El mapa del cielo (82 page)

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Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

La reacción del escritor hizo reír a su reflejo.

—Imagino que no esperaban que me presentara ante ustedes con el aspecto del señor Wells, dado que todavía está vivo. —El Enviado observó nuestra turbación con una mueca burlona—. También para mí ha sido una sorpresa enterarme de que el hombre cuya apariencia he tomado prestada deseaba verme, y había venido hasta aquí, hasta nuestro modesto refugio en las alcantarillas de Londres. —El Enviado se mesó el bigotito, como a veces hacía el auténtico Wells, mientras sonreía satisfecho—. Aunque no quisiera quitarle mérito tildando de modesto refugio a esta red de túneles paralelos a las auténticas alcantarillas, construidos por nuestros hermanos infiltrados entre los ingenieros y trabajadores de la época. Un mundo oculto, escondido tras el otro mundo subterráneo que yace bajo los pies de Londres. Como si vuestra adorable Alicia hubiera seguido al conejo dos veces… Un espejo detrás de otro espejo, ¿no les parece? Creo que ustedes, los humanos, son muy dados a encontrar hermoso este tipo de ideas e imágenes.

Wells continuaba mirándole con la cara desencajada, como si estuviera a punto de desmayarse.

—¿Cómo? —logró articular.

Su pregunta pareció conmover a su doble.

—Oh, disculpe mi descortesía, señor Wells. Supongo que estará deseoso de saber cómo he llegado a duplicarle —dijo, volviendo a atusarse el bigotito—. Bien. Permítame que les ilustre. Imagino que a estas alturas ya habrán deducido que somos capaces de adoptar distintas formas de seres vivos. Gracias a esa habilidad, mis hermanos han podido vivir ocultos entre ustedes todo este tiempo. Aparte del nacimiento, por supuesto, solo la muerte puede mostrarnos tal como somos. Sí, la muerte nos despoja de nuestro disfraz, por eso nuestros antepasados decidieron construir un cementerio privado aquí abajo. Y para realizar la transformación necesitamos únicamente una gota de su sangre. Con eso nos basta. Tras obtenerla acostumbramos a deshacernos del donante. Somos escrupulosos en eso. No queremos delatarnos provocando de repente un sospechoso brote de gemelos.

—Dios mío… —musitó Emma—. ¿Y los niños, también son…?

—Por supuesto, señorita —le respondió educadamente el Enviado—. No es la forma más adecuada para nosotros, ni la elegida como primera opción: un cuerpo infantil no ofrece muchas ventajas, pero a veces no hemos tenido otras alternativas y nos hemos visto obligados a duplicar niños. Y sí, los auténticos están muertos, por supuesto. Aunque sus padres nunca lloraron su pérdida, pues siempre la ignoraron. Tan solo les pareció que sus hijos se habían vuelto más inteligentes de repente, o más difíciles de controlar… —El Enviado rió con la familiar risa del escritor, aunque en una versión mucho más tétrica—. Sin embargo, el señor Wells me dio su sangre sin habérsela pedido, y sin que pudiera matarle luego. Por eso ahora hay dos H. G. Wells en este lugar tan indigno de él.

—¿Se la dio? —preguntó Murray, ante la incapacidad de reacción del escritor, que permanecía demudado—. ¿Cómo demonios hizo eso?

—Por esa palabra que solo usa su raza: por casualidad —respondió el Enviado, observando al empresario con desdén. Luego volvió su atención al escritor—. Pero, como acabo de explicar, la casualidad es un concepto inexistente en el resto del universo. Así que, desde un punto de vista más elevado, podríamos decir que usted me la dio, señor Wells, porque
debía
dármela. Porque estaba escrito, por recurrir a una de sus expresiones más populares.

—Déjese de filosofías y dígame cómo lo hice —exigió Wells con brusquedad, despertando de su ensimismamiento.

—¿No lo sabe? —Su reflejo suspiró y sacudió la cabeza, entre decepcionado y divertido—. Claro que no. Tal vez le ayude saber que llegué a su planeta hace casi setenta años, aunque los últimos dieciocho los he pasado en un incómodo ataúd en el Museo de Historia Natural.

Aquellas palabras volvieron a aturdir a Wells, pero no a Clayton.

—¡Lo sabía! ¡No estaba muerto! —exclamó el agente, aprovechando para colocarse frente al Enviado—. Nuestros científicos se equivocaron. Pero ¿cómo lo hizo? ¿Cómo despertó?

