Read El Loro en el Limonero Online
Authors: Chris Stewart
A lo largo de la mayor parte de aquella semana siguió reinando un ambiente apagado en la casa. Nos parecía que la pata de Porca estaba tan terriblemente destrozada que tal vez no volvería a poder utilizarla. El loro es un animal con tres extremidades útiles: las alas le sirven para volar pero para no mucho más, mientras que utiliza el pico y las patas para la locomoción y la alimentación —una pata para sujetar la comida, la otra para mantener el equilibrio y el pico para partirla. Y aparte de eso está la limpieza, sirviéndose tanto del pico como de las patas para atusarse las plumas. Con solo una pata para mantenerse de pie, Porca no podría llegar hasta las plumas de la parte posterior de su cabeza y, dado que los loros son muy meticulosos con el aseo, comenzaría a decaer.
Resolvimos el problema de la alimentación por medio de un alambre con una pequeña pinza cocodrilo en un extremo y con el otro fijado a un bloque de plástico —una placa, al parecer, para poner los nombres de los comensales en una cena con invitados que había ido a parar misteriosamente al cajón de los cubiertos. Pero a Ana le preocupaba que, en su debilitada situación, Porca fuera presa fácil de los gatos, que estarían deseosos de tomarse la revancha tras las humillaciones a que los había sometido. Ana calculaba que la noche sería el momento en que lo intentarían, ya que Porca no podía volar a oscuras y se quedaría quieto en cuanto se apagaran las luces. Resolvió el problema llevándose el loro a la cama.
Comenzó en una especie de nido en el poste de la cama, pero al cabo de poco tiempo el loro se había dejado caer introduciéndose entre las sábanas, colocándose bajo el edredón con Ana. Por supuesto esto presentaba un grave conflicto de intereses, puesto que ahí era donde yo también quería estar, considerando además que tenía mayor derecho. Sin embargo, si era lo suficientemente imprudente como para ir acercándome poco a poco a la otra mitad de la cama y a Ana, Porca lanzaba un graznido y me atacaba con un fuerte picotazo. Las cosas no podían ser peores para la armonía matrimonial.
Contra todo pronóstico, la pata destrozada de Porca empezó a curarse y a recuperar fuerza. Primero comenzó dando golpecitos con precaución en su percha, y poco después empezó a apoyar su peso en ella. Ana, además de alimentarle con la calidez de su cariño —lo llevaba colgado de la cintura en una especie de bolsa marsupial— le aplicaba bálsamos curativos recomendados por sus tomos de medicina herbológica. Kate, una médica homeopática amiga suya, nos ayudó con un tratamiento de pequeñas píldoras blancas personalizadas para él. Parecía bastante satisfecha de tener la oportunidad de añadir un loro a su lista de clientes satisfechos, y sugirió que intentáramos tratarle también la agresividad. «Se puede resolver prácticamente todo —dijo— con la homeopatía.»Por desgracia, los remedios milagrosos de Kate no eran nada frente a la naturaleza inherentemente canallesca de Porca. En cuanto mejoró su pata, regresó a sus viejos ardides, echando a volar de improviso para atacarnos con saña a mí o a Chloë sin el menor motivo. Pero la mayor parte de su malévola energía la reservaba para aterrorizar a nuestros invitados. Porca tiene una habilidad infalible para descubrir a la persona a quien más miedo le dan los loros, y se lanza en picado hacia ella con el pico preparado para agarrarle el lóbulo de la oreja o un mechón de pelo. Para un lorófobo —y los hay a montones— este tipo de trato resulta insoportable.
Sin embargo, la homeopatía pareció tener un curioso efecto secundario: hizo que cambiaran los intereses arquitectónicos de Porca en cuanto a materiales para hacer sus nidos, que de la madera pasaron a ser el metal. De pronto se convirtió en una temible criatura armada que surcaba velozmente el aire de un lado para otro con unas tijeras de uñas colgadas del pico, o con una aguja para la carne con la que bombardeaba a los gatos. Desaparecieron las llaves del coche, una serie constante de dinero suelto —la moneda de veinticinco pesetas tenía un agujero en el centro y suponía una maravillosa adición para cualquier nido— y la mayor parte de los cubiertos de cocina.
Estas actividades dejaron la cocina desprovista de cubiertos, y si alguien que no fuera Ana era lo suficientemente imprudente como para agacharse y tomar prestada por ejemplo una cucharilla, Porca emprendía un feroz ataque. Pero los objetos de metal hacían que los nidos parecieran algo más interesantes aunque, para un ojo poco avezado como el mío, unos lugares poco prometedores para criar a unos pequeños periquitos.
Además de ser violento, agresivo y estúpido, Porca es también exigente e insistente como un niño. Aunque de hecho no sabe hablar, lo cual es probablemente una bendición, hace una aceptable imitación de ¿Qué pasa?, y emite un suave miip que por muy breves instantes le hace parecer de lo más dulce y atractivo. También emite un sonido como de arrullo que utiliza para tratar de atraer a Ana a sus recién creados nidos. Chic-a-chiuuu, Chic-a-chiuuu, canturrea mientras mira implorantemente a Ana a los ojos. Ahora bien, aunque Ana no sea lo que uno llamaría una mujerona, las posibilidades de que quepa en el nido de Porca bajo el estante de la cocina son casi tan remotas como el que ponga el tan anhelado huevo.
