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Authors: Mijaíl Bulgákov

El maestro y Margarita (19 page)

Las mujeres que habían llegado tarde corrían hacia el escenario, y de allí volvían las afortunadas con trajes de noche, pijamas con dragones, trajes de tarde y sombreros ladeados sobre una oreja.

Entonces Fagot anunció que, por ser tarde, la tienda iba a cerrarse dentro de un minuto hasta el día siguiente.

En el escenario se organizó un terrible alboroto. Las mujeres cogían apresuradamente pares de zapatos, sin probárselos. Una de ellas se lanzó como una bala detrás de la cortina, se quitó su traje y se apropió de lo primero que encontró a mano: una bata de seda con enormes ramos de flores, y, además, tuvo tiempo de agarrar dos frascos de perfume.

Pasado un minuto, estalló un disparo de pistola, desaparecieron los espejos, se hundieron los escaparates y las banquetas, la alfombra se esfumó, al igual que la cortina. Por último desapareció el montón de vestidos viejos y calzado. El escenario volvió a ser el de antes: severo, vacío y desnudo.

Aquí intervino en el asunto un personaje nuevo. Del palco número 2 se oyó una voz de barítono, agradable, sonora e insistente.

—De todos modos, sería conveniente, ciudadano artista, que descubriera en seguida todo el secreto de la técnica de sus trucos, sobre todo lo de los billetes de banco. También sería conveniente que trajera al presentador. Su suerte preocupa a los espectadores.

La voz de barítono pertenecía nada menos que al invitado de honor de la velada, a Arcadio Apolónovich Sempleyárov, presidente de la Comisión Acústica de los teatros moscovitas.

Arcadio Apolónovich se encontraba en un palco con dos damas: una de edad madura, vestida con lujo y a la moda, la otra jovencita y mona, vestida más modestamente. La primera, como se supo más tarde al redactar el acta, era su esposa, la segunda, una parienta lejana, actriz principiante pero prometedora, que había llegado de Sarátov y vivía en el piso de Arcadio Apolónovich y su esposa.


Pardon!
—respondió Fagot—. Lo siento, pero no hay nada que descubrir, todo está claro.

—Usted perdone, ¡pero el descubrimiento es completamente necesario! Sin esto sus números brillantes van a dejar una impresión penosa. La masa de espectadores exige explicación.

—La masa de espectadores —interrumpió a Sempleyárov el descarado bufón— me parece que no ha dicho nada. Pero teniendo en cuenta su respetable deseo, Arcadio Apolónovich, estoy dispuesto a descubrirle algo. ¿Me permite un pequeño numerito?

—¡Cómo no! —respondió Arcadio Apolónovich con aire protector—. Pero que descubra el secreto.

—Como usted diga. Entonces, permítame que le haga una pregunta. ¿Dónde estuvo usted ayer por la tarde?

Al oír esta pregunta tan fuera de lugar y bastante impertinente, a Arcadio Apolónovich se le alteró la expresión.

—Arcadio Apolónovich estuvo ayer en una reunión de la Comisión Acústica —interrumpió la esposa de éste con arrogancia—; pero no comprendo qué tiene que ver esto con la magia.

—¡Oh,
madame
—afirmó Fagot—, pues claro que no lo comprende! Pero está muy equivocada sobre esa reunión. Después de salir de casa para asistir a esa reunión, Arcadio Apolónovich despidió a su chófer junto al edificio de la Comisión Acústica (la sala enmudeció) y luego se dirigió en autobús a la calle Yelójovskaya a ver a Militsa Andréyevna Pokobatko, actriz de un teatro ambulante, y pasó en su casa cerca de cuatro horas.

—¡Ay! —exclamó alguien con dolor en medio del silencio.

La joven parienta de Arcadio Apolónovich soltó una carcajada ronca y terrible.

—¡Ahora lo comprendo todo! —gritó—. ¡Hace tiempo que lo estaba sospechando! ¡Ahora comprendo por qué le han dado a esa inepta el papel de Luisa!

