Read El Loro en el Limonero Online
Authors: Chris Stewart
—Es un cepo, papá —dijo Chloë entre dientes—. El tejón se mete corriendo y se queda atrapado, a veces incluso muere estrangulado.
Y mientras decía esto me clavó los ojos con la más severa de sus expresiones. Chloë y Ana comparten las mismas opiniones estrictas sobre la moralidad de los cepos, aunque en deferencia a Juan mi hija estaba intentando callárselas.
—Chloë tener razón —añadió Juan sonriendo sin darse cuenta de esto. Luego, como si se hubieran confirmado todos sus temores en cuanto a tener que comunicarse con la escoria intelectual de Europa, continuó con su explicación mediante gestos y articulando para que yo pudiera leerle los labios—. Averiguar de dónde venir tejón. Mismo sitio siempre. Cable embrague en mita del camino, venir tejón, meter pescuezo por lazo... ¡pillao! ¡Zas! ¡Muerto! Fácil, ¿no?
—Sí —respondí—. ¿Pero por qué necesitas un cable de embrague?
Juan me miró con la expresión que utiliza la gente cuando decide volver a empezar a explicar laboriosamente algo desde el principio.
—Papá quiere saber por qué eliges un cable de embrague en vez de cualquier otra cosa —ceceó Chloë lanzándose a mi rescate.
—Porque hay un montón de ellos por la carretera muertos de risa junto al taller de motos de Daniel y sirven igual que cualquier otra cosa —le confió Juan.
Así es que ése era el modo de afrontar el problema del tejón, clara y escuetamente explicado. Sin embargo, aún quedaba un asunto insignificante por resolver.
—¿Chloë? —le pregunté mientras atravesábamos a saltos el vado del río de regreso a casa—. ¿Sabes cómo se dice «snare» en español?
Chloë hizo una mueca.
—No, no lo sé, ni creo que quiera saberlo tampoco. Son unas cosas horrendas, papá, y hacen daño de verdad a los animales. No deberíamos utilizar nada así en El Valero —anunció, tras lo cual siguió chupando pensativamente el caramelo que Juan se había sacado clandestinamente del bolsillo del mono.
Aunque quiero pensar que mi vocabulario español ya ha aumentado lo suficiente para ajustarse a la mayor parte de las necesidades de la vida en Las Alpujarras, he descubierto que a cada momento me topo con... bien, con una snare —una trampa.
Los animales, en particular, suponen un mar de incertidumbres. «Comadreja», «garduña», «jineta», «gato clavo», «hurón», son todos ellos nombres de animales que existen en un ámbito de identidades inciertas, y que a menudo se distinguen solo por el tamaño del agujero por el que pueden pasar para llevársete las gallinas. Estoy seguro de que existen confusiones parecidas con sus equivalentes en inglés.
Después, si bajas otro escalón en la escala de animales amenazadores llegas al todavía más interesante territorio lingüístico de los «bichos». Pues bien, «bicho» es una de mis palabras españolas favoritas. En general se refiere a una categoría de animales aproximadamente del tamaño de los insectos (como cuando se dice, por ejemplo, «en esta cama hay bichos y me están comiendo vivo»), pero su significado a veces abarca también otros seres pequeños que no son insectos, como por ejemplo los roedores y, en circunstancias excepcionales, sus fronteras semánticas pueden incluso abarcar un gato o hasta un perro. A pesar de mi categoría de extranjero y de tener un terriblemente imperfecto dominio del idioma, hasta he conseguido incluir en este campo semántico animales del tamaño de una vaca y un caballo, y añadiendo el sufijo -acó he logrado que la palabra suene a algo temible e incluso amenazador. «¡Vaya bicharraco!», exclamo en algunas ocasiones.
Sin embargo, todo esto son unos inconvenientes lingüísticos de poca importancia comparados con el campo de minas que constituye el escribir una carta o una nota.
Cuando vives durante toda tu vida en el mismo país donde has nacido, no es probable que el problema de escribir notas a los conductores de autobuses escolares te ponga demasiado a prueba. Naturalmente, es posible que tengas que hacerlo, pero seguramente las podrás escribir de corrido y sin tener que pensarlo mucho:
A quien corresponda:
Mi hija Chloë no volverá en el autobús esta tarde porque va a quedarse en el pueblo para llevar a cabo actividades extraescolares. Gracias por su colaboración.
Atte.
Christopher Stewart
(padre)
Me imagino que rezarán de manera parecida, habiendo sido escritas a toda prisa, aunque no estoy del todo seguro ya que nunca he tenido que escribir una en inglés. Aquí en Andalucía es muy diferente.
—Chris, ¿puedes escribirle una nota al conductor del autobús? —me pidió Ana un día. No era una petición inusitada.
—¿Por qué, cariño? —respondí, intentando ganar tiempo como de costumbre.
—Porque mañana después del colegio Chloë va a quedarse con Alba Teresa y Laura María.
—¿Y no podemos simplemente decírselo al conductor?
