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Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

El mapa del cielo (33 page)

Aquella respuesta la satisfizo enormemente porque, aparte de que exhibía su talento para los juegos de palabras y la dibujaba como una señorita que anhelaba cosas que se hallaban más allá de lo material, advertía a Gilmore de su poco interés por participar en el juego que le proponía y, lo más importante, manifestaba un total desprecio por todo lo que procediese de él. Esta vez el mensaje estaba claro. Gilmore no podría ni malinterpretarlo ni ignorarlo. Lo metió en el sobre y se lo entregó a la última de su ejército de doncellas que aún no había mandado a recorrer Nueva York: la ruda Daisy, a quien su madre todavía no había tenido tiempo de despedir.

La doncella se encaminó a paso ligero hacia la mansión de Gilmore, donde la recibió su mayordomo, un joven de aspecto distante y envarado que, tras indicarle con un gesto displicente que esperase junto a la puerta, transportó la tarjeta en una bandeja de plata hasta el despacho de su amo.

Gilmore tomó el sobre distraído, pero al reparar en que era una carta de Emma, se tensó sobre su asiento. ¡Emma, su Emma, se había dignado contestarle! Leyó el mensaje conteniendo la respiración como si lo estuviese leyendo bajo el agua. Al parecer, Emma disponía de un envidiable talento para la ironía, lo cual le agradó pese a ser él mismo el objeto de su burla. Todo indicaba que no iba a aburrirse a su lado, cuando ella accediera al fin a enhebrar su vida con la suya. Pero no solo eso: aunque los arcanos del galanteo le eran desconocidos, Gilmore había oído a más de un caballero aseverar en los clubs que las mujeres, no se sabía por qué razón, eran seres veleidosos, incapaces de expresar lo que sentían si no era mediante enrevesados acertijos que ellos debían descifrar malgastando esfuerzo y paciencia. Frente a la descarnada llaneza de los hombres, ellas, quizá para sentirse mamíferos más sofisticados, gustaban de ocultar sus verdaderos deseos bajo el tul de la ironía. Y la carta de Emma rezumaba ironía, así que Gilmore solo pudo concluir que, si bien su verdadero mensaje le quedaba por desgracia vedado, al menos quedaba claro algo: sus palabras podían significar cualquier cosa, menos lo que realmente significaban. Releyó la tarjeta un par de veces más, por si el auténtico mensaje le saltaba por casualidad a los ojos, pero el milagro no sucedió. Luego la colocó con sumo cuidado sobre su escritorio, como si un movimiento brusco pudiera desordenar sus letras y volver sus palabras definitivamente ilegibles. Bien, se dijo, observando la tarjeta, ¿qué podía responderle él? Decidió jugar sobre seguro y aceptar el visible desafío que contenía la segunda frase. Tomó una tarjeta y escribió, aprovechando su turno de réplica para deslizar un halago que jamás tendría el valor de decirle mientras paseaban por Central Park:

No convierta algo en imposible simplemente por negarme la oportunidad de hacerlo posible, señorita Harlow. Le aseguro que puedo hacer realidad cualquier cosa que me pida, salvo que su deseo sea ser aún más hermosa de lo que es.

Satisfecho, se la entregó a Elmer, su joven mayordomo, quien se la entregó a su vez a Daisy, que se aburría junto a la puerta. La doncella desanduvo el camino hacia la residencia de su señora en apenas un cuarto de hora. Emma abrió el sobrecito convencida de que al fin encontraría la cortés rendición de Gilmore. Al constatar que no era así, lanzó un bufido de desesperación. ¿Qué tenía que hacer para desanimarlo? Cualquier otro caballero habría postrado sus armas al comprender que ella no solo no tenía interés en él, sino que incluso empezaba a considerar desagradable su cortejo. Pero Gilmore no. Gilmore insistía en desafiarla. Aquello no era un cortejo, sino una lucha de poderes. Y no contento con eso, Gilmore acompañaba su reto con un halago tan inapropiado como ridículo. Emma tomó otra tarjeta y escribió, mordiéndose los labios para no escandalizar a la doncella con una retahíla de maldiciones:

Siento decepcionarle, pero no es eso lo que deseo, señor Gilmore. Mi belleza le haría más feliz a usted que a mí, pues la belleza nunca hace feliz a quien la posee, sino a quien puede amarla y venerarla. Le deseo mejor puntería con sus halagos cuando se decida a conquistar a alguna otra, pues a la vista está que yo le resulto una fortaleza inexpugnable.

