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Authors: Chris Stewart

El Loro en el Limonero (11 page)

Uno de los músicos alcanzó a verme y me miró con sobresalto. La música cesó.

—Buenos días —dije, mientras los miembros del grupo se quitaban de la boca los largos tubos de madera.

—Hola —respondió el más alto, un hombre con el aspecto de un hippy algo atildado, con la ropa pulcramente planchada y una barba rubia recortada—. Espero que no le importe que acampemos en su terreno...

—Nada en absoluto, no faltaba más. No todos los días tenemos ocasión de despertarnos al son del didgeridoo.

Y se apartaron un poco para hacerme sitio en el círculo.

Averigüé que eran profesores belgas ambulantes de didgeridoo que habían venido a ejercer su un tanto esotérico oficio en Andalucía. Esto no se consideraría precisamente inusual entre los recién llegados a Las Alpujarras —hay una profesora de flamenco danesa en la zona y un tipo de Sussex que esquila ovejas— pero podía imaginarme ciertas dificultades para encontrar alumnos de didgeridoo en cualquier parte de Andalucía. De todos modos, me callé estas pesimistas predicciones y, sentado junto a su furgoneta sobre la hierba húmeda de rocío, escuché las explicaciones que me dieron sobre este antiguo instrumento.

El didgeridoo es un tallo largo de eucalipto cuyo interior ha sido roído por las termitas. Este instrumento no se fabrica, sino que se encuentra. Lo puedes decorar para hacerlo más de tu gusto, pero el trabajo pesado tiene que ser llevado a cabo por las termitas. El corazón del eucalipto es tan fuerte como el acero. El didgeridoo es un instrumento muy ecológico ya que, aparte del ruido que hace, tiene un mínimo impacto sobre el medio ambiente.

Aunque me fue impartida una lección gratis no pude arrancar ni siquiera un quejido del cacharro. Cuando se toca bien, se supone que se debe producir una especie de gemido continuo, inhalando aire por la nariz a la vez que se expulsa por la boca soplando por el tubo. Una parte de mí empezó a fantasear sobre una posible vida itinerante, libre como el viento y sin responsabilidades, arrastrando mi didgeridoo de pueblo en pueblo... pero pensándolo bien decidí que en realidad me faltaba dedicación.

Dije adiós con la mano a mis profesores y me encaminé de regreso a casa para desayunar. Tenía que hacer una llamada telefónica.

No fue preciso mucho tiempo para que el hacer llamadas telefónicas empezara a perder su romanticismo. No había mucha gente a quien necesitáramos telefonear y pronto se nos acabaron las cosas que decir a quienes necesitábamos hacerlo. Pero el recibir llamadas tenía un cierto aire de imprevisibilidad y por lo tanto continuó conservando su emoción. Muchas tardes nos quedábamos sentados echando miradas de reojo al teléfono y deseando que sonara, aunque la mayoría de las veces no lo hacía.

Los primeros que comenzaron a utilizarlo fueron los pastores; se acercaba la temporada de esquila. Antes de la llegada de nuestro teléfono, los pastores que querían que les esquilara sus rebaños llegaban hasta nuestra misma puerta, las más de las veces a lomos de muía o a pie. Otros convencían a sus amigos más modernos, que disponían de una furgoneta, para que les trajesen, pero de todos modos suponía un esfuerzo bastante grande ya que El Valero está muy por debajo de las montañas donde tienen sus ovejas la mayor parte de los pastores.

Hoy en día los pastores alpujarreños se han hecho expertos en el uso del teléfono móvil, pero esto no era así cuando instalamos nuestro primer teléfono. Aquellos días lejanos, agarrar un teléfono comportaba un asunto serio, y por supuesto no era algo que debiera acometerse en estado de sobriedad.

Por regla general un pastor solía esperar hasta haber encerrado su rebaño y llevado a cabo todas las demás tareas, antes de dirigirse a un bar del pueblo que contara con las instalaciones necesarias para hacer una llamada telefónica. Las ovejas veían con malos ojos que se les encerrara mucho antes del anochecer; las demás tareas alrededor del establo llevaban una buena media hora; el trayecto a pie o a lomos de caballería hasta el pueblo podía durar entre una y tres horas, y a su llegada al bar el pastor sentía la necesidad de recuperar por completo sus fuerzas antes de emprender la desconocida e inquietante tarea que le esperaba. Por lo tanto las primeras llamadas empezaban a llegar alrededor de la medianoche.

Cuando descolgábamos el auricular lo primero que oíamos era la música y el griterío de un bar, tal vez junto al parloteo de las máquinas tragaperras. A esto sucedía un largo silencio al otro extremo de la línea.

—Es un trabajo de esquila —decía Ana pasándome el teléfono.

Podía imaginarme al tipo al otro extremo sujetando el aparato con el brazo estirado, mirándolo con repugnancia y dándole después gritos a voz en cuello. Por supuesto, cuando yo les hablaba no había posibilidad alguna de que me oyeran dada la gran distancia entre el diafragma y el oído, aparte de la algarabía que se escuchaba a su alrededor en el bar. Así pues, el pastor le daba gritos furiosos al teléfono para que hablara más fuerte.