Las exigencias de Porca alcanzan su paroxismo cuando Ana y yo nos vamos a dormir la siesta y cerramos la puerta dejándolo fuera. A fin de atraer nuestra atención justo cuando nos estamos quedando dormidos durante las horas más calurosas del día, se le ha ocurrido la idea de posarse en el estante de los utensilios que hay sobre la cocina. La cocina es de chapa y, cuando le cae encima por ejemplo un pesado cucharón de acero o la paleta del pescado o la gran cuchara de servir, produce un grato estruendo. Cuando Porca termina de dar empujoncitos a todos los utensilios para hacerlos caer del estante —tiene aproximadamente diez de los que ocuparse— vuela hasta la puerta del cuarto de baño y se posa en el picaporte graznando a voz en cuello. Puede seguir graznando sin parar durante diez minutos, y es un ruido que podría despertar fácilmente, y no digamos fastidiar considerablemente, a un muerto.
Perecear en la cama por la mañana hasta tarde no es mucho más fácil de lograr, pues Porca ha aprendido a abrir la puerta del cuarto de baño. Como ya he dicho, se pasa la noche posado en el grifo de la ducha y, en cuanto hay luz suficiente para poder volar, abre la puerta —un logro no tan admirable como parece, ya que cuando coloqué la puerta, la puse al revés accidentalmente, por lo que solo hay que empujar para abrirla aunque es necesario hacer girar el picaporte para cerrarla. En todo caso, Porca se baja al suelo y, con todas sus minúsculas fuerzas, empuja y empuja hasta que se abre. A continuación vuela hasta nuestra cama, me pica en cualquier parte del cuerpo que encuentre sobresaliendo de las sábanas y, tras haber conseguido echarme, procede a insinuarse a Ana en la almohada. Entre quejas y gruñidos, me voy a la cocina arrastrando los pies para poner el agua a calentar. Cuando le llevo a Ana su taza de té matutina el loro me vuelve a atacar. Y así comienza un nuevo día.
Aunque el talento de Porca reside en la destrucción, hay unos pocos aspectos positivos de su presencia entre nosotros. Para empezar, es una fuente constante de fascinación, incluso en su elección de medio de locomoción: tanto al volar, al desplazarse subido en personas y animales, ir cabeza abajo en el bolsillo de Ana, o caminar por el suelo con el mayor descaro, ignorando las miradas predadoras de los perros y los gatos, añade salsa a nuestras vidas. En segundo lugar, contra toda lógica, Porca parece estar poniéndonos a todos en nuestro sitio. He observado que me he vuelto decididamente menos polémico desde que Porca está con nosotros. Hace ya mucho tiempo que no se me ocurre poner el vaso de dientes azul sobre la funda de la lavadora. También Chloë parece haberse vuelto más filosófica acerca de las caprichosas injusticias de la vida, especialmente las que adoptan la forma de ataques de loro, mientras que Ana parece sobrellevar razonablemente bien el ser tratada como el súmmum de la perfección.
No cabe ninguna duda. Aunque Porca me haga sufrir, ahora me resultaría difícil no tener un loro en la familia.
—¡Tienes que estar loco, hombre! No puedo pasar por ahí. Esto es un coche, no una muía. Me esperaré.
Había un camión atravesado en la pista, con la rampa bajada apoyada en el terraplén. Cuatro hombres trataban de persuadir a un novillo para que se metiera en el remolque, pero comprensiblemente el animal no quería avanzar. Cerca de allí estaba atada la madre, un tranquilo animal de ojos líquidos con cuernos y un suave hocico húmedo, mirando tristemente y sin comprender lo que sucedía.
El camión pertenecía a Antonio, el primo de Manolo. El ganado era de Juan Díaz, que tiene un cortijo en Carrasco.
—¿Te van a dar un buen precio por él, Juan? —le pregunté.
—No, Cristóbal. Precio no bueno. Cortijeros mú, mú pobres. Carnicero hombre mú rico.
—Siempre pasa eso. Es un toro precioso.
—Toro precioso. Huevos grandes, grandes —dijo dándole palmaditas a la flácida bolsa—. Buenísimo comer. Él niño. Ella mamá. —E indicó la vaca—. Ella venir ponerlo contento.
Juan es un hombre que sabe de agricultura, y supone un verdadero placer visitar su cortijo, siempre verde, cuidado y bien cultivado, con unos árboles sanos y excelentes cosechas. Está situado en el valle, un poco más abajo del cortijo de Joop, quien habla español alpujarreño con más fluidez que ninguna otra persona que conozco, pero a pesar de ello Juan le trata, al igual que al resto de los extranjeros, como si fuera su primer día en la academia de idiomas.
Joop me contó que un día, mientras estaba ahí de pie charlando con Domingo, había aparecido a grandes zancadas Juan Díaz por la curva del camino, a su vuelta del pueblo.
