El Loro en el Limonero (14 page)

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Authors: Chris Stewart

No recuerdo qué fue lo que empujó suavemente mi destino de esta manera tan curiosa; yo nunca había oído música de flamenco ni sabía nada de España. Pero aquella tarde, de vuelta a mi cuchitril en el remolque destinado a alojamiento, saqué mi pequeño tocadiscos de pilas, me tumbé en mi colchón de goma—espuma y comencé a escuchar mi nuevo disco. La guitarra era sencillamente cautivadora. No tenía ni idea de que se pudiesen hacer cosas así con una guitarra, ni por supuesto que los dedos pudieran moverse tan aprisa. No estaba totalmente seguro acerca de la música, pero la técnica —esos rápidos punteados, los profundos acordes oscuros y los golpeteos y rasgueados semejantes a un ruido de ametralladora— me dejó sin respiración.

De repente mi pequeño repertorio de canciones de Dylan y Donovan me pareció lastimoso. Iba a tener que ir a Sevilla para convertirme en un guitarrista de verdad.

Guitarra española

No sabía nada sobre España más allá de aquel disco de flamenco. Por supuesto no hablaba español, pero la idea de aprender a tocar la guitarra española se convirtió en una obsesión, casi tanto como mi primer affaire con el instrumento cuando estaba en el colegio. Así, tras despedirme de la gente del circo, me fui a Francia para trabajar en la vendimia y reunir dinero para una estancia en Andalucía. Desde Burdeos me dirigí a Valencia para recoger naranjas, en donde por fin cogí el autobús de Sevilla que por aquel entonces tardaba doce horas en llegar.

Coloqué mi guitarra en la rejilla y me acomodé en el asiento con una bolsa de bandolera llena de naranjas. Cuando el autobús tomó rumbo hacia el oeste, los últimos rayos del sol poniente se tiñeron de rojo, convirtiendo en siluetas al conductor y los pasajeros. Miré maravillado las palmeras y las alineaciones de secas colinas. Nunca antes había estado tan al sur. Pero a medida que oscurecía y que mi reflejo en la ventanilla iba haciendo desaparecer el paisaje, me sumí en el nebuloso estupor que provoca un largo viaje en autobús, soñando en lo que me esperaba en Sevilla.

Por aquellos días los autobuses españoles eran diferentes: traqueteaban y escupían humo y podías abrir las ventanillas, aunque esto no es algo que hubieras querido hacer en una noche como aquella. Hacía frío fuera del autobús, y el paisaje a lo lejos parecía un tanto amenazador a medida que subíamos hacia el interior en dirección a Granada. El autobús se convirtió en mi mundo, y empezó a aterrarme la idea de salir de él. Pero el viejo y decrépito autobús siguió avanzando ruidosamente a través de la oscuridad de la noche, hasta que por fin giramos para seguir el valle del Guadalquivir y apareció en el horizonte una constelación de luces. «Sevilla», gruñó el viejo sentado a mi lado mientras se abría ante nosotros una vista de la gran ciudad de talleres industriales y suburbios.

Había deseado durante meses llegar a esta ciudad, pero ahora que se encontraba ante mí habría dado mucho por estar en alguna otra parte. Sin embargo, por fin dejamos atrás los barrios del extrarradio y, avanzando cansinamente por una ancha avenida alineada de palmeras y jardines con fuentes de piedra adornando las intersecciones, atravesamos finalmente el arco de piedra de la estación de autobuses de Sevilla. Salí precipitadamente del autobús y mientras me quedaba de pie junto a éste preguntándome qué hacer y adonde ir, un viejo se me aproximó tímidamente y me susurró de modo conspirador: «Hotel, muy barato». Le seguí, sobre todo porque me había cogido la bolsa.

