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Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

El mapa del cielo (36 page)

Incapacitado para disfrutar de los placeres que se hallaban al alcance de su fortuna, y sin saber qué rumbo darle a su existencia una vez había hecho realidad el sueño que le servía de guía, que no era otro que el de crear una empresa de viajes temporales, el millonario Murray paseó una mirada afligida por sus vastos dominios y sintió la obligación de existir como un castigo. ¿Qué había en la vida capaz de fascinarlo? ¿Qué había capaz de seducirlo? ¿Qué podía sacudir aquella aburrida soledad que lo asediaba y que ni siquiera conseguía paliar con los envíos mensuales de libros desde Inglaterra? Nada parecía capaz de procurarle algún tipo de placer o consuelo, por lo que lo más sencillo era aceptarlo, rendirse a la evidencia, y no hacer nada, absolutamente nada. En realidad, la única tarea imprescindible en la que debía ocuparse era en mantenerse rico, y la realizaba cada día sin el menor esfuerzo, pero también sin el menor entusiasmo, reuniéndose con empresarios e invirtiendo aquí y allá, porque si alguna virtud tenía Murray era, desde luego, un envidiable sexto sentido para descubrir inversiones lucrativas con solo mirar por la ventana, y no es un modo de hablar. Desde la ventana de su mansión había contemplado, al principio distraído y luego interesado, las vías del tren elevado, por donde de cuando en cuando circulaba una pequeña y resoplante locomotora remolcando a duras penas un puñado de vagones. A su paso, una lluvia de trozos de madera y carbón, a veces condimentada con alguna pieza despistada, caía sobre los sufridos viandantes, que ya tenían que soportar que aquellas construcciones de hierro trocaran la luz del sol por una mortaja de sombras. Era evidente que aquel tren que permitía a sus pasajeros escudriñar el interior de las casas más cercanas y que a veces protagonizaba accidentes no carentes de espectacularidad, debía circular bajo tierra, por lo que había invertido parte de su dinero en un modelo de tren subterráneo en fase experimental que enseguida se había demostrado rentable.

También invirtió en explotaciones mineras, buques, hoteles y algún que otro negocio que no entrañaba riesgos, e incluso, para que sus vecinos pudientes no sospecharan que era un hombre sin sueños, porque había quien decía que las personas sin ilusiones poseían una fortaleza inquebrantable, se dedicó a coleccionar antigüedades que sus corresponsales adquirían en subastas y almonedas de toda Europa y que él amontonaba en los salones de su mansión para desesperación de Elmer, que albergaba un odio natural hacia cualquier objeto susceptible de cobijar polvo. Pero por muchos subterfugios que ideara para engañar a los demás, él sabía la verdad: que la suya era una vida entregada al aburrimiento, insatisfactoria y triste.

Y así habría seguido si no fuera porque una oportuna ráfaga de viento vino a cambiarlo todo, y tampoco esta vez es ningún modo de hablar. Me estoy refiriendo a una auténtica ráfaga de viento. ¿Qué es el viento, en realidad? Hasta ese momento, para Murray era lo mismo que para cualquiera de ustedes: masas de aire desplazándose por la atmósfera. Pero después de lo que ocurrió aquella mañana de domingo, se le antojaba otra cosa, algo mucho más profundo, mucho más determinante y trascendental, quizá el aliento del Creador. ¿Era esa la manera con la que movía sus piezas por el tablero, soplando sobre ellas? Todo indicaba que sí, visto lo visto. El suceso tuvo lugar, como he dicho, en domingo, un domingo tan luminoso que quedarse en casa era un pecado imperdonable, y todo Nueva York se entregó a vivirlo, a saborearlo, a rebozarse en él, a gozar casi impúdicamente de su luz y de su olor. Ni siquiera Murray pudo resistirse a desbaratar su enclaustramiento y regalarse un paseo con su perro por Central Park, que lucía especialmente hermoso, como si alguien le hubiera sacado brillo a su colección de árboles exóticos y a sus interminables parcelas de hierba.

Nada más cruzar sus puertas, descubrió que el recinto estaba atestado de personas que habían tenido su misma ocurrencia. Muchas paseaban en pareja o en grupo, leían en los bancos, improvisaban picnics sobre el césped o enseñaban a sus hijos a volar cometas. Murray cruzaba entre ellas con el paso cambiado, como si oyera una música distinta, incapaz de mimetizarse con aquel entorno alegre y bullicioso, mientras Eterno corría feliz de un lado a otro, ejecutando desenfadados saltos y cabriolas. Para su sorpresa, parecía predispuesto a traerle cualquier cosa que él decidiera arrojarle, como un perro cualquiera. Incluso cosas que él no le había tirado, pues tras una ramita y una piedra, puso a sus pies un hermoso sombrerito rosa que no recordó haberle lanzado.

