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Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

El mapa del cielo (86 page)

—Pero… ¿estás seguro, amigo? —preguntó—. ¿Te fías de esas mujeres?

—Por supuesto, Charles. Mira esto… —respondió Shackleton, colocando en las manos de su amigo el misterioso objeto que había estado manoseando. Charles lo palpó a ciegas, dejando que el capitán guiara sus dedos—. Me lo dio una de las mujeres. Es un aparato de mi tiempo, un… Bueno, nosotros lo llamábamos «buscador». Lo reconocí en cuanto me lo entregó.

—¿Y qué es? —La voz de Charles apenas resultaba audible para el capitán.

—Lo utilizábamos para encontrar a los supervivientes entre las ruinas, después de la batalla. Todos llevábamos uno colgado del cuello. Yo me quité el mío antes de viajar hasta aquí, para no despertar sospechas entre la gente de la época. Pero ahora he conseguido este, gracias a esa valerosa mujer. Muchas de las que habían logrado escapar de los campos están dejándose apresar de nuevo, llevando varios de estos buscadores ocultos en sus ropas, con la misión de encontrarme y entregármelo. Y ahora voy a activarlo y a ocultarlo en mi ropa, Charles. Esto atraerá a mi ejército con mayor rapidez, en cuanto desembarquen en Inglaterra. Vendrán directamente a buscarme. Es cuestión de meses, amigo mío, quizá de semanas. Pero llegarán, Charles, llegarán. Y será el fin de los marcianos. Vamos a derrotarles, amigo mío.

—A derrotarles… —repitió Charles en una especie de gemido.

—Sí, Charles, sí, les derrotaremos… —El capitán acarició el ralo cabello del moribundo, que se le había apelmazado sobre la frente; y después le quitó con delicadeza aquel objeto de sus manos, las cuales cayeron exangües a los costados de su cuerpo. La respiración de Charles ahora era tan solo un ronquido tenue y breve—. Tú tenías razón, amigo mío. Siempre la tuviste. Les derrotaremos porque
ya les hemos derrotado
.

«Porque ya les hemos derrotado», escuchó Charles mientras traspasaba el brumoso umbral de la inconsciencia. Sí, iban a reconquistar la Tierra, pensó febrilmente. Él había tenido razón desde el principio, eso acababa de decirle el capitán. Sí, claro que la había tenido, ¿cómo había podido dudarlo alguna vez? Él había visto el futuro, había visto el año 2000, y el bravo capitán Shackleton estaba en él, victorioso sobre el rey de los autómatas, sin marcianos por ninguna parte, sin… Claire.

La respiración de Charles se aceleró todavía más. Claire, recordó. Claire estaba en las entrañas de la pirámide. Sí, estaba allí, muerta o algo peor. En aquel repugnante fluido verde. Él la había visto. Y tenía que contárselo a Shackleton; para eso había acudido a su celda, para otorgarle el descanso… ¡Pero ahora no podía contárselo!, se dijo, presa de la confusión… Si el capitán descubría que su esposa estaba muerta, se derrumbaría. No le importaría ni su ejército, ni la salvación de la humanidad… ¡No le importaría nada! Charles sabía que sería así, lo había visto antes: frente al amor por su mujer, el héroe dejaba paso al hombre, y ese hombre no querría seguir viviendo en un mundo sin su amada. Se quitaría la vida, encontraría el modo de hacerlo, y su ejército no llegaría a tiempo de salvarlo… ¿Qué pasaría entonces? ¿Continuaría la revolución sin Shackleton? ¿Salvaría aquel ejército a la Tierra sin su bravo capitán, sin el hombre que había salvado al mundo en el futuro del que ellos provenían? No lo sabía, pero no podía arriesgarse a que eso sucediera. ¿Y si su acción lo cambiaba todo, provocando un desgarrón en el tejido del tiempo, aquello que tanto temía Murray? ¿Podría ocurrir algo así? Charles intentó bucear en las aguas cada vez más oscuras que anegaban su mente en busca de una respuesta, pero los pensamientos se le enredaban unos con otros, formando una confusa madeja: el futuro, que él ya había visto, por lo que bien podía considerarse pasado, y el presente, en el que vivía, no seguían su orden natural y habían adquirido una disposición que se le antojaba insólita, aunque lo cierto era que tampoco estaba seguro de eso. ¿Podría el mismo capitán que debía vencer a Salomón morir en las entrañas de la pirámide sin que el entramado del universo saltara por lo aires? Demasiado confundido, Charles resolvió que lo mejor era guardar silencio, por temor a estropearlo todo. El capitán debía conservar la esperanza de encontrar a Claire algún día, debía luchar alentado por esa esperanza. Sí, debía salvar la Tierra ahora, preservando así el futuro, aquel futuro donde vería por primera vez —otra vez— a Claire, y desde el que viajaría a su época para estar con ella, para enamorarse una y otra vez de ella, para perderla también una y otra vez, y para buscarla siempre, sin que le arrebataran jamás la esperanza de encontrarla, porque la humanidad le necesitaba así, solitario, triste, soñando eternamente con encontrar a su Claire.