Resollando, mi guía atravesó a toda prisa un parque, antes de introducirse por un estrecho callejón adoquinado. El aire era una mezcla embriagadora de olor a jazmín y a orines, y una nube de polillas blancas revoloteaba alrededor de una farola. El eco de nuestras pisadas resonaba por las callejuelas mientras dábamos vueltas y vueltas por un laberinto, hasta que llegamos a una pequeñísima plaza en una de cuyas esquinas se levantaba una estrecha casa de tres plantas.

Entramos a oscuras. Un hombre gordo con gafas de sol y traje gris surgió de pronto de la penumbra: «125 pesetas la noche, o 175 en pensión completa, con agua fría solamente».

El precio me pareció más o menos apropiado por lo que, agarrando mis maletas, con mi viejo guía resollando y el gordo jadeando detrás, subí las escaleras hasta la azotea, donde se encontraba mi habitación, que consistía en una caja enjalbegada de ladrillos con dos camas, una silla y un par de alcayatas en la puerta.

Me dejé caer en la cama, que crujió bajo mi peso, y me puse a mirar feliz la bombilla desnuda. Por fin estaba aquí, instalado en Sevilla. Mañana por la mañana saldría a ver la ciudad.

Estaba demasiado excitado para dormir mucho, pero en algún momento debí quedarme dormido ya que por la mañana penetró en mis sueños el ruido de unos pesados postes de acero cayendo sobre un suelo de piedra. Un ventanuco enrejado daba luz a mi habitación, proyectando una pequeña mancha de sol en lo alto de la pared. Los postes de acero empezaron a caer cada vez con más frecuencia e intensidad hasta que todo el aire a mi alrededor resonaba con el estruendo. Mientras salía con gran esfuerzo del umbral del sueño me pregunté, de esa manera vaga como se hace antes de que la mente empiece a funcionar, en dónde diantres podía encontrarme y qué era aquel ruido infernal.

Cuando me vestí y salí al exterior, casi quedé cegado por el brillo de la luz matutina. Por todo alrededor había azoteas, torres y paredes de un blanco brillante; el cielo era de color azul pastel y mi propia azotea era un laberinto de cuerdas de fragante ropa tendida. Y entonces los postes de acero también se me revelaron —como las campanas de una iglesia; aquí arriba, a la altura de los campanarios, sonaban próximas y ásperas.

Después de desayunarme un café y una tostada untada con ajo crudo, aceite de oliva y sobrasada —esa especie de mantequilla anaranjada hecha con grasa de cerdo que tan apreciada es en Andalucía— salí con paso vacilante a la plazuela, seguí por un callejón adoquinado con geranios colgando de los balcones y fui en busca de Sevilla. Llegué a una plaza ligeramente más grande con cuatro naranjos y una fuente coronada por tres cruces de hierro. Era perfecta. A medida que avanzaba por otro callejón perfumado de jazmín y penetraba en otra plaza, iban entrando en juego más elementos: algo de ocre en las blancas fachadas, un patio lleno de flores y un estanque alargado bajo los naranjos.

Deambulé a mi antojo entre multitud de callejuelas. Tenían nombres como «Agua», «Aire», «Jazmín», «Vida», y todas ellas daban a una plazuela a cuál más exquisita y encantadora que la anterior. Medio mareado por este exceso de belleza, me encontré de pronto ante el coloso de la Catedral y la Giralda, el gran minarete árabe al que los cristianos colgaron unas campanas.

Este magnífico paisaje urbano estaba poblado por unas mujeres y unos hombres más bellos de lo que nunca había osado imaginar, y por todas partes se oía música: el sonido de una guitarra o un piano detrás de un balcón abierto, retazos de coplas y palmas en la cálida atmósfera de la ciudad. Los olores también eran fuertes: café, humo de tabaco negro, ajo, los escapes de las motos, «Heno de Pravia», la fragante colonia que tantos españoles usan, y por todas partes el aroma de los miles de naranjos.

