Read El Loro en el Limonero Online
Authors: Chris Stewart
Abrí de par en par la puerta para dejar que entrara el sol, y ahí en el porche, girando en los extremos de unas delgadas cuerdas, estaban las cabezas de los faisanes. Recordé que había colgado allí unos faisanes enteros la noche anterior... tal vez se habían podrido por el cuello y se habían caído. No, no había nada en el suelo. Finalmente me di cuenta de la espantosa verdad. Los perros se habían comido el resto de los faisanes, con plumas incluidas, dejándonos solo las cabezas dando vueltas colgadas en el porche.
Yo había querido que los faisanes fuesen una sorpresa para Ana y no le había dicho nada la noche anterior. Me vio mirando por la puerta con la boca abierta y se me acercó rodeándome con el brazo.
—Ay, Chris, qué estupendo, compraste faisanes para nuestra comida de Navidad...
—Sí... pero... ahora solo quedan las... las... —no podía pronunciar la palabra.
—Las cabezas. Quieres decir las cabezas, ¿verdad? Supongo que compraste faisanes enteros y los colgaste donde los perros pudieran cogerlos.
—Sí... —dije en voz baja.
—No importa. La intención es lo que cuenta, y tu intención era muy buena. De todos modos, siempre podemos hacer una sopa con las cabezas —con unas patatas fritas y unos huevos nos vendrá muy bien para una comida de Navidad.
Me fui cabizbajo a conectar el cargador de baterías a nuestro sistema eléctrico. No hizo ni atisbos de funcionar, ni siquiera saltó una chispa. Había algo fundamental que fallaba o, de lo contrario, me habían vendido un trasto inútil.
Pero al menos los perros no se habían bebido el vino. Ana los adornó con trozos de espumillón, tuvimos huevos fritos con patatas para comer y después nos fuimos todos a sentarnos al sol junto al río. He pasado días peores de Navidad.
Justo por debajo del pico del Mulhacén, que con sus 3.450 metros es el más alto de Sierra Nevada y, de hecho, de toda la Península Ibérica, están los borreguiles. Antaño, se consideraba que un borrego no era apto para comer hasta que no había pasado un verano pastando en la fresca hierba que tapiza estos prados de alta montaña, lo que explica el origen de la palabra.
Hay aproximadamente una docena de borreguiles por debajo del pico en su lado suroeste. Cada uno de ellos es un prado húmedo dentro de una gran hondonada, rodeado de paredes de roca y comunicado por cascadas con el prado inmediatamente inferior y superior. Se diferencian en la disposición de los distintos elementos. Algunos tienen una cascada que cae directamente en una laguna, de la que salen dos o tres arroyuelos que bajan serpenteando entre la hierba hasta el borde, desde donde se precipitan en cascada hasta el prado de debajo. En algunos de ellos la laguna está en el centro, con un solo curso de agua que la alimenta y por el que desagua, y hay un borreguil que tiene por cascada un empinado terraplén de hierba.
Todos tienen en común su perfecta calma, la claridad casi sobrenatural del agua y lo mullido de su espesa capa de hierba. Para agosto, sin embargo, incluso allí arriba la vegetación empieza a marchitarse a medida que tas aguas de alta montaña se van secando. Comienza a resecarse y a agostarse por el perímetro, y este proceso va avanzando hacia el centro, hasta que finalmente solamente queda una estrecha mancha verde alrededor de la laguna —y después, nada, pues el sol del estío hace que incluso el agua de la laguna sea absorbida por la atmósfera hasta dejar sólo un lecho seco de piedras. Más tarde, con las lluvias de otoño, los borreguiles reverdecen de nuevo, justo a tiempo para ser enterrados bajo un par de metros de nieve hasta el verano siguiente.
El mejor momento para ver los borreguiles es entre finales de mayo y finales de julio —primavera en lo alto de la sierra—, y de algún modo es precisamente el carácter tan fugaz de esta belleza lo que la hace aún más atractiva. A principios de julio, casi un año después de nuestra fiesta de la presa, subí andando a los prados desde Capileira. Al encaramarme por encima del borde, la vista que se abría ante mí me dejó mudo. La hierba había dejado de ser verde y era una alfombra de azul amoratado —un azul tan deslumbrador que parecía venir de fuera del espectro visual normal. Eran las gencianas de Sierra Nevada. Había oído hablar de ellas pero era la primera vez que las veía. En aquel momento eran dos las variedades que estaban en flor, la Gentiana verna color azul de ultramar y la delicada, casi luminiscente Gentiana alpina.
Hay cosas que son tan fuertes que tienes que compartirlas con alguien —y aquellas gencianas eran fuertes. Mientras iba bajando con cuidado, me puse a pensar en la manera de engatusar a Ana y a Chloë para que vinieran a la sierra. Al igual que los lugareños, ambas tienden a pensar que andar es exclusivamente un medio de locomoción y no un placer en sí mismo. El plantear la idea de una caminata de seis inexorables horas cuesta arriba iba a poner a prueba hasta el límite mis poderes de persuasión. Pero una subida hasta aquí para ver la mágica bruma azul de las gencianas parecía ser exactamente lo que necesitábamos todos para sacudirnos de encima nuestras preocupaciones.
