El mapa del cielo (22 page)

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Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

—¿Quiere que me crea que Carson irrumpió en su camarote para ofrecerle una especie de delirante fiesta de disfraces? —se burló MacReady.

—Le invité yo mismo porque sospechaba de él —explicó el explorador—. Unas horas antes había tropezado con el cadáver del verdadero Carson mientras me dirigía a la máquina voladora.

—¿Qué…? ¿El cadáver de Carson? ¿Y por qué demonios no me informó de ello?

—No lo creí necesario… —repuso Reynolds, encogiéndose de hombros en la medida que se lo permitía la presa del capitán.

—¿No lo creyó necesario? —estalló MacReady, fuera de sí—. ¿Quién se piensa usted que es? ¡Acaba de agotar la poca paciencia que me quedaba, Reynolds!

—¿Me habría creído, capitán? Usted mismo me ordenó que no le molestara más, ni a ninguno de sus hombres… —le recordó Reynolds con más ironía que rencor.

—Caballeros… —intervino Allan, nervioso—, no creo que este sea el momento de…

—¡Era su obligación informarme de ese incidente, Reynolds! ¡Soy el capitán! —aulló MacReady—. ¿Se da cuenta de que en su intento de hacerse el héroe nos ha puesto a todos en peligro?

—¿Está seguro, capitán? Gracias a eso ahora puedo ofrecerles la única posibilidad de salvación que tenemos. Si no hubiera descubierto lo que la criatura puede hacer, estaríamos perdidos.

—¡Y si la criatura no supiera que lo sabemos, le llevaríamos ventaja! —le espetó MacReady—. Por todos los santos, Reynolds, ¿por qué no me avisó para que le apresáramos sin más? ¿Qué pretendía, en el nombre del Cielo, citándolo en su camarote?

—Quería entablar un diálogo con él —reconoció Reynolds a regañadientes, no sin cierto embarazo—. Pensaba que…

—¿Un diálogo? —rugió el capitán, bañando el rostro de Reynolds con una lluvia de saliva—. ¿Le invitó a tomar el té como si fueran dos señoritas?

—Capitán… —intervino tímidamente Allan—, ¿no le parece que…?

—¡Usted cállese, sargento! —le cortó MacReady—. Le creía con más cerebro que a este idiota. Reynolds… le prometo que cuando esto acabe le meteré entre rejas por desacato a la autoridad. Casi me dan ganas de meterle ahora mismo una bala entre las cejas. —El capitán le miró en silencio, considerando seriamente lo que acababa de decir—. En realidad, quizá debería hacerlo de una maldita vez. ¿No dice usted que esa cosa puede transformarse en cualquiera de nosotros? ¿Quién me asegura que no ha adoptado su forma? —dijo, acariciando el gatillo de la pistola.

—Yo se lo aseguro, capitán —dijo una voz a su espalda—. La vi salir huyendo por delante del señor Reynolds con mis propios ojos, así que le ruego que baje su arma.

MacReady miró de soslayo el cañón de la pistola que le apuntaba a la cabeza desde su izquierda, empuñada con firmeza por un brazo escuálido al final del cual se encontraba el marinero llamado Griffin.

—Y permítame decirle que estoy totalmente de acuerdo con el sargento Allan, capitán: esta conversación podría continuarse en cualquier otro momento —sugirió con delicadeza, manteniendo la pistola en alto.

MacReady observó a los tres alternativamente, con el rostro enrojecido y congestionado como si estuviera a punto de sufrir una apoplejía. Finalmente, soltó un bufido, liberó a Reynolds y, apartando a Griffin de un empellón, se dirigió a la bodega dando furiosas zancadas, con los tres hombres pisándole los talones. En la puerta, un corro de marineros inquietos esperaba sus órdenes.

—¿Están seguros de que el monstruo se ha escondido ahí dentro?