Eso daba por concluida su relación. Había intentado proceder como una muchacha educada, pero Gilmore se había revelado inmune a las sutilezas, no dejándole otro camino que el del exabrupto. Complacida con el mensaje, entregó el sobre a Daisy, quien, veinte minutos después, lo depositaba de nuevo en la bandejita de plata de Elmer. Al reparar en el sofoco de sus mejillas, el mayordomo, con la voz de un general justo pero inflexible, ordenó que le sirvieran un vaso de agua en las cocinas del servicio. Luego, tras dedicarle una mirada que a la joven se le antojó un tanto indiscreta, subió a entregar el sobre a su amo, que lo pescó de la bandeja con inusitada ansia.

El nuevo mensaje alegró a Gilmore, pues Emma continuaba con su coqueteo. Ahora se refería a sí misma como una fortaleza inexpugnable, que traducido a la extraña lengua que hablaban las mujeres, debía de significar algo así como… ¿Un vergel accesible? ¿Un manantial en el cual él podría refrescarse tras una larga caminata? No podía precisarlo, pero estaba claro que debía de tratarse de un lugar dispuesto a acogerlo. Bien, aquello marchaba. Ahora era de nuevo su turno. Tomó otra tarjeta y dejó transcurrir varios minutos con la mirada perdida en el infinito, mientras meditaba la respuesta. ¿Debía también él esconderse tras el cortinaje del doble sentido? No, como hombre que era debía mostrarse tal cual, exponerse virilmente a la luz, ir rudamente al grano. ¿Qué quería sacar él de aquel cruce de mensajes?, se preguntó. Poder verla de nuevo para intentar expresarle lo que sentía por ella sin incurrir en frases arrogantes ni en tartamudeos. Sí, eso era lo que quería conseguir. Pero para eso, estaba claro, necesitaba que la cita se produjera bajo las condiciones más favorables posibles. Y solo había un lugar donde al menos existiera la posibilidad de mostrarse tranquilo. Tomó la estilográfica y, como si el desagrado de ella fuese auténtico, escribió:

Siento haberla ofendido, Emma. Permítame pedirle perdón invitándola a tomar el té mañana en mi casa, por favor, a la hora que usted quiera. Así podré mirarla a los ojos y ver cuánto desea eso que nadie puede concederle. Estoy seguro de que su deseo me dará fuerzas para ponérselo a sus pies, aunque tenga que descender a los infiernos para traérselo.

Sopló la tinta y lo releyó. Se le antojó un mensaje arriesgado. ¿Y si Emma se negaba? Si ella rechazaba su invitación, ya no tendría sentido seguir con aquel juego. Aunque eso, en el fondo, no le preocupaba demasiado, pues pensaba continuar de todos modos, tuviese o no sentido, hasta que la muerte de alguno de los dos pusiera fin a su tarea.

Elmer entregó la carta a la doncella y, veintiocho minutos después, cuando Emma ya empezaba a creer que al fin había logrado desembarazarse definitivamente de Gilmore, tuvo ante su adorable nariz un sobre estampado con una barroca «G». Lo abrió y lo leyó con repugnancia. ¡Qué hombre tan ególatra e insistente!, exclamó tras su lectura. Para su desesperación, Gilmore no solo se permitía ignorar sus palabras, sino que se atrevía a ir más allá en su galanteo, llamándola por su nombre e invitándola a su casa. ¿Acaso nadie le había enseñado cómo tratar a una dama? La partida ya estaba sentenciada, su rey había caído sobre el tablero, ¿por qué no aceptaba que había perdido? Cualquier relación, aunque no tuviera un propósito sentimental, exigía un ritmo, un compás medido y una serie de liturgias, pero sobre todo el respeto de sus normas. Y Gilmore parecía desconocer todo eso. Tanta ineptitud la irritaba. Tomó una nueva tarjeta y se entretuvo jugando con su estilográfica mientras meditaba la respuesta. Era evidente que Gilmore no pensaba abandonar su asedio de ninguna de las maneras, por mucho que ella intentara disuadirlo. Estaba acostumbrado a conseguir todo lo que se proponía, como él mismo le había dicho, y tanta arrogancia merecía una lección, una lección que nunca había podido darle nadie en el mundo de los negocios. Pero ahora no estaban en ese mundo. Ahora estaban en su terreno, en un mundo que a él le era extraño, y ella tenía ante sí la oportunidad perfecta para demostrarle que no podía ganar siempre, para humillarlo como se merecía, si bien era evidente que no podría hacerlo con las palabras, a menos que recurriera a los insultos. Y aunque le venían varios a la cabeza, no quería usar ninguno, pues como bien sabía, el insulto deshonraba a quien lo empleaba, no a quien lo recibía. Así que debía encontrar otra forma, más acorde con su inteligencia y educación, de avergonzar a aquel insoportable engreído hasta el punto de que desapareciera, no de su vida, sino de Nueva York.

