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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

El maestro iluminador (28 page)

—¿La hija del iluminador? No digas tonterías, esa niña es virgen, seguro. Los señores son así, niña. Las mujeres no van por ahí acostándose con el primer mozo de corral que se les presenta con una...

La muchacha la miraba fijamente con sus grandes ojos redondos, grises y serenos, como un profundo estanque de agua clara. Agnes continuó:

—Lo que quiero decir es que no ha tenido ninguna oportunidad. —Tiró otra manzana al cubo de las sobras— Ese padre que tiene la vigila como una gallina clueca. —Cogió la pila de manzanas aprovechables con el delantal y, tras ponerlas en un tajo, empezó a cortar las partes podridas—. ¿Por qué lo dices?

—Porque es verdad. Su alma está partida.

—Qué tonterías dices, niña.

—Su alma es de dos colores. Como la de mamá antes de parir.

¡Pero qué cosas decía aquella bribonzuela! Como si se pudiera ver un alma igual que un sombrero o una capa. ¡Y encima de dos colores!

—El alma de Rose es rosada. —Un asomo de ansiedad suavizó el rostro de la muchacha y casi pareció guapa, pensó Agnes—. El alma del pequeñín es como m-mantequilla, bien caliente y derritiéndose por los bordes.

«¡Derritiéndose por los bordes!» Aunque, a decir verdad, en este mundo sucedían más cosas de las que podían explicarse. Tal vez Magda tenía un don... o una maldición.

—No se lo digas nunca a nadie, ¿me oyes, niña? —le advirtió Agnes, muy seria—. Han quemado a mujeres por hablar así. Sea lo que sea que hayas creído ver, cállatelo. Seguro que no son más que imaginaciones tuyas.

Sólo era eso, el fruto de la imaginación de una niña. Ya se sabía que las muchachas a punto de convertirse en mujeres albergaban toda clase de ideas fantasiosas.

Magda cogió el cuchillo que había soltado Agnes y empezó a cortar las manzanas medio podridas. Suspirando, Agnes tendió la mano hacia el cuchillo.

—Deja, ya acabaré yo. Tú vete a buscar a la lavandera. Dile que necesito verla ahora mismo.

Kathryn despertó y apartó las mantas. No le importaron las baldosas frías bajo los pies descalzos cuando se pasó la enagua por la cabeza, se puso la falda y fue a su arcón a buscar calcetines. Se lavó la cara, dándole apenas tiempo a Glynis de echarle agua en la jofaina.

—Pásame sólo el peine, Glynis, y déjalo suelto. Me pondré un gorro. No tengo tiempo para trenzas complicadas. —Le quitó el peine de la mano—. Eres demasiado lenta. Dame, ya lo hago yo. Vete corriendo a la cocina y dile a Agnes que prepare un cesto de comida para la mujer del curtidor. Dile que lo necesito ahora mismo.

«Por lo visto esta muchacha no conoce la palabra "correr"», pensó Kathryn cuando la criada se encaminó parsimoniosamente hacia la puerta con expresión huraña. Era inútil reñirla, sólo conseguiría retrasarla aún más. Y ese día Kathryn tenía prisa. Debía atender los asuntos de la casa, hacer una visita de caridad a una arrendataria enferma —no quería desatender las buenas obras, y menos en ese momento, cuando tenía tanto que expiar—, y después iría a ver a Finn a su alcoba.

Kathryn dijo a la criada que se alejaba: y vuelve enseguida. Tienes que limpiarme las botas. Están manchadas de barro hasta los tobillos.

El día anterior se había confesado. Había recorrido sola las dos millas hasta San Miguel entre el barro y el viento —lo que era mayor penitencia que si iba montada en su palafrén—, buscado al cura y hablado con el menor número de palabras del «pecado de la carne» (así lo había llamado el sacerdote, no ella) que había cometido con Finn. Había elegido al confesor con cuidado, segura de su discreción. Al fin y al cabo, San Miguel se había construido con el diezmo de la venta de la lana de Blackingham. El cura no traicionaría a una benefactora tan generosa por un pecado venial.