Y de pronto le asestó un golpe en la cabeza con un paraguas de color violeta, corto y grueso.

El infame Fagot, alias Koróviev, gritó:

—He aquí, respetables ciudadanos, un ejemplo de descubrimiento de secretos que tanto pedía Arcadio Apolónovich.

—¡Miserable! ¿Cómo te atreves a tocar a Arcadio Apolónovich? —preguntó en tono amenazador la esposa de aquél, poniéndose en pie en el palco y descubriendo su gigantesca estatura.

Un nuevo ataque de risa diabólica se apoderó de la joven parienta.

—¡Yo! ¡Que cómo me atrevo! —contestó entre risas—. ¡Claro que me atrevo! —se oyó de nuevo el ruido seco del paraguas que rebotó en la cabeza de Arcadio Apolónovich.

—¡Milicias! ¡Que se la lleven! —gritaba la esposa de Sempleyárov con una voz tan terrible, que a muchos se les heló la sangre en las venas.

Y por si eso era poco, el gato saltó al borde del escenario y rugió con voz de hombre:

—¡La sesión ha terminado! ¡Arreando con una marcha, maestro!

El director, casi enloquecido, sin apenas darse cuenta de lo que hacía, levantó su batuta y la orquesta, ¿cómo diríamos?, no es que empezara a interpretar una marcha, no es que se metiera con ella, ni que se pusiera a darle a los instrumentos; no, exactamente, según la deplorable expresión del gato, lo que hizo fue arrear con la marcha; una marcha inaudita, incalificable por su desvergüenza.

Por un momento pareció oírse aquella antigua canción que se escuchaba en los cafés cantantes, bajo las estrellas del sur, de letra incoherente, mediocre, pero muy atrevida:

«Su excelencia, su excelencia

cuida de sus gallinas

y le gusta proteger

a las muchachas finas.»

Puede que esta letra nunca hubiera existido, pero había otra con la misma música, todavía más indecente. Eso es lo de menos. Lo que importa es que después de que se interpretó la marcha, el teatro se convirtió en una torre de Babel. Los milicianos corrían hacia el palco de Sempleyárov, asediado por curiosos, se oían diabólicas explosiones de risas, gritos salvajes, cubiertos por los dorados sonidos de los platillos de la orquesta.

El escenario estaba vacío: Fagot el embustero y el descarado gatazo Popota se habían desvanecido en el aire, como momentos antes hiciera el mago con su sillón desastrado.

13
La aparición del héroe

Como estábamos diciendo, el desconocido le hizo a Iván una señal con el dedo para que se callara.

Iván bajó las piernas de la cama y le miró fijamente. Por la puerta del balcón se asomaba con cautela un hombre de unos treinta y ocho años, afeitado, moreno, de nariz afilada, ojos inquietos y un mechón de pelo caído sobre la frente.

Al cerciorarse de que Iván estaba solo, el misterioso visitante escuchó por si había algún ruido, miró en derredor y, recobrando el ánimo, entró en la habitación. Iván vio que su ropa era del sanatorio. Estaba en pijama, zapatillas y en bata parda, echada sobre los hombros.

El visitante le hizo un guiño, se guardó en el bolsillo un manojo de llaves y preguntó en voz baja: «¿Me puedo sentar?». Y viendo que Iván asentía con la cabeza, se acomodó en un sofá.

—¿Cómo ha podido entrar? —susurró Iván, obedeciendo la señal del dedo amenazador—. ¿No están las rejas cerradas con llave?

—Sí, están cerradas —dijo el huésped—, pero Praskovia Fédorovna, una persona encantadora, es bastante distraída. Hace un mes que le robé el manojo de llaves, con lo que tengo la posibilidad de salir al balcón general, que pasa por todo el piso, y visitar de vez en cuando a mis vecinos.