Charles movió la cabeza en la dirección donde intuía borrosamente que se hallaba el capitán, y forjó un par de grotescas muecas antes de lograr componer la sonrisa con la que quería acompañar su broma:

—Porque lo dice el futuro… —logró articular, olvidándose para siempre del cuerpo desnudo de Claire Haggerty, que nadie rescataría ya de las entrañas de la pirámide.

Y mientras lo hacía, Charles comprendió que su papel en aquella obra no era otro que el del mentiroso, el del rey de las mentiras, del embaucador, del hombre que debía ocultar la verdad al héroe para que este continuara siéndolo. Sí, a él le había correspondido interpretar al hombre que con su mentira preservaba el futuro. Y abrazando el mezquino papel que el destino le había reservado, Charles Winslow dejó que la oscuridad entrara dentro de él y que su alma se disolviera en la nada.

El capitán Shackleton lo contempló durante unos instantes, y después alargó su mano y le cerró los párpados cuidadosamente, para que su amigo descansara al fin, con el castigado semblante envuelto en una paz merecida e infinita. Recogió entonces los restos de la vela que había estado amasando entre sus dedos mientras hablaba con él, hasta darle la forma de algo que, en su delirio, Charles pudiera confundir con el medallón que demostraba la existencia de aquel ejército del futuro que venía a buscarlo. Lo colocó luego sobre la mesa, preguntándose si Ashton podría conseguirle otro cabo de vela al día siguiente, y si el collar de Charles tardaría mucho en activarse y conducirlo al embudo, o si tendría que depositar su cadáver en el suelo para acostarse en su camastro. Necesitaba dormir. En cuanto amaneciera volverían a llevarlo al pabellón de mujeres, y quería estar lo más descansado posible porque, quién sabía, quizá mañana fuera el día en el que por fin encontrara a Claire…

