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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

El maestro iluminador (23 page)

¿Kathryn había oído bien? Se llevó la mano a la garganta para apaciguar la acelerada palpitación de su pulso.

—Finn, ¿eres de origen noble y nunca me lo has dicho? ¿Te das cuenta de lo que eso significa? —Con la mano con que antes había jugueteado con su vello pectoral, lo cogió por el mentón y volvió su rostro hacia ella— Si eres de origen noble, podemos pedir permiso al rey para casarnos.

Finn no respondió. Emociones encontradas —irritación, consternación y pena— asomaron una tras otra a su rostro. Kathryn esperó. Su alegría se fue desvaneciendo conforme pasaban los segundos de silencio. Un calor que nada tenía que ver con la pasión le abrasó la piel. ¿Y si se lo había callado precisamente porque no deseaba una alianza con ella, porque la consideraba inferior? Durante todo ese tiempo había estado riéndose de ella, viéndola hacerse la gran dama. Ahora que le había sonsacado esta información en un acceso de arrogancia y orgullo, se vería obligado a admitir que sólo quería acostarse con ella. ¿Era posible que lo que para ella era una gran pasión, para él sólo fuera un simple devaneo, un devaneo por el que ella recibía dinero?

Se sintió como Eva después de la expulsión del paraíso.

No podía mirarlo. Se incorporó y se acercó al borde de la cama, tirando de la sábana hacia ella.

Él cogió la sábana y la sujetó antes de que lo destapara por completo.

—He dicho que lo fui, Kathryn. Que fui heredero. Soy lo que has dicho: un simple artesano —añadió con tristeza— El rey me despojó del derecho a la propiedad de mis tierras y mis títulos.

¿El rey lo había despojado? Eso sólo podía significar una cosa: era un traidor, y ella lo estaba amparando literalmente en su seno, en el seno de Blackingham. Había traicionado los derechos de nacimiento de sus hijos. Tal vez incluso había puesto sus vidas en peligro.

—Tenías que habérmelo dicho —le reprochó— Tenías que haberme dicho que has cometido traición.

No podía mirarlo. Había defraudado su confianza y traicionado su intimidad y sin embargo, deseó abrazarlo y consolarlo por su pérdida. ¿Qué podía ser peor que perder sus tierras? Lo conocía lo suficiente —o creía conocerlo lo suficiente hasta ese momento— para saber que, si no por él, sí lamentaría esa pérdida por su hija.

—Si hubiese traicionado al rey, me habrían colgado, destripado y descuartizado —dijo él— Habrían clavado mi cabeza en una estaca y los cuervos me habrían arrancado los ojos.

Esos ojos del color del mar que leían su alma, esos ojos risueños cuyos párpados incluso entonces deseó cerrar y besar, y que ahora no reían.

Él se sentó, se inclinó por encima del hombro de ella y le tocó la mejilla.

—Me quitaron mis tierras porque amé demasiado a una mujer. Por lo visto, es una debilidad mía.

Fue, pues, un malentendido, un delito menor que quizá le perdonasen. Además, si no le devolvían sus tierras, ¿qué le importaba a ella? Con Blackingham, a pesar de que él había menospreciado la heredad, les bastaba.

—¿Dónde estaba tu castillo? —preguntó, aún de espaldas a él, incapaz ahora de mirarlo a los ojos.

—En las Marcas, en la frontera con Gales.

—¿Y la mujer? ¿Está…?

Finn la tranquilizó:

—Era la madre de Rose.

Kathryn sintió que le quitaban un peso de encima. Sabía lo mucho que había amado a su esposa, y ella lo amaba aún más por eso, aunque en parte envidiaba a la mujer muerta.

—Y el rey no dio su aprobación —dijo.

No era una pregunta. Seguro que era la historia de siempre, fácil de adivinar, pensó Kathryn. Finn, joven y enamorado, había mostrado su vena rebelde y, desobedeciendo imprudentemente al monarca, se había apresurado a casarse, tal vez rehusando a la esposa que había elegido el rey Eduardo.

—El rey no dio su aprobación —repitió él.

Hizo una pausa. Ella permaneció inmóvil, esperando, aliviada, una historia romántica de amor correspondido e imposible. Quiso volverse hacia él, pero decidió esperar un poco, esperar a que la tranquilizara más, y castigarlo por darle semejante susto. Así, se mantuvo erguida, con la columna recta, la vista fija en el techo. Oyó que él respiraba hondo y de inmediato exhalaba el aire.

—Me casé con una judía —dijo Finn.

Al principio Kathryn creyó no haber oído bien, pero la palabra se elevó hasta las vigas. Pareció escribirse en el aire repetidamente, cada vez más grande que la anterior. Judía. Judía. Judía. Se quedó muy quieta, petrificada como un conejo encogido bajo la sombra de un halcón. Ni siquiera respiró.

«Me casé con una judía.» Kathryn había llevado a su lecho a un hombre que había tenido relaciones con una judía, con una asesina de Cristo.

El le tocó el hombro.

—Kathryn, si hubieses conocido a Rebekka...

