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Authors: Mijaíl Bulgákov

El maestro y Margarita (20 page)

—Ya entiendo, ya entiendo. Si, tenía una «V» en la tarjeta de visita. ¡Ay, ay! ¡Qué cosas! —se quedó sin hablar, turbado, mirando a la luna que flotaba detrás de la reja. Y dijo luego—: Entonces, ¿pudo en realidad haber estado con Poncio Pilatos? ¡Ya había nacido? ¡Y encima me llaman loco! —añadió indignado señalando a la puerta.

Junto a los labios del visitante se formó una arruga de amargura.

—Vamos a enfrentarnos con la realidad —el huésped volvió la cara hacia el astro nocturno, que corría a través de una nube—. Los dos estamos locos, ¡no hay por qué negarlo! Verá: él le ha impresionado y usted ha perdido el juicio, porque, seguramente, tenía predisposición a ello. Pero lo que usted cuenta es verdad, indudablemente. Aunque es tan extraordinario, que ni siquiera Stravinski, que es un psiquiatra genial, le ha creído. ¿Le ha visto a usted? —Iván asintió con la cabeza—. Su interlocutor estuvo con Pilatos, también desayunó con Kant y ahora ha visitado Moscú.

—¡Pero entonces puede armarse una gorda! ¡Habría que detenerle como fuera! —el viejo Iván, no muy seguro, había renacido en el Iván nuevo.

—Ya lo ha intentado y me parece que es suficiente —respondió el visitante con ironía—. Yo no le aconsejaría a nadie que lo hiciera. Eso sí, puede estar seguro de que la va a armar. ¡Oh! Pero, cuánto siento no haber sido yo quien se encontrara con él. Aunque ya esté todo quemado y los carbones cubiertos de ceniza, le juro que por esa entrevista daría las llaves de Praskovia Fédorovna, que es lo único que tengo. Soy pobre.

—¿Y para qué lo necesita?

El huésped dejó pasar un rato. Parecía triste. Al fin habló:

—Mire usted, es una historia muy extraña, pero estoy aquí por la misma razón que usted, por Poncio Pilatos —el visitante se volvió atemorizado—. Hace un año escribí una novela sobre Pilatos.

—¿Es usted escritor? —preguntó el poeta con interés.

El hombre cambió de cara y le amenazó con el puño.

—¡Soy el maestro! —se puso serio y sacó del bolsillo un gorrito negro, mugriento, con una «m» bordada en seda amarilla. Se puso el gorrito y se volvió de perfil y de frente, para demostrar que era el maestro.

—Me lo hizo ella, con sus propias manos —añadió misterioso.

—¿Cómo se llama de apellido?

—Yo no tengo apellido —contestó el extraño huésped con aire sombrío y despreciativo—. He renunciado a él, como a todo en el mundo, olvidémoslo.

—Pero hábleme aunque sea de su novela —pidió Iván con delicadeza.

—Con mucho gusto. Mi vida no ha sido del todo corriente —empezó el visitante.

... Era historiador, y dos años atrás había trabajado en un museo de Moscú, además se dedicaba a la traducción.

—¿De qué idioma? —le interrumpió Iván intrigado.

—Conozco cinco idiomas aparte del ruso —contestó el visitante—, inglés, francés, alemán, latín y griego. Bueno, también puedo leer el italiano.

—¡Atiza! —susurró Iván con envidia.

... El historiador vivía muy solo, no tenía familia y no conocía a nadie en Moscú. Y figúrese, un día le tocaron cien mil rublos a la lotería.

—Imagine mi sorpresa —decía el hombre del gorrito negro— cuando metí la mano en la cesta de la ropa sucia y vi que tenía el mismo número que venía en los periódicos. El billete —explicó— me lo dieron en el museo.

... El misterioso interlocutor había invertido aquellos cien mil rublos en comprar libros y, también, dejó su cuarto de la calle Miasnítskaya..

—¡Maldito cuchitril! —murmuró entre dientes.

... Para alquilar a un constructor dos habitaciones de un sótano en una pequeña casa con jardín. La casa estaba en una bocacalle que llevaba a Arbat. Abandonó su trabajo en el museo y empezó a escribir una novela sobre Poncio Pilatos.