—Si sale al balcón, puede escaparse. ¿O está demasiado alto? —se interesó Iván.

—No —contestó el visitante con firmeza—, no me puedo escapar, y no porque esté demasiado alto, sino porque no tengo a donde ir —y añadió, después de una pausa—. ¿Qué, aquí estamos?

—Sí, estamos —contestó Iván, mirándole a los ojos, unos ojos castaños e inquietos.

—Sí... —de pronto el hombre se preocupó—, espero que usted no sea de los de atar. Es que no soporto el ruido, el alboroto, la violencia y todas esas cosas. Odio por encima de todo los gritos humanos, de dolor, de ira o de lo que sea. Tranquilíceme, por favor, no es violento, ¿verdad?

—Ayer le sacudí en la jeta a un tipo en un restaurante —confesó valientemente el poeta regenerado.

—¿Y el motivo? —preguntó el visitante con severidad.

—Confieso que sin ningún motivo —dijo Iván azorado.

—Es inadmisible —censuró el huésped y añadió—: Además, qué manera de expresarse: «en la jeta»... Y no se sabe qué tiene el hombre, si jeta o cara. Seguramente es cara y usted comprenderá que un puñetazo en la cara... No vuelva a hacer eso nunca.

Después de reprenderle, preguntó:

—¿Qué es usted?

—Poeta —confesó Iván con desgana, sin saber por qué.

El hombre se disgustó.

—¡Qué mala suerte tengo! —exclamó, pero en seguida se dio cuenta de su incorrección, se disculpó y le preguntó—: ¿Cómo se llama?

—Desamparado.

—¡Ay! —dijo el visitante, haciendo una mueca de disgusto.

—Qué, ¿no le gustan mis poemas? —preguntó Iván con curiosidad.

—No, nada, en absoluto.

—¿Los ha leído?

—¡No he leído nada de usted! —exclamó nervioso el desconocido.

—Entonces, ¿por qué lo dice?

—¡Es lógico! —respondió—. ¡Como si no conociera a los demás! Claro, puede ser algo milagroso. Bueno, estoy dispuesto a creerle. Dígame, ¿sus versos son buenos?

—¡Son monstruosos! —respondió Iván con decisión y franqueza.

—No escriba más —le suplicó el visitante.

—¡Lo prometo y lo juro! —dijo muy solemne Iván. Refrendaron la promesa con un apretón de manos. Se oyeron voces y pasos suaves en el pasillo.

—Chist... —susurró el huésped, y salió disparado al balcón, cerrando la reja.

Se asomó Praskovia Fédorovna, le preguntó cómo se encontraba y si quería dormir con la luz apagada o encendida. Iván pidió que la dejara encendida y Praskovia Fédorovna salió después de desearle buenas noches. Cuando cesaron los ruidos volvió el desconocido.

Le dijo a Iván que a la habitación 119 habían traído a uno nuevo, gordo, con cara congestionada, que murmuraba algo sobre unas divisas en la ventilación del retrete y juraba que en su casa de la Sadóvaya se había instalado el mismo diablo.

—Maldice a Pushkin y grita continuamente: «¡Kurolésov, bis, bis!» decía el visitante, mirando alrededor angustiado y con un tic nervioso. Por fin se tranquilizó y se sentó diciendo—: Bueno, ¡qué vamos a hacer! —y siguió su conversación con Iván—. ¿Y por qué ha venido a parar aquí?

—Por Poncio Pilatos —respondió Iván, mirando al suelo con una mirada lúgubre.

—¡¿Cómo?! —gritó el huésped, olvidando sus precauciones, y él mismo se tapó la boca con la mano—. ¡Qué coincidencia tan extraordinaria! ¡Cuénteme cómo ocurrió, se lo suplico!