—Sí, capitán —corroboró Wallace—, yo mismo lo he visto entrar. Parecía una hormiga gigante… Bueno, tampoco se le parecía tanto, en realidad, y era del tamaño de un cerdo, aunque tampoco se parecía a un cerdo. Era más bien como…

—Ahórrese la descripción, Wallace —le interrumpió MacReady con un gesto hastiado.

Tras decir aquello guardó silencio, mientras la tripulación que se amontonaba en la reducida entrada de la bodega lo observaba con expectación.

—Presten atención —dijo, emergiendo al fin de su ensimismamiento, al tiempo que le dedicaba a Reynolds una mirada condescendiente—. Por increíble que suene, ese hijo de mala madre puede adoptar forma humana, es decir, puede transformarse en cualquiera de nosotros.

Sus palabras desataron un murmullo de incredulidad en los marineros, pero nadie se atrevió a opinar. Reynolds, sorprendido por el gesto del capitán, dejó escapar un suspiro de alivio. Al menos ahora tendrían una mínima oportunidad de salvarse. Le agradeció el detalle a MacReady con una inclinación de cabeza y el oficial señaló a la tripulación con la mano, invitándole a dirigirse al puñado de valientes que tenía delante. Reynolds se colocó junto al capitán y carraspeó para aclararse la garganta antes de hablar.

—Bien. Sé que esto parece una locura, pero el capitán está en lo cierto: la criatura puede adoptar la apariencia de cualquiera de nosotros. No sé cómo lo hace, pero lo hace. Mató a Carson y subió al barco con su aspecto. Por lo tanto, si se encuentran con Carson ahí dentro, no duden en dispararle. No es él. El verdadero Carson yace destripado en el hielo.

Hizo una pausa y esperó a que los marineros digirieran sus palabras.

—¿Cómo podemos saber que no es uno de nosotros? —se atrevió a preguntar Kendricks, verbalizando en voz alta el temor que todos sentían.

—No podemos saberlo. Podríamos serlo cualquiera… incluso yo mismo —respondió Reynolds mirando con intención al capitán—. Por eso debemos estar doblemente alerta.

—Creo que lo mejor será dividirnos por parejas —propuso MacReady, tomando de nuevo la palabra—. Eso será lo más seguro. Cada uno deberá evitar perder de vista a su compañero aunque sea un segundo, pase lo que pase. Solo así nos aseguraremos de que el monstruo no se transforma en uno de nosotros.

—Y ante cualquier comportamiento extraño de la pareja —advirtió Reynolds—, ya sea un brillo diferente en la mirada, una forma extraña de hablar…

—Un tentáculo espantoso surgiendo de su boca… —añadió Allan con voz casi inaudible.

—… no duden en dar la alarma a los demás inmediatamente —concluyó Reynolds.

—Bien. Ya lo han oído, muchachos —dijo MacReady, impaciente por comenzar la cacería.

Distribuyó a sus hombres en cinco parejas, y luego ordenó a Shepard que repartiera entre los escogidos las linternas que colgaban de los ganchos. Cuando el marinero colocó en manos del capitán la última de las lámparas, este echó un vistazo a la puerta de la bodega y volvió a dirigirse a sus hombres.

—Ese hijo de perra no podría haber escogido un lugar mejor para esconderse. Pero aunque nos costará encontrarlo, ese escondrijo también tiene una ventaja para nosotros: esta es su única salida. Teniente, usted y Ringwald quédense vigilando la puerta de la bodega. Si esa cosa intenta salir, acribíllenla sin miramientos, ¿entendido? A los demás —dijo, señalando a los carpinteros, electricista y al resto del personal de mantenimiento que se amontonaba en el pasillo— les sugiero que vuelvan a la cubierta inferior y esperen allí armados con lo que sea.

—¿Y yo, capitán? —preguntó Reynolds, que no estaba dispuesto a que lo dejara fuera de la bodega.

—Usted vendrá conmigo, Reynolds.

