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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

El maestro iluminador (60 page)

—¡Deteneos, os digo! ¡Dispersaos en nombre del rey!

Finn ni siquiera alzó la vista. Todo lo que sucediera más allá de las paredes de su celda no le concernía. Trabajaba con el ímpetu de un remolino, sus pinceles de pelo de marta estaban desperdigados por la mesa, sus tarros de pintura ya no se hallaban perfectamente alineados. Tenía manchas doradas y carmesí en la camisa, y círculos marrones que se extendían bajo sus axilas. Para este último panel, la Ascensión, le era imposible concebir la cara de Cristo. El triunfo del Salvador sobre el sufrimiento cuando Finn estaba tan atrapado en su propio tormento no era algo que su musa pudiera inspirar. Frustrado tras numerosos intentos, emborronó la parte superior del cuerpo y, con furiosos trazos de ocre, la fundió con el fondo, como si Cristo, en su ascensión, desapareciese en el interior de una nube opaca. Salvo las piernas, suspendidas sobre los apóstoles reunidos, todo era oscuro. Podía entender a un Cristo sufriendo; pero un Cristo triunfante escapaba a su capacidad de comprensión.

Finn extendió los restos que le quedaban de azul por el manto de la Virgen. Las figuras de los últimos dos paneles eran torpes, sin la gracia y los detalles de las anteriores, pero las prisas lo empujaban como el azote de un capataz. Dio los últimos toques a los rostros embelesados de los apóstoles: más temerosos que triunfantes, pues el embelesamiento, como el triunfo, empezaba a ser un recuerdo lejano. Lo miró todo y lo embargó el orgullo del artista al contemplar los cinco paneles que, aunque carecían de la complejidad, los delicados detalles de sus letras iniciales, la imaginación de sus márgenes, los trazos sensuales e intrincados y los nudos de las páginas tapiz que tanto placer le procuraban, eran hermosos por su colorido, un colorido tan vibrante que casi embriagaba los sentidos. Incluso lo que había pintado al final, a toda prisa, reflejaba pasión. En conjunto, consideró que podía darlos por concluidos.

Llamar al obispo para negociar un permiso: ése era el siguiente paso. Conseguir la libertad al menos el tiempo suficiente para apartar a su nieta de las garras del sheriff, eso era lo único que importaba. De nada servía discutir con Kathryn, ella ya había tomado una decisión; llevaría a la hija de Rose a la anacoreta para enclaustrarla con ella, igual que santa Hildegarda de Bingen fue entregada a santa Jutta.

Todavía quedaba una pizca de azul en el tarro. Lo aclaró con unas gotas blancas y lo aplicó al manto del jinete del segundo panel. Luego retrocedió para mirarlo. La figura montada que seguía a Cristo mientras éste cargaba con la cruz se parecía más a un cortesano del siglo XIV que a un judío del siglo I. No era casualidad que la figura juvenil guardara un parecido notable con el obispo, pero sin su expresión arrogante. Un retrato deliberadamente halagador.

Cuando Finn daba la última pincelada azul, gastando lo que quedaba del caro pigmento, oyó griterío en el patio, el entrechocamiento del metal, esta vez demasiado estridente para no prestar atención. Se acercó a la ventana y miró. Abajo había estallado una refriega. Un par de guardias de la prisión luchaba con un grupo de rebeldes, fornidos labriegos que en apariencia no encontraban rival en aquellos centinelas de barrigas flácidas. La puerta al final de la escalera chirrió: el sonido inconfundible del roce del metal contra la piedra. Más gritos, esta vez muy cercanos, en la escalera. Ruido de rápidos pasos y luego un gruñido áspero, familiar, detrás de él.

Al volverse, Finn vio a Sykes entrar en su celda. Dirigió otra mirada por la ventana y vio al capitán en el suelo, herido o muerto.

—Conque es aquí donde has estado. Esto es mucho mejor que la mazmorra, digo yo.

