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Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

El mapa del cielo (21 page)

—Lamento que no quiera dialogar, porque entonces solo me deja un camino.

—¿Va a dispararme? —le preguntó Carson, más que estupefacto—. ¿Va a disparar a uno de sus marineros? Le condenarán, le someterán a un consejo de guerra, le…

—Le agradezco su preocupación, Carson, pero estoy seguro de que en cuanto le dispare cambiará de forma, por lo que todos podrán comprobar que he matado al monstruo de las estrellas —respondió Reynolds aparentando una calma que no sentía—. Le he dado la oportunidad de resolver esto civilizadamente, pero la ha rechazado. Contaré hasta tres y apretaré el gatillo. Ese es el tiempo de que dispone por si quiere cambiar de opinión.

Carson lo contempló con el rostro desencajado por el terror.

—Uno —dijo Reynolds.

El marinero se removió en su silla, presa de la desesperación, y enseguida rompió a llorar desconsolado, al tiempo que juntaba sus manos en actitud de súplica.

—¡Señor, no dispare, se lo ruego…! Está equivocado, el cadáver que encontró en la nieve no puede ser el mío. ¡Por el amor de Dios, va a cometer una locura…! —gimoteó, mientras un torrente de lágrimas resbalaba por sus mejillas, para introducirse en la grotesca caverna de su boca.

Una duda terrible cruzó el alma de Reynolds, que tuvo que esforzarse para que el brazo que sostenía la pistola no le temblara. En el nombre de Dios, ¿qué estaba a punto de hacer? ¿Pensaba matar al marinero a sangre fría? ¿Y si se había equivocado y el cadáver de la nieve no era el de Carson? En ese caso, ¡dispararía contra un hombre inocente! ¡Pero él estaba seguro de que se trataba de Carson! Y el marinero que gemía ante él no podía serlo también. No, estaba ante el marciano. Aquella era la explicación más sencilla, y Allan le había dicho que la explicación más sencilla, por descabellada que resultara… Sin embargo, todo aquello se sustentaba en la certeza de que el cadáver de la nieve era el de Carson, y no era una certeza completa. ¿O sí?

—Por favor, señor, se lo suplico… —sollozaba el marinero.

—Dos —añadió Reynolds, intentando que su terrible lucha interna no se trasluciera en su voz.

El marinero enterró la cabeza entre los hombros en actitud de rendición, mientras los sollozos sacudían todo su cuerpo. Reynolds le observó durante unos segundos, temblando a su vez, preso de la indecisión. Soltó la pistola sobre la mesa, atormentado por las dudas. No podía matarle sin estar del todo seguro. Simplemente no podía. Él no era ningún asesino. O al menos era incapaz de matar a sangre fría a alguien que quizá fuera inocente, a alguien que no le había hecho ningún daño ni suponía un obstáculo para sus fines, como lo había sido Symmes.

—Tres.

Al principio, Reynolds no supo de dónde había surgido aquella voz que había terminado la cuenta. Lanzó una mirada desconcertada hacia la alacena, pensando que habría sido Allan animándolo a disparar de una vez, a confiar en sí mismo, a dar por válido lo que creía haber visto en el hielo, pero la puerta del armario permanecía cerrada. Entonces volvió la cabeza hacia el marinero. Y el corazón se le detuvo en el pecho al descubrir que Carson lo observaba fijamente, sin rastro de llanto y con una perversa sonrisa invistiendo de maldad su rostro. Reynolds estiró la mano hacia la pistola, pero antes de que pudiera alcanzarla, el marinero abrió la boca de un modo grotesco, como si se le desencajara la mandíbula, y de su interior surgió una especie de tentáculo verdoso que, tras restallar en el aire como un látigo, cruzó veloz la exigua distancia que los separaba para enroscarse en su cuello. Sorprendido tanto por la brusca aparición de aquella serpiente viscosa como por el súbito dolor que le atenazó la garganta, el explorador lanzó un grito de pavor, que enseguida fue ahogado por la falta de aire. Aterrado, agarró con ambas manos el tentáculo que trataba de estrangularlo y luchó por liberarse. Pero la presión que ejercía aquella soga resbaladiza tan difícil de asir era demasiado fuerte, y antes de que pudiera hacer nada más, sintió cómo el tentáculo lo arrancaba del sillón y lo levantaba por encima de la mesa, hasta casi rozar el tragaluz del camarote. De repente, se encontró pataleando ridículamente en el aire, sostenido por aquella serpiente poderosa, mientras de soslayo contemplaba a Carson sentado hierático en la silla, ajeno al escalofriante apéndice que le brotaba de la garganta y oscilaba sobre su cabeza, sujetándolo a él en su extremo. Entonces vio salir a Allan de su escondite, pálido y tembloroso a causa de la horripilante escena que tenía lugar en el camarote, y apuntar al marinero en la nuca, aunque el artillero no fue precisamente silencioso. Desde las alturas, Reynolds vio que Carson se volvía de golpe y lanzaba hacia la pistola de Allan su mano izquierda, que se fue transformando en una garra monstruosa a medida que surcaba la distancia hasta el arma. El joven profirió un aullido de dolor cuando la afilada zarpa envolvió la pistola, desgarrándole de paso la piel de la mano, pero logró disparar antes de que se la arrebatara. Se oyó una especie de ladrido. La bala había alcanzado el hombro del marinero en el hombro izquierdo, y el impacto lo derribó hacia atrás. Reynolds notó entonces que el tentáculo que lo asfixiaba se aflojaba y a continuación, sin nada que lo sostuviera en el aire, cayó desde el techo sobre la mesa. El golpe lo dejó medio atontado, pero mientras boqueaba angustiosamente como un pez fuera del agua, consiguió ver a Allan de pie frente a él, con la mano ensangrentada, mirando espantado hacia la esquina donde había caído la criatura.

