El Loro en el Limonero (8 page)

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Authors: Chris Stewart

Nada de esto debería importar, salvo que a veces hay momentos en la vida en que resulta útil tener fama de macho. Por ejemplo, el verano de después de mi vuelta de Suecia, en que corrió la voz de que Juan Gallego, un pastor de los alrededores, andaba empeñado en asesinar primero a su ex amante y después a mí.

El episodio había comenzado una tarde de julio en la carretera a las afueras de Órgiva. Me encontraba de pie junto a mi coche, hablando con un primo de Manolo, cuando de pronto se oyeron unos gritos y unas voces, y apareció dando trompicones por la curva una mujer en estado de histeria.

—Ayúdela, por favor —farfulló—. ¡Va a matarla, se ha vuelto loco de remate, vaya para allá, por Dios...!

—Espere —le dije—. Dígame lo que quiere que haga y qué es lo que está pasando y dónde...

—¡Vaya usté para allá nada más, por favor, por ahí! —imploró.

Así pues, subí al coche y fui en la dirección que me había indicado la mujer, preguntándome en qué demonios me estaba metiendo pero sabiendo que en cualquier caso tenía que ir. Tras recorrer aproximadamente un kilómetro me encontré con dos personas que estaban de pie al lado de la carretera. Una de ellas era Petra, una menuda danesa de pelo largo color castaño claro con el que se cubría la cara en un vano intento de ocultarse tras él. La otra era su amante Juan, un hombre a quien yo conocía un poco por haber esquilado sus ovejas unas cuantas veces. Aunque apenas más alto que Petra, de algún modo su fiera mirada amenazadora le hacía parecer mucho más alto que ella.

Petra recibió mi llegada con una mirada aterrorizada.

—Por favor, no me dejes sola con él, Chris, va a matarme.

—Cristóbal, ¿qué haces tú aquí? —preguntó Juan con una mirada de furia.

Salí del coche y Petra me explicó lo mejor que pudo lo que pasaba.

—Voy a dejarle, Chris. Ya no aguanto más sus malos humores ni su violencia. Y él no puede aceptar que me vaya tal cual, y no hace más que agarrarme, sacudirme y tratar de hacerme decir que me quedo. Y ahora está diciendo que va a matarme. Hemos llamado a la policía pero, por favor, no me dejes sola con él. Quédate hasta que llegue la policía.

Petra estaba ahora llorando y frotándose los brazos llenos de moretones.

—De acuerdo —dije—. Me quedaré hasta que me digas que ya puedo irme.

Todo esto lo habíamos dicho en inglés. De alguna manera no parecía ser necesario traducirlo en atención a Juan.

—¿Qué estáis diciendo? Hablar en español —gritó.

—Petra me está diciendo lo que pasa y yo voy a quedarme aquí hasta que me diga que puedo marcharme —le contesté a Juan.

—Puedes irte ya. Yo no te quiero aquí.

—No, aquí me quedo hasta que Petra me diga que puedo irme —repetí.

Juan se erizó —un hombre corpulento, con la mayoría de los dientes saltados, la nariz bien rota y un bigote de tres días— y vino hacia mí con los músculos tensados. Me mantuve firme.

—Cristóbal, un hombre no se mete entre otro hombre y su hembra —bramó.

—Sí se mete cuando hay violencia, Juan, así que aquí me quedo.

Poco a poco, a medida que nuestro grupo se movía hacia adelante y hacia atrás entre la casa, de la cual Petra estaba sacando sus posesiones, y la furgoneta, en donde las estaba colocando, Juan comenzó a volverse agresivo conmigo. No me pegaba, pero se sucedieron todos esos empujones con el pecho inflado que los hombres se dan uno a otro como preludio a estamparse los puños en la cara.

—Antes éramos amigos, Cristóbal —masculló Juan—. Pero ahora tienes en mí a un enemigo de verdad.