Caminé aturdido por la ciudad durante todo el día, me salté el almuerzo y hasta me olvidé de que me dolían los pies. Entonces, cuando empezó a caer el fresco de la tarde, regresé a la plaza del hotel —Mezquita, se llamaba— a tiempo para la cena: pedazos de grasa de cerdo flotando en un lago de habichuelas y dientes de ajo hervidos, con vino, pan y, para terminar, una naranja. Me supo a néctar y ambrosía.

A la mañana siguiente me puse a lavarme la ropa en un lavadero de piedra que había en la azotea. Resultaba agrá— dable chapotear con el agua al sol de mañana de diciembre. Mientras frotaba con bastante ineptitud silbando para mis adentros una canción, surgió una figura del hueco de la escalera que conectaba la azotea con el resto del hotel. Era una mujer cuarentona corpulenta, con zapatos de tacón, falda estrecha y camiseta blanca de hombre, que se me quedó mirando perpleja.

—¿Pero qué demonios estás haciendo? —preguntó.

—Lavando. Estoy lavándome la ropa —respondí, bastante satisfecho de mí mismo. Durante mi viaje hacia el sur había descubierto que ésta era una pregunta inevitable y que bastaba sumergir una grisácea prenda interior en agua jabonosa para que alguien en alguna parte apareciera y te preguntara. Muy previsoramente, había descubierto la respuesta con ayuda del diccionario. Mi español era bastante rudimentario, pero aún así mi compañera consiguió hacerme comprender la idea de que tenía que abandonar inmediatamente mi labor porque no era apropiado que un hombre se lavara la ropa, y que de ahora en adelante ella lo haría por mí. Inmediatamente tomó el relevo y mientras la mujer chapoteaba con el agua, yo intenté corresponder dándole una serenata de guitarra. Incluso estando como estaba yo trastornado por la guitarra, no acababa de convencerme del lodo de que el trato fuese totalmente justo.

Mi nueva amiga se llamaba Isa. Trabajaba en el hotel y al parecer me había tomado algo de cariño. A veces por las tardes me llevaba a un bar con su joven amiga Viki, una chica regordeta y bastante bonita que se reía mucho. Ponían un gran esfuerzo en ataviarse para aquellas ocasiones, y salían de sus respectivas habitaciones con zapatos de un tacón increíblemente alto, medias de malla, amplios escotes y unos cuantos botes de maquillaje generosamente aplicados. Entre las dos me pasaban revista, quitándome los pelos, migajas y quién sabe qué de la camisa arrugada y arreglándome el pelo antes de dictaminar que ya estábamos listos. Entonces, taconeando y con paso tambaleante, nos dirigíamos por las calles adoquinadas a una especie de barezucho.

Siempre pensaba que Isa y Viki eran muy amables por llevarme consigo en esas expediciones, puesto que yo no podía haber sido muy divertido para ellas. Solíamos apoyarnos los tres en la barra del bar, donde mis compañeras conseguían causar máxima impresión con sus medias y sus minifaldas con abertura. Parloteaban la una con la otra, volviéndose de vez en cuando para dirigirme una sonrisa amigable. Yo les devolvía cortésmente la sonrisa y me ponía de nuevo a batallar con el idioma.

Quería con todas mis fuerzas participar en su conversación, y todo el tiempo trataba de idear cosas que decirles con ayuda de papel y lápiz y de un diccionario de español. Pero, por supuesto, para cuando había encontrado la manera de entablar conversación, el momento ya había pasado y no me quedaba más remedio que recurrir a una sonrisa tímida.

De todos modos disfruté mucho de aquellas tardes y del Mezquita en general. Era un lugar ruidoso pero agradable, el resto de cuyos residentes eran fundamentalmente hombres jóvenes del campo que trabajaban en una fábrica justo al otro lado del río. Durante la cena nos dedicábamos a intercambiar artificiosas medias frases, sonrisas desconcertadas y arqueamientos de cejas. Pero, por extraño que parezca, yo debía resultarles socialmente valioso, ya que también ellos me llevaban a los bares.