Desde su posición, Reynolds no podía verla, pero le bastó con contemplar la expresión del artillero para deducir que el monstruo se estaba recomponiendo. El disparo a bocajarro debía de haberle resultado lo suficientemente doloroso como para hacerla desentenderse de su disfraz, por lo que probablemente el pobre Allan se estuviese enfrentando ahora a su verdadero aspecto, cualquiera que este fuese. O quizá el marciano solo estuviese intentando levantarse del suelo para volver a atacarlos, todavía a medio transformar, con la apariencia de Carson pero con una de sus garras, como si el marinero hubiese sido sorprendido vistiéndose para acudir a un baile de carnaval. No obstante, lo que se levantó del suelo no fue ni una cosa ni otra, y Reynolds no pudo evitar que la boca se le abriera en un rictus atroz al ver a Allan de pie frente a otro Allan. Dos reflejos entre los que faltaba el espejo, que alguien debía de haber apedreado. Dos hombres idénticos que solo se diferenciaban en las heridas que mostraban. Al verdadero Allan le sangraba la mano con la que sostenía la pistola, y al falso, al Allan que servía de disfraz a la criatura, le sangraba profusamente el hombro derecho, del que manaba una especie de gelatina verdosa. Pero había una diferencia más: el falso Allan, el doble del artillero, sonreía con tranquilidad ante el temblor que mostraba su reflejo mientras trataba de apuntarlo.

—¿Vas a disparar contra ti mismo, Allan? —preguntó la criatura.

Allan dudó, y el monstruo abrió la boca hasta convertir su sonrisa en una mueca macabra, mientras daba un paso hacia él.

—Claro que no —concluyó—. Nadie puede disparar sobre sí mismo, por muchas sombras que le enloden el alma.

Un segundo después, el falso Allan recibió un disparo en el pecho y se desplomó de nuevo en el suelo a causa del impacto. Su reflejo se volvió hacia el lugar del que había surgido la bala, para encontrarse a Reynolds con la pistola humeante.

—Gracias, Reynolds —musitó, tembloroso.

—No tiene por qué dármelas. Solo me he limitado a demostrarle a esa cosa la fina sagacidad de la especie humana, como usted quería —le contestó el explorador con una trémula sonrisa. Luego volvió a mirar hacia la esquina donde estaba la criatura, que había comenzado a gemir, y como no disponía de ángulo para apuntar, ordenó—: ¡Dispárele otra vez, Allan! ¡Hágalo antes de que vuelva a levantarse!

Pero antes de que el joven pudiera cebar de nuevo su pistola, la criatura se escabulló por debajo de la mesa. Reynolds contempló con una mezcla de espanto y repulsión el amasijo de tentáculos que cruzó la habitación hacia la puerta, correteando como una especie de araña del tamaño de un perro y arramblando con todo lo que le salió al paso, que dada la escasez de posesiones de la que gozaba Reynolds, se reducía únicamente a su sillón. Desconcertado, el explorador vio volar su asiento por los aires hasta hacerse astillas contra la pared más cercana. En ese momento, el marinero Griffin abrió la puerta del camarote con la pistola presta. Sin embargo, antes de que tuviera tiempo de disparar, la criatura lo arrolló y huyó a través del pasillo.

—Hija de perra… —masculló Reynolds contemplando su destrozado sillón, encontrando al fin la excusa perfecta para desaguar todo el miedo y todo el odio que se le había ido acumulando dentro durante las últimas horas—. Puedes darte por muerta.