En cualquier caso, hice lo que me correspondía y me pegué a Petra como una lapa, y después de como media hora apareció un coche—patrulla de la Guardia Civil del que se bajaron dos guardias. Uno de ellos era un hombre joven de aspecto agradable que evidentemente estaba en período de pruebas, y el otro un hombrecillo de grueso bigote gris que se pavoneaba como un gallito.

—Enséñeme los papeles, el pasaporte... —le espetó a Petra—. Y usted —dijo volviéndose hacia mí—, ¿qué está haciendo aquí?

—Estoy aquí para asegurarme de que mi amiga no sufra ningún daño.

—Pues ya se puede largar—me dijo lanzándome una mirada de desprecio.

—Me quedaré hasta que esta mujer me diga que puedo marcharme —le repliqué con lo que confiaba fuera un tono desdeñoso. Saltaba a la vista que este pequeño y noble guardián de la ley pensaba que, si Juan quería darle una paliza a su novia, era asunto suyo y ninguno de nosotros tenía que entrometerse.

El gallito desapareció en el interior de la casa con Petra para comprobar sus papeles, y Juan y yo nos quedamos fuera a oscuras con el joven aprendiz. Juan todavía se mostraba agresivo conmigo.

—No vas a llegar vivo esta noche a tu casa, Cristóbal —dijo.

—Juan —le advertí—, bien está amenazar a un hombre, pero hacerlo delante de este señor guardia no puede ser más que una imprudencia, ¿no?

La porra y la pistola del policía, así como su absurda gorra verde, hacían que me sintiera algo envalentonado.

Al final la Guardia Civil escoltó a Petra al cuartelillo, y al irse esta última me aseguró que tenía unos amigos que la recogerían y que con ellos estaría bien.

—Gracias, Chris —me dijo—. Ya no me pasará nada.

Subí al coche y regresé a casa. Ana y yo nos sentamos fuera a cenar, como se suele hacer las noches calurosas de verano, mientras Chloë dormitaba en el sofá. A mitad de la comida sonó el teléfono y Ana lo cogió.

—Quiero hablar con Cristóbal —se oyó que decía una voz airada.

—Diga —respondí, solo para oír como colgaban el teléfono de un porrazo—. Sería Juan —aventuré—, comprobando si estoy en casa para así poder venir a matarme.

La llamada ensombreció un tanto el resto de la cena. Nos sumimos en el silencio y hasta se oía el tintineo de los cubiertos y el borboteo del vino al ser vertido en los vasos. A las doce, Ana se levantó de la mesa.

—Estoy segura de que estarás bien, Chris, pero dame una voz si oyes algo que te preocupa —dijo, haciendo todo lo posible por aparentar que no le daba importancia al asunto, tras lo cual me dio las buenas noches con un beso sorprendentemente tierno y se fue a la cama con Chloë. Yo me fui al tejado, donde a menudo dormía las noches de verano, y coloqué una azada debajo de la cama.

Pues bien, una azada es una herramienta bastante contundente. Un buen golpe en la cabeza probablemente acabaría en una grave herida o en la muerte. Pero por otro lado calculaba que si Juan hacía el esfuerzo de llegar hasta aquí en plena noche no iba a ser para traerme un ramo de flores. Vendría a acabar conmigo, pues parecía tan irritado por mi papel en el episodio de la tarde como por la pérdida de Petra. Estaba en juego su orgullo.

Una de las cosas extrañas sobre este suceso era que me había dejado una especie de sentimiento de culpabilidad, como si hubiera ofendido algún instinto animal básico y Juan tuviera razón al pretender darme una paliza o algo peor. Me preguntaba cómo me habría sentido si la situación hubiera sido al revés. Seguro que me habría alegrado de tener a alguien ahí que me impidiera seguir dando puñetazos, es decir, una vez que me hubiera calmado, ¿no? Habría dado mucho en aquel momento por saber si Juan compartía esta opinión.

