El Loro en el Limonero (27 page)

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Authors: Chris Stewart

Tal vez de modo inevitable, mientras nos regodeábamos en un lujo recién descubierto, Ana y yo nos sorprendimos a nosotros mismos pensando en otras Navidades menos saludables que habíamos soportado en el pasado. Quizás teníamos que recordarnos que la vida no había sido siempre un sueño de sol y limones. Cualquiera que fuese la razón de ello, había una Navidad a la que ambos volvíamos una y otra vez: fue justo después de que Chloë cumpliera los tres años y la fiesta se nos había aguado por completo.

Aquel año había sido excepcionalmente seco. El ardor del verano se había apagado mucho más tarde de lo habitual, dejando el campo extenuado y sediento. Cada día dirigíamos la mirada a la bóveda azul del cielo, depositando nuestras esperanzas en cualquier brizna de neblina o diminuta nubecilla que se aventurase a salir, solo para verlas desaparecer más tarde sin dejar huella. Pero entonces el tiempo cambió por fin. Suspiramos de alivio cuando comenzó a llover, y hasta salimos a ponernos de pie bajo la lluvia con Chloë en brazos, para que se maravillara de las diminutas gotas que caían a su alrededor y que se nos quedaban prendidas en el pelo.

Todo el valle parecía exhalar un nuevo aroma a tierra mojada y a pino, mientras que los árboles que se habían vuelto pálidos y secos se tornaron verdes, y luego, a medida que la lluvia limpiaba el polvo de sus hojas, más verdes aún. El goteo de agua de los ríos pronto se transformó en un respetable torrente, e incluso los pájaros parecían contentos, revoloteando por todas partes piando y trinando felices como si hubieran ganado una audición para cantar.

Pero siguió lloviendo, y poco a poco toda la Alpujarra se quedó hecha una especie de papilla. Nubes y nieblas envolvieron el valle, y desaparecieron todos los puntos de referencia que conocíamos, entre ellos el puente, que fue arrastrado por el río dejándonos aislados y sin ninguna posibilidad de recibir visitas. Durante muchos días ni siquiera podíamos ver las montañas a nuestro alrededor: parecía como si estuviésemos solos en una isla cenagosa rodeada por la niebla.

Para colmo de males, la Navidad estaba a la vuelta de la esquina.

—Solo faltan diez días —dijo Ana una mañana—. Pronto empezará toda esa música de chinche y ramplón...

—¿Toda esa qué?

—Música de chinche y ramplón, ya sabes, los altavoces escupiendo por todas partes música de villancicos —explicó Ana, como si esto fuera lo único que pudiera empañar el horizonte del invierno.

El suelo de alrededor de la casa estaba tan empapado que el nivel freático subió y la cocina se inundó con casi ocho centímetros de agua, al igual que el dormitorio por el lado de Ana. Teníamos frío, estábamos mojados y aburridos, y moqueábamos con unos resfriados galopantes.

La arquitectura alpujarreña no fue concebida pensando en la lluvia y no la soporta bien. Un tema frecuente de conversación e incluso un indicador de cierto tipo de respetabilidad es la cantidad de cubos que tienes en tu casa recogiendo agua de las goteras. Un día conté veintitrés receptáculos repartidos por toda la casa —cubos y barreños y latas y tinas. Lo peor era por la noche; justo cuando estaban casi llenos, uno de nosotros o de los perros se tropezaba con ellos, derramando litros de agua turbia por el suelo. Esto sucedía con frecuencia, puesto que el sistema de energía solar había dejado de funcionar y nos movíamos como fantasmas en la grisácea penumbra o a la luz mortecina de unos pocos cabos de vela. El fuego de la chimenea, alimentado por una leña mojada y negra, llenaba la habitación de humo y no proporcionaba más que un resplandor débil y malévolo.

