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Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

El mapa del cielo (84 page)

Pero esas palabras solo lograron que Emma se aferrase aún más al moribundo empresario. Murray nos dedicó entonces una mirada implorante. Lo había intentado, pero no había logrado convencerla, quizá porque nada podía persuadirla de que huyera con nosotros. Nos miramos unos a otros, sin que ninguno se atreviera a dar un paso para desclavarla de los brazos del empresario recurriendo a la fuerza. Clayton observó el fondo del túnel, por donde se acercaban los monstruos. Supongo que calculó que todavía disponíamos de al menos dos o tres minutos. Para nuestra sorpresa, se arrodilló junto a ellos.

—Señorita Harlow —le dijo con voz suave—, permítame decirle que ese juramento no es únicamente una metáfora. Como sabe, mi departamento se ocupa de todo aquello que la razón no puede comprender, así que debe creerme si le digo que, en algunos casos, lo que afirma el señor Murray es cierto. Hay amores tan grandes que son más fuertes que la muerte.

Emma volvió el rostro, y observó al agente en silencio.

—Si se hubiese enamorado alguna vez, sabría que eso no puede producirme ningún consuelo, agente —dijo con una leve irritación—. Así que, con todos mis respetos, váyase al infierno.

Clayton la miró durante unos segundos con una expresión entre triste y dolida, una expresión casi humana que jamás pensé que alguien como él pudiese componer. No supe si había dicho la verdad, si sabía por experiencia que hay amores capaces de traspasar las fronteras de la muerte, o si simplemente había dicho lo único que se le había ocurrido para convencer a la muchacha de que huyera con nosotros, una hermosa mentira para intentar salvarle la vida. Fuera como fuese, resultaba evidente que a Emma no le había impresionado en absoluto. Al final, el agente se levantó y contempló a Murray, como pidiéndole permiso para usar la fuerza con ella, agotada ya cualquier otra estrategia. Pero el empresario negó con la cabeza y, con una sonrisa de resignada renuncia, abrazó a la muchacha con las pocas fuerzas que le quedaban. Con eso estaba todo dicho.

Entonces, como si nosotros ya no estuviésemos allí, Murray comenzó a susurrar algo al oído de su amada, imponiéndole a su voz la cadencia de una canción de cuna, y aunque ninguno de nosotros consiguió escuchar sus palabras con claridad, todos pudimos ver cómo los sollozos de la muchacha cesaban de repente. Sin levantar la cabeza de su pecho, Emma sonrió con complicidad mientras Murray continuaba susurrándole, acurrucada en el nido que componían sus brazos, tranquila y ensimismada, ajena a la proximidad de la muerte que avanzaba a brincos hacia nosotros, como una niña que sonreía feliz escuchando un cuento infantil. Porque, a juzgar por los retales que oí, lo que Murray le estaba contando era eso, un cuento infantil, uno que a mí nunca me habían contado, uno que hablaba de globos de colores que surcaban galaxias hechas de algodón de azúcar, que hablaban de garzas anaranjadas y de hombrecillos con colas de dos puntas.

Clayton asintió con solemnidad, como si todo aquello fuera el final de una obra escrita por él.

—Tenemos que irnos ya —dijo entonces apresuradamente—. Debemos estar lo más lejos posible cuando detone el explosivo.

Y sin esperar respuesta, echó a correr por el túnel. El resto le imitamos, con un nudo en el estómago. Y mientras corría por las cloacas de Londres, con tal revoltijo de sentimientos en mi interior que tenía la impresión de que el alma se me había vuelto del revés, observé por encima del hombro a los dos enamorados, que continuaban abrazados en mitad del túnel, con la falsa mano de Clayton entre las suyas, volviéndose más pequeños a cada paso que dábamos. Entonces, justo en el momento en que vi aparecer las gigantescas siluetas de los monstruos a sus espaldas, los enamorados se fundieron en un beso de amor, sereno y lento, como si dispusieran de todo el tiempo del mundo para besarse, como si nada les importara más que la boca del otro. Y el roce de sus labios hizo que sus corazones estallaran, produciendo un resplandor de blancura que se derramó por el túnel, inundándolo en su totalidad.