Murray alzó la cabeza, en busca de la dueña de la delicada prenda que acunaban sus manos. A lo lejos, junto a un lago artificial, distinguió a un grupo de muchachas sentadas sobre la hierba. Una de ellas se había levantado y en aquel momento le hacía señas para que se acercara. Era la única que no tenía sombrero, así que a Murray no le resultó difícil deducir que una ráfaga de viento se lo habría arrebatado y lo habría hecho rodar por la hierba como una irresistible tentación para Eterno. Y ahora lo tenía él. Lanzó una maldición. A causa de aquella maléfica conspiración entre el viento y su perro, tendría que acercarse para devolvérselo y probablemente entablar conversación con aquella mujer, lo cual le llenó de pánico, dada su escasísima experiencia en el trato con las damas. Nervioso, caminó hacia la desconocida aclarándose la garganta, barajando posibles frases de cortesía con las que llevar a buen puerto la inevitable conversación.

A medida que acortaba la distancia, caminando deliberadamente despacio sobre la mullida hierba de Central Park, escoltado por su perro, Murray comenzó a albergar la sospecha de que la muchacha que sus trémulos pasos iban perfilando era hermosa, aunque no pudo calcular cuánto hasta que la tuvo más cerca. Solo entonces comprendió que la desconocida no era únicamente bella: era bella, sí, pero al mismo tiempo era tan perturbadora que al contemplarla uno corría el riesgo de quedar varado para siempre en el enigma de su belleza.

Murray aprovechó los últimos pasos que le separaban de ella para cartografiar su fascinante rostro. Bien mirado, por separado sus rasgos no eran especiales —ninguno respondía al canon de la época: la nariz demasiado grande, los ojos algo estrechos, el color de su piel extraño—, pero de la suma de todos ellos se obtenía un resultado que dejaba a cualquiera sin aliento. Y entonces le sucedió algo que jamás pensó que pudiera ocurrirle a él: se enamoró. O al menos sintió, uno a uno, todos los síntomas que tantas veces había leído en las novelas cuando narraban un amor a primera vista, y que siempre le habían obligado a cerrar dichos libros con hastío, convencido de que algo tan ridículo y arbitrario solo ocurría en la sublimada realidad de las novelas románticas. ¡Pero ahora los sentía! ¡Todos! El corazón había empezado a latirle dolorosamente, como si el pecho se le hubiera estrechado y forcejeara contra sus paredes como un animal en un cepo; el peso de su propio cuerpo parecía haberse reducido, pues creía levitar sobre la hierba; los colores de todo lo que le rodeaba se habían vuelto brillantes, intensos; incluso la brisa parecía revolverle el pelo con una delicadeza exquisita… Y para cuando consumió los pocos metros que le separaban de ella, Murray ya no tenía la menor duda de que en el mundo no existía otra muchacha más hermosa que la dueña de aquel sombrero, y lo supo sin que fuese necesario que el resto de las mujeres de la Tierra desfilaran ante él con sus mejores galas. Esa lealtad irracional hacia la belleza de la desconocida se le antojó la primera prueba —como los estornudos y el lagrimeo lo eran para el alérgico— de que acababa de sufrir un enamoramiento fulminante.

Se detuvo frente a la joven y allí permaneció, presa del pasmo más absoluto, mientras ella enarcaba las cejas delicadamente, esperando que aquel individuo enorme a cuyas manos había ido a parar su sombrerito dijera algo. Pero Murray había olvidado que lo que distinguía al hombre de las bestias era el don de la palabra. Había olvidado que el hombre era un ser superior con capacidad para hablar, y no solo eso, también caminar sobre sus dos piernas, y crear grandes obras, y descubrir continentes, y levantar ciudades, pues en aquel momento para Murray solo existía una cosa que el hombre pudiera hacer: admirar a aquella muchacha con devoción, contabilizar cada una de sus respiraciones, abandonarse, en fin, al éxtasis de su existencia.

Pero ¿era Emma realmente ese ángel desterrado del cielo?, se preguntarán ustedes con comprensible recelo, y alguno hasta con una sonrisita irónica. Y qué puedo responderles yo, salvo que la belleza de una mujer nunca es tan real como cuando la decide el hombre que la ama. Por lo tanto, aquel luminoso día de primavera, con el sol ensalzando el dorado de su piel y los cabellos dulcemente revueltos por la misma brisa juguetona que le había robado el sombrero, Emma era sin duda la mujer más hermosa del universo. Pero por si eso no les basta, permítanme que les dé mi opinión, modesta como corresponde a alguien tan poco dado a categorizar como yo, e imparcial como debe ser la de todo buen narrador. Tal y como yo lo veo, la muchacha quizá no tuviese una belleza sobrecogedora, pero parecía haber sido modelada por un alfarero que conocía los gustos de Murray mejor que él mismo. Todo lo que le parecía atractivo en una mujer y todo lo que ni siquiera sabía que le atraía, confluía armoniosamente en la muchacha que ahora tenía delante, leve y delicada como la pluma de un cisne, si me permiten la comparación. Su ligera osamenta estaba acolchada por una carne ondulada que, en vez de mostrar la acostumbrada palidez, parecía espolvoreada de canela, y en su rostro, enmarcado por un cabello largo y negro que arañaba con dulzura su frente, brillaban unos adorables ojos que aparte de mirar las cosas parecían calentarlas, envolverlas en una agradable tibieza, como si hubiesen sido expuestas al sol una tarde de invierno. Y a modo de rúbrica, la madre naturaleza en su infinita sabiduría había depositado un lunar en el único lugar que no podía arruinar su rostro: sobre la cornisa de su labio superior, como la marca para un beso. Pero todo eso habría tenido para Murray un valor puramente estético si no lo hubiese hechizado también el alma que insuflaba vida al conjunto, haciéndola moverse en una sinfonía de gestos encantadores que obraban el milagro de convertir lo que habría considerado un atractivo amenazador en una belleza adorable.