—¡CRISTÓBAL! —oía como en un apagado y ronco bramido.

—Sí, dime...

—¡CRISTOÓBAAL!

—Sí, sí, te oigo. Dime ya...

—¡CRIISTOOÓBAAAL—¡SIIÍ! ¿QUÉ QUIERES?

Silencio al otro extremo de la línea, como si el pastor estuviera digiriendo la idea de que el objeto de plástico con cable al que estaba gritando le hubiera gritado a su vez a él.

—CRISTÓBAL, ¿CUÁNDO VAS A VENIR A ESQUILARME LAS OVEJAS?

—¿QUIÉN ERES?

—¡CRISTOÓBAAL!

—SÍ, TE OIGO, PERO NECESITO SABER QUIÉN ERES.

Esto creaba un silencio al otro extremo, al que seguía un murmullo cuando los demás residentes del bar eran consultados y éstos a su vez ofrecían su consejo.

—CRISTÓBAL...

—Mira, necesito saber... —pero no servía para nada, mi interlocutor ya se había hartado y colgaba el teléfono de un porrazo.

Así sucedía con los pastores y el teléfono, aunque a medida que se fueron haciendo más expertos en su uso y aprendieron algunas de las dotes sociales necesarias, las cosas comenzaron a mejorar poco a poco, hasta que por fin llegó un momento en que incluso podíamos intercambiar por teléfono información de carácter rudimentario.

Sin embargo, inevitablemente seguían produciéndose malentendidos. Una noche, a una hora bastante tardía, Chloë contestó el teléfono. Noté cómo se apartaba bruscamente del oído el teléfono para evitar que el ronco grito procedente del otro extremo la hiciera ensordecer.

—NO —respondió a gritos al auricular—, NO SE PUEDE PONER MI MARIDO PORQUE NO TENGO NINGÚN MARIDO. ¡SOLO TENGO SIETE AÑOS! —Y colgó de un porrazo.

No pude evitar sentirme orgulloso de que mi hija mostrara un poco de carácter.

Y entonces una noche sonó de nuevo el teléfono a una hora tardía. Lo descolgué preparándome para escuchar el ensordecedor grito.

—Chris —dijo una voz suave—. ¿Eres tú?

Se trataba de una persona que conocía el teléfono, una auténtica bendición del cielo.

—Jefa! —grité—. Dime, ¿qué noticias hay del ancho mundo?

—Bueno —dijo Nat, mi editora de Londres, pues de ella se trataba—. ¿Estás sentado? Porque tengo noticias para ti.

—No, no puedo sentarme; el teléfono me obliga a quedarme encajado en un rincón. Así están las cosas aquí. Pero me apoyaré en algo.

—Lo que voy a decirte —prosiguió Nat en tono suave— es que no te hagas demasiadas ilusiones, pero se va a leer Entre Limones en la radio, y estamos recibiendo pedidos de todas partes.

Me quedé mirando el teléfono. Ninguno de nosotros había esperado nada semejante. Era un poco como presentarse a un concurso local de horticultura y descubrir que has ganado una escarapela en la Muestra Floral de Chelsea.

Ley del Mal

—Hay un hombre al teléfono —dijo Ana—. Creo que se llama Ley del Mal. Dice que quiere hablar contigo.

—Qué nombre tan raro —murmuré, y ambos miramos el teléfono como si éste pudiera ofrecernos algún tipo de pista. Pero cuando cogí el auricular la línea se había cortado. Y entonces caí en la cuenta. Se trataba por supuesto del periodista Leith, del Mail on Sunday. Mi libro acababa de publicarse en Inglaterra y, ante la particular incredulidad de Ana, no había desaparecido sin dejar rastro. De hecho, a raíz de un par de buenas reseñas y de su lectura en Radio Four, había ido ascendiendo meteóricamente en las listas de libros de no ficción.

Había sido entonces cuando Leith había telefoneado diciendo que quería escribir un artículo y que iba a venir a hablar con nosotros a nuestra casa de España.

—Alquilaré un coche en Málaga —nos dijo, desechando despreocupadamente mis intentos de advertirle de los peligros que le esperaban—. Y os veré muy pronto.

—Probablemente cree saber dónde vivimos por ese mapa que hay al principio del libro —dijo Ana—. Ya sabes, ése que dibujaste.

Comencé a sentirme algo culpable por mi obra artística: esos dibujos de bosquecillos de eucaliptos y olivares en los que tal vez un camino o un cruce hubieran resultado más descriptivos. En realidad no había considerado la posibilidad de que alguien fuera a utilizar el mapa del libro. Había sido más bien una cosa tipo mapa del tesoro de un cuento infantil.

Resultó que primero llegaron Eugene, el fotógrafo, y su ayudante. Venían bien informados, y con gran desenvoltura habían alquilado a cuenta del periódico un Volvo plateado del mejor modelo de la gama para transportarles a ellos junto con su equipo hasta El Valero. Primero aparecieron a toda velocidad por la accidentada pista en medio de una nube de polvo. A continuación se precipitaron por la atroz cuesta que desciende hasta el río y atravesaron a gran velocidad el vado salpicando agua con las ruedas —una hazaña que solamente intentan los conductores de todo—terrenos más fornidos y machotes.