Ella se apartó hasta quedar en el borde de la cama. «Rebekka.» Y Rose con su piel aceitunada y pelo moreno, la muchacha a quien al principio había comparado con la Virgen santa. Pero ¿cómo iba a saberlo? En su vida sólo había visto a un judío, un viejo usurero de Norwich que su padre le había señalado en una ocasión. Tiró con brusquedad de la sábana hasta que cedió. Se envolvió en ella y se levantó, todavía de espaldas a él. No permitiría que la viera desnuda un hombre que había tenido tratos con una judía.

—Tengo que ir a ver si Agnes ha regresado a ocuparse de sus obligaciones. Hay que dar de comer a la gente de esta casa —dijo en voz baja y tensa.

—Kathryn, ¿no crees que deberíamos...?

—Deberías ir a ver a Ro... a tu hija. Alguno de mis hijos puede aparecer en cualquier momento.

Alfred y Colin. ¿Y si se enteraban de que su madre había fornicado con un judío?

Se puso la enagua. Oyó un profundo suspiro y el susurro de las calzas de hilo de Finn, que también había empezado a vestirse. Mientras se trenzaba el pelo, sintió el aliento de él en la espalda y el roce de sus labios en la nuca. Se le puso piel de gallina.

—Kathryn, por favor...

—En otro momento, Finn. Habrá tiempo más tarde.

¿Adivinaría él su repulsión y la despreciaría por su estrechez de miras? Ella no era como Finn, no poseía en su interior aquella enorme fuente de misericordia y compasión.

Lo oyó apartarse y el roce de los calzones en los juncos esparcidos por el suelo. «Llámalo. Dile que eso no cambia nada.»

—Después, Finn. Te lo prometo, hablaremos después.— Forcejeó con los cierres del corpiño. Tenía que pensar en sus hijos. La ley prohibía confraternizar con un judío.

El no contestó. Ella se volvió para llamarlo, para llevarlo otra vez a la cama, pero era demasiado tarde. Estaba sola en la habitación, como se lo confirmó el ruido de la tranca al caer sobre el herraje cuando se cerró la puerta.

En la mesa, junto a la cama, resplandecían las monedas de plata enviadas por el abad.

Esa tarde Alfred no se presentó en el dormitorio de su madre como cabía esperar. Ya había estado allí, justo para ver cerrarse la puerta tras alguien. Un hombre. Alfred se había acercado a escuchar con el oído pegado a la puerta sólo un momento, pero con eso bastó. A continuación fue directo a los aposentos del iluminador, el antiguo dormitorio de su padre —cómo se había atrevido su madre— a confirmar sus sospechas. Como se temía, no había nadie. Asomó la cabeza por detrás de la cortina que separaba la ante alcoba y vio a Rose dormida, una imagen que en otro momento habría excitado su imaginación para cometer alguna fechoría. Pero no ese día. No mientras su madre mancillaba el recuerdo de su padre y su cama de viuda casta con aquel intruso.

Toqueteó las perlas en el bolsillo de su túnica, las perlas de su madre que había encontrado en la alcoba privada de Simpson. Seguramente el astuto administrador las había robado en un momento en que lady Kathryn le daba la espalda, creyendo que ella supondría haberlas perdido. Alfred, ilusionado, había pensado en devolvérselas como prueba de su competencia, había imaginado su sonrisa de satisfacción al verlas. Sería un regalo para ella, algo con que amenazar a Simpson. Pero ella estaba ocupada en otros menesteres y el regalo se había echado a perder.

Por eso lo había echado de casa. Todas esas patrañas de que debía espiar al administrador... En realidad lo que quería era apartarlo para poder fornicar con un extraño. Sin duda pensó que Colin era demasiado estúpido para darse cuenta de lo que pasaba delante de sus propias narices. ¡Por la sangre de Cristo! Seguro que incluso lo habían hecho en la cama de su padre. La sola idea le dio asco. iSu propia madre! Era como si su padre nunca hubiese existido. Reprimió el deseo de derribar de un manotazo los pequeños tarros de pintura perfectamente ordenados en el escritorio de su padre, el escritorio del que había osado apropiarse ese..., ese miserable. El ruido podía despertar a la bella durmiente en la habitación de al lado, y eso atraería la ira de su madre. En lugar de eso, cogió un par de plumas y se hincó las puntas en la palma hasta estremecerse de dolor.

Una bolsa de cuero para libros colgaba de una percha. Una bolsa que en su día había contenido los libros de su padre. Echó una mirada a las páginas sueltas de los textos iluminados. Una rápida hojeada le permitió ver que las primeras eran del Evangelio según san Juan. Y debajo había más hojas, apretujadas en el fondo como si fueran menos valiosas o las hubieran medio olvidado. Reconoció palabras en sajón, otras en inglés: garabatos sin interés. Como no estaba tan enfadado como para profanar un Evangelio —y menos ahora que una idea germinaba en su mente—, volvió a meter el texto de san Juan en la bolsa con cuidado. Luego sacó las perlas de su bolsillo, puso el collar en la bolsa y, mirando de reojo, medio las tapó con las páginas sueltas del fondo, de modo que si alguien echaba un vistazo vería las perlas y, al mismo tiempo, parecería que habían intentado esconderlas.