«Bueno, no fue tan malo —me dijo más tarde Joop—. También nosotros tuvimos muchas goteras. Había una que caía justo en mitad de la cama, por lo que tenía que dormir con un cubo, sujetándomelo así sobre el pecho —y representó con gestos cómo lo había mantenido en equilibrio sobre la caja torácica—, y cada hora tenía que levantarme a vaciarlo en la bañera.» Me pareció que todos mis esfuerzos en el asunto de la recogida del agua de las goteras no eran nada comparados con la resistencia heroica de Joop.

Los días se convirtieron en semanas, y continuaron las goteras en la casa y la niebla y la lluvia en el exterior. Conseguíamos mantener en seco a Chloë durmiendo y sentándonos nosotros en los sitios mojados, y le leíamos cuentos a la luz de una vela y le hacíamos crepes, pero poco a poco nos íbamos sintiendo cada vez más deprimidos. «Parece que al fin está aclarando un poco», anunciaba yo cada mañana mientras miraba por las ventanas chorreantes de agua un implacable mar de nubarrones, pero hasta yo estaba empezando a desanimarme.

Solía pensar durante aquel tiempo que, si hubiéramos sido ricos, podría haber habido alguna solución. Tal vez podríamos habernos ido a un hotel sin goteras. Pero en realidad no podíamos atravesar el puente —de hecho, ya no teníamos puente— e incluso si hubiéramos conseguido cruzar el río era difícil imaginar un hotel que nos recibiera con nuestro séquito de perros, gatos, caballos, ovejas y gallinas. No, el dinero no habría servido para sacarnos de ésta. Y, aparte de eso, no éramos ricos —en aquel preciso momento no teníamos más que algunos cientos de pesetas.

No es que estuviéramos en la ruina absoluta. Había algo de dinero en perspectiva —subvenciones por las ovejas, venta de los corderos, alquiler de nuestra casita rural— pero nada que nos pudiera sacar de apuros en aquel mismo momento. Recuerdo haber hecho un recuento de nuestros recursos. Teníamos un depósito de gasolina en el coche, un saco de cebollas, otro de patatas cuyos brotes estaban convirtiendo la despensa en una espesura impenetrable, cincuenta litros de aceite de oliva en bidones de plástico, pienso de gallinas para un mes y unas cuantas hortalizas abriéndose camino a duras penas en el huerto. Ah, y teníamos un montón de aceitunas y unos árboles repletos de naranjas. No íbamos a pasar hambre, simplemente no teníamos dinero para celebrar las Navidades.

El principal problema era la falta de electricidad. Sin suficiente cantidad de sol para cargar nuestras baterías solares, no había nada que pudiéramos hacer para que la húmeda penumbra resultara más soportable —ni siquiera podíamos oír música ni cintas de cuentos a oscuras. Es cierto que tenía mi guitarra, pero no estaba realmente de humor para tocarla, y Ana y Chloë decididamente no estaban de humor para escucharla. Un día de Navidad sentados alrededor de una llameante chimenea habría sido algo que esperar con ilusión, pero la perspectiva de quedarnos sentados en las sillas de madera (el sofá de goma—espuma se había convertido en una esponja) con las botas de agua puestas y ahogándonos con el humo de la leña empapada, dejaba bastante que desear.

—No os preocupéis —dije—. Ya surgirá algo.

Ana me lanzó una de las miradas más fulminantes que recuerdo, y ni siquiera Chloë pareció del todo convencida.

Al menos teníamos la ventaja de que no estábamos completamente aislados. Habíamos improvisado lo que llamábamos el «Flying Fox» —una cuerda con una polea— para atravesar el río, por lo que de vez en cuando organizábamos una expedición al pueblo. Unos días antes de Navidad crucé el río colgado de la cuerda y me fui andando hasta el pueblo para reunir unas cuantas provisiones sencillas y económicas y con el objeto de mirar en Correos nuestro apartado postal.

