El Loro en el Limonero (26 page)

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Authors: Chris Stewart

Así, con mucha curiosidad y algo de esperanza, me encaminé una sofocante tarde de verano hacia Tablones, continuando después a lo largo del cauce del Guadalfeo en busca de la casa de José Luis. No tenía una idea muy clara del tipo de casa en que esperaba que viviera un activista ecológico, pero me sorprendió un poco encontrar el patio de su vivienda de una planta rodeado de tela metálica (al parecer, el anterior propietario lo utilizaba como corral). Al otro lado de la tela metálica, una niña jugaba con unas pinzas de la ropa mientras su madre doblaba unas sábanas. La puerta estaba abierta y, sonriéndome amistosamente, la mujer me hizo señas para que entrara. Una vez dentro, seguí un rastro de humo de tabaco hasta una pequeña habitación sin ventana que constituía el cuartel general del «Colectivo ecologista y cultural Guadalfeo». Allí, encajado entre montones de libros, ceniceros y afidávits, estaba sentado José Luis, mirando atentamente la pantalla de su ordenador.

—Hola, bienvenido. Tú debes ser Cristóbal —dijo desviando su atención de la pantalla el tiempo suficiente para estrecharme la mano, tirar una colilla a la papelera y pasar la lengua por un cigarrillo recién enrollado—. ¿Qué te parece esto?

Sin más preámbulos volvió a hacer girar su corpachón hacia la pantalla e hizo clic en una imagen, revelando una inmensa extensión amarillenta de plásticos de invernadero que cubrían toda una serie de campos hasta llegar a la costa.

—No muy bonito, ¿verdad? —observó—, especialmente para los trabajadores que tienen que vivir y respirar todo el día las fétidas concentraciones de toxinas. Por eso utilizan emigrantes marroquíes, ¿sabes? Les pueden obligar a quedarse, y nadie va a preocuparse mucho de los problemas respiratorios que puedan tener.

Y José Luis se lanzó a soltar toda una retahíla de daños medioambientales y humanos causados por los empresarios de los invernaderos, hablando con pasión sobre los vertederos de bidones vacíos de productos agroquímicos, la tasa de criminalidad galopante generada por este nuevo negocio y sus temores de que el sucio mar de plásticos pronto empezara a invadir la Alpujarra.

José Luis parecía tan metido en este tema y aparentemente era un desastre tan terrible a pesar del impulso que estaba dándole a la economía local, que yo me sentía reacio a desviar su atención hacia un problema menor como el de la amenaza que suponía para nosotros la presa. Pero le habían hablado de nuestra entrevista en Málaga y quería saberlo todo sobre ella.

—Bueno... quizás podrías echarle un vistazo a esto —comencé a decir como pidiendo disculpas mientras ponía una hoja de papel en su mesa junto al cenicero.

—¿Qué demonios es esto? —preguntó, mirándolo atentamente de cerca a través de una cortina de humo—. Parece como si fuera un diseño de acuario.

En realidad se trataba del bosquejo que yo había hecho del plano que habíamos visto en la carpeta de la Confederación Hidrográfica.

—Es la presa.

—Ah, es verdad... ¿y dónde la van a construir exactamente?

—Justo un poco más arriba de donde estamos, en El Granadino.

José Luis quitó con un soplido un poco de ceniza que había caído en la hoja de papel y estudió esta última con los ojos entornados.

—Pues venga, cuéntame todo lo que sepas sobre ella.

Así pues, le conté lo que era la presa, cómo lo habíamos descubierto y lo que los hombres trajeados nos habían dicho sobre ella.

José Luis frunció el ceño.

—Por lo que parece, tú y probablemente otros cuantos más vais a perder una parte considerable de vuestros cortijos —dijo—. Y todo el ecosistema del valle se va a ir al carajo con todas las de la ley.

—Eso es.

—Pues entonces, mejor que hagamos algo, ¿no?

En Andalucía el método preferido para afrontar las amenazas al medio ambiente o cualquier otra agresión al interés público, es la celebración de una fiesta. Con esto pueden conseguirse varios objetivos al mismo tiempo: recaudar dinero, aumentar el nivel de concienciación pública sobre un problema y, por último pero no menos importante, que todo el mundo se divierta.

Una vez que José Luis empezó a ocuparse del caso, el Colectivo se puso rápidamente en acción. Se constituyó un comité de fiesta; se imprimieron y distribuyeron pósteres que anunciaban la fecha y el local; se encargó cerveza, vino y montañas de carne; y se contrató al tipo de músicos que estuvieran dispuestos a tocar gratis. El local tal vez no tenía demasiado de ecológico —la fábrica de cemento de Tablones— pero era lo más parecido a un trozo de terreno llano que podía ofrecer Tablones. La fecha era un sábado de mediados de agosto.