Sorprendido, el explorador apenas pudo asentir. Sacó la pistola y se colocó al lado de MacReady fingiendo una determinación que estaba lejos de sentir. Formar pareja con el capitán era lo que que menos le apetecía del mundo, sobre todo porque desconocía si MacReady lo había escogido como acompañante porque era el que más sabía sobre el monstruo —aunque bien mirado, todo su conocimiento se reducía a saber cómo enfurecerlo para dispararle después sin pensar—, o porque lo consideraba un inútil redomado que lastraría la eficacia de cualquier marinero con el que lo emparejase. A lo mejor pretendía incluso dispararle por la espalda en cuanto se hallaran a solas, para deshacerse de una vez por todas de su molesta presencia. Sea como fuere, Reynolds se dijo que debía estar a la altura de las circunstancias si quería demostrarle a aquel patán que él, Jeremiah Reynolds, se merecía todo el respeto y la admiración que se empeñaba en negarle.

—Bien, ahora vamos a por ese bastardo —ordenó el capitán.

Con las armas a punto y las linternas en alto, el grupo entró en la bodega punteando la densa oscuridad como un enjambre de luciérnagas. Reynolds sintió entonces cómo se le erizaba la piel ante el frío glacial que reinaba en aquel lugar, donde la temperatura parecía haber descendido al menos treinta grados. Y aunque la bodega era inmensa, enseguida comprendió que apenas podrían moverse por ella, pues más allá del tímido resplandor de las linternas se adivinaba un enrevesado laberinto construido con pilas de cajas, sacos de carbón, tanques de agua, canastos, toneles, fardos y decenas de misteriosos bultos cubiertos con lonas, amontonados unos sobre otros hasta casi alcanzar el techo. A una señal de MacReady, Reynolds vio a sus compañeros aventurarse como sombras sigilosas por los senderos delimitados por las cajas, con los mosquetes olisqueando el aire. Peters, el gigante indio, caminaba enarbolando un machete del tamaño de su antebrazo, mientras lanzaba una mirada implacable hacia la oscuridad, retando a lo que allí se escondiese. Griffin, increíblemente pequeño y frágil en comparación con el indio, se adentraba en la negrura que envolvía el lugar con un aplomo frío. De entre todos los marineros, solo Allan parecía tan seguro como él de que todos morirían allí dentro.

MacReady y Reynolds tomaron entonces el desfiladero central. El capitán se situó delante, moviéndose muy despacio con la pistola enarbolada y la linterna bien alta, y el explorador se aplicó en seguirle a una distancia que consideró prudencial —ni demasiado cerca, para no aparentar miedo; ni demasiado lejos, para poder protegerse mutuamente en caso de que la criatura los emboscara—, también con su arma cargada y dispuesta para disparar en cuanto percibiese el menor movimiento sospechoso. Estaba convencido de que el marciano iría a por él antes que por cualquier otro. Y era una sospecha lógica: de toda la tripulación había sido él quien lo había desenmascarado. Si ahora se disponían a cazarlo, era por su culpa. Desde luego, no era muy bueno haciendo amigos, ya fuesen de este planeta o de otro, se dijo.

De repente, vieron pasar una figura inmensa unos metros por delante de ellos. Sin pensárselo, MacReady alzó la pistola y corrió por el pasillo hacia el lugar por donde había desaparecido la criatura. Reynolds, por el contrario, permaneció inmóvil, sobrecogido por el aspecto que ahora presentaba el monstruo, mientras la oscuridad lo vestía como una túnica. El marciano había cruzado el pasillo a la carrera, por lo que apenas había podido verlo, aunque sí lo suficiente para constatar que el monstruo habría alcanzado otro estadio de su metamorfosis. Lo que había vislumbrado era una criatura de aspecto vagamente homínido, más cercano al de un demonio fugado de algunos de los grimorios que había ojeado y que tanto le habían aterrado de pequeño, que al de una araña juguetona. Y aunque le había parecido que corría ligeramente encorvada, se le había antojado más alta que Peters. Eso era todo cuanto podía decir de ella. La penumbra de la bodega ni siquiera le había permitido distinguir el color de su piel. Un par de disparos sacaron al explorador de su ensimismamiento. Por la proximidad del sonido dedujo que quien había disparado era MacReady. Reynolds tragó saliva, intentando vencer el miedo que, como un tamo espeso, se le había colado entre las junturas de los huesos, y unos segundos después echó a correr en la dirección que había tomado el oficial. Cuando, jadeando y acalorado, logró llegar a su lado, MacReady se encontraba escudriñando con rabia la oscuridad que se extendía más allá de su lámpara.

