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Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

El mapa del cielo (64 page)

—Le felicito por haber llegado a esa deducción, agente. Si no me lo hubiese ocultado, quizá habría podido ayudarle a reflexionar sobre ello, pero su irritante manía de guardarse información para sí mismo…

—Pues parece que no soy el único que tiene malos hábitos, señor Wells. Si usted no me hubiese ocultado que había entrado en la Cámara de las Maravillas… Pero qué más da ya. No perdamos el tiempo discutiendo eso. Hay un asunto mucho más importante que debemos tratar, y debo reconocer que el hecho de que entrase allí va a facilitarle mucho las cosas a la hora de entender lo que tengo que decirle.

—¿Otro misterio más? —respondió secamente el escritor—. Creo que por hoy ya son suficientes, agente.

—Este le atañe de un modo particular, señor Wells. Haría bien en tranquilizarse y prestarme atención. Ahora estamos en el mismo bando, por si no se ha dado cuenta.

Wells se encogió de hombros, pero no dijo nada.

—Bien —dijo el agente—. Supongo que se estará preguntando por qué he permitido que vea todo esto y por qué incluso le he contado cosas sobre mi trabajo, del que no estoy autorizado a hablar con nadie dado que mi código deontológico me lo prohíbe, a pesar de que acabo de infringirlo con usted, señor Wells. ¿Adivina por qué?

—Si descartamos que no lo ha hecho impulsado por mi irresistible simpatía —respondió el escritor con ironía—, lo único que se me ocurre es que, dado que vamos a morir pronto, ya nada tiene importancia para usted.

Clayton celebró la ocurrencia de Wells con una franca carcajada.

—Le aseguro que ni aun así infringiría mi código —repuso cuando dejó de reír—. Solo estamos autorizados a romperlo cuando nos encontramos ante alguna criatura mágica.

Tras decir aquello, guardó silencio, limitándose a observar a Wells, que no tardó en impacientarse.

—¿Qué demonios quiere decir con eso, agente? —exclamó.

—Lo que intento decirle es que he descubierto que usted es… especial.

Wells le observó con perplejidad.

—¿Está sugiriendo que soy un vampiro? —El escritor dibujó una sonrisita socarrona—. Le aseguro que mi hueso sacro es de lo más normal. No me obligue a desnudarme para enseñárselo.

—No necesito esa comprobación —respondió el agente sin molestarse en devolverle la sonrisa—. He visto su reflejo en el espejo de la sala.

—Ya. Entonces… ¿qué demonios soy?

—Usted es… un viajero del tiempo —le anunció Clayton con solemnidad.

Wells lo miró desconcertado, y luego lanzó una carcajada.

—¿Por qué demonios piensa eso? ¿Porque he escrito
La máquina del tiempo
? Creo que está demasiado obsesionado con mis novelas, agente.

Clayton sonrió con frialdad.

—Como ya le he dicho, en mi trabajo he tratado con lo imposible —respondió.

—¿Se ha encontrado con individuos que vienen del futuro en máquinas como la que yo inventé? —rió Wells.

—Sí y no —dijo misterioso Clayton—. Me he tropezado con algunos viajeros temporales, sí. Aunque me temo que prefieren viajar de otro modo. La máquina que usted describió tal vez resulte verosímil, pero en el futuro todos los intentos que se realicen de viajar en el tiempo mediante la ciencia fracasarán —le reveló—. En el futuro se viajará en el tiempo con la mente.

—¿Con la mente?

—Así es. Y yo he tenido lo que podríamos llamar… cierto contacto con algunos de esos viajeros temporales. El suficiente, al menos, para saber que en el futuro se descubrirá que el cerebro humano posee una especie de clavija que, al ser pulsada, permite desplazarse en cualquier dirección de la corriente temporal, aunque desgraciadamente no es posible escoger el destino del viaje.

El escritor lo observó en un silencio receloso.

—Se trata de una explicación muy simplificada, como usted comprenderá —añadió Clayton—. Pero en esencia es así.

—Suponiendo que lo que dice sea cierto… —dijo Wells—, ¿por qué cree que yo puedo hacer eso?

—Por que le he visto hacerlo, señor Wells —respondió el joven.

—¡Esto no tiene ninguna gracia, agente Clayton! —se enfureció el escritor—. Empiezo a estar harto de sus…

—¿Recuerda nuestra accidentada estancia en la granja? —le interrumpió el agente.

—Naturalmente —gruñó Wells—. Es algo que tardaré en olvidar.

—Bien. Como sabe, desperté en un momento crucial para todos. Pero lo que no sabe es que, mientras desde la habitación de arriba intentaba aguzar el oído para hacerme una idea de lo que estaba sucediendo abajo, usted apareció dormido en la cama, sin dejar por ello de continuar en la primera planta, prisionero de los intrusos. Es decir, usted estaba en dos sitios a la vez, al mismo tiempo.

—¿Cómo dice…? —balbució Wells.

Clayton le hizo un gesto para que le permitiera continuar.