—¡Ah! ¡Aquello fue mi edad de oro! —decía el narrador con los ojos brillantes—. Un apartamento para mí solo, el vestíbulo en el que había un lavabo —subrayó con orgullo especial—, con pequeñas ventanas que daban a la acera. Y enfrente, a unos cuatro pasos, bajo la valla lilas, un tilo y un arce. ¡Oh! En invierno casi nunca veía por mi ventana pasar unos pies negros ni oía el crujido de la nieve bajo las pisadas. ¡Y siempre ardía el fuego en mi estufa! Pero, de pronto, llegó la primavera y a través de los cristales turbios veía los macizos de lilas, desnudos primero, luego, muy despacio, cubiertos de verde. Y precisamente entonces, la primavera pasada, ocurrió algo mucho más maravilloso que lo de los cien mil rublos. Y que conste que es una buena suma.

—Tiene razón —reconoció Iván, que le escuchaba atentamente.

—Abrí las ventanas. Estaba yo en el segundo cuarto, en el pequeño —el huésped indicó las medidas con las manos—; mire, tenía un sofá, enfrente otro, y entre ellos una mesita con una lámpara de noche fantástica; más cerca de la ventana, libros y un pequeño escritorio, la primera habitación —que era enorme, de catorce metros— tenía libros, libros y más libros y una estufa. ¡Ah! ¡Cómo lo tenía puesto!... El olor extraordinario de las lilas... el cansancio me aligeraba la cabeza y Pilatos llegaba a su fin...

—¡La túnica blanca forrada de rojo sangre! ¡Lo comprendo! —exclamaba Iván.

—¡Eso es! Pilatos se acercaba a su fin y yo ya sabía que las últimas palabras de la novela serían «... el quinto procurador de Judea, el jinete Poncio Pilatos». Como es natural, salía a dar algún paseo. Cien mil rublos es una suma enorme y yo llevaba un traje precioso. A veces, iba a comer a algún restaurante barato. En Arbat había un restaurante magnífico que no sé si existirá todavía —abrió los ojos desmesuradamente y siguió murmurando, mirando a la luna—. Ella llevaba unas flores horribles, inquietantes, de color amarillo. ¡Quién sabe cómo se llaman!, pero no sé por qué, son las primeras flores que aparecen en Moscú. Destacaban sobre el fondo negro de su abrigo. ¡Ella llevaba unas flores amarillas! Es un color desagradable. Dio la vuelta desde la calle Tverskaya a una callejuela y volvió la cabeza. ¿Conoce la Tverskaya? Pasaban miles de personas, pero le aseguro que me vio sólo a mí. Me miró no precisamente con inquietud, sino más bien con dolor. Y me impresionó, más que por su belleza, por la soledad infinita que había en sus ojos y que yo no había visto jamás. Obedeciendo aquella señal amarilla, también yo torcí a la bocacalle y seguí sus pasos. Íbamos por la triste calleja tortuosa, mudos los dos por una acera yo y ella por la otra. Y fíjese que no había ni un alma en la calle. Yo sufría porque me pareció que tenía que hablarle, pero temía que no sería capaz de articular palabra. Que ella se iría y no la volvería a ver nunca más. Y ya ve usted: ella habló primero:

»—¿Le gustan mis flores?

»Recuerdo perfectamente cómo sonó su voz, bastante grave, cortada, y aunque sea una tontería, me pareció que el eco resonó en la calleja y se fue a reflejar en la sucia pared amarilla. Crucé la calle rápidamente, me acerqué a ella y contesté:

»—No.

»Me miró sorprendida y comprendí de pronto, inesperadamente, ¡que toda la vida había amado a aquella mujer! ¡Qué cosas!, ¿verdad? Seguro que piensa que estoy loco.

—No pienso nada —exclamó Iván—, ¡siga contando, se lo ruego!

El huésped siguió:

—Pues sí, me miró sorprendida y luego preguntó:

»—¿Es que no le gustan las flores?

»Me pareció advertir cierta hostilidad en su voz. Yo caminaba a su lado, tratando de adaptar mi paso al suyo y, para mi sorpresa, no me sentía incómodo.

»—Me gustan las flores, pero no éstas —dije.