El Enviado alzó las cejas, sorprendido ante su arrebato, pero enseguida restauró su displicente sonrisita.

—Es lo que me disponía a contarles —respondió, mientras Clayton ocultaba su mano metálica a su espalda, para evitar que reparase en ella—. Evidentemente yo no estaba muerto, aunque lo pareciera, como nuestro sagaz agente acaba de deducir. Me encontraba en un estadio similar a lo que ustedes conocen como hibernación. Me trajeron a Londres en un bloque de hielo desde la Antártida, donde me estrellé accidentalmente con mi aeronave, y me dieron por muerto, pero solo necesitaba un poco de sangre para despertar de nuevo a la vida. Y el señor Wells se ofreció a dármela. Casualmente, por supuesto. Imagino que debió de tocarme con alguna herida abierta… Fuera como fuese, resultó más que suficiente. Así pude dar comienzo a la invasión que ya conocen. Una invasión que, de no ser por mi inoportuno accidente, habría empezado mucho antes. —Contempló al escritor con burlona piedad—. Sí, señor Wells, gracias a usted pude continuar con la misión que me había traído a su planeta, pero no soy yo el único que debe agradecérselo. Todo mi pueblo debe estarle agradecido, especialmente los hermanos que han convivido con ustedes todos estos siglos. Desde el siglo XVI, para ser exactos, cuando los primeros voluntarios llegaron con la misión de custodiar la Tierra y valorarla como futuro refugio para nuestra raza. Una misión sacrificada, y muy mal pagada a veces, como es el caso, pues mis hermanos se mueren. —Compuso un gesto de teatral aflicción—. Sí, el exceso de oxígeno de su atmósfera resulta pernicioso para nuestra raza, por eso la Tierra nunca fue considerada como un posible hogar para nosotros. Pero ya no quedan planetas óptimos y tenemos que contentarnos con colonizar aquellos mundos susceptibles de ser habilitados. Con los arreglos adecuados, su planeta servirá de refugio a varias generaciones. Por eso he venido, para organizar la conquista de la Tierra y prepararla para la llegada de nuestra raza. De no ser por su desinteresado gesto, señor Wells, yo no habría despertado a tiempo y la colonia infiltrada en su planeta habría acabado por extinguirse, quizá en una o dos generaciones más. Ya ve. La Tierra habría sobrevivido, al menos hasta su propia autodestrucción.

Las palabras del Enviado aplastaron a Wells de un modo casi físico, pues el escritor pareció encorvarse, repentinamente lívido y tembloroso. Se dejó abrazar por Jane, mientras el resto lo contemplábamos, más asombrados que juzgándolo.

—¡Pero no se aflija, señor Wells! —Oí cómo le consolaba el Enviado, mientras veía al agente Clayton preparándose para desenroscar el índice—. Usted no tiene la culpa, al menos no en el sentido que los humanos le dan a esa palabra. Sencillamente, a pesar de que ustedes son una raza muy inferior, algunas mentes se hallan por delante de las otras, como es el caso de la suya, señor Wells. Por decirlo en términos que pueda entender, usted posee una mente capaz de establecer una comunicación con el universo, de sintonizar con algo que podríamos calificar como una conciencia superior, cuya naturaleza desde luego escapa a su comprensión. Algo absolutamente imposible para el resto de sus congéneres, salvo algunas excepciones muy puntuales. Aunque ni usted mismo sabe cómo lo hace, por supuesto. —Lo contempló con una sonrisa de ternura—. Sé que se pregunta continuamente por qué le ocurren a usted ciertas cosas, o por qué suceden por culpa suya. Pero, señor Wells, las cosas no le pasan a usted, ni ocurren por usted. Para que pueda entenderme…
las cosas pasan a través de usted
.

—¿Y qué demonios significa eso? —inquirió Murray, que también debía de haber visto las intenciones de Clayton—. ¿Está insinuando que todos los que estamos aquí y no tenemos el aspecto de H. G. Wells somos una raza inferior? ¿Acaso piensa que no podemos entender su cháchara? Creo que todos estamos comprendiéndole perfectamente.

—¿Eso cree? —. El falso Wells sonrió al empresario con suficiencia, visiblemente molesto por su interrupción—. Si ahora pueden entenderme es porque estoy poniéndome a su altura, manejando conceptos elementales para ustedes. Podría decirse que estoy conversando con ustedes dormido, o borracho, si lo prefieren.

—¿Y a qué debo el honor de que quiera hablar conmigo, aunque yo no haya bebido? —preguntó Wells en un patético intento por resultar insolente.