Por supuesto, el capitán no encontró a Claire al día siguiente, ni al otro, ni ninguno de los muchos días que se fueron sucediendo, apilándose silenciosamente hasta convertirse en otro año más. Aunque esa es otra historia y espero que sepan disculpar que ahora no pueda contársela, pues nuestra narración nos lleva por otros derroteros. Quizá tenga la oportunidad de hacerlo en otra ocasión, lo cual haré con el mayor placer. Sin embargo, antes de que abandonemos al bravo capitán Shackleton en su celda, soñando con su amada Claire, permítanme el atrevimiento de pedirles que no piensen mal de él, pese a la escena que acabo de relatarles. Estoy seguro de que durante el transcurso de esta historia, al igual que Charles, muchos de ustedes no habrán sabido qué opinar sobre el capitán Shackleton. ¿Es este hombre el verdadero capitán, el hombre que en el año 2000 salvará al mundo, o por el contrario se trata de un estafador, de un oportunista que se ha hecho pasar por el capitán para enamorar a una bella y pudiente muchacha a la que, de otro modo, no habría podido aspirar?, se habrán preguntado más de una vez, tal vez influidos por las incesantes dudas de Charles. ¿Estamos ante un hombre que viajó desde el futuro por amor, o ante un hombre que por amor se inventó un pasado? ¿Se trata del auténtico capitán, y decidió inventar esa mentira para que Charles muriera feliz, o de un impostor que también se apiadó de él en el último momento? ¿Es ese hombre un estafador o un héroe? Sin embargo, aun a riesgo de ganarme su antipatía, me tomaré la licencia de no contestarles, aunque tenga la respuesta a esa pregunta, y a cualquier otra que se les pueda ocurrir, pues recuerden que yo todo lo veo y todo lo oigo, aunque no quiera… Como les he dicho, quizá algún día pueda contarles la sorprendente historia del capitán y las extraordinarias aventuras que todavía le aguardan, y si eso ocurre, prometo desvelarles el misterio de su identidad.

De momento, solo les diré que, independientemente de si es o no un farsante, lo que está claro es que ese hombre que ahora suspira en su celda, imaginando que quizá al día siguiente encuentre a su amada, es un auténtico héroe. Y no porque en el futuro haya decapitado, o vaya a decapitar, al malvado Salomón con su espada, salvando así a la humanidad. Hay otras maneras, si bien menos vistosas, de convertirse en un héroe. ¿Acaso no merecería ese calificativo alguien que fuese capaz de hacer soñar a un moribundo con un mundo mejor, como él acaba de hacer con el pobre Charles? En mi humilde opinión, sí. Y nada me gustaría más que ustedes también lo creyeran así. Charles Winslow murió vislumbrando por entre las rendijas de la muerte un planeta victorioso, reconstruido por el capitán y sus hombres, un mundo aún más hermoso que el que había conocido… ¿No deberíamos considerar un héroe a alguien que logra crear un mundo perfecto, aunque tan solo sea por un instante y para un solo hombre? ¿Acaso no fue también un héroe Gilliam Murray, por conseguir que su amada Emma muriera sonriendo? Sí, como también lo fueron Adam Locke y tantos otros que, usando su imaginación, salvaron cientos de vidas. ¿O acaso no fue eso lo que hicieron al lograr que a una gran parte de la humanidad le resultara un poco más hermoso el siempre triste ejercicio de vivir? Sí, y entre todos esos héroes merece ser incluido también el falso o verdadero capitán Shackleton, que decidió regalarle a Charles en su último instante de vida su propio mapa del cielo, un cielo donde el ocaso tendría al fin los añorados colores de su infancia.

38

Pero más de setenta años antes de que el alma de Charles se disolviera en la nada, otra alma surgió de ella. Y aunque el nacimiento duró menos de un segundo, Wells sintió cómo todo él era reconstruido paso a paso por una mano invisible, que en un instante atornilló sus dispersos huesos dando forma al bastidor de la osamenta, a la que anudó el sistema circulatorio y las guirnaldas de los nervios, para repartir luego un puñado de órganos a lo largo del improvisado armazón, y finalmente empaquetarlo todo con el papel de estraza de la carne. Con el barniz final de la piel, el escritor se sintió bruscamente golpeado por el frío, el cansancio, las náuseas y otros padecimientos propios del cuerpo con que cargaba desde siempre, que lo clavaron a la realidad como un ancla. Se descubrió entonces sumergido en un agua fangosa y pestilente, y al segundo siguiente expulsado por la fuerza de la corriente, lanzado por los aires sobre un lecho de agua quieta.

