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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

El maestro iluminador (19 page)

Su caballo, impaciente por partir, relinchó al oír la voz de su amo.

—Esta noche el suelo estará frío para acampar —dijo Julián—. y es la víspera del día de Todos los Santos. No es una noche para pasar a la intemperie. Blackingham está lejos. Podrías quedarte a dormir con los monjes en la catedral.

Finn soltó una carcajada.

—Cogeré un camastro junto a la chimenea en la posada. Estaré más seguro entre los vagabundos. El obispo no me aprecia mucho. Cree que lo he privado de su propiedad.

—Gracias por los regalos —dijo ella en respuesta cuando él se despidió con la mano—, y la próxima vez que vengas trae a tu hija.

Pero él ya había cerrado la puerta. Julián lo oyó girar la llave en la cerradura y luego ponerla debajo de la piedra en el sendero. Sirvió en el plato de Jezabel la leche que había sobrado de las jarras de peltre, tiró las migas y envolvió con cuidado el pan y el azúcar en papel aceitado. Apagó la vela —las velas eran casi tan preciadas como el azúcar— y se dirigió a oscuras a su camastro en el rincón. Jezabel saltó a la cama. La manta se movió y luego una bola de pelo se acurrucó junto al calor de su rodilla.

Rose nunca se había sentido tan sola, ni siquiera cuando estuvo con las monjas en Thetford. Su vestido favorito —de seda azul, el color del mar en un día de sol— tampoco la hizo sentirse mejor. Se lo había puesto para Colin y él no se encontraba allí; su madre dijo que estaba «descansando» y no cenaría con ellos en el salón de retiro. Lady Kathryn se disculpó por no servir la cena en el gran salón. El sheriff dijo que aquel salón era «acogedor». A Rose le resultó agobiante.

Desconfiaba de aquel sheriff narigudo, detestaba la forma en que miraba a lady Kathryn, y también cómo la miraba a ella: sus ojos pequeños y redondos de color azabache le daban grima. Si al menos estuviera su padre... De pequeña, él nunca la dejaba con extraños. Aunque Rose tenía que reconocer que lady Kathryn no era una extraña. Era la madre de Colin; tal vez algún día sería su suegra. Sólo de pensarlo se le aceleró el corazón.

A lo mejor podía preguntar si la dejaban llevar una bandeja a Colin. Nadie le diría que no. Cuando les convenía mantenerla al margen, la trataban como a una niña. Sólo sabía que se había incendiado la lonja y que John, el pastor, había muerto. Había ardido como un alma en el infierno. Era terrible. Y ahora estaban todos allí comiendo un guiso de paloma con puerros como si no hubiese pasado nada. Colin y ella habían estado en la lonja la tarde anterior. ¿Habían encendido una vela? No se acordaba. A veces lo hacían. Pero seguro que se habían asegurado de apagarla, ¿o no?

Lady Kathryn le sonrió desde el otro lado de la mesa que compartían con el sheriff, una sonrisa cansada. Rose la había ayudado a preparar la cena para el sheriff y el sacerdote. Habría sido cruel pedírselo a la cocinera: Agnes, que tan amable había sido con ella, destrozada de dolor por el pobre cuerpo calcinado de su marido. Rose se estremeció y se llevó la mano a la pequeña cruz de plata en su garganta, pero sólo tocó piel desnuda. Se había quitado la cruz para lavar el cordel y se había olvidado de ponérsela. Se sentía vulnerable sin ella, desnuda, como si se hubiera olvidado la enagua o la camisa.

Una mancha aceitosa, un trozo de grasa destellaba en la barba del sheriff. El aroma de la paloma guisada se mezclaba con el humo de la leña en la chimenea, que habían encendido para protegerse del frío y del persistente tufo dejado por el incendio de la lonja.

La puerta del salón donde cenaban daba al patio.

Rose apenas tuvo tiempo de llegar antes de empezar a vomitar.