Sykes agitó una espada corta; Finn la reconoció; era una de las que llevaba a veces el capitán. Luego cogió un trozo de carne que había sobrado de la comida del prisionero y mordisqueó el hueso con sus dientes rotos antes de lanzárselo a Finn, que se agachó para esquivarlo. Sykes se echó a reír mientras se limpiaba la grasa de la mano izquierda en la manga.

—¿Y dónde está tu amigo el enano, iluminador?

Finn intentó hablar con voz serena, aunque tras una rápida evaluación de la situación, estaba cualquier cosa menos tranquilo.

—No serías capaz de aprovechar una pequeña rebelión para saldar viejas cuentas, ¿verdad, Sykes? Antes de hacer algo que podrías lamentar, quizá te convenga saber que estoy bajo la protección especial del obispo. Ya has cometido un delito contra la Corona, ¿quieres ofender también a la Iglesia?

Sykes soltó una carcajada, mostrando una mella entre sus dientes amarillentos.

—¡Bonitas palabras! «Ofender a la Iglesia, ofender a la Iglesia.» ¿Y qué ha hecho la Iglesia por la gente como Sykes?

Se tambaleó un poco. ¿Estaría ebrio de cerveza o de poder?, se preguntó Finn, con la esperanza de que fuese lo primero: sería más fácil de manejar.

—Los días de la Iglesia se han acabado. Estamos dando a esos obispos altivos su merecido. —Olisqueó el aire— ¿Hueles eso? Lo más probable es que sean los campos incendiados de un noble, tal vez incluso el castillo.

Finn ya había notado antes el olor acre y había pensado que era un labriego que quemaba los campos de su señor antes de volver a sembrarlo. Pero ahora el olor era más intenso.

—Y no sólo es aquí; ocurre en todas partes desde aquí hasta Londres. Cuando acabemos, no quedará en pie ni uno solo de esos ricos palacios y abadías.

Así que era la turba, no sólo un motín en la prisión. Y estaban incendiando y saqueando a la nobleza de todo East Anglia. En Blackingham no habría nadie para defender la casa salvo Colin. Eso significaba que la niña estaba en peligro, y también Kathryn.

—Oye, Sykes, sea lo que sea lo que quieres, estoy...

Más pasos en la escalera. Un grupo variopinto, la mayoría campesinos más un par de guardias malhumorados, se agolpó detrás de Sykes. Uno de ellos advirtió:

—Viene alguien. El capitán ha muerto, hemos soltado a todos esos pobres desgraciados, y más vale que ahuequemos el ala ahora que aún podemos.

—Pues este pájaro de aquí no volará.

Dicho esto, Sykes arremetió contra Finn. Pero éste había previsto el ataque y se agachó, lo rodeó por detrás y le quitó la espada. Lo empujó con fuerza y salió disparado hacia la escalera.

—¡Detenedlo! ¡Matad a ese cerdo!

El hombre que estaba de pie junto a la puerta se encogió de hombros.

—A mí no me ha hecho nada. A los demás los hemos soltado; yo no mato por ti, Sykes.

Tan sólo persiguieron a Finn los gritos de ira y las maldiciones de Sykes.

Cuando llegó al patio, buscó una montura desesperadamente.

Un muchacho rubio montaba el caballo del capitán, muy ufano con su nueva adquisición. Un brillo de reconocimiento asomó a sus ojos azules. Al ver a Finn, descabalgó y le pasó las riendas.

—Tomad, lo necesitáis más que yo.

Finn lo miró sorprendido.

—Gracias —dijo mientras montaba— ¿Dónde puedo devolvértelo?

—No es necesario.

¿Dónde había visto esa sonrisa arrogante?

—Ahora ya estamos en paz. —El muchacho se despidió con gesto insolente.

De pronto Finn se acordó: era el chico que le había sujetado el caballo delante de la taberna el día que conoció a Sykes, el chico al que había dado la manta.

—¡Yo en vuestro lugar no me dejaría ver por aquí con ese caballo!