Una vez comprendió que ya no sería arrastrado a ninguna parte, Wells braceó para salir a la superficie. Cuando lo logró, boqueó repetidas veces, y miró a un lado y a otro desorientado, sin entender dónde estaba ni qué había sucedido. Poco a poco, a medida que la vista y la mente se le fueron aclarando, dedujo que lo había escupido al Támesis algún ramal de la cloaca, pero por mucho que escrutó a su alrededor no logró encontrar el menor rastro de sus compañeros. ¿Dónde demonios estaban? Esperó por si aparecían flotando en el río, pero hacía demasiado frío y se encontraba terriblemente mareado. Le sobrevino entonces el vómito y descargó con profusión sobre las aguas todo el contenido de su estómago. Eso le hizo desechar su papel de anfitrión del Támesis, y medio desfallecido y tembloroso, nadó con torpeza hacia el muelle más cercano, izándose como pudo. Al saberse en tierra firme, trató de serenarse. Había burlado a los marcianos, aunque aquello no era motivo de celebración alguna, pues sin duda se trataba de una escapada momentánea: en cualquier momento podían aparecer por algún lado para atraparlo definitivamente y abrirle la cabeza, como había prometido el Enviado.

Sentado en el muelle como un mendigo, jadeando por la fatiga y la excitación, paseó la mirada a su alrededor, y se sorprendió de no encontrar el menor signo de la devastación que habían producido los marcianos. ¿Dónde estaban los estragos causados por los trípodes?, se preguntó, estudiando con atención el perfil de Londres que podía ver desde el lugar donde se hallaba. Sin embargo, la ausencia de destrozos no era lo único extraño, había algo más. Estaba en Londres, sí, de eso no había duda, pero aquel no era su Londres. La mayoría de los edificios eran de dos o tres plantas, y no distinguía el Tower Bridge. No se trataba de que hubiese sido destruido, sencillamente parecía como si aún no hubiese sido… construido. Lleno de incredulidad, observó que tan solo un puñado de puentes —el de Waterloo, el de Westminster y algún otro— unían los márgenes del Támesis. Y atónito, reparó en que el nuevo puente de Londres todavía se estaba construyendo, a unos treinta metros al este del original. Wells se incorporó de un salto y contempló medio aturdido la antigua estructura angosta y decrépita que todavía estaba en uso, a la espera de su derribo. Por si eso fuera poco, el Támesis, que se hallaba surcado por una horda de ferris a remo, discurría ahora por playas de gravilla negruzca en las que menudeaban los pequeños astilleros ribereños, cotos privados de pesca y los embarcaderos de unas pocas casas de alcurnia. El escritor dejó escapar un hondo suspiro. Daba la sensación de que todo estaba… por hacer.

Permaneció un buen rato contemplando aquel Londres incompleto sumido en un lánguido estado de estupor, hasta que comprobó que la visión no tenía intención de desvanecerse, demostrándole que no era más que un producto de su mente exhausta. Y entonces, poco a poco, las últimas palabras que había intercambiado con Clayton regresaron a su memoria, todavía barajadas entre el desorden de recuerdos de las últimas horas: la huida desesperada por las cloacas, la muerte de Gilliam y Emma, la espantosa caída por los túneles… ¿Qué le había gritado Clayton antes de que ambos cayeran al vacío? Movido por un presentimiento tan repentino como fugaz, Wells se acercó a una papelera y de entre la inmundicia rescató un periódico para consultar su fecha: era del 23 de septiembre de 1829. Aquel descubrimiento lo dejó perplejo. ¡Se hallaba en el Londres de 1829!, se dijo. Sacudió la cabeza, entre el pánico y el delirio. Todavía faltaban ocho años para que el rey Guillermo IV muriera y el arzobispo de Canterbury se presentara en el palacio de Kensington para comunicarle a su sobrina Victoria, de apenas dieciocho años recién cumplidos, que acababa de heredar el trono del país más poderoso del mundo. Dios… ¡todavía faltaban 37 años para que él naciera! ¿Cómo era posible…?

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