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Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

El mapa del cielo (31 page)

Y desde luego, su hija nunca pensó que fuera diferente, pues Eleonor resultó ser una muchachita tan soñadora como su padre. Pero esa no fue su única cualidad. De niña enseguida dio muestras de haber sido marcada por un espíritu impulsivo, una de esas almas donde la risa y el llanto brotan repentinamente con la misma exuberancia de manantial. Un tenue rayo de sol atravesando el cielo tras la tormenta podía transportarla al más arrebatado de los éxtasis, de la misma forma que un ramo marchito al que hubieran olvidado cambiar el agua podía abocarla a un llanto inconsolable cuya duración nunca se podía adivinar. Aunque para sorpresa de todos, el mapa del cielo que su padre le había regalado constituía el remedio más eficaz para detener las lágrimas. A veces le bastaba con desenrollarlo y acariciar con sus deditos las maravillas allí descritas para que una sonrisa iluminara de nuevo su rostro. Y era algo de agradecer, pues como imaginarán, dado que desde su infancia su alma estaba predispuesta a las grandes pasiones y, por lo tanto, al drama de los inevitables desengaños, a medida que crecía los motivos que la arrastraban al llanto se volvían más frecuentes. Por suerte, el mapa siempre lograba calmarla, ya fuera del estremecimiento que le había causado que hubiera nacido muerto un cachorrito de la última carnada o de la irritación que le había provocado que uno de sus pretendientes la hubiera saludado con un tono que «claramente» delataba su pérdida de interés. Fuera cual fuese el drama del día, le bastaba con salir al jardín a contemplar el cielo nocturno para enseguida empezar a oír una melodía remota, algo parecido al alegre bullicio de una feria que prometía todos los placeres inimaginables, y que para ella evocaba el trajín del verdadero universo que latía oculto tras aquel velo oscuro que los telescopios no lograban traspasar, un universo cuya existencia solo su padre y ella conocían.

El día en que Catherine, la hija de Eleonor, cumplió diez años, a su madre no se le ocurrió un regalo mejor que el mapa del cielo. Desgraciadamente, el talante soñador que parecía patrimonio de la familia, no había prendido en su hija. Ni tampoco mostraba predisposición alguna a las tempestuosas pasiones que habían gobernado la vida de su madre, a quien le resultaba increíble haber dado al mundo un fruto en el que era incapaz de reconocerse. Catherine resultó ser una muchachita demasiado simple como para complicarse la vida, lo cual Eleonor, que pensaba que para vivir intensamente había que superar zozobras y quebrantos, enseguida consideró un defecto. Como no se cansaba de repetirle a su marido, aquel pretendiente al que tantas veces había reprochado su falta de interés, la serena sonrisa que su hija lucía prendida en los labios como un estúpido broche no delataba la menor predisposición a la felicidad, sino más bien una absoluta incomprensión ante la misma. Sin embargo, pese a lo que creía su madre, a Catherine no todo le daba igual. Lo que le ocurría era que todo le parecía perfecto, acertado, incuestionable. Nada le resultaba lo suficientemente desagradable como para arruinar la quietud de su alma, aunque tampoco lo suficientemente fascinante como para sacudirla de felicidad. Si alguno de sus pretendientes no le hacía el caso que ella creía merecer, por ejemplo, se abstenía de erosionar su alma con disgustos inútiles y se limitaba a tacharlo de la lista sin el menor rencor. Así las cosas, como no les será difícil comprender, el mapa de su abuelo Locke jamás supuso para Catherine ningún refugio en la tormenta ni ningún talismán mágico que le permitiera recuperar la alegría de vivir. Sencillamente, el mapa representó para ella la confirmación de que, en efecto, vivía en el mejor de los mundos posibles, pues hasta el desconocido universo era un lugar benévolo y lleno de una armoniosa paz. No había una sola nota discordante en la realidad que habitaba.

Nunca sospechó, confiada como estaba, que tan temido sonido inarmónico surgiría de su propio vientre. Pero así fue.

Desde su nacimiento, la hija de Catherine dejó claro al mundo que no estaba contenta con él. Y al parecer, tampoco con sus habitantes, quienes habrían de ser sus compañeros de travesía, pues si uno se asomaba a su cuna con el deseo de contemplar toda la inocencia del mundo recogida en una figurita desvalida, para su sorpresa se tropezaba con una mirada llameante que amenazaba con fundirlo. Con su carita casi morada de rabia, Emma lloraba cuando la papilla estaba más fría o más caliente de lo normal, cuando la dejaban sola demasiado tiempo o cuando la acunaban con poca convicción. Nada parecía perfecto para ella. Y en las pocas ocasiones en que no lloraba, era aún peor, pues se dedicaba a mirar a su alrededor con una seriedad que sobrecogía el alma. Emma solo se relajaba cuando la vencía el sueño, ofreciéndoles a sus padres una tregua que su madre consumía observándola, admirando la delicada y exótica belleza de aquella hija que se había convertido en el primer inconveniente de su vida al que no podía dar la espalda.