No se me ocurre nada capaz de ilustrar con mayor fidelidad el amor de la pareja que aquel resplandor cegador y poderoso. Dos años han pasado desde que esa imagen se grabara en mis ojos para siempre, y me enorgullece afirmar aquí que, aunque Gilliam y Emma murieron aquel día en las alcantarillas de Londres, tiernamente abrazados, el amor que ambos se profesaron todavía sigue vivo, pues he impedido que se extinguiera con ellos recordándolo cada día, y ahora que voy a morir, he tratado de inmortalizarlo lo mejor posible en este trozo de papel para evitar que desaparezca conmigo. Lo único que lamento es no saber manejar las palabras con la destreza de Byron o de Wilde, para que quien lea esto en el futuro, si es que alguien lo hace, pueda sentir en las manos el mismo fuego abrasador que encendió los corazones de los enamorados.

Tras la detonación llegó hasta nosotros un crujido atronador, semejante al estampido de un trueno, que nos ensordeció. Sentimos cómo nos sacudía entonces una ráfaga de aire ardiente que casi nos hizo perder el equilibrio, y al instante siguiente contemplamos espantados cómo las paredes y el techo del túnel comenzaban a agrietarse a nuestro alrededor. Corrimos todo lo que nos permitieron nuestras cansadas piernas mientras el mundo se resquebrajaba, ayudándonos unos a otros y esquivando los cascotes que empezaron a llover del techo y que, a causa de nuestra sordera, oíamos rebotar en el suelo como si estuvieran acolchados. Una polvareda que apenas nos permitía ver nada invadió de repente el corredor, pero entre toses y gritos logramos salir al túnel donde desembocaba nuestra galería. Intercambiando miradas rápidas, comprobamos que nadie había resultado herido. Con el rostro enharinado de polvo, Shackleton intentó orientarse, mientras a nuestras espaldas, el pasadizo que nos había conducido hasta allí empezaba a desmoronarse produciendo un estruendo que debió de resultar sobrecogedor.

—¡Por aquí! —gritó el capitán, adentrándose por un túnel angosto que se abría en la pared del principal.

Apenas pudimos oír su voz, pero le seguimos sin perder un segundo, corriendo encorvados para no golpearnos la cabeza en el techo del pasadizo. En el túnel apenas había luz, y se hallaba anegado hasta la tercera parte, por lo que tuvimos que avanzar medio a ciegas con el agua hasta las rodillas, aunque a esas alturas de nuestra interminable huida ya nada me importaba. Me hallaba tan exhausto que no me preocupaba saber adónde nos dirigíamos, ni si los marcianos nos seguían o no. Mi sordera empezó a remitir, y pude oír cómo nuestras respiraciones, cansadas y casi dolientes, resonaban en las paredes, proclamando que todos nos encontrábamos al límite de nuestras fuerzas, y quizá de nuestra cordura. Yo apenas me tenía en pie, sentía la piel ardiendo, y el mareo y las náuseas me mortificaban, pero sobre todo me encontraba demolido por dentro: había comprendido que era un fraude como ser humano, que mi alma estaba tan cubierta por las malas hierbas del egoísmo y el interés que ninguna rosa era capaz de germinar allí. Todo lo que en el resto de los hombres surgía de un modo natural y espontáneo, en mí requería de un esfuerzo racional, y en la mayoría de los casos de una futura recompensa o satisfacción personal. Aquellos eran los pensamientos que me atormentaban mientras chapoteaba por el pasadizo, respirando atropelladamente y sintiendo que cada vez me resultaba más trabajoso dar un paso. Pero de repente, sin llegar a entender por qué, empecé a correr sin esfuerzo, como si alguien me hubiera cosido alas a los pies.

—¡El túnel se está inclinando! —oí gritar a Wells a mi espalda.