En una de aquellas salidas, mientras me encontraba en un lóbrego bar lleno de estudiantes, humo y animada charla, entró una mujer enorme con una presencia tan fuerte que el parloteo cesó de golpe. Pegado a sus talones venía un chico pequeñísimo con un estuche de guitarra más grande que él. Uno de mis compañeros me dio un codazo y sonrió con suficiencia. —Lola la Gorda —dijo, indicando con las manos (de modo bastante innecesario) su figura.

Lola la Gorda se sentó contra la pared y le fue despejado un espacio por delante. Sacó la ligera guitarra amarillenta de su estuche y, sujetándola con los brazos casi totalmente extendidos entre los pliegues de su gran corpachón, se lanzó a recorrer las cuerdas con los dedos con gran fuerza y soltura. Tras un ligero ajuste de las clavijas, comenzó a tocar. Se hizo un silencio reverencial mientras iba arrancando de las cuerdas unos agudos arpegios. Su improvisación ascendía para descender luego en picado, como un lamento y un gemido, y después iba subiendo de nuevo hasta llegar a un estruendo mientras golpeteaba el instrumento con la muñeca más rápida y flexible que jamás he visto. Yo nunca había escuchado el sonido de la guitarra flamenca en vivo y estaba hipnotizado. Su desconocido timbre oriental llenaba la música de misterio y angustia, y la facilidad y fuerza con que esta mujer tocaba hacía que pareciese como si la guitarra estuviese tocando sola.

La intensidad fue poco a poco descendiendo hasta convertirse en un bajo quejido repetitivo, semejante a un reiterado desafío. Uno de los trabajadores de la fábrica salió al espacio despejado y se arrodilló en el suelo delante de Lola. Se oyeron gritos de «¡Olé!» y «¡Anda!» procedentes del público. Persuasiva, la guitarra le engatusaba tratando de sacarle una copla, hasta que de pronto el hombre lanzó un grito como si sintiera un gran dolor. El grito se convirtió en un lamento y un profundo quejido, culminando en una larga y tensa ululación. Mientras iba cantando copla tras copla, lloraba lágrimas de verdad. Yo estaba absolutamente petrificado.

Al día siguiente me lancé en busca de un profesor de guitarra. No tuve que ir muy lejos. Mientras desayunaba café y rosquillas en un bar, me encontré a Xernon sentado a mi lado, un chico rubio de cara regordeta mitad mejicano, mitad norteamericano. Parecía tener como doce años de edad, pero tenía un estuche de guitarra y nos pusimos a hablar.

—Si deseas aprender flamenco —me dijo— tienes que alojarte en el Hostal Monreal; ahí es donde está todo el mundo. Si quieres, puedo llevarte.

Así pues, dejé a mis amigos del Mezquita —Xernon se había quedado sorprendido al descubrir que me alojaba en una casa de citas (tal como hasta yo había empezado a sospechar tras salir unas cuantas noches con Isa y Viki)— y, echándome al hombro la guitarra, caminé hasta la Catedral, junto a la que se encontraba el Hostal Monreal en una esquina. Di mis datos en recepción a una mujer llamada Mary, una bonita irlandesa de voz suave que llevaba la contabilidad, se encargaba de que el personal estuviera a gusto y actuaba como mediadora con la heterogénea colección de huéspedes, la mayoría de ellos estudiantes de guitarra o de baile flamenco.

El amante de Mary, José, era el propietario del establecimiento. A cualquier hora del día o de la noche se le veía deambulando con una llave de fontanería y cara de profunda preocupación. Le gustaba arreglar las cañerías, y su sueño era deshacerse de la zarrapastrosa clientela del hotel y llenarlo de ricos turistas americanos. Si hubiera arreglado mejor la fontanería, probablemente habría podido subir las 175 miserables pesetas que cobraba por la «pensión completa, con agua fría solamente».

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