La noche señalada era calurosa y llena de estrellas — como siempre ocurre en agosto. Ana vendía vales de comida y bebida, mientras que yo trabajaba en el puesto de los pinchitos. El vino no era de los mejores pero, con el calor de la noche atizando la barbacoa hasta convertirla en un infierno, bebías cualquier cosa que podías. Apuraba una y otra vez mi vaso de papel a la misma velocidad que, enfrente, Abu Bakr se atiborraba de té de menta en el puesto de pinchitos de carne halal montado para el contingente musulmán.

Yo había preparado para mis pinchitos un exótico adobo a base de jengibre, ajo, cebolla, guindilla, salsa de soja, miel y jerez. Sin embargo no resultó tan bueno como esperaba, puesto que le puse demasiado jerez y por eso el adobo no se quedaba adherido a la carne. Además, los trozos de cerdo que había cortado eran demasiado grandes, lo que hacía que la dulce y jugosa carne se quemara por fuera y se quedara cruda por dentro. Pero de todos modos los comensales estaban demasiado borrachos para darse cuenta.

El primer número, al caer la noche, fue una banda de música cubana compuesta por españoles y alemanes, con un vocalista francés cuya voz me recordaba a Billie Holiday. Musicalmente, eran todo lo buenos que podía esperarse una noche como ésta, pero prácticamente no se les oía porque el colectivista a cargo del sistema de sonido aún no había llegado. De todos modos, la noche era joven y, después de las doce, la amplificación se puso en marcha y empezaron a llegar juerguistas de todos los rincones de la Alpujarra, y hasta de Motril y Granada.

José Luis se abrió paso entre la multitud, sonriendo exultante y saludando a la gente con grandes palmadas en la espalda, lo que fue dejando un rastro de carne y vino por el suelo.

—¡Hay lo menos mil personas aquí, o incluso dos mil! —gritó mientras un repentino estallido de graves y batería anunciaba el siguiente acto.

Una banda Thrash había subido al estrado. Se trataba de los estudiantes de fontanería de José Luis, buenos candidatos a la peor banda de Andalucía. El cantante principal daba saltos por el estrado vociferando unas letras indescifrables contra una cacofonía de ruido blanco que a cada momento resultaba más dolorosa. Incluso los españoles más endurecidos, que son capaces de charlar hasta por encima de un huracán, parecían huir de los altavoces. Pero los miembros de la banda estaban tan encantados de tocar que no había manera de bajarlos del estrado. Sin embargo, finalmente se le ocurrió a alguien la idea de desenchufar el cable y un suspiro de alivio se elevó por encima de la muchedumbre.

Ana se acercó sonriente para tomarse un pinchito.

—Hay un buen nivel de asistencia, ¿verdad? —dijo—.

¡Por lo menos debe haber quinientas personas! Es un principio fantástico.

Mi respuesta fue interrumpida por un tremendo y agudísimo chirrido de realimentación del micrófono mientras José Luis se preparaba para dirigir unas palabras a la muchedumbre.

—¡¡Amigos y compañeros!! —chilló—. Ya sabéis por lo que estamos aquí esta noche. Estamos aquí para salvar la Alpujarra. —Estalló una ovación entre los congregados—. Estamos aquí para salvar la Alpujarra de los tiburones y de los buitres —y la ovación aumentó de intensidad—, de los especuladores y de los promotores inmobiliarios, de los crueles industriales que intentan destruir nuestras montañas...

A José Luis se le daba bien esto; era un orador nato y la muchedumbre ya estaba de su lado. Como se trataba de las Alpujarras, el grueso de ésta estaba compuesto por personas de estilo de vida alternativo —anarquistas, pintores, curanderos, herbolarios, meditadores, vegetalistas, ovolactovegetarianos y demás gente por el estilo—junto con unos cuantos cabezas rapadas y bravucones que habían venido a pasar una noche de sábado de música Thrash y pinchitos. Aún así, reinaba una sensación de euforia y, mientras José Luis se lanzaba de lleno a una arenga sobre las amenazas al medio ambiente alpujarreño —la presa, la fábrica de asfalto, el entubamiento de los ríos— el ruido sordo de la multitud se convirtió en un rugido al tiempo que aparecían puños por lo alto. Al parecer, esta vez los buitres y los tiburones no iban a tener nada que hacer.

La muchedumbre había seguido creciendo, y la demanda de carne hacía tiempo que había superado la oferta —hasta mis pinchitos de estilo oriental estaban siendo engullidos— mientras que el vino, la cerveza y los cuba libres fluían por las barras de los puestos en cantidades cada vez más pantagruélicas. Le dirigí una sonrisa ligeramente beatífica a Ana a través del humo de la barbacoa. Me encontraba sólo ligerísimamente aturdido por el vino, pero las cosas tenían buen aspecto y todos estábamos divirtiéndonos de lo lindo. Estaba tocando una banda de reggae local, y sus luces intermitentes iluminaban las nubes de polvo que levantaban los pies de los danzantes. Avancé serpenteando entre la multitud con paso vacilante y saqué a Ana a bailar a trompicones en un torbellino de saltos y movimientos de brazos.