Tras dar rienda suelta a su frustración con esta mezquina venganza, Alfred salió de la habitación de puntillas, no sin antes guardarse en el bolsillo una delgada hoja de pan de oro —no hacía falta ser artista para saber que era caro—, y bajó la escalera con una sonrisa en el rostro. Cuando llegó fuera, tiró el pan de oro sobre una pila de bosta, sonriendo para sus adentros. Pensó por un momento en colocar la pila de bosta dorada en la cama del iluminador, pero lo desechó para no ensuciarse las manos con excrementos frescos. Bastaba con lo que ya había hecho. «y ahora que mi señora madre encuentre sus perlas en la habitación de su amante —se dijo—. y que él lo explique.»

Alfred fue directo a La Hija del Mendigo a celebrar su fechoría y a ahogar su dolor. La primera pinta la pagó él. La segunda se la pagó sir Guy de Fontaigne. Y la tercera. Y entonces Alfred empezó a hablar.

El sheriff, escuchando atentamente, dio al chico una palmada paternal en la espalda, exhaló un suspiro de conmiseración e hizo señas al tabernero de que sirviera otra pinta.

Agnes se entretuvo junto a la tumba sin preocuparse por el frío. No podía irse todavía. No hasta que lo hubiera soltado todo.

—Supongo que has sido un buen marido, John. Salvo por la bebida. Y Dios te perdonará por eso. Sabe que no era culpa tuya.

Se arrancó unos largos cabellos de la cabeza —¿cuándo había encanecido tanto?— y los enrolló alrededor del dedo formando un aro perfecto. Después se quitó el ceniciento anillo y lo depositó en la tierra, dándole unas palmadas. Supuso que los cuervos lo robarían para usarlo en su nido, pero no tenía nada más para dejarle.

John le había hecho un anillo igual el día de su boda, un brillante aro con su propio pelo castaño. Ella lo había perdido cuando una chispa del fuego de la cocina se lo había quemado en el dedo, y había llorado más por la pérdida que por el dolor. El se había reído de ella y luego la había abrazado y dicho que se afeitaría la cabeza y trenzaría todos los rizos —sus exuberantes rizos castaños— para hacer joyas si con eso su novia era feliz.

—Ahora eres libre, esposo mío, demasiado pronto pero también por fin. Sé que no querías quedarte en Blackingham, y me alegro de que no yazcas en su suelo. Pero lady Kathryn se ha portado bien contigo, John. No te culpa por el incendio. Yo tampoco puedo culparte.

Se quedó a su lado largo rato. Un sol velado forcejeó por asomar, pero no logró penetrar a través de la neblina. La paloma interrumpió su reclamo quejumbroso. Ahora el único sonido era el susurro de las hojas secas suspendidas aún de las ramas de los árboles por encima del tejado de San Miguel.

—Ahora tengo que dejarte, John. Debo atender mis obligaciones.

Se puso en pie y se volvió antes de que el fantasma de él pudiera sonsacar de sus labios el único reproche que no quería hacer. Lo único que no podía perdonar. Cuando ya había atravesado la entrada, cuando el espíritu de él ya no podía oírla, murmuró las palabras y el hecho de pronunciarlas exprimió la última gota de amargura de su corazón.

—No me has dado hijos, John. Me has dejado sola.

Recorrió las dos millas de vuelta a Blackingham por el mismo camino seguido por lady Kathryn. No sintió frío en los pies, protegidos por los callos y calzados en unos toscos zuecos. La casa de mampostería asomaba más adelante, reclamándola. Ya era tarde para preparar un asado, lo supo por la posición del débil sol que jugaba al escondite con la neblina. Tal vez podría asar una perdiz al espetón. Si se daba prisa incluso a lo mejor le daba tiempo de hacer una tarta de crema.

Una fina columna de humo salía de la chimenea de la cocina. Gracias a la Virgen. Había temido que, sin ella para vigilar, el mozo que atendía las chimeneas no cumpliera con su cometido. Era hijo de un jornalero, pero perezoso y grosero, con el rostro picado de viruela y no apto para la guerra; de lo contrario, se habría ido con los demás.

Entró en la cocina silenciosa y se volvió para cerrar la puerta de roble. ¿Cómo no se había dado cuenta antes de lo pesada que era? De pronto cedió con un crujido y la tranca de metal se deslizó sobre el herraje como si la hubiera empujado un ángel.

—Ah, eres tú, Magda. Ya has vuelto a esconderte detrás de la puerta —dijo mientras colgaba de un gancho su chal de lana basta— Más demonio que ángel si la limpieza es una virtud.

Había pensado obligar a la fregona a darse un baño en cuanto lady Kathryn dijera que podía quedarse. No podía permitir semejante mugre en su cocina. La moza le sonrió como si le hubiera hecho un cumplido, con los ojos muy abiertos, y levantó la mano acercándola a la cabeza de Agnes, al tiempo que acariciaba el aire como si fuera un trozo de seda fina que se deslizaba entre sus dedos.

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