—Como comprenderá, me quedé atónito, viéndole agitarse en la cama —explicó—. Estaba dormido y era evidente que padecía una pesadilla. Estuvo así un par de minutos, el tiempo suficiente para que yo comprendiera lo que le estaba sucediendo. ¡Usted estaba realizando un viaje temporal! ¡Allí, delante de mis narices! Me acerqué a la cama e intenté despertarlo, llamándole. Pero en ese instante se desvaneció. Y ya solo quedó un Wells en la casa.

—No lo entiendo… —confesó el escritor, sacudiendo la cabeza.

—Comprendo su confusión, señor Wells, pero es muy sencillo. Por lo que sé, los viajeros temporales pueden accionar accidentalmente el botón al que me he referido antes, durante los momentos de máxima tensión. La mayoría de ellos descubren de esa forma su… eh… curioso talento. Supongo que cuando usted se quedó dormido en la cama junto a mí, debió de sufrir una pesadilla que le causó una gran agitación. Eso le hizo pulsar dicho botón y avanzar al menos cuatro horas en el tiempo, por lo que apareció en el cuarto cuando yo estaba agazapado junto a la puerta, dándome un susto de muerte porque en ese momento su yo del futuro se encontraba abajo. Luego, del mismo modo accidental, volvió a pulsar el mecanismo, esta vez hacia el pasado, y regresó a la misma cama de la que había partido, probablemente un par de minutos después de haber desaparecido, y en la que yo seguía todavía desmayado. Allí continuó durmiendo, de modo que cuando despertó no tenía consciencia de haber viajado en el tiempo, pues lo hizo mientras estaba dormido. Y como le he dicho, probablemente a causa de la tensión. Los viajeros del futuro con los que me he tropezado no necesitaban experimentar ninguna tensión extrema para viajar, por supuesto: han perfeccionado la técnica mediante el entrenamiento y pueden desplazarse a voluntad. En el futuro se creará un programa gubernamental para enseñar a los viajeros temporales a usar su talento. Pero usted no tiene a nadie que le enseñe a controlarlo, desgraciadamente. En realidad, es el viajero del tiempo más antiguo que he conocido. Pero, en el fondo, eso es lógico, claro que sí…

El escritor abrió la boca para dejar escapar el centenar de preguntas que se amontonaban en su mente, pero eso significaba aceptar lo que Clayton le había dicho: que existían los viajeros del tiempo, y que él era uno de ellos. Y eso era algo que, al menos él, no estaba dispuesto a creer a las primeras de cambio.

—No le creo —dijo.

—Bien. —Clayton se encogió de hombros, como si lo que Wells creyera o dejase de creer no le importara lo más mínimo—. No tiene por qué hacerlo. Yo ya he cumplido con lo que tenía que hacer: informarle. Y en secreto.

Tras decir aquello, el agente abandonó la habitación y se dirigió a la sala. Wells lo siguió, por un lado desconcertado por la revelación de Clayton —que había reducido la suya, el descubrimiento de la Cámara de las Maravillas, a un tonto golpe de efecto—, y por otro irritado por su arrogante indiferencia, pero entonces recordó la pesadilla que había tenido mientras dormía en la granja. Cuando despertó, no se acordaba de nada de lo que había soñado. Lo único que permanecía en su cabeza era la voz de Clayton, diciéndole: «Despierte, señor Wells, despierte». Pero Clayton no volvió en sí hasta al menos cuatro horas después. ¿Cómo era posible entonces que hubiese oído su voz? Recordó las palabras del capitán Sinclair, el superior de Clayton: «Piénselo con atención, y dígame sus conclusiones, todas las que se le ocurran, por increíbles que le resulten». Wells suspiró. Tenía que reconocer que aquella posibilidad, por imposible que pareciera, sería una explicación, quizá la única explicación… ¿Y qué más había dicho el tal Sinclair? «A veces, lo clasificado dentro de "lo imposible" es la única solución». Wells se masajeó el puente de la nariz, intentando espantar el dolor de cabeza que se fraguaba tras sus ojos. Por el amor de Dios, ¿cómo iba a creer algo así? ¿Y más aún de boca de aquel excéntrico sujeto? ¿Escribía
La máquina del tiempo
y descubría que era un viajero temporal? ¿Escribía
La guerra de los mundos
y acababa huyendo de los marcianos? ¿Qué sería lo próximo, volverse invisible?

Afortunadamente, aquellos pensamientos, que amenazaban con conducirlo hacia el delirio, se interrumpieron cuando llegaron al salón. Allí sus ojos presenciaron una escena para la que no estaba preparado. Si hubiese estado ante el capitán Sinclair, la habría dado como una de las posibilidades increíbles. Sin embargo, también el amor era un ámbito mágico, donde lo imposible podía suceder: encajonado en un silloncito, con la herida del hombro vendada, el millonario inclinaba ligeramente la cabeza hacia los labios de la muchacha que, sentada en otro silloncito, aguardaba la llegada de su boca con los ojos tiernamente cerrados. La irrupción de Clayton y Wells en la sala desbarató la escena. Murray se irguió de golpe en el sillón, carraspeó y les saludó un tanto irritado, intentando disimular su bochorno, mientras la muchacha hacía lo propio. ¿Iba a dedicarse Wells a abortar todos sus proyectos de besos? ¿Iba a ser esa su venganza, preservar su celibato, velar su castidad?, estaría preguntándose.