Su penitencia había sido bastante leve: veinte avemarías y diez padrenuestros, seguidos de un acto de contrición; por eso quería el cesto de comida para la mujer del curtidor. Pero no le habría importado si le hubiese ordenado arrastrarse de rodillas hasta el santuario de Walshingham en pleno invierno a besar la reliquia de la santa cruz. Sabía que sólo las llamas del infierno lamiendo el dobladillo de su falda podrían matar su deseo. Temía que incluso en el purgatorio buscaría la compañía de su amante y lo seguiría, si ése fuera su castigo, hasta las mismas puertas del infierno. ¿Y las cruzaría tras él? Esa era una pregunta que esperaba evitar, aunque si había una pasión digna de poner un alma en peligro, aquélla era.

Habían transcurrido tres semanas desde que había echado a Finn de su cama, y cada vez que se cruzaba con él en la escalera o el patio, veía la pregunta en sus ojos. Al no poder darle una respuesta, sentía crecer la frialdad entre ellos. No era sólo lujuria, aunque no podía apagar ese fuego con oraciones por mucho que lo intentara. Era todo él: su risa fácil, su ingenio, su comprensión, la manera en que parecía adivinarle los pensamientos. Ahora cada vez que lo veía, el manto de intimidad que habían compartido parecía más raído, y una capa de dolorosa soledad se posaba más pesadamente sobre sus hombros. Cuando ya no pudo soportar la pérdida, decidió acudir al sacerdote en busca de absolución; no sólo por los pecados pasados, sino también por los venideros.

Había confesado el pecado de fornicación, nada más. Había callado que lo había cometido con alguien que a su vez había confraternizado con una judía. Pero ¿acaso no era judío el propio Salvador? ¿No se ofendería si ella rechazaba a un hombre tan semejante a él? Y si el Señor concedía su gracia perfecta incluso a los judíos, ¿no sería pecado que ella no hiciera lo mismo?

Además, tenía derecho a ser feliz.

Al entrar en la cocina, Kathryn fue directa a la panera, cortó una rebanada de pan y, pinchándola con un tenedor para tostarla, se acercó al fuego de la cocina.

—Dejad que lo haga Magda, mi señora —dijo Agnes, apartando la mirada del cesto que estaba llenando— No deberíais romper el ayuno haciéndoos la comida. Estaba a punto de prepararos una bandeja, pero lo he dejado por orden vuestra. Glynis ha dicho que...

—Ya me lo tuesto yo misma. Como en los viejos tiempos, Agnes. ¿Te acuerdas de cuando no era más que una mocosa? Entonces bien que me dabas un trozo de pan y un tenedor.

—Pero ahora sois la señora. Y no está bien que os tostéis vuestro propio pan.

Agnes asintió con la cabeza a la criada, que cogió el tenedor tímidamente y le dio vueltas con cuidado, tostando el pan de manera uniforme. Cuando quedó dorado y crujiente, Magda lo untó de mermelada de grosella y se lo ofreció a Kathryn en una servilleta limpia. Kathryn observó que también tenía las manos limpias.

—La chica ha salido buena, ¿no, Agnes?

—Bastante buena.

Kathryn masticó la tostada en silencio y reflexionó acerca de aquella respuesta especialmente escueta por parte de una mujer que nunca había sido parca en palabras.

—¿Te encuentras bien, Agnes? Si no es así, podemos llamar a la mujer del herrero para que te sustituya y así podrás descansar. —«Pero tampoco un descanso demasiado largo; no muchos días, a un penique el día.»

Agnes miró por encima del hombro y, ladeando la cabeza, señaló la puerta.

—Magda, vete al ahumadero a cortar una loncha de panceta —ordenó mientras dejaba una barra de pan negro en el cesto de limosnas.