—No, realmente tenemos que hacerlo como es debido. ¿No te acuerdas de lo que pasó una vez?
Ana se refería a una ocasión en que se nos culpó de que se hubieran quedado seis niños atrapados en un autobús una tarde de calor sofocante, todo porque no habíamos entregado una nota diciendo que Chloë se quedaba en el pueblo para ir a una clase de baile, sin importar el hecho de que Ana ya hubiera avisado al conductor en dos ocasiones diferentes. La pobre Chloë tuvo que sufrir una semana de miradas glaciales y comentarios de todos los padres, antes de que el foco de atención recayera sobre otro pobre pardillo desprovisto de nota. Así es que estos días siempre les escribimos al conductor del autobús y a Mari Carmen, que es la persona responsable de comprobar que se suben todos los niños al salir del colegio.
—Entonces, ¿por qué no escribes tú la nota? —repliqué.
—Porque estoy ocupada y, además, pensaba que eras tú el escritor de la familia.
La pulla de Ana resultaba en cierto modo un golpe bajo, pero me resigné a llevar a cabo la tarea y me puse a buscar un trozo de papel adecuado para escribir la nota. El papel no debía ser demasiado grande, puesto que el tipo de nota que tenía intención de escribir no ocuparía demasiado espacio, y un trozo grande de papel llamaría la atención sobre este punto. Tampoco debía ser demasiado pequeño, ya que daría una impresión de indigencia o, peor aún, mezquindad, ninguna de las cuales es la impresión que quieres producir en un conductor de autobús escolar. Tras haber recorrido sin éxito toda la casa, además de la totalidad de sus edificaciones anexas, en busca de un trozo de papel del tamaño adecuado, se me ocurrió la idea de cortar un pedazo para darle exactamente las dimensiones necesarias y así crear una especie de página para nota a conductor de autobús a medida. Por supuesto, había que cortarlo exactamente como es debido. Probé con nuestras tijeras prehistóricas, con unos cuchillos, con una regla, y hasta doblándolo y partiéndolo con las manos.
Finalmente conseguí el trozo de papel perfecto, encontré mi bolígrafo y me senté a componer la nota. Me puse a pensar durante unos momentos. Muy Pino mío, escribí. Ésta era una forma habitual de comenzar una carta, pero no me gustaba mucho; había algo que no acababa de encajar y, por añadidura, no estaba seguro de quién conducía el autobús aquella semana. Había tres posibles conductores: Pino, Moya o Jordi. Ya era demasiado tarde para preguntárselo a Chloë, que estaba profundamente dormida.
Taché Muy Pino mío, pero no, eso no podía ser, no debía dejar tachones. Arrugué el papel con la mano y cogí otra hoja. Esta vez lo escribiría primero en sucio. Parte del problema es que la escritura de cartas en español tiende a ser bastante formal, y la escritura de cartas formales de negocios parece estar sumergida en unas prolijidades demenciales. Una vez se me pegaron algunas ideas de español de negocios de un libro con el que estaba aprendiendo, y solo aquella breve exposición pareció contaminar mi estilo.
Estimado señor, volví a comenzar. Sonaba bien pero tal vez era demasiado serio. No podría usarlo. Lo taché y, con gesto triunfal, escribí: Querido amigo. Consideré esto con incertidumbre durante unos momentos, dudando de su mérito literario. Y ése era otro problema; la gente del pueblo sabía que había tenido cierto éxito en el extranjero como escritor, por lo que el contenido de esa nota podría no quedarse exclusivamente entre el destinatario y yo. Existía la espantosa posibilidad de que los conductores se pasaran la nota de uno a otro para darle vueltas, criticarla, admirarla o vilipendiarla. En mis peores y más paranoicas figuraciones veía la nota clavada al tablón público de anuncios del Ayuntamiento como ejemplo. Tenía que hacer bien esto.
Medité detenidamente sobre la nota durante algún tiempo sin encontrar ninguna solución. Después me bebí mi parte de una botella de vino por ver si encontraba en él alguna inspiración, pero solo me produjo deseos de irme a la cama. Probablemente la inspiración vendría durante la noche, y sólo tendría que escribir la carta de tirón por la mañana. Por supuesto, me pasé la noche angustiado dando vueltas en la cama, atormentado por diferentes combinaciones de tratamientos. Apreciado amigo, Querido señor, Excelentísimo conductor... Muy conductor mío...
A la mañana siguiente me levanté temprano para prepararle a Ana su taza de té matutina, hacerle el desayuno a Chloë y trabajar algo más en la nota. Hola Jordi, comencé. Chloë me había dicho que Jordi era el conductor aquella semana y, dado que Jordi es más joven y moderno que Pino o que Moya, sería más que probable que se contentara con un planteamiento menos formal: Hola Jordi: Te informo con esta carta que mi hija Chloë no regrese en el autobús esta tarde, pues va a quedarse en el pueblo.