—No es más que un puñetero coche de alquiler —dijo Eugene arrastrando las palabras—. Vamos, tío, no esperarán que te pases la semana sacándole brillo al cacharro a la puerta de tu chalé, ¿no?

Al parecer Eugene era un tipo guay.

Me quedé rondando el coche mientras los fotógrafos sacaban sus enormes bolsas y cajas, sus paraguas plateados y pantallas coloreadas, las lámparas solares, los cargadores y los trípodes. Me parecían de otro planeta.

—La semana pasada fue Oasis y la próxima las Spice Girls —comentó Eugene.

—Qué bien —dije mientras arrastraba los pies en el polvo.

—Jo, tío, esto es un festín de alucine —dijo Eugene atacando el chorizo, el jamón y las aceitunas que habíamos sacado para agasajarles—. ¿No tenía que venir también un periodista? —preguntó.

—Sí, será Ley del Mal, pero aún no ha llegado. Se ha debido perder.

—No me extrañaría nada. —Eugene miró hacia el sol con los ojos entrecerrados—. Bien, tomémonos un par de cervezas y después podéis sentaros todos en esa terraza.

Sonó el teléfono. Era Ley, que se había perdido. Ana habló con él y le explicó detalladamente cómo encontrar la carretera que se dirige al valle.

Era un calurosísimo día de julio y, como siempre ocurre en julio, el sol ardía con furia en medio de un cielo raso. Andrew, el ayudante de Eugene, estaba colocando una enorme hilera de focos bajo la terraza.

—¿Para qué queréis todo eso un día como hoy? —le pregunté.

—Estas fotos tienen que ser buenas, tío —afirmó Eugene mientras añadía a su cámara unas probóscides cada vez más invasivas—. No me gusta la luz natural; no puedes fiarte de ella. En cualquier caso al lector medio del Mail no le mola ver las cosas en una luz natural. ¿Puedes hacer algo con esos pelos, Chris?

—Pues en realidad, no. Creo que es lo que suele llamarse «cabello encrespado», o al menos eso se llama lo que me queda de él...

Me lo aplasté un poco con los dedos.

—Así, ¿qué tal ahora?

—Tendremos que conformarnos, supongo. Ahora mira a un punto justo por encima de la cámara y trata de sonreír de algún modo...

El teléfono sonó de nuevo. Ley... todavía perdido.

Eugene y Andrew nos zarandearon a empellones a Ana, a Chloë y a mí, forzándonos a adoptar toda suerte de posturas y poses diferentes, y nos empujaron de un lado para otro como si fuéramos una familia de osos de peluche. Después volvieron a hacerlo todo otra vez pero utilizando diferentes objetivos y filtros y paraguas y pantallas, haciéndonos sujetar diferentes accesorios y apoyarnos en diferentes objetos, hasta que finalmente nos hicieron quedarnos en pie de la mano dando saltos en el río:

—Intentar simplemente parecer naturales, porfa, os quiero en unas poses así como comunes y corrientes, tío.

Nos sentíamos como una familia de imbéciles y, cuando salió después la foto, eso era exactamente lo que parecíamos —unos cabeza de chorlitos soltados por un día de algún tipo de institución. Aún así, Eugene y Andrew eran divertidos y todos nos reímos mucho del asunto —a excepción, por supuesto, de los momentos en que debíamos reír para la cámara, en que simplemente parecíamos anormales.

En el transcurso de la mañana Ley llamó varias veces más, cada una de ellas un poco más perdido que la anterior. Todos nos reímos del pobre Ley, que al parecer era una especie de reportero estrella.

—¿Por qué habrá querido el Mail enviarnos a un periodista estrella? No creo que seamos gran noticia, ¿no? —me pregunté.

—Te tratan como si lo fueras —nos tranquilizó Eugene—. Quizá no tanto como las Spice Girls, pero importante en cualquier caso. Por eso te envían a Ley.

William Leith se presentó justo antes del almuerzo. Llegó todo acalorado y más sofocado de lo que nunca he visto estar a nadie. También él tenía el cabello encrespado, empapado de sudor por la caminata cuesta arriba, sus gafas estaban pringosas de polvo y suciedad, y temblaba como una hoja. Entró en la casa tambaleándose y se dejó caer en una butaca.

—Soy William —dijo con voz ronca, chupándose a continuación los labios resecos—. ¿Tenéis cerveza?

Saqué un botellín —una de esas pequeñas botellas que hay en España cuyo contenido apenas si sería detectado si lo vertieras en un vaso de una pinta2. William se recostó en su butaca. Eugene y Andrew se miraron el uno al otro y después nos miraron a nosotros, quienes a nuestra vez les dirigimos una mirada socarrona. Ana me miró con intención. William se bebió toda la cerveza de un trago y, al levantar después la vista, observó que algunos de nosotros —los que no estábamos mirándonos unos a otros— le estábamos mirando a él.

—¡Dios! —dijo—. ¿Hay alguna otra por ahí?

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