Aproveché para echar un disimulado vistazo a los avances de Clayton, y el corazón amenazó con perforarme el pecho. El agente había empezado a desenroscarse el falso índice y se había separado un poco de nosotros con imperceptibles pasitos de ratón, colocándose algo más cerca del Enviado. ¡Maldita sea, Clayton, hazlo ya!, quise gritarle, incapaz de seguir conteniendo mi nerviosismo.

—A la curiosidad —oí que el Enviado respondía a Wells, mientras el agente comenzaba a subir con disimulo su mano mecánica—. Su mente no se parece a ninguna de las de mis anfitriones anteriores, y no me refiero solamente a que usted sea más inteligente o más imaginativo que otros hombres. Me refiero a que su mente posee… ¿Cómo definirlo? Un mecanismo único. Y quiero saber para qué sirve. Aunque por su expresión deduzco que ni usted mismo lo sabe.

Clayton detuvo el gesto al escuchar aquellas palabras, y le dedicó a Wells una mirada significativa que no pude comprender. Este se la sostuvo durante un tiempo que me pareció infinito, y entonces se volvió hacia el Enviado.

—¿Y por qué siente tanto interés? —le dijo—. No estaría aquí si no temiera lo que yo pudiera hacer con eso.

El Enviado compuso una mueca de sorpresa, que enseguida enterró bajo una sonrisa de divertida admiración.

—Es usted un humano excepcionalmente inteligente, señor Wells. Y tiene toda la razón. No estamos hablando ahora porque sienta curiosidad por usted. No, por supuesto que no. Estamos hablando porque siento… miedo.

Todos miramos a Wells, sorprendidos, pero el escritor no dijo nada. Se limitó a contemplar al Enviado con gravedad, y por un instante, ambos parecieron reflejos.

—Sí, señor Wells —prosiguió el Enviado—. Usted tiene el privilegio de producirme miedo, de provocar temor en un ser infinitamente superior al hombre en todos los aspectos. ¿Y quiere saber por qué? Porque yo no solo imito la apariencia de cualquiera al que robe su sangre. También imito su mente y todo lo que ese cofrecito contiene: sus recuerdos, sus habilidades, sus sueños, sus deseos… Replico exactamente el original. Por eso ahora me basta con husmear entre los pliegues de su cerebro para conocer su infancia mejor que usted mismo, para descubrir el chato sentimiento que disfraza de amor ante su esposa, para tropezarme con sus deseos más inconfesables, para razonar como usted e incluso para escribir del mismo modo… Por que yo soy usted, con todo lo que es, con todas sus grandezas y todas sus miserias. Y el cerebro que se aloja bajo mi cráneo, que es idéntico al suyo, también dispone del mecanismo del que le he hablado. Y no sé para qué sirve, lo cual me aterra. ¿Cómo podría explicárselo? Imagine que al diseccionar una vulgar cucaracha, encontrara en su pequeño interior algo desconocido e incomprensible. ¿Acaso no sentiría pavor, un inmenso pavor?

—No sé si tomarme eso como un insulto o como un cumplido —bromeó el escritor con gélida calma.

El Enviado esbozó una sonrisa triste.

—Ese mecanismo puede servir para que los tomates de su huerta crezcan más rápido, o para destruir a nuestra raza, no lo sé —dijo con un suspiro de cansancio—. Pero no es eso lo que me inquieta, señor Wells, sino lo que todo esto significa. Usted tiene en su cabeza algo que ninguna otra especie posee en todo el universo. Algo desconocido para nosotros, que creíamos conocerlo todo. Eso quiere decir que el universo no es tal y como creemos que es, que aún hay secretos que nuestra raza desconoce… secretos que quizá puedan destruirnos. No sé si un humano es capaz de comprender lo que eso significa, dado lo diferente que es su posición en el universo con respecto a la nuestra… —El Enviado guardó silencio durante unos segundos, abstraído en sus propias reflexiones, y finalmente se encogió de hombros, con una mueca resignada—. Pero tal vez esté siendo demasiado alarmista. Ahora que he descubierto que no ha perecido en la invasión sino que está vivo, todo se solucionará. En cuanto nuestra raza llegue a la Tierra, nuestros científicos procederán a diseccionar su mente, y podremos resolver el misterio. Sabremos lo que esconde en su cabeza, señor Wells, y quizá dejemos de tenerle miedo.

Mientras Wells palidecía, el Enviado nos miró entonces uno a uno, como un general pasando revista a su tropa.