No me entusiasmaba mucho la construcción, pero tendría que servir en vista de la proximidad del plazo límite. No regrese: quizás no debería haberlo puesto en subjuntivo, puesto que después de todo no se refería a una acción que se contemplara llevar a cabo en un futuro incierto, y tampoco la persona que era el sujeto verbal tenía ninguna duda acerca del cumplimiento de la acción. No, no parecía haber razones suficientes para utilizar el subjuntivo. Pero iba a suponer una pesadilla tan grande el tratar de encontrar el tiempo verbal adecuado que decidí desentenderme. A Jordi no le importaría.
¿Pero cómo debía terminar la nota? No era una carta comercial y conocía a Jordi bastante bien, por lo que no sería necesario recurrir a esas recargadas fórmulas religiosas como la de Dios guarde a Vd. muchos años, una despedida formal pero sorprendentemente frecuente en las cartas españolas. Esto dejaba, así, las siguientes posibilidades: atentamente, un saludo, un abrazo, un beso o besos. Descarté sin más estas dos últimas fórmulas. Le tenía cariño a Jordi pero no tanto.
Un saludo, Cristóbal
Con un suspiro de alivio busqué un sobre y, a continuación, me fui a llevar a Chloë a la parada del autobús. Me alegré de descubrir que era de hecho Jordi quien lo conducía.
—Buenas, Jordi, aquí tienes una nota —anuncié.
—¿Ah, sí? ¿Pa' qué es?
—No es más que para decirte que Chloë no va a volver en el autobús esta tarde.
—Vale, me acordaré.
—Sí, pero coge la nota.
—¡Pero si me lo acabas de decir! No me hace falta la nota.
—Venga, toma la nota.
—No, ¿pa' qué la quiero yo?
—Es la manera como hay que hacerlo... Tengo que entregarte una nota.
—De verdá que no hace falta, Cristóbal...
—Mira, Jordi, me he pasado la mitad de la puñetera noche despierto escribiendo esta nota y no pienso volvérmela a llevar a casa ni en broma.
—Tranquilo, Cristóbal, tranquilo. Ya está, ya tengo tu nota.
Y, después de coger el sobre, lo colocó detrás de la visera.
Satisfecho de un trabajo bien hecho, me quedé de pie mirando desaparecer el autobús por la curva de la escarpadura en una nube de polvo, entre traqueteos y ruido de piezas sueltas. De haber sabido que me esperaban nuevas tareas literarias, habría sido mucho menos autocomplaciente.
Una de las razones por las que Ana no tenía tiempo para escribir notas era que estaba haciendo los preparativos para ir a encontrarse con su madre y pasar con ella en Málaga el fin de semana, dejándome a mí al cuidado de Chloë, el cortijo y los animales. Di de comer al ganado y, antes de instalarme para dedicar una larga jornada de duro trabajo a la contemplación del ordenador, me puse a preparar masa de crepes para Chloë. Cuando haces crepes siempre consigues que los niños se pongan de tu parte, lo cual hace, en mi opinión, que el asunto del cuidado de los niños se asiente sobre las bases adecuadas.
A las seis me dirigí al otro lado del valle para recoger a Chloë de la casa de una amiga del colegio.
—¿A que no sabes lo que tenemos para cenar esta noche? —le dije mientras bajábamos juntos hacia el río.
—Crepes, supongo —contestó algo ausentemente tras lo que, reanimándose un poco, añadió—: ¡Yupiii!, mi comida favorita.
Evidentemente, había algo que le preocupaba.
—¿Papá? —preguntó tras una pausa.
—¿Sí?
—Papá, ¿me prometes que no te vas a enfadar si te pregunto una cosa?
—Intentaré prometerlo, aunque depende de lo que quieras preguntarme.
—Bueno, pues... quiero dejar de ir a clase de religión. Es que ya no me gusta. ¿Puedo, papá? ¿Puedo dejar de ir?
—No tengo por qué enfadarme por una cosa así, ¿no? Verás lo que vamos a hacer, hablaremos de ello cuando vuelva tu madre.
Normalmente puedo soslayar los asuntos espinosos con este sencillo dispositivo dilatorio, pero esta vez Chloë no estaba dispuesta a dejarse desviar del tema.
—Pero tenemos Religión el viernes y no quiero ir. ¿Puedes ir a hablar con el profesor para decírselo? Anda, papá, por favor.
Para entonces ya habíamos llegado al puente, por lo que la conversación quedó momentáneamente en suspenso mientras avanzábamos con cuidado por las vigas de madera por encima de un torrente de aguas blancas.
La cuestión de la Religión no era nueva en absoluto. Cuando Chloë empezó a ir al colegio estuvimos dudando mucho tiempo entre dejarla en la clase de Educación religiosa o decidirnos por la de Ética, alegando mi agnosticismo empedernido. Al final resolvimos que un conocimiento introductorio de la Biblia y de los principios del Cristianismo supondría más una ventaja que un inconveniente a la hora de aprender la literatura y la cultura europea. También parecía ser una buena manera de familiarizarse con los rudimentos de los numerosos festivales y fiestas de santos que salpican el calendario alpujarreño.