—Buenos días, Juan. No hace mal día hoy —le comentó Joop.
—No llover. Mú malo, mu malo. Sol ser bonito pero no ser bueno. Árboles y plantas secos. Cortijeros pobres.
—He oído el pronóstico del tiempo esta mañana. Han dicho que hay posibilidad de que llueva para finales de semana.
—Quizás llover. Quizás no llover. Nosotros no saber...
Domingo, que se había quedado mirando atónito a Juan durante este intercambio verbal, le interrumpió.
—¿Por qué hostias hablas de esa manera tan rara, Juan? Nunca en la vida he oío ná igual. Joop no es imbécil.
—No. No imbécil. Extranjero, no español. No entender.
—Pero Joop habla español tan bien como tú o como yo.
Juan se encontraba en una situación difícil; no sabía si hablar normalmente en atención a Domingo o seguir utilizando el español de indio de película en beneficio del pobre ignorante de Joop que, aunque hablara bien el español, seguía siendo un extranjero.
En cualquier caso, las críticas de Domingo no cambiaron en absoluto las cosas. Juan no se dirige a un extranjero como no sea con esa extraña media lengua. A veces mantengo unas conversaciones bastante largas con él, por ejemplo cuando le llevo en mi coche al pueblo. Su extraña manera de hablar simplificada me lleva a buscar las expresiones más coloquiales que encuentro.
—Buenas, Juan, súbete, te libraré de un trecho.
—Gracias, Cristóbal. Órgiva lejos. Juan viejo. Piernas mal.
—¿Y qué te lleva a ir al pueblo una mañana tan bonita, Juan?
—Llevarme tú, Cristóbal, en tu coche. Mú grande, mú rápido.
—No, quiero decir que por qué vas.
—Ver médico. Juan estar malo.
—¿Qué te pasa?
—Doler manos. No trabajar bien —dijo mostrándome sus enormes manos agrietadas—. Demasiao trabajo, agua fría. Piernas también mal.
Y así continuamos. Aunque siga viviendo cerca de Juan durante el resto de mi vida, nunca se dirigirá a mí de ningún otro modo. Pero lo hace con buena intención: es un lenguaje ideado para ser lo más considerado posible con un simplón en lingüística. Juan se las arregla para hablar casi sin recurrir en absoluto a los verbos y, en las raras ocasiones en que no queda más remedio, utiliza solo el infinitivo. Los sustantivos siempre son sencillos y nunca utiliza el artículo, ya sea determinado o indeterminado.
Esta manera de hablar puede que exija poco esfuerzo, pero a la vez resulta seriamente restrictiva. No se puede profundizar mucho en temas abstractos sin utilizar verbos.
Una noche de otoño entró un tejón en el huerto y nos lo arrasó. Me fui al otro lado del río a contarle mis desgracias a Joop.
—El hombre a quien tienes que preguntar —me dijo inmediatamente— es Juan Díaz. Sabe todo lo necesario sobre los tejones.
Así pues, me fui a hablar con Juan sobre el problema del tejón. Chloë, que va al colegio con una nieta de Juan, se vino conmigo por hacer algo.
Nos encontramos a Juan arrancando los pequeños nogales que habían nacido de semilla por todos sus bancales. Se enderezó, se sacudió un poco la suciedad de las manos y le dio a Chloë una cariñosa palmadita.
—¡Hola, guapísima! —le dijo a modo de saludo.
A continuación se volvió hacia mí con una sonrisa de concentración en los labios.
—Arbol grande. Hijos chiquitillos. Árboles un día también grandes —dijo señalando los árboles jóvenes—. Tú plantar en El Valero. Ahora chicos, un día bosque de nogales.
Y, en un aparte, le preguntó a Chloë: «¿Tú crees que tu madre querría alguno? A ella se le dan muy bien los árboles».
Al igual que muchos de nuestros vecinos, Juan hace una distinción entre Chloë, nacida y criada en Las Alpujarras, y unos absolutos extraños como nosotros. Por supuesto el acento de Chloë contribuye a ello —habla español con el leve ceceo y las pocas consonantes que son propios de estos lugares, salpicándolo de modismos juveniles. Ana y yo nunca podríamos esperar ponernos a su altura.
—Eres muy amable —interrumpí a pesar de todo—. A Ana le encantan los nogales. Pero, Juan, hemos venido a verte esta tarde tan magnífica porque tenemos un problema con un tejón, bueno, al menos creo que eso es lo que es. Se nos está comiendo las hortalizas. Joop dice que entiendes mucho de tejones. Así es que, ¿tienes alguna idea de lo que podemos hacer para que éste no se nos meta en el huerto?
—Tejón mú malo. Cable de embrague moto... —dijo Juan dibujando un círculo en el aire y haciendo como que lo apretaba.
—¿Cómo?
—Cable de embrague moto. Mú bueno. Con embrague moto matarlo bien muerto.
—Tiene que hacer falta algo más que eso, ¿no? ¿No te habrás olvidado de explicar algo? —le pregunté con un poco de pedantería.