Emma se mordisqueó suavemente un nudillo de su mano izquierda, mientras tamborileaba en el suelo con su pequeño pie. Así que Gilmore pensaba que podía conseguir todo lo que le pidiera… Bien, eso estaba por ver, se dijo, comenzando a atisbar la solución a su problema. ¿Y si le pedía algo absolutamente imposible? Entonces solo le dejaría dos opciones: rendirse con una mueca abochornada, o hacer el mayor de los ridículos tratando de conseguirlo. Porque lo que le propusiera debía ofrecer una pequeña esperanza de conseguirse, para que de esta manera su fracaso resultara aún más humillante. Sí, eso era lo único que podía hacer, concluyó, entrar en su juego, aceptar su desafío. Solo así lograría deshacerse de aquel patán arrogante. ¡Iría a su casa y le pediría algo que nadie pudiera conseguir! Empuñó la estilográfica y escribió:

De acuerdo, señor Gilmore. ¿Le parece las cinco de la tarde una hora adecuada para descubrir que no puede conseguirlo todo?

Daisy partió con aquella pregunta hacia la mansión de Gilmore. Una vez ante la puerta de entrada, se recolocó el sombrerito e hizo sonar la campanita que conjuraba al mayordomo con un trino de ruiseñor. Elmer la recibió luciendo una sonrisa de divertida complicidad que le agradó, pues espantaba la lóbrega gravedad de su rostro. Tras realizar el gesto de depositar el sobre en la bandeja con el amaneramiento propio de dos actores de teatro, Elmer se perdió escaleras arriba, no sin antes ofrecerle unos bizcochos que había mandado disponer sobre una mesita.

Cuando tuvo el sobre en sus manos, Gilmore se demoró en abrirlo. Quizá no contuviera una negativa, se dijo, dándose ánimos. Respiró hondo y extrajo la tarjeta. Tuvo que leerla varias veces para comprobar que no se había equivocado: ¡Emma había aceptado su invitación! Sí, lo había hecho, había aceptado aquella invitación desesperada. Gilmore dejó que una sonrisa de infinita alegría se derramara por sus labios. Sus sospechas eran correctas, había interpretado acertadamente los signos: Emma estaba deseando volver a verlo. Estaba seguro de que le había gustado que la hubiese llamado por su nombre. El desafío, en realidad, no era más que una excusa, un juego divertido y oportuno para ocultar su verdadero deseo. Emma, experta en el arte de la seducción, había fingido un espíritu competitivo que la obligaba a recoger su guante. ¡Era ciertamente adorable!, reconoció Gilmore, sintiendo que su amor por ella no tenía fondo. Tomó una nueva tarjeta y dejó que un suspiro de amor se le escurriera de la boca. De nuevo le había llegado el turno, pero lo único que tenía que hacer ahora era seguir el juego de Emma, y para ello ni siquiera tenía que fingir. ¿Acaso existía en el mundo algo que él no pudiera conseguir? Probablemente no. Se inclinó sobre la tarjetita y, fingiendo la soberbia que demandaba la situación, escribió:

Me temo que será usted quien descubra que no tiene la suficiente inventiva para vencer a un hombre enamorado, Emma. Y las cinco me parece una hora perfecta. Solo la muerte me impedirá recibirla mañana.