Finn no lo oyó. Ya había cruzado la mitad del puente y se dirigía a Aylsham y Blackingham.

Kathryn soñaba. Humo, humo por doquier provocándole escozor en la nariz y los ojos; la lonja se estaba incendiando. Se le agarrotó la garganta. No podía toser, no podía respirar. «Jasmine! ¿Dónde está Jasmine?» Intentó llamar a Magda, a Agnes, pero no podía abrir la boca, no podía moverse. Le pesaban los miembros, los huesos se le habían vuelto de plomo. La lana que estaba guardando para la celebración de sus hijos se había convertido en humo. Agnes lloraba. Pobre Agnes, lloraba por su pastor abrasado por las llamas. No, no lloraba por su John; llamaba a Kathryn a gritos, gritos lejanos.

—Mi señora, despertad, mi señora. Ya están aquí. ¡Ya están aquí!

Kathryn despertó sobresaltada. El humo era real, y también lo era Agnes, inclinada a su lado, tosiendo, con el iris de los ojos brillante de miedo y el blanco enrojecido e inundado de lágrimas.

Kathryn se incorporó.

—Jasmine! Agnes, ¿dónde está la niña?

—No está en la cuna, mi señora, antes he pasado por allí. Se la habrá llevado Magda. No os preocupéis, mi señora, la niña estará a salvo con Magda.

Kathryn descorrió rápidamente las cortinas. No se veía humo en las sombras parpadeantes, aunque el olor era tan intenso que le irritaba la nariz.

—Han prendido fuego a los campos, mi señora.

—No te preocupes, no incendiarán la casa. No les hemos hecho nada. y sin nosotros estarían peor. Bajaré a hablar con ellos, a hacerlos entrar en razón.

—Es imposible razonar con la turba, mi señora. Deberíamos huir mientras podamos.

—No, Agnes, resistiremos. Habrá alguien entre ellos que tenga una madre, un hijo o una esposa a quien hayamos ayudado. Seguro que has dado de comer a la mayoría de ellos; no harán daño a dos mujeres indefensas.

Agnes se limitó a negar con la cabeza y murmuró:

—Ni siquiera vos podréis hacer entrar en razón a esa chusma.

—Vete a la habitación de Jasmine por si Magda vuelve allí.

Kathryn la empujó hacia la puerta, pero cuando iba a coger el pomo, la puerta se abrió sola.

—¡Simpson!

Aquello era más de lo que una mujer podía soportar en un mal año. Una rebelión de campesinos desbocada y un demonio traidor, todo en un mismo día.

Su antiguo administrador cruzó el umbral. En la mano derecha llevaba una antorcha y en la izquierda un cubo.

Agnes no se movió, manteniéndose firme entre Kathryn y él.

—Iba a avisaros, mi señora —dijo—. Esta manzana podrida ha llegado con los rebeldes, usándolos como excusa para volver como un gusano. Lo he echado con cajas destempladas; no necesitáis a gente así.

Por un breve instante, Kathryn contempló la posibilidad de ponerlo de su lado, de negociar con él para que la ayudase a defenderse de los rebeldes. Pero vio la intensidad de su odio en su sonrisa burlona; ese hombre no sería jamás su adalid.

Simpson dejó el cubo en el suelo y, cogiendo a Agnes por el brazo, la acercó a la antorcha.

—Me temo que pronto necesitaréis una cocinera nueva, mi señora. Ésta está a punto de sufrir un accidente justo en la puerta de vuestra casa, a manos de los de su misma clase, los campesinos. —Hizo una socarrona reverencia—. Pero yo sigo a vuestro servicio.

Acercó la antorcha encendida peligrosamente a la cabeza de Agnes, quemando unos cuantos pelos que habían escapado de su gorra. La mujer soltó un grito de terror y se dio palmadas en la cabeza. Simpson se rió, cogiéndola con más fuerza. El olor a pelo quemado se mezcló con el de los campos que ardían.