»—¿Y qué flores le gustan?

»—Me gustan las rosas.

»Me arrepentí en seguida de haberlo dicho, porque sonrió con aire culpable y arrojó sus flores a una zanja. Estaba algo desconcertado, recogí las flores y se las di. Ella sonriendo, hizo ademán de rechazarlas y las llevé yo.

Así anduvimos un buen rato, sin decir nada, hasta que me quitó las flores y las tiró a la calzada, luego me cogió la mano con la suya, enfundada en un guante negro, y seguimos caminando juntos.

—Siga —dijo Iván—, se lo suplico, cuéntemelo todo.

—¿Que siga? —preguntó el visitante—. Lo que sigue ya se lo puede imaginar —se secó una lágrima repentina con la manga del brazo derecho y siguió hablando—. El amor surgió ante nosotros, como surge un asesino en la noche, y nos alcanzó a los dos. Como alcanza un rayo o un cuchillo de acero. Ella decía después que no había sido así, que nos amábamos desde hacía tiempo, sin conocernos, sin habernos visto, cuando ella vivía con otro hombre... y yo, entonces... con esa... ¿cómo se llama?

—¿Con quién? —preguntó Desamparado.

—Con esa... bueno... con... —respondió el huésped, moviendo los dedos.

—¿Estuvo casado?

—Sí, claro, por eso muevo los dedos... Con esa... Várenka... Mánechka... no, Várenka... con un vestido a rayas, el museo... No, no lo recuerdo.

»Pues ella decía que había salido aquel día con las flores amarillas, para que al fin yo la encontrara, y si yo no la hubiese encontrado, acabaría envenenándose, porque su vida estaba vacía.

»Sí, el amor nos venció en un instante. Lo supe ese mismo día, una hora después, cuando estábamos, sin habernos dado cuenta, al pie de la muralla del Kremlin, en el río.

»Hablábamos como si nos hubiéramos separado el día antes, como si nos conociéramos desde hacía muchos, muchos años. Quedamos en encontrarnos el día siguiente en el mismo sitio, en el río Moskva y allí fuimos. El sol de mayo brillaba para nosotros solos. Y sin que nadie lo supiera se convirtió en mi mujer.

»Venía a verme todos los días a las doce. Yo la estaba esperando desde muy temprano. Mi impaciencia se demostraba en que cambiaba de sitio todas las cosas que había sobre la mesa. Unos diez minutos antes de su llegada me sentaba junto a la ventana y esperaba el golpe de la portezuela del jardín. Es curioso, antes de conocerla casi nadie entraba por esa verja; mejor dicho, nadie; pero entonces me parecía que toda la ciudad venía al jardín. Un golpe de la verja, un golpe de mi corazón, y en mi ventana, a la altura de mis ojos, solían aparecer unas botas sucias. El afilador. ¿Pero, quién necesitaba al afilador en nuestra casa? ¿Qué iba a afilar? ¿Qué cuchillos?

»Ella pasaba por la puerta una vez, pero antes de eso ya me había palpitado el corazón por lo menos diez veces, no exagero. Y luego, cuando llegaba su hora y el reloj marcaba las doce, no dejaba de palpitar hasta que, casi sin ruido, se acercaban a la ventana sus zapatos con lazos negros de ante, cogidos con una hebilla metálica.

»A veces hacía travesuras: se detenía junto a la segunda ventana y daba golpes suaves con la punta del zapato en el cristal. En un segundo yo estaba junto a la ventana, pero desaparecía el zapato y la seda negra que tapaba la luz, y yo iba a abrirle la puerta.

»Estoy seguro de que nadie sabía de nuestras relaciones, aunque no suele ser así. No lo sabía ni su marido, ni los amigos. En la vieja casa donde yo tenía mi sótano se daban cuenta, naturalmente, de que venía a verme una mujer, pero no conocían su nombre.

—¿Y quién es ella? —preguntó Iván, muy interesado por la historia de amor.

El visitante hizo un gesto que quería decir que nunca se lo diría a nadie y siguió su relato.

