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Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

El mapa del cielo (37 page)

Pese a todo, Murray se presentó en su casa a la hora del té dispuesto a sacar el mayor partido posible a la situación. No tenía la menor idea de cómo cortejar a una dama, pero supuso que no debía de ser muy diferente a cerrar un buen negocio. Aturdió a la madre con el caudal de su fortuna y la dispersión de sus inversiones, tanto que a la buena señora debió de parecerle que estaba ante el dueño del planeta y de parte del universo, por lo que antes de que hubieran consumido todas las pastas, ya le había dado permiso para que, si lo deseaba, cortejara a su hija. La aprobación de la mujer inundó a Murray de una felicidad salvaje, hasta que descubrió que para cortejarla debía sumarse a una lista de pretendientes con ambición de corro parroquial.

Aquella horda de competidores espigados y desenvueltos lo desanimó. Por un instante, incluso pensó en arrojar la toalla, pero luego lo reconsideró. La rendición no era una alternativa. Así que se enfrentaría a aquellos señoritingos y los vencería, vaya si lo haría. Podía encargar a alguien que los eliminara uno a uno, se le ocurrió, pero ese método, aunque rápido y sencillo, resultaría a la larga demasiado sospechoso: aquel reguero de muertes acabaría señalándolo a él, su único pretendiente vivo, y la policía no era tonta, aunque a veces lo pareciera. Además, prefería vencerles en buena lid. Se trataba, en realidad, de aguzar el ingenio, algo que a él le sobraba.

Así pues, Murray acudió a su segunda cita investido de optimismo, aunque por desgracia eso no evitó que fuera un fracaso. Hipnotizó a la madre, e incluso al señor Harlow, quien, a pesar de que no solía mostrar el menor interés en conocer personalmente a los pretendientes de su complicada hija, aquella tarde hizo acto de presencia en el salón del té, intrigado por la fastuosa descripción que su mujer le había hecho de él, y tan fascinado quedó con su charla que incluso llegó tarde por primera vez a su clase de tiro. Murray, en fin, hechizó a ambos progenitores hablándoles de sus inversiones en África, una tierra hostil donde solo un puñado de valientes osaba aventurarse. En el continente africano había peligros por todas partes, y para ilustrarlo les contó un caso de vudú, otro de malaria y algunos ataques de leones, cocodrilos, gorilas y otros animales que no les aconsejaba tener de mascotas. Pero cuando se quedó a solas con Emma no supo qué decirle.

Durante el paseo por Central Park con que su madre les animó a rematar la cita, se mantuvo la mayor parte del tiempo callado, limitándose a observarla de soslayo con devoción. Ella caminaba a su lado con delicados pasitos de roedor, protegiéndose con una pequeña sombrilla de las lanzas de sol que se filtraban entre las ramas de los árboles, y a Murray se le antojó tan sensible que hasta la rotación de la Tierra parecía marearla. Cuanto más la espiaba, más encantos ocultos le descubría, y se mortificaba por no haberlos apreciado antes. Reparó en que en sus ojos convivía el fulgor de la inocencia con un oportuno toque de fiereza, como si por sus venas corriera sangre de pantera, y que bajo su arrogancia discurría, como un manantial subterráneo, un caudal de dulzura. Tal vez fuera aquella belleza un tanto exótica, que tanto la diferenciaba de las demás muchachas y que la convertía en una criatura única, la que la hacía enfrentar el mundo con esa altanería. Pero mientras observaba todo eso, envuelto hasta la asfixia en la telaraña de su belleza, Murray callaba. Y absorto en su propia felicidad, no reparó en lo aburrido que aquel paseo debía de estar resultando para Emma hasta que ella se lo hizo ver con un bostezo tan exagerado como falso, al que siguió una pregunta cuya respuesta poco debía de importarle:

—Bueno, señor Gilmore… —dijo en un tono de voz deliberadamente displicente—. ¿Le gusta América? Supongo que, acostumbrado a la vieja Inglaterra, debemos de parecerle poco menos que unos bárbaros.