Guardó la carta en el sobre y se lo entregó a Elmer, quien bajó las escaleras casi al trote. En el vestíbulo lo esperaba una agradecida Daisy, que celebró el sabor de los bizcochos, casi tan buenos como los de la pastelería Grazer, unos dulces rellenos de confitura de arándanos que solía regalarse a sí misma el día que cobraba su sueldo. Treinta minutos después, con algunas migas que la brisa había respetado perlándole el cuello del vestido, entregó la tarjeta a su señora.

Cuando al fin la tuvo en sus manos, Emma desgarró el sobre y leyó la respuesta de Gilmore apretando los labios para contener su indignación. ¿Cómo se atrevía aquel hombre a poner en duda su imaginación, o la ambición de sus deseos? El mensaje no exigía respuesta, pero Emma no pudo resistirse a contestarle enarbolando la misma ironía. No merecía la pena seguir malgastando la tinta de su estilográfica en discutir algo que podría rebatirle fácilmente al día siguiente, en cuanto le desvelara cuál era su deseo. Era mejor emplear el humor:

Entonces no practique ningún deporte arriesgado hasta pasado mañana, señor Gilmore.

Metió aquella nota en el sobre y se lo entregó a su doncella. Daisy se arrastró a casa de Gilmore, donde se encontró con una docena de bizcochos rellenos de confitura de arándanos. Sin dejarla reponerse de la sorpresa, Elmer le tendió la bandejita con una sonrisa afectuosa, y ella depositó el sobre en su reluciente superficie entre atontada y conmovida. ¿Cómo le había dado tiempo de ir y volver de la pastelería Grazer, que se encontraba tan lejos de allí?, se preguntó. Estaba claro que aquel joven atento y diligente tenía buenas piernas. Elmer se despidió momentáneamente de ella con una pomposa reverencia, y subió al despacho de su amo, dejándola envuelta en un nubarrón de agradecimiento que amenazaba amor.

Al ver entrar al mayordomo, Gilmore le arrebató el sobre y lo desgarró con impaciencia. Emma había eludido la discusión a la que la invitaba la primera frase de su mensaje y, de nuevo tras la maleza de la ironía, se preocupaba ahora por su salud. Gilmore sonrió, presa de un delicioso estremecimiento. ¿Podía ser más adorable? Tomó otra tarjeta y recurrió también al humor para escribir su respuesta.

Esté tranquila, Emma, los deportes de riesgo no suponen ninguna tentación para mí, si exceptuamos su cortejo.

¡Ah, ojalá pudiera mostrar aquella ironía cara a cara!, se lamentó Gilmore.

Elmer bajó las escaleras devorando cada peldaño como una carcoma imparable y, al entregar el sobre a Daisy, se atrevió a rozarle los dedos con los suyos, lo que hizo que en el rostro de la muchacha aflorase una mueca azorada. Intentando no desmayarse por aquel inesperado trueque de calor, la doncella le agradeció el detalle de los bizcochos y, por romper el incómodo silencio que se extendió entre ambos, le mostró su sorpresa ante el hecho de que los hubiese conseguido en tan poco tiempo. Elmer se aclaró la garganta y, sin la menor pasión, como un niño que recitara a Shakespeare de memoria, respondió: «Nada de lo que usted desee es imposible de conseguir para mí, salvo que mi hermosura sea para usted más deseable de lo que es». Daisy le miró atónita, sin comprender por qué pensaba él que su atractivo debía de resultarle insuficiente. Elmer volvió a carraspear, le dio la espalda, consultó lo que llevaba escrito en la palma de la mano, se volvió de nuevo hacia ella, y con el mismo tono desapasionado, dijo: «Nada de lo que usted desee es imposible de conseguir para mí, salvo que su deseo sea ser aún más hermosa de lo que es». Daisy enrojeció de súbito, se despidió de él atolondradamente y caminó hacia la mansión donde servía levitando sobre la calzada, lamentando no conocer los arcanos de la escritura para poder expresarle al cada vez más apuesto mayordomo lo que sentía en aquel momento, sin saber que él acababa de leerlo en su mirada.

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