—Que sean dos lonchas —añadió Kathryn. «Buenas obras. Expiación por los pecados pasados. Por los pecados futuros»—. Y bien gruesas.

Cuando la muchacha cerró la pesada puerta de roble al salir, una ráfaga de aire frío agitó las brasas en la chimenea. Agnes se mordió el labio inferior y Kathryn dio un bocado a la tostada. Al fin, Agnes habló.

—No estoy enferma, mi señora. Pero hay algo que me preocupa.

Kathryn tamborileó en el asa del cesto de caridad con impaciencia.

—Si tienes un problema, Agnes, cuéntamelo. Si se trata del impuesto de capitación, no debes preocuparte. Ya he decidido que pagaré el tuyo. Es lo justo, eres una sirvienta buena y leal.

—Sois muy amable, demasiado buena para mí, mi señora, y os lo agradezco. Pero no es por los impuestos. —Apartó el cesto en espera de la última ofrenda, la panceta del ahumadero—. Ya sabéis que yo no ando con chismorreos... En fin, las habladurías son la lengua del diablo, pero... —Se frotó las manos en el delantal y las agitó nerviosamente.

—Si es algo que debo saber, no es un chismorreo, Agnes. Cuéntamelo.

Kathryn se acabó la tostada y se lamió las migas dulces de los dedos. Seguro que tenía que ver con alguna rencilla entre los jornaleros y los siervos, quienes guardaban rencor a los primeros por el jornal que recibían. Pero en esta ocasión, fuera lo que fuese, tal vez Simpson pudiese resolverlo.

—Es la hija del iluminador —dijo Agnes por fin—. Últimamente ha estado muy floja y ayer vomitó.

Kathryn se relajó.

—Yo no me preocuparía, Agnes. Es verdad que ha estado enferma, pero ahora se encuentra mejor, creo. —Pobre Agnes, para ella el menor resfriado era un heraldo de la peste. Sentía un temor irracional hacia la muerte negra—. Ya sabes cómo son las jóvenes. Seguramente han sido los vapores, o tal vez la maldición de Eva.

Agnes apretó los labios y negó con la cabeza.

—No, mi señora. No es la maldición de Eva. La lavandera dice que hace tres meses que no le llega ropa manchada de sangre de la chica.

Kathryn se sirvió una jarra de leche de oveja.

—Es posible que la chica no sea muy regular. A veces no lo son al principio. Ya sabes cómo corren los rumores entre...

—Sí, lo sé. Por eso he interrogado a la lavandera. Fue tan regular como la puesta de sol durante tres meses y de pronto nada.

—¿Estás insinuando…?

—Sólo repito lo que ha dicho la lavandera. He creído que deberíais saberlo.

La puerta se abrió y Agnes cogió la panceta ahumada que traía la chica, la envolvió en un trapo de hilo limpio y la puso en el cesto. Kathryn cogió el cesto e hizo una señal con la cabeza a Agnes.

—Será mejor que de momento esto quede entre nosotras.

—Sí, mi señora. No debéis dudar de mi lealtad. —y cuando Kathryn se retiraba, añadió—: Dadle saludos a la esposa del curtidor. Decidle que pruebe el caldo de tuétano de la botella. La fortalecerá.

Una vez libre de la penetrante mirada de Agnes, Kathryn se detuvo al otro lado de la puerta y se apoyó para no caer, apretando el cesto de caridad contra el pecho, evocando una imagen de Rose cuando jugueteaba con su padre o con Colin, su sonrisa encantadora reflejada en los ojos. ¿Se adivinaba el conocimiento carnal de una mujer en esos ojos brillantes? No, Rose era inocente. Apostaría un fardo de lana. Tenía que haber otra explicación. Al fin y al cabo, ¿no había echado a Alfred por eso? Al menos creía que él se había ido. Pero ¿y si se había estado viendo con la chica? ¿Reuniéndose con ella en lugares secretos? “Interrogad a ese hijo vuestro”, había dicho Simpson después de incendiarse la lonja.