Casualmente, Chloë tenía algo que hacer: iba a quedarse a dormir en Órgiva en casa de una amiga del colegio. Pero a Ana pareció gustarle mucho la idea y, sin Chloë en casa, estuvo incluso dispuesta a considerar la posibilidad de acampar una noche. Así pues, no había nada que nos impidiera ponernos en marcha al día siguiente.
A pesar de todas las maravillas de las flores y del paisaje de montaña que nos aguardaban, me quedaba la duda persistente de que tal vez les había restado importancia a los rigores de la jornada que teníamos por delante. «Realmente no está tan lejos —le había asegurado a Ana—. Y la subida tampoco es tan empinada y, de todas formas, cuando llegas es tan maravilloso que te olvidas al instante de lo lejos y lo empinado que era, aunque, por supuesto no lo es.»Ana recibe este tipo de declaraciones con un comprensible recelo, desarrollado a lo largo de unos veinticinco años de ir conmigo de un lado para otro. Pero me preguntaba si ella le había aplicado un grado suficiente de escepticismo. Aun así, yo pensaba que iba a merecer la pena de verdad una vez que nos encontráramos allí arriba en los prados: por el placer que a Ana le produciría pasar un tiempo allí, y por el placer que a mí me produciría su placer. También había algo de simbólico en nuestra excursión, pues los borreguiles son la fuente del Poqueira, el río que riega nuestro cortijo y que abastece los manantiales de los que bebemos, nos lavamos y regamos las flores del patio.
Nos pusimos en camino en cuanto hubimos dado de comer a los perros, gatos, gallinas, palomas, caballos y ovejas. Porca el loro salió con nosotros, subido en el hombro de Ana, hasta que llegamos al río y ésta lo echó a volar para que se alejara. Nos subimos al coche y nos dirigimos a Pampaneira, uno de los pueblos de la Alpujarra alta, donde íbamos a comenzar nuestra excursión a los borreguiles. En el plazo de una hora nos encontrábamos tomando fuerzas con café y roscos en la plaza mientras mirábamos, más allá del campanario de la iglesia, hacia el lejano pico del Veleta, que no era el lugar adonde íbamos pero que se encontraba a una distancia parecida.
Fuimos subiendo por las callejuelas empedradas del pueblo y continuamos por un empinado camino que atravesaba el bosque hasta llegar al pueblecito de Bubión. Desde allí solo había algo más de un kilómetro, aunque todavía de fuerte subida por unas praderas, hasta llegar a Capileira, el pueblo más alto con sus casi 1.300 metros sobre el nivel del mar. Cuando llegué a la plaza del pueblo, resollando como un fuelle oxidado, Ana ya estaba allí, sentada tranquilamente en un banco. Esto me fastidió un poco, como bien se imaginará el lector.
—Tienes que aprender a medir tus fuerzas —dije jadeando.
—Éste es un sitio agradable. ¿Por qué no pasamos aquí el resto del día?; podríamos hacer algunas compras —bromeó Ana.
Yo ignoré el comentario y, echándome la mochila al hombro, salí con determinación del pueblo en dirección hacia arriba. Seguimos subiendo durante muchas horas, a través de pinares y siguiendo el curso de acequias. El sol ardía implacable, y la sombra de los árboles e incluso el sonido del agua eran una bendición del cielo.
Más tarde, nos sentamos bajo un pino para beber agua de las botellas de mi mochila —que estaba justo por debajo del punto de ebullición— y comer lo que se suele comer normalmente en las excursiones al campo: jamón, chorizo, aceitunas, tomates y pan, seguidos de halva y dátiles y, para terminar, aproximadamente tres kilos de cerezas. Después nos echamos a dormir.
El pino donde habíamos almorzado era el último; después de comer rebasamos el límite superior del bosque. El sol había bajado ya bastante desde su cénit y nos quemaba la pierna izquierda, el brazo izquierdo y la parte izquierda de la cara. A lo lejos distinguíamos el refugio del Poqueira y, justo más allá de éste, el empinado valle del río por el que teníamos que subir para llegar a los borreguiles.
—No vamos a subir hasta allí arriba, ¿verdad? —preguntó Ana.
—No has hecho más que protestar desde que salimos esta mañana —la fustigué sin un ápice de justificación. De hecho, Ana había ido de buen humor a la cabeza durante casi todo el día.
Nos aguardaba algo especial mientras subíamos por la larga y empinada pendiente hacia el refugio: los tomillos y los cojines de monja de lo que los botánicos llaman los «erízales» estaban en flor. El término es apropiado, ya que estas matas espinosas de baja altura se asemejan de hecho a una enorme multitud de erizos. El sendero y sus bordes eran un mar de cúpulas de color rosado y blanco compuestas por una apretada masa de las más exquisitas florecillas. Ana nunca había visto nada parecido, pues jamás había subido hasta esta altitud. Yo ya había visto estas plantas y las había descartado como algo bastante feo, pero ahora, en todo el esplendor de su floración, eran deslumbrantes. El aire estaba lleno de mariposas, algunas de ellas del tamaño de una mano, y de verdaderas nubes de pequeñas mariposas azules cada vez que llegábamos a la más diminuta zona de humedad, tapizando el suelo cuando nos acercábamos y elevándose por el aire a millares cuando pasábamos, creando su propia minúscula brisa de montaña.