—Mucho —se apresuró a responder Murray.

Emma lo contempló con escandalizada sorpresa.

—No, no quería decir eso… —rectificó confuso el millonario quien, ocupado en buscar una respuesta acertada a su pregunta, apenas había oído la reflexión que la seguía—. Lo que quería decir es que me gusta América. Me gusta mucho. Muchísimo. ¡Es una gran nación! Y por supuesto los americanos no me parecen ningunos bárbaros. Y usted menos que nadie.

—¿Le parece entonces mi madre más bárbara que yo? —le regañó con dulzura la muchacha mientras hacía girar su sombrilla provocando un carrusel de sombras sobre su rostro.

—Oh, claro que no, señorita Harlow. Ni usted más que ella… Permítame que… —Murray se aturulló, sin saber muy bien lo que estaba diciendo, plenamente consciente de que la muchacha se estaba burlando de él—. Lo que quiero decir es que ni usted ni su encantadora madre merecen ese calificativo. El de bárbaros, quiero decir. Y tampoco nadie de su ilustre familia, por supuesto… ni de sus vecinos o conocidos…

Aquella enrevesada excusa inauguró un nuevo silencio entre ambos. Apurado por que se prolongara hasta resultar dramático, Murray intentó pensar en un tema de conversación, alguno de los muchos que abordaría con maestría cualquiera de los petimetres que la cortejaban. Pero de nuevo fue Emma quien rompió el silencio:

—Imagino que un hombre tan ocupado como usted, que se pasa los días fusionando empresas para aumentar su patrimonio, debe de disponer de muy poco tiempo para divertimientos mundanos… Probablemente los considere frívolos o incluso propios de gente inferior a su condición. Estoy segura de que, en estos momentos, su mente se halla muy lejos de aquí, extraviada en sus innumerables negocios, mientras intenta disimular que considera este paseo una evidente pérdida de tiempo, ¿me equivoco, señor Gilmore?

—Si ha sido mi torpe silencio el que le ha hecho a usted albergar tales pensamientos, le ruego acepte mis más sinceras disculpas, señorita Harlow —se apresuró a explicarle Murray, cada vez más confundido—. Nada más lejos de mi intención que causarle tan errónea impresión, se lo aseguro.

—Oh, ¿debo entender entonces que estoy equivocada, y que simplemente le gusta disfrutar del saludable ejercicio de caminar, sin alterarlo con ninguna otra actividad que pudiera distraerle de la complicada tarea de colocar un pie delante del otro?

—Yo…, bueno, es cierto que suelo disfrutar mucho con el ejercicio. No soy hombre al que le guste permanecer inactivo, señorita Harlow. Caminar me llena de… eh… vigor. Y creo que, como usted ha apuntado es… una saludable costumbre.

—Bien, entonces, ya que es lo que usted desea, continuemos con el paseo, inmersos en un saludable y vigoroso silencio.

Murray abrió la boca para responderle, pero la cerró al instante, sin saber muy bien qué replicar a eso. Recibió el aborrecible silencio que volvió a caer sobre ellos con una mueca resignada. Así caminaron otro trecho, mientras buscaba con desesperación un nuevo modo de romperlo. A su lado, Emma giraba su sombrilla con ademán aburrido y asestaba de vez en cuando alguna patadita a las piedras que salpicaban el camino, manifestando sin disimulos su cada vez más creciente enojo. Murray trató de ocultar su angustiada desesperación. En el mundo de los negocios se movía sin duda de un modo envidiable, pero no necesitaba ninguna cita más para comprender que a la hora de cortejar a una dama se manejaba como un absoluto inepto. Se había propuesto conquistarla, y no hacía más que errar cada golpe, como un boxeador ciego. Era como si, al intentar hablar con Emma, el amor que sentía por ella le resultara más un estorbo que una ventaja. Desesperado, hizo un nuevo intento.

—¿Puedo preguntarle cuáles son sus aficiones, señorita Harlow? —dijo tímidamente, temiendo las consecuencias que tan inocente pregunta podía acarrearle.

