un gorro de lana, que bajándose de la moto se encaminó pesadamente hacia mi coche.

—¡Hej! —dijo con aire triste—. Bienvenido a Norbo.

Se tomó un tiempo en quitarse la manopla derecha mientras miraba distraídamente la nieve. Entonces extendió una mano sonrosada y blanca.

—Björn —murmuró, retirando rápidamente la mano después de apretármela.

—Chris —dije yo.

—Bienvenido a Norbo —dijo de nuevo.

—Tak —gracias —le repliqué intentando que no se cortara la conversación, aunque nuestro intercambio parecía haber tenido un cierto carácter definitivo.

Björn, un hombre sonrosado y rechoncho de aire melancólico, tenía unos treinta años. Parecía sentirse más cómodo en silencio que hablando de trivialidades, aunque cuando nuestras miradas se cruzaron se permitió esbozar una lánguida sonrisa que iluminó momentáneamente sus facciones apagadas. Le dirigí a su vez una amplia sonrisa, pero esto pareció ser demasiado para él, por lo que desvió la mirada y se tapó la boca con las manoplas fingiendo una tos discreta.

Cargamos mis bártulos en el remolque de la moto en amistoso silencio, nos subimos a ella y nos deslizamos por el hielo hasta la orilla. Medio escondida entre los pinos había una gran casa amarilla, construida parte en piedra y parte en madera, que había recibido recientemente una capa de pintura pero cuya carpintería necesitaba algunos cuidados básicos para estar a la altura del aspecto inmaculado que habitualmente tienen las casas suecas. Sin embargo, tal como tan bien lo expresan los suecos: Bättre lite skit i hörnet än ett rent helvete, «más vale un poco de mierda en un rincón que un infierno limpio».

Dejamos atrás la granja y, zigzagueando por un bosque— cilio de abedules, llegamos a las dependencias de las ovejas. Se trataba de una catedral de madera, una mole colosal de tablas de color rojo desteñido y vigas podridas de cuyo interior surgía el balido de cientos de ovejas semejante al zumbido de un enjambre de abejas gigantescas.

Björn cogió una pala y dando unas hábiles paletadas a la nieve, reveló una pequeña puerta de madera. Con su cuchillo cortó la cuerda que la sujetaba y le dio un fuerte puntapié. Rechinando, la puerta se abrió hacia adentro lo suficiente para que pudiéramos pasar. Cuando entramos el balido se hizo ensordecedor y mi nariz fue asaltada por un denso miasma a lana húmeda, heno enmohecido y excrementos de oveja.

Poco a poco mis ojos se fueron adaptando a la penumbra —la poca luz que había penetraba a través de las grietas que quedaban entre las tablas y por unas ventanas llenas de polvo— y a un espectáculo verdaderamente desolador. Había ovejas por todas partes, unos negros animales mugrientos cuyos lomos despedían vaho. Éste formaba una gran nube hedionda en cuyo interior y como flotando en el aire podían verse aún más ovejas paseándose por unos tablones que conducían hasta la cavernosa bóveda del establo. Por todas partes había enormes pacas malolientes de heno y ensilaje, en cuyo interior y por cuya superficie pululaban ovejas como si se tratase de gorgojos en una galleta.

—Tienes algo de follón aquí, ¿no, Björn? —murmuré, utilizando un eufemismo muy distante de la realidad. Me encontraba frente a uno de los trabajos más duros que había tenido que emprender en los diez años que llevaba yendo a trabajar a Suecia.

Björn parecía alicaído. Bajó los ojos retorciéndose las manos, y las pestañas le rozaron las mejillas.

—Lo que pasa es que ha sido un año terrible —dijo en voz baja.

—Desde luego que lo ha sido, Björn: ¡tienes una porquería de ovejas! Pero, en fin, no te preocupes, esta tarde nos ponemos con ellas y en un par de días estarán como nuevas.

—Bueno, entonces, ¿vamos a tomar un bocado? —dijo con un atisbo de sonrisa. Llegué a la conclusión de que Björn me caía bien.

Los padres de Björn, Tord y Mia, estaban esperándonos en la cocina que, a diferencia del establo, tenía un aspecto limpio y alegre —evidentemente, se trataba de los dominios de Mia. De una bandeja colocada sobre una gran mesa de madera emanaba un olor a café y panecillos de canela calientes.

—Venga usted a comer —dijo solemnemente Mia acercándose al horno con dificultad y doblándose por la cintura en una envarada reverencia para sacar otra bandeja más de panecillos. Con una leve mueca de dolor se enderezó de nuevo.

—Espero que se quede —añadió mirando a su marido como para pedirle que apoyara la invitación. Tord, una versión más grande, gruesa y sonrosada de Björn, me dirigió una amplia sonrisa pero no pareció dispuesto a comprometerse de palabra. En lugar de ello se sirvió otro panecillo y me hizo un gesto para que hiciera lo mismo.

—Gracias, estos panecillos están muy buenos —dije con entusiasmo. Era cierto que estaban buenos y que tenían mucha canela y mucho azúcar, pero por otro lado eran iguales a todos los panecillos que había tomado en cualquier momento y en cualquier rincón de la Suecia rural, desde el extremo norte al sur.

—Aah det är de... —sí que lo están... —coincidió Tord haciendo un gesto en dirección a la cafetera.

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