Iván supo que el maestro y la desconocida se amaban tanto que eran inseparables. Iván se imaginaba muy bien las dos habitaciones del sótano, siempre a oscuras por los lilos del jardín. Los muebles rojos, con la tapicería desgastada, el escritorio con un reloj que sonaba cada media hora, los libros, los libros desde el suelo pintado, hasta el techo ennegrecido por el humo y la estufa.

Se enteró Iván de que su visitante y aquella mujer misteriosa decidieron, ya en los primeros días de sus relaciones, que los había unido el propio destino en la esquina de la Tverskaya y la callecita, y que estaban hechos el uno para el otro hasta la muerte.

Supo cómo pasaban el día los enamorados. Ella venía, se ponía un delantal y en el estrecho vestíbulo, donde tenían el lavabo, del que tan orgulloso estaba el pobre enfermo, encendía el hornillo de petróleo sobre una mesa de madera y preparaba el desayuno. Luego lo servía en una mesa redonda de la habitación pequeña. Durante las tormentas de mayo, cuando un riachuelo pasaba junto a las ventanas ensombrecidas, amenazando inundar el último refugio de los enamorados, encendían la estufa y hacían patatas asadas. Las patatas despedían vapor y les manchaban los dedos con su piel negra. En el sótano se oían risas, y los árboles se liberaban después de la lluvia de las ramitas rotas, de las borlas blancas.

Cuando pasaron las tormentas y llegó el bochornoso verano, aparecieron las rosas en los floreros, las rosas esperadas y queridas por los dos.

Aquel que decía ser el maestro trabajaba febrilmente en su novela, que también llegó a absorber a la desconocida.

—Confieso que a veces tenía celos —susurraba el huésped nocturno de Iván, que entrara por el balcón iluminado por la luna.

Con sus delicados dedos de uñas afiladas hundidos en el pelo, ella leía y releía lo escrito, y después de releerlo se ponía a coser el gorro. A veces se sentaba delante de los estantes bajos o se ponía de pie junto a los de arriba y limpiaba con un trapo los libros, los centenares de tomos polvorientos.

Le prometía la gloria, le metía prisa y fue entonces cuando empezó a llamarle maestro. Esperaba con impaciencia aquellas últimas palabras prometidas sobre el quinto procurador de Judea, repetía en voz alta, cantarína, algunas frases sueltas que le gustaban y decía que en la novela estaba su vida entera.

Terminó de escribirla en agosto, se la entregó a una mecanógrafa desconocida que le hizo cinco ejemplares. Llegó por fin la hora en que tuvieron que abandonar su refugio secreto y salir a la vida.

—Salí con la novela en las manos y mi vida se terminó —murmuró el maestro, bajando la cabeza. Y el gorrito triste y negro con su «M» amarilla estuvo oscilando mucho rato.

Continuó narrando, pero ahora de manera un tanto incoherente. Iván comprendió que al maestro le había ocurrido una catástrofe.

—Era la primera vez que me encontraba con el mundo de la literatura. Pero ahora, cuando mi vida está acabada y mi muerte es inminente, ¡lo recuerdo con horror! —dijo el maestro con solemnidad, y levantó la mano—. Sí, me impresionó muchísimo, ¡terriblemente!

—¿Quién? —apenas se oyó la pregunta de Iván, que temía interrumpir al emocionado narrador.

—¡El redactor jefe, digo el redactor jefe! Sí, la leyó. Me miraba como si yo tuviera un carrillo hinchado con un flemón, desviaba la mirada a un rincón y soltaba una risita avergonzada. Manoseaba y arrugaba el manuscrito sin necesidad, suspirando. Las preguntas que me hizo me parecieron demenciales. No decía nada de la novela misma y me preguntaba que quién era yo y de dónde había salido; si escribía hacía tiempo y por qué no se sabía nada de mí; por último me hizo una pregunta completamente idiota desde mi punto de vista: ¿quién me había aconsejado que escribiera una novela sobre un tema tan raro? Hasta que me harté y le pregunté directamente si pensaba publicar mi novela. Se azoró mucho, empezó a balbucir algo, sobre que la decisión no dependía de él, que tenían que conocer mi obra otros miembros de la redacción, precisamente los críticos Latunski y Arimán y también el literato Mstislav Lavróvich. Me dijo que volviera a las dos semanas. Volví y me recibió una muchacha bizca, de tanto mentir.

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