Ajeno a la romántica escena que acababa de interrumpir, el agente consultó su reloj, y anunció:

—Pronto amanecerá, así que el señor Wells y yo abandonaremos el refugio para dirigirnos a Primrose Hill en busca de su esposa. Atravesaremos por Regent's Park; creo que será lo mejor.

—Eh… no es necesario que me acompañe, Clayton —dijo Wells, que no estaba acostumbrado a involucrar a nadie en sus asuntos, y menos en los de carácter sentimental.

—¿Bromea? —repuso escandalizado el agente—. Sabe Dios qué nos espera ahí fuera. No pienso dejar que vaya solo.

—Todos iremos contigo, George —añadió Murray, levantándose—. ¿Verdad, Emma?

—Por supuesto, señor Wells —dijo la muchacha—. Todos le ayudaremos a encontrar a su amor.

Wells les contempló, atónito. Muy pocas veces en su vida había sido el destinatario de una muestra de amistad tan conmovedora y desinteresada y, justo es reconocerlo, tampoco las había practicado demasiado. ¿Sería verdad entonces que en las peores situaciones el hombre sacaba lo mejor de sí mismo? No, se dijo, aquel sentimiento no podía ser auténtico. Si escarbaba un poco, seguramente encontraría el verdadero motivo que cada uno de ellos tendría para arriesgar su vida acompañándole. Sí, seguro que los había, se dijo, porque no podía comprender que no existieran, que el hombre fuera capaz de realizar un gesto tan generoso, sobre todo porque él jamás podría hacerlo. Pero ¿y si no era así? ¿Y si realmente querían ayudarle? Wells los observó uno a uno. Contempló al arrogante agente especial Cornelius Clayton, que estaba dispuesto a proteger aquel rebaño improvisado a costa de su vida. Contempló a Emma Harlow, que estaba afrontando todo aquello con entereza, y cuyos ojos parecían resplandecer ahora con especial intensidad, como esas gotas de rocío que esperan pacientemente sobre las hojas a que el sol las haga brillar. Y por último contempló a Gilliam Murray, el Dueño del Tiempo, la persona que más odiaba del mundo, y a la que el amor de una mujer había transformado hasta tal punto que estaba dispuesto a ayudarle. Quizá se equivocaba, pensó. Tal vez a ninguno le importaba en realidad que encontrara o no a Jane, pero ¿acaso no era hermoso pensar que sí?

—Gracias —balbució, con un temblor de emoción en la voz.

En ese momento, el agente especial Cornelius Clayton se desplomó sobre el suelo. Todos observaron con fastidio el ovillo que componía su cuerpo tirado entre ellos.

—Odio que haga eso —dijo Murray.

30

El amanecer se confabulaba en el cielo con una lentitud exasperante. Y bajo aquella luz de oratorio, Londres se estiraba confusa y dolorida, como un perro apaleado por primera vez. Los trípodes habían marchado por Euston Road destrozando algunos edificios a su paso, incluida la casita de Clayton, aunque afortunadamente los escombros no les habían impedido abrir la trampilla. A su alrededor, el panorama era desolador: muchas casas habían quedado reducidas a meras piras de cascotes humeantes, y por todas partes había carruajes volcados o medio desbaratados. El único que parecía haberse salvado milagrosamente era el de Murray, cuyos serviciales caballos se hallaban en el mismo sitio en el que habían sido atados, traspuestos en mitad de aquel festival de destrucción. Sin embargo, lo que les hizo comprender que aquello era el principio del fin fueron los cadáveres que había desperdigados por doquier, aquellos muñecos de ceniza vagamente humanos que la brisa empezaba a desmenuzar y que tuvieron que sortear cuando se dirigieron hacia el carruaje de la pomposa «G» cargando con el cuerpo de Clayton, al que a duras penas habían podido sacar a través de la trampilla.

La discusión sobre qué hacer con el agente había sido solventada con cierta urgencia por la proximidad del amanecer. Lo más práctico parecía ser dejar a Clayton en su segura madriguera, debidamente acomodado en un diván, con una nota en la cabecera por si despertaba, en la que le informaran de su desmayo y le prometieran que volverían a buscarle, tras despejar o asumir la posible viudez de Wells. Pero el puñado de horas que habían pasado juntos, donde tras cada minuto parecía esconderse un imprevisto que quebraba una y otra vez la línea de su destino, había trastocado su sentido práctico. No sabían qué les pasaría durante su excursión a la colina, si podrían o no volver al sótano de Clayton, por lo que finalmente decidieron que no podían dejarlo allí solo. Ya había quedado de sobra demostrado: estaban juntos en aquello. Así que, atentando contra la lógica con que la mayoría habían conducido su vida hasta la llegada de los marcianos, acarrearon al agente especial afuera de su escondite, sin olvidarse de coger también su sombrero.

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