Cuando Emma cumplió diez años, siguiendo la tradición familiar, Catherine le regaló el mapa del cielo, tal y como su madre había hecho con ella, deseando en su fuero interno que aquel dibujo tuviera algún efecto sobre ella, preferiblemente el de lograr reconciliarla con el mundo en el que vivía. Era evidente que nada de lo que la rodeaba, nada de lo que podía ver o poseer lograba satisfacerla, por lo que quizá aquel mapa lleno de maravillas y prodigios le hiciera comprender que el universo era mucho más perfecto y hermoso de lo que su decepcionante entorno le sugería. Y lo cierto es que, al principio, pareció funcionar, pues Emma no solo se entregaba a contemplar extasiada el mapa durante horas, al igual que hicieran su madre y su abuela, sino que también se acostumbró a llevarlo consigo a todas partes: lo colocaba junto a sus cubiertos en la mesa, cargaba con él cuando acudía al parque con su institutriz, lo escondía bajo la almohada cada noche… Era como si, para ella, el mapa fuera la escafandra que necesitaba para que el aire que la rodeaba se hiciera respirable. Incluso su humor pareció mejorar un poco, y aunque sus sonrisas seguían siendo tan insólitas como un día de sol en el invierno neoyorquino, el contacto con aquel rollo de papel le otorgó una indulgencia en la mirada que hasta los rosales del jardín parecieron agradecer, floreciendo más temprano durante aquellos años.

Pero por desgracia, el tiempo no pasa en balde, y a medida que crecía, Emma comenzó a entender ciertas conversaciones que los adultos mantenían en voz baja y para las que hasta entonces había creído que usaban un lenguaje especial. Acababa de cumplir doce años cuando se enteró del fraude de su bisabuelo Locke, el supuesto autor del mapa. Sucedió una noche, cuando bajó al salón por culpa de una jaqueca que no la dejaba dormir y, a través de la puerta entreabierta, oyó a su madre recordárselo a su padre como quien narra un relato ante la chimenea. Aquello la sacudió por dentro con tanta fuerza que tuvo que apoyarse en la pared del pasillo para no desmayarse, y así, tratando de controlar su agitada respiración, escuchó que aquel hombre alto y distinguido cuyo retrato coronaba la escalera había engañado a todo un país inventándose una Luna atestada de unicornios, castores, bisontes e incluso unos hombres murciélago que surcaban majestuosos sus cielos, una Luna que había acabado revelándose absolutamente falsa frente a la decepcionante realidad. Cuando la conversación terminó, Emma regresó a su cuarto, tomó el mapa con los ojos llorosos y, tras dedicarle una última mirada llena de amargura, lo desterró al fondo de un cajón. Ahora sabía qué aquel mapa era falso, que el universo no era ningún lugar idílico, como tampoco lo había sido la Luna. Todo era una mentira, una invención de su bisabuelo, aquel hombre de aspecto severo en cuyos ojos, movida por el cariño que le provocaba saberlo el autor del mapa, Emma había aprendido a detectar un brillo burlón que contradecía su fingida gravedad. Pero ahora había descubierto que se estaba burlando de ella, como se había burlado de su madre y de su abuela y del país entero. Se ovilló en la cama como una gacela herida por una flecha. Ya no podía esperar del mundo otra cosa que decepción. Todo era tan sumamente aburrido, tosco e imperfecto como sus ojos alcanzaban a ver, y nada había más allá que pudiera redimirlo.

Con el tiempo, Nueva York empezó a antojársele una ciudad cada vez más sucia y ruidosa, repleta de injusticia y fealdad. En verano le resultaba excesivamente calurosa, y sus crudos inviernos eran difíciles de soportar. Detestaba a los pobres que vivían hacinados en sus angostas madrigueras, embrutecidos por la miseria, pero también despreciaba a los de su propia clase por vivir encorsetados por rígidas y absurdas costumbres. Los artistas le parecían seres vanidosos y egoístas, los intelectuales le resultaban demasiado aburridos. No tenía ninguna amiga digna de ese nombre, pues carecía de la paciencia necesaria para mantener aquellas tediosas conversaciones sobre vestidos, bailes y pretendientes, y consideraba a los hombres las criaturas más simples y manipulables de la Creación. Le aburría estar en casa, y le aburría caminar por Central Park. Le desagradaba la hipocresía, le empalagaba lo dulce, le apretaba el corsé. Nada la satisfacía. Su vida se le antojaba una ridícula pantomima. Sin embargo, a todo se acostumbra uno, y ella no iba a ser diferente.