10

Seguía vivo. Había desenmascarado al marciano y seguía vivo. Y aquello le inundaba de una delirante y absurda felicidad, a pesar de que su plan había sido un completo desastre. No había podido comunicarse con la criatura, ni de un modo pacífico ni de ningún otro modo, por lo que era evidente que su glorioso destino como embajador terráqueo más allá de las estrellas se había desdibujado un tanto; en realidad, después de aquel descalabro, no creía que le permitieran regentar ni una triste estafeta de telégrafos interplanetaria. Tampoco había podido abatir ni capturar al marciano, ya puestos. Todo lo contrario: lo había enfurecido de tal manera que, con toda probabilidad, la sentencia de muerte de toda la tripulación del
Annawan
había sido ya firmada en algún despacho del destino. Pero eso no importaba demasiado. De momento, seguía vivo: respiraba, corría, sentía la vida como un torrente salvaje fluyendo por sus venas, resonando en su interior. Y aunque su vida siempre le había parecido triste, mediocre y despreciable, ahora se le antojaba un regalo incalculable. ¡Vivía, maldita sea!, se dijo, mientras corría por la cubierta inferior enarbolando la pistola seguido de Allan, que no dejaba de quejarse en una cantinela malhumorada, y de aquel marinero enclenque llamado Griffin, que trotaba a su espalda con los labios apretados, silencioso y tenso. A Reynolds le había llamado la atención la rapidez con que Griffin había acudido al rescate. Parecía que hubiese estado escuchando tras la puerta. Quizá le había resultado sospechoso su comportamiento en cubierta, cuando le insistió en que Carson estaba muerto para luego achacarlo a un delirio de borracho, pero Reynolds tampoco disponía de demasiado tiempo para reflexionar sobre ello. De momento, le bastaba con que aquel hombre tan misterioso como resuelto le siguiera con un arma cargada.

Al abandonar la zona de oficiales e internarse en pos de la criatura en la cubierta donde se hacinaba la tripulación, el explorador tuvo que contener la respiración, golpeado por un desagradable hedor, mezcla de aceite de lámpara, ropa sucia, cubos de orina e incluso miedo, si es que el miedo se puede oler, como algunos aseguran. La criatura había dejado un rastro de sangre verdusca y de marineros temblando contra la pared, que no daban crédito a la aberración que habían visto pasar ante ellos. Los disparos, descubrió Reynolds enseguida, habían atraído a toda la tripulación, desde los centinelas que montaban guardia en cubierta hasta los carpinteros o los pinches de cocina. Al fondo, distinguió al capitán MacReady, rugiendo en medio del tumulto, intentando que alguien le explicara qué demonios estaba pasando.

—El monstruo está en el barco, capitán —respondió alguien entre la algarabía—. Se ha escondido en la bodega.

—¿En el barco? —inquirió MacReady, desenfundando su pistola—. ¡No es posible! ¿Cómo demonios ha entrado?

Pero nadie podía responder a eso, salvo Reynolds. Abriéndose paso entre los desconcertados marineros que se agolpaban por todos lados, como hojarasca arrastrada por el viento, el explorador logró llegar hasta él.

—El monstruo puede transformarse en humano, capitán —le explicó sin tantos rodeos como a Allan—. Había adoptado la forma de Carson, por eso pudo matar al doctor Walker.

—¿La forma de Carson? ¿Qué disparate está diciendo, Reynolds? —dijo MacReady sin prestarle atención. Luego se dirigió a la trampilla que comunicaba con la bodega amartillando su arma y empezó a descender por la escala.

—Le digo que la criatura puede adoptar el aspecto de cualquiera de nosotros —insistió el explorador jadeando mientras descendía tras él—. ¡Tiene que avisar a sus hombres!

—Guárdese sus delirios para usted, Reynolds —masculló el capitán una vez abajo—. No pienso decirles eso a mis hombres.

Reynolds sintió cómo su desesperación mudaba en una furia inesperada que le encendió la sangre. Sin pensarlo, enganchó la pistola al cinto y, con las manos libres, tomó de repente al capitán por la solapas de la chaqueta y lo empujó contra la pared. El gesto sorprendió a MacReady, que lo contempló con incredulidad.

—Escúcheme por una vez, maldita sea —le dijo sin aflojar su presa—. Le estoy diciendo que esa cosa puede transformarse en humano. ¡Dígaselo a sus hombres, o moriremos todos!

MacReady lo escuchó sin hacer amago alguno de soltarse, quizá tratando de encajar el inesperado comportamiento de Reynolds en el tosco y elemental retrato que se había hecho de él.

—De acuerdo —dijo con frialdad—. Ya ha dicho lo que quería decir, ahora suélteme.

Reynolds lo liberó, sorprendido ante su propia reacción. El capitán se recompuso las solapas de la chaqueta lentamente y contempló al explorador con desprecio. Reynolds, un tanto avergonzado de su comportamiento, pensó en disculparse, pero antes de que pudiera hacerlo se encontró empotrado contra la pared, con la pistola de MacReady apoyada en la sien izquierda.

—Escúcheme bien, Reynolds, porque no voy a repetírselo —dijo el capitán con voz ronca—. Nunca, nunca más en toda su vida, vuelva a agarrarme de las solapas. O le aseguro que se arrepentirá.

Ambos hombres se miraron en silencio durante unos segundos.

—Capitán… —la voz de Reynolds parecía escurrirse entre sus dientes apretados—, si no me hace caso, ni usted ni yo viviremos mucho tiempo para arrepentirnos de nada. Hace tan solo unos instantes, Carson estuvo en mi camarote, y ante mis propios ojos y los del artillero Allan, se transformó en el monstruo de las estrellas. Después intentó matarnos. Conseguimos dispararle y huyó, pero antes tuvo tiempo de volver a transformarse, esta vez en el propio Allan, y luego en una especie de araña gigantesca. ¿Entiende lo que le digo? ¡Esa cosa puede transformarse en lo que desee, incluso en uno de nosotros!

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