A Iván, sin saber por qué, el desconocido le inspiraba confianza. Empezó a contarle la historia de «Los Estanques», primero con timidez, cortado, y luego, repentinamente, con soltura. ¡Qué oyente tan agradecido había encontrado Iván Nikoláyevich en el misterioso ladrón de llaves! El huésped no le acusaba de ser un loco; demostró un enorme interés por su relato y se iba entusiasmando a medida que se desarrollaba la historia. Interrumpía constantemente a Iván con exclamaciones:

—¡Siga, siga, por favor, se lo suplico! ¡Pero, por lo que más quiera, no deje de contar nada!

Iván no omitió nada, así se le hacía más fácil el relato y, por fin, llegó al momento en que Poncio Pilatos salía al balcón con su túnica blanca forrada de rojo sangre.

Entonces el desconocido unió las manos en un gesto de súplica y murmuró:

—¡Ah! ¡Cómo he adivinado! ¡Cómo lo he adivinado todo!

Acompañó la descripción de la horrible muerte de Berlioz con comentarios extraños y sus ojos se encendieron de indignación.

—Lo único que lamento es que no estuviera en el lugar de Berlioz el crítico Latunski o el literato Mstislav Lavróvich —añadió con frenesí pero en voz baja—: ¡Siga!

El gato pagando a la cobradora le divirtió profundamente y trató de ahogar su risa al ver a Iván, que, emocionado por el éxito de su narración, se puso a saltar en cuclillas, imitando al gato pasándose la moneda por los bigotes.

—Así, pues —concluyó Iván, después de contar el suceso en Griboyédov, poniéndose triste y alicaído—, me trajeron aquí.

El huésped, compasivo, le puso la mano en el hombro, diciendo:

—¡Qué desgracia! Pero si usted mismo, mi querido amigo, tiene la culpa. No tenía que haberse portado con él con tanta libertad y menos con descaro. Eso lo ha tenido que pagar. Todavía puede dar gracias, porque ha sido relativamente suave con usted.

—¿Pero, quién es él? —preguntó Iván, agitando los puños.

El huésped se le quedó mirando y contestó con una pregunta:

—¿No se va a excitar? Aquí no somos todos de fiar... ¿No habrá llamadas al médico, inyecciones y demás complicación?

—¡No, no! —exclamó Iván—. Dígame, ¿quién es?

—Bien —contestó el desconocido, y añadió con autoridad, pausadamente—: Ayer estuvo con Satanás en «Los Estanques del Patriarca».

Iván, cumpliendo su promesa, no se alteró, pero se quedó pasmado.

—¡Si no puede ser! ¡Si no existe!

—Por favor, usted es el que menos puede dudarlo. Seguramente fue una de sus primeras víctimas. Piense que ahora se encuentra en un manicomio y se pasa el tiempo diciendo que no existe. ¿No le parece extraño?

Iván, completamente desconcertado, se calló.

—En cuanto empezó a describir —continuó el huésped— me di cuenta de con quién tuvo el placer de conversar. ¡Pero me sorprende Berlioz! Bueno, usted, claro, es terreno completamente virgen —y el visitante se excusó de nuevo—, pero el otro, por lo que he oído, había leído un poco. Las primeras palabras de ese profesor disiparon todas mis dudas. ¡Es imposible no reconocerle, amigo mío! Aunque usted... perdóneme, si no me equivoco, es un hombre inculto.

—¡Sin duda alguna! —asintió el desconocido Iván.

—Bueno, pues... ¡La misma cara que ha descrito, los ojos diferentes, las cejas!... Dígame, ¿no conoce la ópera
Fausto
?

Iván, sin saber por qué, se avergonzó terriblemente y con la cara ardiendo empezó a balbucir algo sobre un viaje al sanatorio...a Yalta...

—Pues claro, ¡no es extraño.’ Pero le repito que me sorprende Berlioz... No sólo era un hombre culto, sino también muy sagaz. Aunque tengo que decir en su defensa que Voland puede confundir a un hombre mucho más astuto que él.

—¿Cómo? —gritó a su vez Iván

—¡No grite!

Iván se dio una palmada en la frente y murmuró.

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