Sí, aquello era lo que ocurría: el pasadizo estaba descendiendo, y de pronto, la pendiente se hizo tan acusada que nos descubrimos rodando por el estrecho túnel, arrastrados por el agua que lo anegaba. Mientras resbalaba hacia Dios sabía dónde, oí en la distancia el estruendo del agua, un fragor que fue haciéndose cada vez más intenso, y no me costó comprender que descendíamos por uno de los muchos tubos que vertían sus aguas residuales en el desagüe principal, el enorme conducto que, serpenteando bajo las calles, se ocupaba de transportar las inmundicias de los londinenses hasta algún recodo del Támesis. Imaginé que el túnel terminaría abruptamente en una caída de varios metros, una especie de catarata de juguete tendida hacia la poza donde confluían los tubos. No sabía si aquel párroco venido del espacio había sido consciente de los escollos que jalonaban la ruta que nos había sugerido, o si los había considerado un mal menor, dada las circunstancias, pero lo cierto era que corríamos un grave peligro, pues no confiaba en que lográramos salir ilesos de la inminente caída. Me revolví como pude, intentando ofrecer al agua la mejor postura posible.

Entonces descubrí a Jane descendiendo casi a mi lado, aterrorizada y pálida, y unos metros detrás de ella, distinguí al escritor, alargando el brazo con desesperación, en un intento vano por alcanzarla. Sin pensarlo, me abracé a ella, cobijándola en la crisálida de mi propio cuerpo, esperando poder protegerla todo lo posible de la caída. De repente, el tubo desapareció y me sentí tendido sobre el aire, abrazado al cuerpo tembloroso de la muchacha. Fue una sensación extraña, similar a flotar en la nada. Y pareció que fuera a durar para siempre, pero el espejismo se rompió cuando sentí que mi espalda golpeaba brutalmente contra algo sólido. El encontronazo a aquella velocidad me astilló varias costillas, robándome el aliento por unos segundos, aunque me las arreglé para seguir sujetando a la muchacha. Cuando me repuse del aturdimiento, descubrí que había impactado contra la barandilla que rodeaba la enorme poza donde los tubos descargaban el agua. Varios metros por encima de mi cabeza, vi el túnel que nos había escupido, vertiendo su repugnante cargamento sobre la poza, y al menos una docena de tubos más plagiando su tarea. Del fondo de aquella poza, donde se congregaba toda la porquería de Londres, surgía un túnel sumergido que desembocaba en alguna parte, originando un furioso remolino en mitad del agua. Pero probablemente nadie lograría aguantar la respiración durante el tiempo necesario para escapar por allí, calculaba que no menos de quince o veinte minutos. Si aquel era el plan del buen pastor marciano, resultaba evidente que había sobrevalorado nuestros pulmones.

A mi lado, Jane tosió, semiinconsciente, desvanecida quizá por el miedo que la había embargado durante la caída al vacío, aunque sana y salva gracias a que había sido mi cuerpo el que había soportado el tremendo golpe contra la barandilla. Observé que Shackleton había caído dentro de la poza, pero aunque el poderoso remolino intentaba arrastrarle hacia el fondo, el capitán parecía encontrarse ileso y con vigorosas brazadas trataba de aproximarse a la pared de la poza, donde distinguí una escalerilla formada por unos agarraderos de hierro. Aparté la mirada del denodado pulso que Shackleton mantenía contra aquella espiral mortífera, sabiéndolo ganador, y busqué a los demás. Entonces, a unos metros de mí descubrí a Clayton, asido con sus piernas a la barandilla, y agarrando con su única mano al escritor, que pataleaba colgado del vacío. Enseguida comprendí que si Wells caía al agua sería irremediablemente tragado por el remolino debido a su pobre constitución física.

—¡Aguante, Clayton! —grité, mientras me incorporaba trabajosamente con la intención de llegar hasta él para ayudarle a izar al escritor.