X

Quien deshonre a una mujer con voto de castidad hará penitencia durante tres años.

Libro penitencial de Teodoro (siglo
VIII
)

En la oscuridad de la cocina cavernosa se había apagado el fuego perpetuo en las enormes fauces de piedra. La gran chimenea nunca había dejado de escupir humo desde la peste de 1334, cuando el padre de lady Kathryn era el amo de Blackingham. Pero eso no lo sabía la pequeña criada, que temblaba en su catre de trapos. Sólo sabía que la chimenea junto a la que yacía estaba fría. Hasta el perro que a veces se aovillaba junto a ella la había abandonado por un lecho más caliente.

Pero Magda no tenía ningún otro lecho. Estaba a dos millas de la aldea donde vivía su familia de ocho miembros en una cabaña de una sola habitación, a dos millas a través de campos donde acechaban demonios en las sombras, cerca de los restos de la lonja donde ese día había muerto un hombre en el fuego del diablo. Pero aunque no hubiese sombras ni fantasmas recientes tampoco habría podido volver. No podía enfrentarse al mal genio de su padre ni a la decepción de su madre. Su padre la había maldecido por estúpida y pegado por arrancar verduras en lugar de malas hierbas en el penoso huerto que tenía la familia. Su madre, desesperada, la había llevado allí. «Al menos no pasarás frío y comerás —le había susurrado— Haz todo lo que te digan.» No había dicho: «No puedes volver a casa», pero la niña lo había visto en los hombros encorvados de su madre, que caminaba agachada para protegerse el abultado vientre cuando se alejó sin mirar atrás ni una sola vez.

De modo que Magda aceptó semejante cambio como aceptaba los cambios de estación, como aceptaba los ataques de ira de su padre borracho y los partos anuales de su madre, como aceptaba todo aquello que no controlaba en su vida. Tampoco esperaba otra cosa. Sabía que era una simplona. Se lo habían dicho muchas veces, y eso hasta una simplona lo entendía. Pero nadie sabía nada de su don. «El Señor te lo da y el Señor te lo quita», había dicho su madre cuando un carro aplastó a su hijo mayor al volcar. Posiblemente el don fuera del Señor para compensarla por ser una simplona. Sabía que los demás no lo tenían. Si no, ¿por qué hacían y decían cosas tan estúpidas? Como cuando su padre trocó su único cerdo por una vaca que enfermó y murió a los pocos días. Magda sabía que no había que confiar en el vendedor. Sus ojos delataban su avaricia, al igual que la celeridad con que llevó a cabo la transacción. Pero su padre no se había dado cuenta. Así que, concluyó ella, era un don que no tenía todo el mundo, esa habilidad de ver en el interior de las personas, de oír lo que no decían.

También veía otras cosas, como el color de sus almas. La señora alta de pelo cano, por ejemplo, tenía una voz altanera, pero el alma azul, no del color del cielo, sino de un azul verdoso como del río. El río, sí, una charca a la sombra en la que se reflejaban los sauces llorones de la orilla y las manchas blancas de las nubes suspendidas en un cielo azul y soleado. En cuanto a la cocinera, su alma era de un marrón oxidado, como la tierra mojada, como la utilizada para hacer ollas de barro. Lástima lo de su marido. Magda sólo había visto al pastor un par de veces y le había parecido amable. También él tenía el alma marrón, pero de un marrón más claro, del color de la hierba en invierno. La persona que más gustaba a Magda era la muchacha que había ayudado a la mujer alta a preparar el guiso de paloma. Rose y lady Kathryn: sabía sus nombres. Los repitió para sus adentros como había repetido la letra de una canción que había oído cantar a los trovadores en la fiesta de la primavera, los repitió una y otra vez hasta que se le quedaron grabados. Desde su rincón había contemplado el extraño color de la piel de Rose, un color beige claro, rosado intenso y blanco como la suya, y tenía el pelo negro y brillante como el carbón. Pero lo que la fascinó fue el alma de Rose, de dos colores que se mezclaban y resplandecían uno dentro del otro, un amarillo dorado como la mantequilla dulce, con un ribete rosado. Sólo había visto a otra persona con dos colores. El alma de su madre era violeta, y a veces tenía un centro dorado. No siempre, sólo a veces.