Le sonreí a Ana y ella me respondió con otra sonrisa de puro deleite y felicidad. Ya solo el llegar hasta aquí había merecido la pena, aunque yo sabía que aún quedaba un larguísimo trecho hasta los borreguiles, donde planeábamos pasar la noche. Existe un refrán en España que dice que «si rey con tus amigos te quieres sentir, a un lugar hermoso los has de conducir», y creo que tiene mucha razón.
Horas más tarde el sol se había escondido por detrás del pico del Veleta y los valles estaban llenos de sombras. Ana y yo avanzábamos penosamente, sumidos en un pesado silencio tras casi seis horas de una subida de más de 1.500 metros. Yo estaba decidido a que llegáramos a los borreguiles antes de que se hiciera de noche.
Este último valle, donde el recién nacido río Poqueira se precipita a gran velocidad entre las rocas y la hierba, era tan empinado y difícil como la primera cuesta de la mañana, solo que ahora ya no nos quedaban muchas fuerzas. Sin embargo, seguimos trepando lentamente hasta alcanzar por fin el más bajo de los prados. Casi había oscurecido, y las pocas gencianas que había en este borreguil se habían ido a dormir, cerrando apretadamente sus pétalos para abrigarse del frío de la noche que se avecinaba.
Ana y yo nos dejamos caer en una roca que aún conservaba el calor del intenso sol diurno y allí permanecimos hasta que nos echó el aire glacial de la noche. Me puse a sacar las cosas de la mochila. Sacos de dormir, jerseys, botellas de agua —ahora totalmente helada—, comida, una linterna, tiritas, crema hidratante... ¡Crema hidratante!
—¿Para qué demonios quieres crema hidratante?
Ana dijo que ella no iba a ninguna parte sin crema hidratante.
—Eso me parece muy bien, ¡pero yo soy el pobre desgraciado que tiene que acarrearla!
—Bueno, si quieres yo la llevo de bajada —se ofreció.
Encontramos un lecho blando donde poner los sacos de dormir y estiramos nuestras doloridas extremidades para descansar en lo posible. Una hora más tarde, o tal vez dos, después de darnos vueltas y más vueltas y hacer otra serie de intentos de encontrar una postura cómoda, una luna llena se elevó por encima de las negras rocas hacia el este y su fría luz plateada inundó nuestro pequeño valle. Me di otra vuelta más y miré a Ana.
—¿Estás dormida?
—No, claro que no.
Nos levantamos y nos asomamos al borde del prado. A nuestros pies se extendían Las Alpujarras, bañadas en la luz de la luna. Había una bruma que se arremolinaba en los valles como un mar de leche, y los montes eran como unas oscuras islas, las Islas Afortunadas, al parecer. La escena estaba envuelta en un profundo silencio, hasta que un perro comenzó a ladrar en algún lugar de la inmensidad de la noche. Otra serie de perros respondieron a su llamada en la lejanía, y durante breves momentos los valles resonaron con sus ladridos; pero después el silencio volvió a invadir la noche.
Nos quedamos absortos sin pronunciar palabra, casi sin respirar por miedo a que se rompiera el hechizo. Entonces Ana se estremeció con un pequeño escalofrío.
—Dios mío, y pensar que vivimos ahí abajo, en ese lugar.
Lancé un gruñido. Cuando dos personas se han conocido durante mucho tiempo, a veces un gruñido es suficiente.
—Es increíble, un privilegio —continuó mientras nos arrebujábamos en nuestros sacos de dormir.
Volví a gruñir y cambié de postura el brazo con que le rodeaba el hombro, que se me estaba quedando dormido.
Los valles de Las Alpujarras se extendían inmediatamente por debajo de nosotros y, hacia el sur, elevándose oscura entre las neblinas, se alzaba la gran masa de la Contraviesa y de la Sierra de Lújar. Si levantábamos los ojos por encima de las sierras de la costa, veíamos la luz de la luna sobre el lejano Mediterráneo.
—Chris —susurró Ana.
Esperé unos momentos.
—Tú sabes que van a seguir adelante con la construcción de la presa en el valle, ¿verdad?
—Sí —respondí en la oscuridad—. Sí que lo sé.
Por primera vez desde que habíamos oído la noticia, de algún modo nos parecía soportable. Seguimos hablando hasta bien entrada la noche, liberados por decir lo que habíamos dejado sin decir, y descubrimos que habíamos llegado prácticamente a las mismas conclusiones. Queríamos quedarnos, incluso si el agua y los sedimentos fluviales se comían el cortijo, y Chloë también lo quería, que nosotros supiéramos. Pasara lo que pasase, primero intentaríamos adaptar a ello nuestras vidas. Ya habíamos echado raíces aquí, y levantar el campo y marcharnos no era la opción que había sido en otro tiempo.