—Ese bastardo es muy rápido —dijo.

—¿Le ha dado? —preguntó Reynolds, intentando recuperar el resuello.

—Creo que sí, aunque no estoy seguro. ¿Vio su aspecto, Reynolds? Parecía un maldito orangután, aunque tenía una especie de cola doble que…

Antes de que MacReady acabara la frase, se oyeron algunas descargas de mosquete en la distancia, seguidas de una algarabía de gritos y del estruendo de varias cajas al caer. Cuando el alboroto cesó, Reynolds oyó los gritos de unos marineros que, excitados, aseguraban que habían acertado a la criatura, aunque las voces parecían provenir de distintos puntos de la bodega. MacReady sacudió la cabeza con pesar.

—¡Reagrupémonos en la entrada de la bodega! —ordenó, mientras la luz de la linterna encendía la niebla que su aliento formaba en el aire, convirtiéndolo en una suerte de dragón de guiñol.

Con un movimiento de cabeza ordenó a Reynolds que lo siguiera. Recorrieron el camino de vuelta casi al trote, pero cuando llegaron al punto de reunión, ya había varios hombres esperándoles. El resto fue llegando casi al instante, y enseguida pudieron comprobar con alivio que no faltaba nadie. Se hallaban en la angosta entrada de aquel desfiladero de cajas, y mientras el capitán se esforzaba en extraer de la desordenada información de sus hombres una idea aproximada de lo que había sucedido, Reynolds se apoyó en una pila aparentemente sólida, y contempló la escena con una extraña indiferencia: había vislumbrado a la criatura, cuyo aspecto era más terrible y poderoso de lo que había imaginado en sus pesadillas, y la idea de que cualquier cosa que hicieran por sobrevivir sería inútil empezó a rondarle la cabeza, empañando poco a poco la euforia que había sentido al salir con vida de su camarote. Pero no podía entregarse a ese lúgubre pensamiento, se dijo, o caería en la desesperación, y eso era lo que menos le convenía ahora. Debía seguir creyendo que todavía tenían alguna esperanza de sobrevivir, por pequeña que fuera.

—Creo que le he dado —aseguró Ringwald exaltado.

Reynolds lo observó con desconfianza, igual que el resto, pues todos afirmaban lo mismo. De repente, de la frente del marinero pareció brotar una gota de sangre. A esta le siguió otra, y pronto se formó un hilillo que resbaló por su rostro hasta humedecerle la boca. Ringwald se llevó los dedos a la frente, confundido, y al comprobar que la sangre no era suya, sino que caía de arriba, alzó la cabeza hacia el techo, gesto que todos imitaron. Sobre una altísima pila de cajas distinguieron lo que parecía un cuerpo destrozado, aunque lo único que se veía era una pierna que colgaba en el vacío, retorcida en un ángulo imposible.

—Santo Dios… —musitó espantado el teniente Blair.

—¿Por qué lo habrá puesto ahí? —preguntó Kendricks, sobrecogido.

Contemplaron como hipnotizados aquella pierna colgante que parecía dibujar en el aire un signo de interrogación, hasta que una oleada de comprensión comenzó a recorrerles. Entonces, aquel mar de cabezas envueltas en pañoletas pareció ondular mientras los marineros se giraban de un lado a otro, constatando una y otra vez con creciente terror que en el grupo no faltaba nadie. Algunos incluso se apartaron bruscamente del compañero que tenían al lado.

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