El tejado que había elegido como dormitorio para el verano cuenta con una vista panorámica en todas direcciones y está un poco más en alto que el resto de la casa. Juan no podría verme en la cama a menos que hubiera decidido acercarse arrastrándose por detrás, pero esto le supondría dar deliberadamente un rodeo muy largo por las montañas. Había una luna casi llena, por lo que yo vería a mi enemigo mucho antes de que él me viera a mí —suponiendo, claro está, que no me quedara dormido.

¿Qué ropa se supone que debes ponerte en la cama cuando estás esperando a que alguien venga a matarte? Era una noche calurosa y lo que suelo ponerme las noches calurosas es absolutamente nada. Sin embargo no estaría bien tener que echarme algo por encima antes de empezar a defenderme aunque, por otro lado, un hombre desnudo blandiendo una azada dista mucho de parecer un temible oponente. Decidí utilizar como traje de batalla una camiseta y unos calzoncillos, con unas sandalias que coloqué bajo la cama junto a mi arma, dispuestas para poder ponérmelas en un instante.

Me acosté de espaldas y me puse a mirar el luminoso cielo. Había demasiada luz para dormir así, por lo que me di la vuelta y empecé a mirar por encima de la almohada los ríos y valles iluminados por la luna. Intenté respirar sin hacer ruido para así poder oír las posibles pisadas furtivas por encima del suave susurro del río. Entonces me cansé de esa postura y me di de nuevo la vuelta, palpando rápidamente la azada para cerciorarme de su presencia.

Todo esto era un feo asunto. Me parecía una mala suerte tan injustificada el encontrarme en un tejado iluminado por la luna preparándome para luchar por mi vida en calzoncillos con una azada. La vida, que hasta ahora me había parecido bastante buena, de pronto se me antojaba todavía más deleitosa. Palpé de nuevo mi azada y me di otra vuelta. Un coche penetraba lentamente por el valle. Podía ver la luz de los faros en las oscuras rocas por encima de La Herradura. Ahí estaba Juan. Era muy tarde: ¿quién más iba a venir a estas horas de la noche? Disponía de un buen cuarto de hora antes de que llegara hasta aquí, suponiendo que dejara el coche al otro lado del río —y tendría que hacerlo, porque no iba a venir en coche hasta el mismo cortijo y perder lo que él consideraba la ventaja de la sorpresa.

Me puse los pantalones, me abroché las sandalias y agarré la azada, sentándome luego unos momentos en la cama. De nuevo se había hecho el silencio; el coche había desaparecido en el interior del valle. Sopesé la azada. Ahora bien, ¿cómo se golpea a un hombre con una azada? ¿Se le rompe la cabeza con la parte de atrás? ¿O se adopta una táctica de lucha libre y se acaba con el cabrón de una vez por todas partiéndole en dos por la mitad con la hoja?

No estaba seguro, pero probablemente quedaría clara la técnica a medida que se avivara el combate. Subí un poco por la ladera para poder ver el puente. Tuve el tiempo justo para ver cómo las luces tomaban la pista que iba hacia Carrasco. No se trataba de Juan, pues, sino de algún visitante nocturno para nuestros vecinos del otro lado del río.

Regresé a la cama. Me puse a pensar en Petra y Juan. Había creído que su affaire era romántico, pero tal vez no lo era. Petra era generosa, sexy y optimista, y siempre se apuntaba a hacer algo interesante. Se había venido a Órgiva cuando se cansó de su trabajo de oficina en Copenhague, y se había enamorado de un tipo hispano—marroquí de Ceuta. Juntos iban y venían a Marruecos, buscando artefactos para vender en un puesto del mercado. Más tarde Paco, su pareja, decidió irse a la India a trabajar con su karma, mientras que Petra trabó amistad con un artista de instalaciones y soldador a tiempo parcial a quien había conocido en Alicante. Y las cosas parecieron ir bien durante un tiempo y mi amiga volvía llena de alegría con su nuevo amante a pasar temporadas con sus amigos en los pueblos de las montañas. Pero entonces un día, mientras me encontraba deambulando por los cerros de la Contraviesa, de pronto me vi en medio de un gran rebaño de ovejas detrás del cual, cuidando de ellas con un palo y un par de perros de aspecto zarrapastroso, iba Petra, la misma Petra que había trabajado una vez en el departamento de compras de una compañía de telefonía móvil adquiriendo material de oficina.