Magda se estremeció y se rascó la costra de una picadura de pulga en la pierna hasta que le salió sangre. A lo mejor podía atizar las ascuas e ir a buscar leña a las caballerizas. No estaban muy lejos. Se armaría de valor para ir hasta allí. Cogió el enorme atizador con las dos manos y removió el carbón apagado hasta que brotaron chispas entre la ceniza. El mozo de cuadra se había reído de ella, la había llamado «mocosa», pero tenía el alma verde, y ella nunca había conocido a nadie con el alma verde que la tratara mal. Seguro que la ayudaría. Agnes se alegraría por la mañana de que hubiera mantenido el fuego encendido, y además no pasaría frío por la noche.

Finn se había preparado un camastro junto a la chimenea en la sala comunitaria de la posada en lugar de arriesgarse a compartir un colchón húmedo con dos extraños en una celda minúscula en lo alto de la escalera de caracol. Escuchó con desagrado los ronquidos de seis o siete viajeros, peregrinos de camino a Canterbury, que dormían en el suelo alrededor. El que estaba más cerca parecía no haberse lavado la barba ni el pelo desde la cosecha de trigo del año anterior. Tenía trozos de sebo y migas mezclados con Dios sabía qué más en su greñudo pelo apelmazado. Finn se arrebujó en la manta y se preguntó hasta dónde podía saltar una pulga. También se preguntó cuántos ladrones habría entre sus compañeros durmientes. Se ajustó la pesada bolsa que llevaba metida bajo la camisa para que no se viera mientras dormía. Pero no tenía que haberse molestado, pues no concilió el sueño. Su habitual escrupulosidad conspiró con su sensación de inquietud para mantenerlo en vela.

El día que había empezado tan bien para él —con el generoso pago del abad, sus compras en los tenderetes del abigarrado mercado, su visita a la anacoreta— se había estropeado rápidamente nada más salir de la pequeña iglesia de San Julián. Había sentido la tentación de seguir por la calle Real para salir de la ciudad y dirigirse a Blackingham, pero eso habría supuesto realizar casi todo el trayecto a oscuras. En lugar de eso, bordeó el río Wensum a lo largo de una o dos millas hacia el norte hasta la Puerta del Obispo. Allí, al amparo de la gran catedral, seguro que encontraba una posada.

Había tenido que esperar en la Puerta del Obispo a que entrara en la ciudad un gran séquito. Casi todos los demás viajeros habían desmontado en señal de reverencia al sello de la Iglesia, expuesto en las colgaduras del carruaje, pero Finn había permanecido en su caballo, que resoplaba con impaciencia mientras pasaba el llamativo carruaje, permitiéndole verse cara a cara con el ilustre personaje que iba en su interior: Henry Despenser, obispo de Norwich.

Finn se volvió para que su mirada no se cruzara con la suya, pero demasiado tarde: el obispo lo reconoció. El gran carruaje se detuvo con un chirrido. La multitud murmuró sorprendida cuando un lacayo con librea escarlata se apeó del carruaje y se acercó a Finn.

—Su ilustrísima, Henry Despenser, obispo de Norwich, desea hablar con vos —indicó el lacayo, señalando el carruaje con el penacho de su sombrero.

De pronto Finn deseó negarse y marcharse de allí. Pero uno de sus defectos era la estupidez. Desmontó y pasó las riendas de su caballo al criado ricamente ataviado, que si bien pareció un poco avergonzado, permaneció junto al caballo, sosteniendo las riendas como si tuviera algo sucio entre los dedos enguantados y adornados de anillos.