Una vez que se hubieron pagado las facturas, la fiesta sacó de hecho unos modestos beneficios, que el Colectivo se apresuró a gastar publicando panfletos y pósteres con el eslogan «¡Acequias SÍ! ¡Dique NO!», asegurándose los activistas de que todos y cada uno de los árboles, letreros y edificios de las Alpujarras proclamaran su mensaje.

También se celebraron mítines para aumentar el nivel de concienciación de los que no habían podido beneficiarse de la fiesta. En pueblos remotos de toda la Alpujarra, pequeños grupos de lugareños se congregaban bajo los chopos y los castaños para escuchar a José Luis describiendo las amenazas medioambientales a que se enfrentaba la región. Me gustaría poder decir que los incitaba a una rebeldía delirante y que inmediatamente le prometían su apoyo, pero la mayoría de las veces parecían ser indiferentes a asuntos que estuvieran lejos de sus cortijos y sus pastos.

Quizás inevitablemente, nuestro optimismo empezó a decaer y, a medida que el otoño fue dando paso al invierno, la campaña contra la presa comenzó poco a poco a perder impulso. Durante unas semanas nuestra esperanza se reavivó cuando un abogado especialista en estos temas accedió a estudiar el caso, pero no le fue posible encontrar ningún recurso que interponer con posibilidades de éxito. Su opinión era que tal vez podríamos detener el proceso durante breves períodos de tiempo, con unos costes altos y posiblemente algún riesgo personal, pero dudaba que jamás pudiéramos parar la presa de manera definitiva.

Ana, que se había convertido en una voraz lectora de El Ecologista, la revista del movimiento ecológico español, había seguido la evolución de una presa parecida que se estaba construyendo en Itoiz, en Navarra. Presentaba una imagen no muy salutífera. Al parecer, la oposición a este enorme e impopular proyecto contaba con un fuerte apoyo europeo y había ganado todas las batallas legales necesarias para conseguir que se diera carpetazo a la presa. Pero el Estado decidió hacer caso omiso de los recursos y seguir adelante con ella a pesar de todo —castigando al mismo tiempo con fuertes sentencias de cárcel a muchos de los eco—activistas. Resultaba deprimente descubrir que Domingo tenía razón mostrándose pesimista. El Estado parecía en efecto hacer lo que le venía en gana.

José Luis no ocultó su decepción cuando le dije que pensaba que debíamos dejar de seguir batallando con un proyecto que no tenía posibilidades de éxito. Esta manera de hablar no entraba en su repertorio. Sin embargo, incluso el Colectivo empezó a parecer resignado a perder esta batalla en particular, y pronto sus fondos y sus energías fueron canalizados de nuevo hacia campañas contra los invernaderos de plástico.

Así pues, a medida que se acercaba el invierno, Ana y yo nos resignamos a la idea de la supuesta presa. No era buena para nuestro futuro, tampoco era buena para el valle, pero comprendíamos que para evitar que el pantano de Rules se taponara de lodo y rocas y árboles arrancados de cuajo, tendría que haber otras presas menores como la nuestra que sirvieran de sifón para los sedimentos fluviales. Las discusiones más profundas acerca de si el propio pantano de Rules era beneficioso —permitiendo que los secos pueblos de la costa se entregaran a construir todavía más mansiones y palacetes para turistas, campos de golf e invernaderos— parecían carecer de relevancia en vista del hecho de que casi estaba terminado.

Aparte de eso, había cosas que hacer. Este año al parecer íbamos a tener una cosecha excepcional de aceitunas y, bajo los árboles, el suelo se había convertido en una jungla de zarzas y espinosos brotes de granado que había que limpiar. También se estaba aproximando la Navidad, y esperábamos a una multitud de amigos y familiares que iban a venir a quedarse unos días; íbamos a necesitar arreglar algunas habitaciones en la otra casa, que se encontraba en estado ruinoso.

De vez en cuando descubría a Ana contemplando algo pensativa o preocupada la familiar vista de los ríos y el desfiladero, pero a medida que nos fuimos entreteniendo con estas tareas, la amenaza fue alejándose cada vez más de nuestros pensamientos.

Feliz Navidad

Por primera vez desde que estábamos en España, Ana y yo teníamos dinero para celebrar como es debido unas Navidades. Había llegado un cheque de pago de mis derechos de autor que nos había dejado un tanto deslumbrados. Otros años lo habíamos pasado bien, pero ello se había debido en gran parte a la generosidad de nuestras familias, amigos y vecinos que, atravesando el oscilante puente, venían durante las fiestas a traernos bolsas llenas de dulces, jamones y vinos, así como pequeñas sorpresas para Chloë. Por supuesto nosotros correspondíamos todo lo que podíamos, pero hay un límite en el número de bolas perfumadas con clavos y naranja que pueden caber en un cajón de calcetines de tamaño medio, mientras que los cubos de esparto para refrescar botellas y los tarros de confitura de limón no son el tipo de obsequios que se puedan repetir todos los años. Pero esta vez íbamos a poder pagar la cuenta nosotros, comprar regalos para Chloë y dar la bienvenida a nuestros amigos con toda la hospitalidad que deseábamos. Nos parecía todo un privilegio.

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