Las ovejas, dijo, pertenecían a Juan. Yo conocía un poco a Juan y me había parecido un tipo de hombre callado y reservado a quien apreciaba. Petra prosiguió contándome cómo había decidido unir a él su suerte y se había trasladado a su destartalado cortijo para compartir su vida de pastor. A veces me la encontraba en el pueblo en su furgoneta, cargándola con sacos de pienso y pertrechos de pastor. Y un día me contó que los dos habían dejado el rebaño a cargo ele unos primos y se habían ido de vacaciones a recorrer España en la furgoneta —algo que Juan nunca habría soñado con hacer antes.

Así pues, en general parecía que Petra enriquecía la vida de Juan, y Juan y su existencia pastoril eran como una revelación para Petra.

—Es maravilloso, Chris —me decía con entusiasmo—. Me ha revelado todo un mundo nuevo para mí. No puedes imaginarte el placer que me produce vivir en la montaña con las ovejas, aprendiendo a conocer esta nueva forma de vida.

Mientras decía esto, sus ojos relucían de excitación, por lo que yo sabía que realmente era así.

Y ahora estaba aquí, solo a la luz de la luna con mi azada, esperando a Juan que venía de camino para matarme. No podía evitar sentirme decepcionado sobre todo ello. Me di la vuelta y me puse a escuchar los sonidos de la noche. Un insecto zumbaba, otro silbaba hasta que se detuvo cerca de mi oído. En el río un mochuelo empezó su monótono ulular —uh... uh... uh...— un sonido capaz de hacerte enloquecer. Una tía de Ana, la tía Ruth, había venido desde Brighton para pasar con nosotros un fin de semana.

—¿Estáis seguros de que no hay ninguna fábrica por aquí? —nos había preguntado, escudriñando temerosamente la negrura absoluta de la noche de montaña.

—No, que nosotros sepamos —contestó Ana con acritud.

—Pero ese ruido —dijo Ruth— suena de modo tan parecido a gente que estuviera fichando a la salida del trabajo.

Me puse a escuchar al mochuelo y a recordar un poco la visita de la tía Ruth. Había hablado con gran entusiasmo sobre el cortijo: «Qué maravilla el vivir libres y salvajes en las montañas, bebiendo agua de la fuente, tan lejos del barullo, del ajetreo, de la febril competitividad de la vida moderna, y no atrapados en un atasco interminable de tráfico en la selva de hormigón», y había conseguido empalmar un tópico tras otro. Más tarde descubrimos que había tenido tanto miedo del agua del manantial que se había lavado los dientes con gaseosa.

Me quedé dormido durante un rato, pero de pronto me di cuenta de que los perros estaban ladrando furiosos —el ladrido dedicado a los intrusos. Vuelta a ponerme los pantalones, a agarrar la azada, buscar a tientas las gafas junto a la pata de la cama. Los perros se estaban volviendo locos; alguien merodeaba por los alrededores de la casa. Ya había llegado el momento. «¡Adelante, cabrón! ¡Ven a que te dé lo que te mereces!», me dije a mí mismo en voz alta, cobrando animo con el sonido de estas palabras y su sentido de violencia inminente. Miré hacia abajo desde el tejado con ojos escrutadores. Nada, ni un sonido. Pero los perros seguían ladrando, enfurecidos por la presencia de algo.

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