Me arrastré hacia ellos lo más rápido que mi magullado cuerpo me permitió, intentando sobreponerme al lacerante dolor que provenía de mis costillas rotas, mientras observaba cómo Clayton gritaba algo a Wells, tratando de que el escritor le oyera por encima del estruendoso fragor del agua. De soslayo comprobé que el capitán había conseguido finalmente alcanzar los agarraderos que había en la pared unos metros más allá y subir hasta la barandilla, y que se acercaba también hacia donde estaban ellos colgando por dentro de la poza con sus poderosos brazos. Sin embargo, Shackleton no estaba tan cerca del escritor y del agente como lo estaba yo.

—¡Aguanten un poco más! —grité a un metro de ambos, apretando los dientes para evitar desmayarme por el dolor.

Pero ninguno de los dos pareció oírme, pues estaban ocupados en gritarse el uno al otro. Cuando al fin llegué a su lado, pude oír las palabras que en ese momento Clayton estaba gritándole a Wells con el cuello tenso, los gruesos tendones estirados al límite de su resistencia.

—¡Hágalo! ¡Le aseguro que puede hacerlo, confíe en mí! ¡Solo usted puede salvarnos!

Sin entender a qué se refería el agente, yo grité a mi vez:

—¡Deme la mano, Wells! —Y estiré un brazo hacia él mientras con el otro me agarraba a la barandilla.

El agente se volvió entonces hacia mí y me sonrió, sudoroso y exhausto por el terrible esfuerzo. Luego puso los ojos en blanco, soltó a Wells, y se desmayó. No conseguí atraparlos a tiempo, y contemplé cómo ambos caían a plomo en la poza, de la que nos separaba al menos una docena de metros. El capitán, que acababa de llegar hasta allí por el otro extremo, se arrojó tras ellos y logró asir a Clayton antes de que se hundiera. Pero comprendí que no lograría rescatar también al escritor, así que, sin pensar que el golpe contra las aguas podía dejarme inconsciente, salté la barandilla y me sumergí en aquel lago enlodado y maloliente. El impacto acrecentó el dolor de mis costillas, pero no me aturdió tanto como para hacerme perder el conocimiento. El agua estaba terriblemente turbia, y cuando logré recuperarme, me sumergí en ella y buceé de un lado a otro con desesperación, luchando contra la terrible fuerza del remolino que trataba de succionarme hacia el fondo. Intenté dar con el cuerpo de Wells, pero ni siquiera logré verlo. Cuando mis pulmones amenazaron con estallar, emergí a la superficie. Y sentí cómo un tentáculo se enroscaba en mi cuello y me alzaba por los aires.

Aquel fue el final de nuestra esforzada huida. Cuando la cola de uno de los monstruos me sacó del agua y me arrojó sobre el borde de la poza, donde se hallaban el resto de mis compañeros, descubrí que nos habían hecho prisioneros. El Enviado estaba ante nosotros, de nuevo con la forma de Wells, por lo que dedujimos que el explosivo de la mano de Clayton debía de haber aniquilado a algunos de sus hermanos, que seguramente encabezaban la persecución.

Dos años después, todavía recuerdo las miradas de derrota que intercambiamos allí en la poza, jadeantes y mareados, y el miedo que sentimos ante nuestro futuro, un miedo que hoy calificaría de insuficiente, casi ridículo, en comparación con el desolador destino que nos aguardaba. Pero lo que recuerdo con mayor claridad son los gritos de Jane llamando desesperadamente a Wells, gritando su nombre una y otra vez, hasta quebrarse la garganta. Unos gritos que solo palidecieron ante el rugido de rabia que el Enviado profirió cuando sus hermanos, tras inspeccionar el fondo de la poza, emergieron a la superficie para anunciarle que no había el menor rastro del escritor por ninguna parte: su más preciada cucaracha se había escapado, llevándose consigo su secreto. Y eso, por desgracia para él, convertía el universo en un lugar inconmensurable, donde todo era posible. Todavía hoy desconozco qué habrá sido de Wells. Imagino que el impacto de la caída le dejaría inconsciente y terminaría ahogándose, siendo expulsado al Támesis por algún afluente. Y ese final, aunque no lo parezca, era el mejor que podía haber tenido.

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