Emma le contempló con suficiencia.

—Es evidente que no suele tratar con muchachas educadas y elegantes, señor Gilmore, pues de ser así no necesitaría preguntármelo. Todas, más o menos, hacemos lo mismo. Así que, como cualquier señorita que se precie de serlo, yo ejercito cabalmente la música, el canto y el baile, e intento adiestrar mi espíritu y enriquecer mi educación con abundantes lecturas, tanto en nuestra lengua como en lengua francesa, la cual domino a la perfección,
mon cher petit imbécile
. También acudo de cuando en cuando al teatro, al ballet y a la ópera, y todos los días intento procurarme algo de…
vigor
, con saludables paseos por Central Park. Como ve, una vida entregada a la diversión.

—¿Así lo cree? Pues permítame decirle que no parece encontrar su vida muy divertida, señorita Harlow —no pudo evitar comentar Murray.

—¿Ah, no? —La muchacha lo contempló con curiosidad—. ¿Y qué le hace pensar eso?

—Bueno… —titubeó Murray algo amedrentado—. Todavía no he tenido el placer de escuchar el… maravilloso sonido de su risa.

—¡Ah, ya comprendo! Entonces permita que le pida disculpas, mi muy apreciado señor Gilmore, por no haberme esforzado lo suficiente en reír como una tonta por cualquier cosa, escatimándole así dicho placer. Pero no crea que por no haberla oído, mi risa no existe. Lo que sucede es que los motivos que causan hilaridad no suelen ser los mismos para mí que para el resto de la gente, por lo que he adoptado la costumbre de reírme a solas, o para mí misma.

—Una triste forma de reírse… —musitó para sí Murray.

—¿Eso piensa? —dijo la muchacha con aspereza—. Puede, no se lo discuto. Pero cuando la inevitable estupidez de las personas representa la única causa de hilaridad para uno, reírse a solas se convierte en la forma más educada de hacerlo, ¿no le parece?

—¿He de deducir entonces que no ha parado de reír para sí misma durante todo nuestro paseo? —bromeó Murray en son de paz.

—Mi educación no me permite contestarle a eso, señor Gilmore, ni mi moral mentirle. Saque usted sus propias conclusiones.

—Acabo de hacerlo, señorita Harlow —dijo Murray con resignación—. Y me siento muy orgulloso de haberle ofrecido un motivo para reír. Pero ¿nunca lo ha hecho por un motivo distinto a la estupidez humana? ¿No ha reído nunca por alguna otra razón, o incluso sin razón alguna, tan solo porque hiciera un hermoso día, la cocinera hubiera preparado su postre favorito…?

—Por supuesto que no —le cortó la muchacha—. No comprendo por qué el hecho de que todo funcione correctamente ha de ser motivo de regocijo.

—… ¿o porque se hubiera enamorado?

Emma arqueó las cejas, estupefacta.

—¿Es para usted el amor motivo de risa?

—No, pero sí de alegría —repuso el millonario—. ¿No se ha enamorado nunca, señorita Harlow? ¿Nunca se ha sentido tan viva, tan intensamente viva, que ha tenido que echarse a reír para no estallar de felicidad?

—Me temo que esa es una pregunta demasiado atrevida por su parte, señor Gilmore.

—Esa podría ser la respuesta de una señorita recatada, pero también la de alguien que teme reconocer su incapacidad para enamorarse —respondió él.

—¿Pretende insinuar que soy incapaz de enamorarme por el simple hecho de que no caiga rendida a sus pies? —estalló Emma.

—Mi educación no me permite contestarle a eso, señorita Harlow, ni mi moral mentirle. Saque usted sus propias conclusiones —sonrió Murray.