Santa Madre de Dios.

Kathryn encontró a Rose sola en la alcoba de Finn, tan absorta en su trabajo que ni siquiera alzó la mirada. La puerta estaba entreabierta para que entrara la luz del pasillo que unía el dormitorio del maestro con el lavabo y las habitaciones más pequeñas. Kathryn atravesó el umbral con un suave susurro de las zapatillas contra la piedra.

La chica se hallaba sentada en un taburete alto en un extremo de la mesa, ligeramente inclinada hacia delante, la boca apretada en gesto de concentración, moviendo la mano velozmente por las páginas extendidas ante ella. Kathryn reconoció los trazos firmes y ligeros de Finn, pero ejecutados por la delicada mano de su hija parecían todavía más delicados por las mangas abombadas y los puños encintados. La chica ofrecía un aspecto tan pulcro como cualquier dama normanda. Vestía una falda de brocado dorado y un corpiño a juego que le aplanaba el pecho y hacía asomar dos suaves prominencias por encima del escote cuadrado, la promesa virginal de unos senos más turgentes. Una camisa de batista blanca se combinaba con encajes blancos horizontales que ribeteaban la falda. Un largo pañuelo del mismo tejido delicado le cubría la cabeza y se enredaba en su pelo moreno, muy elegante para ser la hija de un artesano, muy elegante para ser judía. y siempre llevaba esa cruz. Dijo que se la había dado su padre, un regalo de su madre. ¿Una cruz de una judía? ¿O una treta astuta de Finn, un talismán cristiano para proteger a su hija?

Mientras trabajaba, Rose tarareaba una melodía en voz baja que a Kathryn le sonaba, pero no supo muy bien de qué. Eso y el roce de la pluma contra el papel de vitela eran los únicos sonidos en la habitación. De pronto Rose paró de cantar, suspiró y explayó la mirada, sosteniendo la pluma encima del papel. Tenía el rostro más delgado, casi demacrado en torno a los ojos separados; por lo demás, se la veía bastante sana. Un rayo de sol líquido, que entraba por la ventana de vidrio emplomado por encima de ella le pintó un rubor en la mejilla. Salvo por los pómulos salientes, desprendía un resplandor juvenil que una mujer de la edad de Kathryn podría envidiar, si la envidia no fuera pecado.

Una ráfaga del tiro de la chimenea lanzó una corriente de aire por la habitación desde la puerta entreabierta donde estaba Kathryn observando. El aire agitó las cintas que colgaban del puño de Rose, que rozaron el papel y emborronaron las letras trazadas con esmero. La joven soltó una exclamación de consternación y, con la otra mano, intentó atarse las cintas culpables.

—Espera, deja que te ayude —dijo Kathryn, acercándose.

Rose miró hacia la puerta, abriendo la boca con expresión de sorpresa.

—Mi señora —dijo—. Lo siento, no sabía que estabais aquí. No os he oído. —Se levantó del taburete y se acercó a Kathryn—. Por favor, pasad.

Hizo una pequeña reverencia, con una sonrisa burlona iluminándole los ojos castaño oscuro. Qué pícara. Sabía lo mucho que incomodaba a Kathryn el exceso de respeto.

—Si estás enfrascada en tu trabajo, puedo volver después.

Y postergar la verdad, hacer ver que no existía el problema; a lo mejor así desaparecía. Pero Kathryn ya estaba atando las cintas azules en unos lazos perfectos por encima de las muñecas de Rose. Al último le dio una pequeña palmada.

—Ya está —dijo, viendo a través de una triste bruma a su propia madre haciendo ese mismo gesto, una madre cuyo rostro no podía evocar ni siquiera en la memoria, pero cuyas manos recordaba: dedos largos y esbeltos que ataban lazos de cintas azules.

—Gracias. Me cuesta atarlas yo sola, tendría que ser una contorsionista.

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