—Vigila bien este caballo —le dijo Finn—. Lleva manuscritos muy valiosos de la abadía de Broomholm. —y dirigiendo una mirada nerviosa al paquete de Oxford, se acercó a las cortinas descorridas de la ventana— Vuestra ilustrísima —dijo al rostro altivo que enmarcaban.

La multitud se acercó un poco, ahora en silencio, como si intentara escuchar con un oído colectivo. El obispo murmuró algo a otro lacayo y se abrió la puerta del carruaje. Una banqueta con brocado y flecos se apoyó en el polvoriento camino.

Sin moverse, Finn miró perplejo a este segundo sirviente, ataviado con un traje igual de espléndido.

—Mi señor el obispo desea hablar con vos en privado —dijo en un tono que demostraba claramente que, en su opinión, ese jinete vestido con sencillez no merecía semejante distinción.

La multitud suspiró cuando Finn apartó las cortinas y entró en el carruaje engalanado de colgaduras.

En cuanto se vio en territorio de la Santa Iglesia, en ese palacio sobre ruedas, Finn se encontró en una situación de desventaja social. ¿Debía sentarse sin que se lo indicaran o permanecer encorvado en esa postura incómoda y torpe debido a su estatura? La sonrisa burlona del obispo ponía de manifiesto que era consciente de la incomodidad de Finn, y tras una pausa lo bastante larga para mostrar que era un hombre que disfrutaba con la incomodidad ajena, señaló el banco forrado de terciopelo delante de él.

—Sentaos, por favor.

Finn lo hizo.

El silencio se alargó mientras el invitado sostenía la mirada a su anfitrión. Desde tan cerca, y en la luz menguante, el obispo parecía incluso más joven de lo que recordaba Finn. Puede que fuera joven de edad, pero su arrogancia era madura. Despenser fue el primero en hablar.

—Sois el iluminador al que contrató la abadía de Broomholm.

—Sí, vuestra ilustrísima.

—El que tiene debilidad por la carne de cerdo.

Finn no picó el anzuelo. No reconoció la velada alusión a su último encuentro. Despenser continuó:

—Desde nuestro último encuentro en... —esbozó una sonrisa felina— circunstancias desafortunadas, me he informado acerca de vuestro trabajo. El abad me dijo que obré bien al concederos mi generoso perdón por vuestra irreverencia a la Iglesia. Os colmó de alabanzas.

Finn siguió sin reconocer su encuentro anterior y aceptó el cumplido con un movimiento de la cabeza y una sonrisa. ¿Y eso a qué venía? ¿Estaba el obispo jugando con él? Despenser le mostraba una sonrisa como la del gato de la anacoreta, y él era el ratón atrapado entre sus finas patas.

—Por lo visto, sois un hombre de acción más que de palabras —dijo el obispo— Así pues, iré directo al grano. Puede que tenga un encargo para vos. Quiero que pintéis un retablo para mí. —Hizo una pausa como si se le acabara de ocurrir— Para representar la Pasión, la Resurrección y la Ascensión del Señor.

Vaya, eso sí era una sorpresa. ¿Sería una trampa? ¿Estaba Despenser urdiendo una venganza por la cerda perdida?

—Ya sé qué pensáis —continuó el obispo—: por qué no acudo a un gremio. Pero soy un hombre con ciertos valores estéticos, y vuestra habilidad superior, según me asegura el abad, no es fácil de encontrar.

Grandes alabanzas y de un gran mecenas. Eso tenía que haberlo reconfortado, pero no fue así. El interior opresivo del carruaje, con sus tupidas colgaduras, era demasiado cerrado, casi como una prisión. El obispo, pese a su juventud y su túnica ribeteada de armiño, no olía muy bien; su cuerpo desprendía un intenso olor a ajo asado y perfume rancio.

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