Kathryn sintió el terror de la anciana como una punzada en el estómago. Sintió su miedo a las llamas, sabía que sólo veía el cuerpo quemado de su marido y el suyo a su lado. También vio la demencia en los ojos del administrador. Estaba tan loco como para cumplir su amenaza.

—Soltadla, Simpson.

—Soltadla, Simpson —la imitó él con voz de falsete— O si no, ¿qué me haréis?

Kathryn se esforzó por no alterar la voz. No deseaba mostrarse severa, pero tampoco asustada.

—Soltadla y hablaremos de vuestra vuelta a Blackingham.

Él echó la cabeza atrás y soltó una carcajada.

—De mi vuelta ¿adónde? ¿A una pila negra de escombros carbonizados? —Pero aflojó la mano con que sujetaba a la cocinera.

—Podemos discutirlo. Si me ayudáis a salvar Blackingham de los rebeldes, tal vez podamos alcanzar un acuerdo permanente respecto a vuestro puesto en la casa. Ya veis lo difícil que es para una mujer estar sola.

Simpson entrecerró los ojos y Kathryn casi pudo ver la astucia oculta detrás de ellos. Soltó a la cocinera, pero no se apartó de la puerta. Seguía con la antorcha en la mano.

—Déjanos solos, Agnes —ordenó Kathryn—. Simpson y yo tenemos que acordar un par de cosas. Vete al priorato de Santa Fe hasta que se calmen las cosas. Enviaré a maese Colin a buscarte cuando todo haya acabado.

Agnes la miró como si estuviera loca.

—Pero mi señora...

—Haz lo que te digo, Agnes —exigió, esta vez con aspereza.

—Sí, mi señora —repuso la cocinera con un hilo de voz, y pasó como pudo por el espacio que mediaba entre Simpson y la puerta.

—¡El priorato de Santa Fe! —gritó Kathryn con severidad. Escuchó los pasos de la cocinera en la escalera, primero lentos y pesados y luego veloces.

Cuando dejó de oírlos, se volvió hacia el administrador.

—¡Cómo os atrevéis a entrar en mi alcoba! Sois un ladrón y un mentiroso. Salid de aquí antes de que ordene que os den los azotes que tendríais que haber recibido en la última cosecha.

Simpson entró en la habitación y cerró la puerta tras él. Kathryn retrocedió, intentando mantener las distancias entre ambos.

—Vaya, vaya, qué palabras tan duras. ¿Y el trato que acabamos de hacer, mi señora? —Fingió sorpresa y después su mirada se volvió gélida— ¿Es que me tomáis por idiota? Sé que la vieja ha ido a pedir ayuda.

Cuanto más retrocedía Kathryn, más avanzaba Simpson, hasta que ella quedó atrapada entre él y la cama. Él seguía con el cubo en una mano y la antorcha en la otra.

—Pero encontraré satisfacción mucho antes de que ella pueda lanzar un grito. —Dejó el cubo a los pies de ella— ¿Os acordáis del alquitrán que queríais? Os lo he traído.

El olor a humo era cada vez más intenso, y en la casa reinaba un silencio sepulcral.

—¿Alquitrán? —Pero ¿de qué hablaba?—. ¿Qué habéis hecho con los demás?

Esta vez no daba resultado, no podía engañarlo como antes. Él le dirigió una sonrisa burlona, al tiempo que la miraba de arriba abajo. Kathryn casi oía los violentos latidos de su corazón en medio del silencio .

Él agitó la antorcha delante de su cara, obligándola a apartarse.

—¿Los demás? Sólo estaba la vieja cocinera. Por lo visto, mi señora, os han abandonado; nadie quiere estar al servicio de una arpía de mal carácter. Sí hay otros, pero están ocupados vaciando vuestras arcas y untando de brea la habitación del antiguo señor. —Le dirigió una mirada lasciva y, frunciendo los labios, añadió—: La habitación del iluminador, con toda esa trementina y pintura que se filtraron por el suelo y la mesa. Prenderá como un carro de paja fulminado por un rayo.

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