—Señor Gilmore, no puede usted cortejar a una dama educada con observaciones tan impertinentes. Ninguna dama que se precie de serlo permitiría que…

—¡No me importa lo que hagan las demás! —exclamó Murray, con una mezcla tal de pasión y vehemencia que la muchacha se detuvo desconcertada en mitad del puentecito que estaban atravesando—. No me importa lo que es correcto o lo que no lo es. ¡Estoy cansado de este juego! Lo único que me importa, señorita Harlow, es lo que necesita usted para ser feliz. Dígame, Emma, ¿qué la hace feliz? Es una pregunta muy sencilla y tan solo espero una respuesta sencilla.

—¿Lo que me hace feliz? —balbució ligeramente Emma—. Bueno, ya se lo he dicho antes…

—No, no me lo ha dicho, Emma. Y por encima de cualquier otra cosa, necesito saber qué es lo que usted desea —insistió Murray con la misma dureza que empleaba para negociar la cláusula de cualquier contrato, cansado ya de aquel ritual cuyas absurdas reglas desconocía.

Emma le miró a los ojos, entre desconcertada y ofendida por aquel brusco cambio de tono. Y entonces, sucedió algo: las oscuras pupilas de la muchacha parecieron resquebrajarse y, como quien espía a través de la grieta de un muro, Murray pudo atisbar entre la fugacidad de dos parpadeos a una niña perdida que lo miraba suplicante. Aquella niña, enojada y triste, lucía tirabuzones negros, un vestidito amarillo y llevaba, fuertemente abrazado contra su pecho, un extraño rollo de papel atado con un lazo rojo. Desconcertado, el millonario se preguntó qué estaba viendo. ¿Era Emma aquella niña? ¿Y cómo podía verla él? ¿Estaba acaso imaginándola de pequeña? Pero si era así, ¿cómo era posible que presentara unos detalles tan concretos y vívidos? El peinado, el vestido, el extraño rollo… ¿Estaba viendo quizá la imagen que, de tanto contemplarse en el espejo, había quedado grabada en las retinas de la muchacha? No lo sabía, pero de algún modo Murray sintió que estaba accediendo al alma de Emma, que algún tipo de milagro o de magia estaba sucediendo entre ellos, permitiendo lo imposible: que él pudiera verla como realmente era.

El espejismo fue tan fugaz como la espuma que una ola olvida sobre la arena. Pero antes de que la niña se hundiera de nuevo en la oscuridad, antes de que desapareciera al zurcirse el descosido de los ojos que enfrentaba, Murray tuvo tiempo de aprenderlo todo sobre ella: supo que no era feliz, que no recordaba si lo había sido y que, en realidad, no sabía si lo sería alguna vez. Y sobre todo supo que aquella niña tenía miedo, muchísimo miedo, porque la mujer en la que se hallaba encerrada la estaba asfixiando lentamente y muy pronto no quedaría el menor rastro de ella. Aquel atisbo apenas duró un segundo, pero para Murray tuvo más utilidad que toda una vida de conocimiento. Cuando la niña desapareció y las pupilas de Emma volvieron a recuperar su severa arrogancia, Murray apartó los ojos de ella, sintiendo el alma estremecida. Aquella niña pedía auxilio, y comprendió, con una certeza indiscutible, que tenía que salvarla, que solo él podría evitar que desapareciera para siempre.

—Bien, señor Gilmore —oyó decir a Emma, como si le hablara desde una brumosa distancia—, ya que le preocupa tanto lo que deseo, se lo diré sin rodeos, y espero que sea cierto que solo anhela mi satisfacción.

Murray alzó la cabeza lentamente, sobrecogido todavía por aquella extraña e inesperada comunión que había mantenido con la muchacha, a la que ella parecía ajena. Tenía que hacer sonreír a aquella niña entrevista, para que la mujer en la que estaba atrapada también sonriera. Tenía que enseñarle lo maravilloso que era el mundo, las infinitas razones que contenía para que sus habitantes fueran felices, aunque él mismo hubiera dudado de ello. Pero qué importaba cómo fuera realmente el mundo. Él tenía suficiente dinero e imaginación como para construirle uno solo para ella, un mundo a su medida, en el que todo fuera perfecto, pues nadie más que ella dictaría sus leyes.

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