Había algunas cartas y tarjetas de Navidad de familiares y amigos, así como un delgado sobre de avión procedente de Florida que llevaba por detrás el nombre de una amiga norteamericana de mi madre a quien yo siempre había llamado «tía», aunque creo que no nos unía ningún lazo de parentesco y la última vez que la había visto había sido cuando yo estaba en el colegio. Cuando lo abrí, un objeto verde cayó revoloteando al suelo de la calle. Era un billete de cien dólares. La tía Dawn había oído que teníamos apuros económicos y esperaba que esta cantidad nos vendría bien.

En cuanto me recuperé, le escribí a toda prisa a la tía Dawn uno de los Christmas más selectos de Órgiva y, saboreando uno de los grandes momentos de la vida, me puse a pensar en qué gastar este dinero caído del cielo. La respuesta obvia era en la compra de un cargador de baterías que fuera grande y potente para poderlo conectar a nuestro generador. Disfrutaríamos la Navidad con música de chinche y ramplón y luz eléctrica —¡qué inimaginable alegría! Había visto en Granada un cargador de baterías que parecía ser justo el que necesitábamos, y me imaginaba que los cien dólares podrían ser más o menos suficientes.

Al día siguiente era Nochebuena y, justo antes del amanecer, salí bajo una lluvia torrencial de expedición a Granada. Había dejado nuestro vetusto Landrover, Black Bess, en la ruta de atrás y en lo que parecía ser un lugar seguro, a aproximadamente una hora y media de camino por encima de la casa. Subí fatigosamente por el cerro con un paraguas y una mochila, superando curva tras curva bajo una incesante cortina de lluvia.

Al llegar al coche, yo estaba tan empapado que con cada paso que daba salía agua a chorros de las botas. No había nada que estuviera suficientemente seco ni siquiera para limpiarme las gafas. Pero Black Bess se puso en marcha con una sacudida y, a medida que nos fuimos adentrando en los pinos, dejó de llover y la masa impenetrable de nubes se levantó, para después abrirse y empezar a disiparse. Una hora después, al detenerme en Mecina Fondales para ver si un amigo me prestaba ropa seca, el sol se había abierto paso por el cielo y su amarillo calor hacía bullir al mundo entre nubes de vapor.

En Granada, las nubes se reagruparon y pidieron refuerzos para bañar la ciudad en torrentes de agua. Pero yo estaba de buen humor y, armado con el dinero que me había caído del cielo, entré con paso decidido y me compré el cargador de baterías. ¡Solo 12.000 pesetas! No daba crédito a mi buena suerte. Quedaría lo suficiente para comprar algo especial para comer, y tal vez una bola plateada para colgar de nuestra rama navideña de pino carrasco que goteaba en el rincón del cuarto de estar.

Fui a una tienda y compré un par de botellas de buen vino tinto, algunos adornos de chocolate para el árbol y dos faisanes. Por aquí no se ven muchas de estas aves, así es que suponían un capricho muy especial. De hecho, no habíamos comido faisán desde los días en que vivíamos en una casita de campo alquilada junto a una autovía en el sur de Inglaterra. Ana había tenido allí un admirador que era guarda de caza y, a veces, como prueba de su amor imposible, nos engalanaba el porche con aves de caza muertas. Al volver a casa por la noche, nos golpeaban la cara los faisanes colgados de los lilos junto a la puerta. Nos dábamos verdaderos banquetes con ellos hasta que ya no pudimos aguantarlos más.

Desde Granada, Black Bess y yo regresamos bajo la lluvia a Las Alpujarras. Las míseras porciones de luna delantera que iban despejando los limpiaparabrisas eran totalmente insuficientes para ver la carretera, y la calefacción pronto renunció a su batalla contra el vaho de las ventanillas. El traqueteo del coche, el murmullo de los neumáticos en la carretera, el estruendo de la inútil calefacción y la lluvia aporreando el techo del coche contribuyeron a que al llegar a la encina estuviera temblando y con los nervios destrozados. Este árbol marcaba el lugar en que la pista empezaba a ser peligrosa, por lo que me eché a un lado, paré el motor y cerré los ojos en el silencio de la noche. Me puse a pensar en Chloë y en Ana, esperando en nuestra deprimente casa allí abajo en la profundidad del valle. Pero entonces, incapaz de evitarlo, me quedé dormido.