Sin embargo, en algún momento de su devota contemplación, aquella belleza adorable había comenzado a fruncir el ceño, lo cual sacó de inmediato a Murray de su ensimismamiento. El sombrero, recordó; se había acercado hasta allí para devolverle el sombrero. Se apresuró a entregárselo, y solo entonces reparó en que lo que estaba depositando en sus manos no era más que un guiñapo de tela sucio y mordisqueado. Se sintió terriblemente avergonzado, y la conversación que mantuvieron a continuación resultó tan breve como insulsa. Tanto, que ahora ni siquiera la recordaba. Lo único que Murray no había olvidado era la aterciopelada voz de la muchacha, que parecía vestir de encaje cada palabra, a la que él había opuesto el gemido agónico de la suya.

Pese a todo, de vuelta a casa, con Eterno caminando circunspecto a su lado, Murray se descubrió pintando en su cabeza una estampa de felicidad: él sentado con un libro junto al confortable fuego de la chimenea, y ella sentada ante un piano, espolvoreando en la estancia un puñado de notas azoradas, mientras en la planta de arriba, la nodriza acostaba a los frutos de su amor, dos, quizá tres hermosos querubines, por qué no cuatro. Se sentía pletórico, ilusionado, capaz de volar sobre la calle si tomaba carrerilla. No sabía si aquello que sentía era amor, porque nunca lo había sentido, pero desde luego era un sentimiento que había otorgado un nuevo rumbo a su vida, un sentimiento que, por primera vez, había logrado destronarle del centro de su propia existencia, pues ahora, para su sorpresa, todo giraba en torno a aquella hermosa desconocida. ¿Cómo era su vida antes de tropezarse con ella en el parque? Ya no lo recordaba. ¿Había vivido alguna vez sin el recuerdo de su sonrisa en su mente? ¿Y cómo había podido hacerlo? Ahora solo quería volver a verla, dirigir su existencia hacia ese objetivo. Pero no solo eso: necesitaba conocerla, averiguar quién era de verdad, cuál era su sabor de té preferido, el recuerdo más terrible de su infancia, su mayor deseo. Necesitaba, en fin, desdoblar su alma como si fuera una pajarita de papel para descubrir cómo había llegado a ser como era. ¿Sería aquello amor?, se dijo. ¿Sería aquella muchacha la parte extraviada de su alma, la persona destinada a conocerlo mejor que él mismo, la luz que lo guiaría en la oscuridad y el resto de tópicos que se usaban para designar al ser amado? Murray no lo sabía, pero de lo que estaba seguro era que no pensaba rendirse hasta averiguarlo. Él, Gilliam Murray, conquistaría aquel territorio misterioso como había conquistado la cuarta dimensión.

Nunca había deseado tanto algo. Nunca. Así que, cuando llegó a su mansión, mandó a Elmer al parque con el encargo de seguir hasta su casa a la única muchacha sin sombrero que allí había. Y al día siguiente, envió a la dirección que su mayordomo le había facilitado un cargamento de sombreros, acompañado de una tarjeta en la que escribió el mensaje que había rumiado durante la noche:

Estimada señorita Harlow:

Como no sé qué sombrero le gustará, le envío todo el escaparate de la tienda. Y aprovecho para confesarle que me haría el hombre más feliz del mundo si me permitiera conocerla hasta el punto de poder enviarle la próxima vez un único sombrero.

MONTGOMERY GILMORE,

el inocente dueño del perro desalmado.

Ella le agradeció los regalos con una tarjeta que Gilmore recibió esa misma tarde, en la que podía leerse:

Muchas gracias por los treinta y siete sombreros, señor Gilmore. He de reconocer que es un modo muy eficaz de hacerme perder el miedo a que algún perro mordisquee mi sombrero en el futuro. Tanto mi madre como yo estaríamos encantadas de poder agradecérselo personalmente si accediera a tomar el té con nosotras mañana.

EMMA HARLOW

A Murray le agradó la ironía de que hacía gala la muchacha, incluso más que su invitación. En realidad, no había ninguna espontaneidad en esta que pudiera orientarle sobre su deseo: Emma se limitaba a seguir el protocolo, seguramente azuzada por su madre, que no querría que figurase en el libro negro de la civilizada sociedad neoyorkina como la muchacha que no supo agradecer correctamente un envío de treinta y siete sombreros.

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