—En cuanto a ustedes, me alegra comprobar que son especímenes fuertes y saludables, ya que necesitaremos esclavos que nos ayuden a construir un nuevo mundo sobre las cenizas del anterior.

—Lamento tener que arruinar sus planes —dijo de repente Clayton.

Comprendimos entonces, con un estremecimiento de pavor, que, lo quisiéramos o no, nuestro estrafalario plan de huida iba a comenzar, y todos nos tensamos, preparados para llevar a cabo nuestra parte lo mejor posible. El agente alzó su mano metálica, como si pretendiera detener una locomotora en marcha, y un segundo después, expulsó un chorro de humo directamente sobre el rostro del Enviado, que desapareció tras el telón de niebla que cayó entonces entre él y nosotros.

—¡Rápido, abandonen la habitación! —ordenó Clayton, gritándonos por encima del hombro.

Como si portáramos un ariete invisible, todos nos abalanzamos hacia la puerta, con Shackleton a la cabeza, seguido por Murray, que con su corpachón de oso protegía a las mujeres, y tras ellas el escritor, Harold y yo, relegados a un segundo plano en aquel contraataque sorpresa, cada uno por distintos motivos: el primero por su ínfima constitución, el segundo por su avanzada edad y yo por mi exacerbado instinto de supervivencia, que siempre me había llevado a evitar el roce físico fuera de mis clases de esgrima.

Desgraciadamente, cometí el error de mirar hacia atrás, y a través de la mampara de humo atisbé la transformación del Enviado. La visión me paralizó, como si hubiera caído preso de un hechizo. Entre sobrecogido y fascinado, contemplé cómo la silueta del falso Wells crecía y se deformaba bruscamente, al compás de pequeñas convulsiones. En apenas unos segundos se convirtió en una monstruosa bestia cuadrúpeda del tamaño de un elefante, dotada de lo que parecía una larga y gruesa cola. Un bramido atronador me demostró que también poseía una poderosa garganta. Y de repente, cuando todavía estaba abstraído en la grotesca metamorfosis, de entre la cortina de niebla, que empezaba a extenderse por la habitación, surgió la cola de la criatura, verdosa y gruesa y sembrada de púas, para ondear en el aire como un látigo. Buscando a ciegas algo a lo que asirse, la cola golpeó a Clayton, arrojándolo al suelo, y luego serpenteó hacia mí. Hipnotizado como estaba, ni siquiera pude reaccionar. El flagelo se enroscó velozmente en mi cuello y, sin comprender del todo lo que estaba sucediendo, sentí cómo mis pies se separaban del suelo. La presión del tentáculo alrededor de mi garganta me dificultó la respiración y noté que mi visión se emborronaba. Pataleando en el aire, luché por liberarme de aquel lazo corredizo, pero mis esfuerzos enseguida se me revelaron inútiles. Aterrorizado, comprendí que no tardaría en morir asfixiado. Pero antes de que eso sucediera, Harold apareció en mi ángulo de visión enarbolando el cortaplumas que poco antes descansaba en la mesa del despacho. Con un golpe certero que debió de requerirle todas sus energías, lo clavó en la cola de la criatura. Acto seguido, el apéndice me liberó y se agitó en el aire, mientras yo me derrumbaba en el suelo como un saco de harina, jadeante y mareado, pero con el aliento suficiente para ver cómo se enroscaba alrededor del cuello del cochero. La presión hizo que el cortaplumas resbalara de su mano. Traté de incorporarme para cogerlo y emular su hazaña, pero me encontraba demasiado mareado. Lo único que pude hacer, medio arrodillado en el suelo, fue contemplar cómo Harold era arrastrado por la cola de la criatura hacia el interior de la niebla. De la bruma me llegó entonces un macabro crujir de huesos, seguido de un gemido ahogado, y no pude sino lanzar una maldición. Aquel hombre estaba muriendo por mí, por alguien que a todas luces no merecía su sacrificio. Miré a mi alrededor, pero a causa de la humareda que había provocado el agente, no pude ver dónde había caído al ser derribado por la cola del monstruo, así que me resultó imposible saber si estaba inconsciente y por lo tanto todos seguíamos a merced del marciano, o si, por el contrario, en cualquier instante un brote de luz iluminaría el interior de aquella bruma, como la llama de un farolillo de seda chino, avisándome de que el agente había llevado a cabo su plan y que todos saltaríamos por los aires en cuestión de segundos. Fuera lo que fuese, decidí no quedarme a averiguarlo.

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