Cuando me desperté todo estaba en silencio, la lluvia había cesado de aporrear el techo y una media luna avanzaba suavemente con Venus por el cielo entre unas nubes que se deslizaban vertiginosamente. El cargador de baterías era enorme y pesaba mucho. Con técnica de marinero lo amarré a mi mochila y me lo cargué a la espalda. Después me eché los faisanes al hombro e inicié el largo trecho cuesta abajo. Al principio andaba con energía, pero al cabo de unos minutos ya iba a paso de tortuga. La menor sacudida o zarandeo al dar un paso hacían que el borde de la cubierta de acero del cargador chocara contra la parte de atrás de mi cadera. Tardé una hora y media en bajar la pista, que ya era de por sí accidentada pero que en aquella ocasión estaba peor de lo que jamás la había visto, con grandes surcos excavados por la lluvia y llena de rocas esparcidas por los desprendimientos de tierras.

Los faisanes rebotaban resignados en mi espalda y el cargador me rozaba hasta dejarme en carne viva, pero era una noche preciosa. Cuando llegué a la cima del cerro, me detuve anonadado por la vista del profundo valle envuelto en su negrura y, abajo a lo lejos, los dos ríos como de plata fundida saliendo con furia del desfiladero en El Granadino y siguiendo su curso a través de la vega de Tíjola hasta llegar al puente de los Siete Ojos. Me agaché junto a una roca para aliviar un poco mis hombros del escozor del peso y contuve el aliento tratando de escuchar el silencio y el distante sonido de las aguas. De repente se oyó el ruido de un enorme animal pasando al galope. Me puse de pie sobresaltado, con un difícil y doloroso movimiento, y miré en derredor mío para ver desaparecer entre los matorrales los cuartos traseros de un jabalí. Había estado justo a mi lado y casi podía sentir el calor de su aliento.

Tras otra hora más de cauteloso descenso lancé un silbido para que los perros se pusieran a ladrar, y todos ellos se precipitaron en tropel monte arriba para saludarme, meneando la cola con sencillo deleite. Llegamos a la casa juntos y colgué los faisanes por el cuello en el porche —eso es lo que suele hacerse con los faisanes—, tras lo cual metí el cargador en el cobertizo, dispuesto para ser conectado el día de Navidad. Luego, Ana, Chloë y yo pasamos una tranquila velada de Nochebuena sentados bien erguidos en sillas de madera, con las botas de agua puestas, abriendo crismas, leyendo en voz alta retazos de cartas y engullendo los adornos de chocolate que no habían cabido en la rama de pino.

A la mañana siguiente nos despertamos tarde y —oh, milagro de Navidad— en un despejado cielo matutino lucía un sol resplandeciente que iluminaba los pliegues de la Contraviesa con matices de verde y dorado. Yo estaba ilusionado por darle a Chloë su regalo, a pesar de que solo se trataba de una cama de fabricación casera que le había hecho para la muñeca. La había construido con madera blanca y le había pintado un delicado motivo floral en la cabecera, mientras que Ana le había confeccionado sábanas, mantas y almohadas a juego. Chloë se quedó encantada con ella —sobre todo porque habíamos conseguido de algún modo que no se mojaran las sábanas ni las mantas—, así como con los regalitos que Ana le había metido en el tradicional calcetín navideño, consistentes en una o dos mandarinas, unas pocas almendras, algunos higos, unos caramelos y un pedazo de carbón envuelto en papel de plata. Es absolutamente cierto que no se necesita gastar mucho dinero para hacer felices a los niños. Había llegado el espíritu de la Navidad y, con el festín que nos esperaba, el vino y el cargador de baterías, me sentía lleno de regocijo.

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