Con el correr de los años, Emma empezó a resignarse a que las cosas fueran de ese modo, y como una princesa de cuento en su alta torre, vivía esperando no sabía qué, quizá un milagro inimaginable que sembrara al fin la ilusión en su árida alma, tal vez simplemente a alguien que la hiciera reír. Entretanto, ajena a sus cuitas, la naturaleza seguía su curso y la belleza que prometían sus rasgos de niña comenzó a florecer espectacularmente, sin que la eterna mueca de desagrado que anidaba en sus labios consiguiera enturbiarla. Pero no debe extrañarles, sin embargo, que al cumplir los veintiún años, edad en la que muchas de sus amigas ya estaban prometidas o incluso casadas, Emma todavía no hubiese conocido a un hombre que le hiciera cambiar de opinión sobre lo distraído que debía de estar el Creador en los días en que inventó el mundo. Y a veces, no podía evitar recordar con nostalgia los años en los que el mapa del cielo le había ofrecido el consuelo de un rayo de esperanza. Pero ya no podía recurrir a él, pues ahora sabía que su bisabuelo era un farsante. Sin embargo, para su sorpresa, Emma no era capaz de odiarlo. Más bien todo lo contrario: con los años, había empezado a admirarlo cada vez más. Y cuando pasó aquella admiración por el tamiz de sus hervores adolescentes, el resultado fue el esperado: tasó a su bisabuelo Locke como el único modelo de hombre por el cual ella podría sentir algo; alguien audaz, imaginativo, inteligente, tan superior al resto de los hombres que había sido capaz de engañarlos y, además, divertirse haciéndolo. Guiada por el romanticismo inevitable de la juventud, Emma solía imaginarse a su bisabuelo, tan serio él, deshaciéndose en joviales carcajadas cada vez que uno de sus delirantes artículos conmocionaba a la sociedad, y ese pensamiento conseguía a su vez arrancarle a ella una sonrisa que de repente volvía su rostro inesperadamente dulce. Sin embargo, como hemos dicho, Emma no conocía a nadie que fuera capaz de una gesta semejante a la de su bisabuelo, y mientras los años se sucedían, acumulando polvo sobre su corazón, el mapa del cielo continuaba durmiendo en un cajón, anhelando como tal vez solo las cosas son capaces de anhelar, el trémulo roce de los deditos de tres niñas que habían recorrido su superficie mucho tiempo atrás, soñando con aquel cielo prodigioso.

Una mañana, cuando Emma buscaba algo en su escritorio, tropezó con aquel pedazo de papel que tanto la había hecho soñar de pequeña. Pensó en volver a guardarlo, pero en vez de eso lo retuvo en su mano, dedicándole una mirada de piadosa ternura. Ya no sentía por su bisabuelo el rencor que la había llevado a condenarlo en aquel cajón nueve años atrás, y aunque sabía que no era más que un tonto dibujo, no dejaba de ser hermoso, así que desató el lazo, sonriendo al recordar la ridícula excitación que sentía al desanudarlo en el pasado. Lo desplegó entonces sobre su escritorio y lo contempló con esa nostalgia adulta que se siente por las cosas que nos hicieron felices de niños, lamentando que el tiempo la hubiera inmunizado contra sus efectos.

El mapa —quizá sea hora ya de describirlo— era una reproducción del universo enmarcada por un simulacro de marco de madera tallado con ricos arabescos. Mostraba una superficie azul oscuro recorrida por vetas de un azul más claro, más parecida al océano que al cielo, en cuyo centro se encontraba el sol, un ovillo deshilachado por varios sitios, de donde escapaban flecos de fuego. Alrededor de aquella madeja dorada se desperdigaban un puñado de nebulosas con forma de seta, cuerpos celestes que supuraban delicados rayos plateados y estrellas que parecían compuestas de diamantes diminutos. A través de aquel rosario de mundos, flotaban varios globos interplanetarios pintados de colores, con algunas personas apretadas en sus cestas. Los pasajeros del espacio vestían unos abrigos muy gruesos y la mayoría se cubrían la boca con pañuelos y se sujetaban los sombreros, para que no se los arrebatara ninguna ráfaga de viento cósmico. Las cestas llevaban adosado un pequeño timón y un catalejo, y a sus costados colgaban, entre pequeños baúles y bolsos de viaje, numerosas jaulas llenas de ratones, que sus ocupantes liberaban en los planetas donde se posaban para comprobar si su aire era respirable. Algunos globos huían a golpe de remo de una especie de avispas gigantes, pero en general en el dibujo parecía reinar una convivencia armoniosa, como quedaba reflejado en una de las escenas favoritas de Emma, que se desarrollaba en la esquina inferior derecha. En ella, los pasajeros de un globo se quitaban los sombreros para saludar a un pequeño desfile de seres de otros mundos, montados en una suerte de garzas de plumaje anaranjado, que se parecían mucho a los hombres salvo por sus orejas puntiagudas y por sus largas colas de dos puntas.

Al examinar el mapa no pudo evitar contrastar las mágicas sensaciones que cada uno de sus detalles le habían hecho sentir de pequeña con las que experimentaba ahora, unas sensaciones tamizadas por el filtro del desengaño, que en su caso se había adelantado al de la razón. Porque la magia había sido sesgada de su vida de una forma demasiado brusca e intempestiva, sin dejarla extinguirse al ritmo que marcaban los años, con esa suave naturalidad con que se desvanece el atardecer. Aunque en realidad, en eso consistía crecer, se dijo en un alarde de madurez, en padecer una ceguera progresiva que nos impide cada vez más distinguir los retazos de magia esparcidos por el mundo, esos que solo vislumbran los niños y los soñadores.

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