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Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

El mapa del cielo (90 page)

Entonces lo embargó el pánico, y pudo sentir cómo, en algún rincón de su mente también escarchada por el frío, brotaba un vértigo familiar, una sensación de mareo que se fue extendiendo con rapidez por su cabeza. Y de repente, el frío que lo torturaba desapareció, porque también desapareció todo él. Wells sintió un inmenso y gozoso alivio, pero al segundo siguiente, volvió a encontrarse encerrado dentro de sí mismo, atrapado de nuevo en el sarcófago helado y adormecido que era su cuerpo. Algo caliente, tal vez su alma medio disuelta, le trepó hasta la garganta y tuvo que vomitarla sobre la nieve. Pero aquello no hizo que el mareo remitiera. Al contrario, Wells notó cómo volvía a intensificarse, y de nuevo se sintió arrancado de su carne, extraviado en el aire pero eximido de todo sufrimiento, para regresar al dolor y al frío al segundo siguiente. Mareado, vomitó sobre la nieve, dos, tres, infinitas veces, mientras una parte de su mente comprendía que estaba viajando en el tiempo, viajando una y otra vez, trotando a ciegas por los años, quizá por los siglos, desperdigando sus pasos borrachos por la eternidad. Su cuerpo quería escapar de la muerte, de aquel abotargamiento atroz e interminable que lo embargaba, que amenazaba con helarle las entrañas. Pero de nada le servía huir en el tiempo si no podía escapar del espacio, si siempre le daba la bienvenida el mismo paisaje inhóspito, aquella llanura de hielo empeñada en ser su tumba, a veces sumida en una profunda oscuridad, otras apenas iluminada por un sol mortecino que brillaba en el cielo como una gota de mercurio. No podía escapar de un lugar que parecía más antiguo que el tiempo.

Al rato, medio desmayado por el esfuerzo, reparó en que al fin había dejado de vomitar, y que el mareo había remitido. Ahora una luz desvaída hacía resplandecer suavemente la nieve, y el frío no era tan acerado. Quizá habría unos tres o cuatro grados de temperatura, que Wells, extenuado como se encontraba, apenas pudo agradecer con un amago de sonrisa. Esperó un tiempo tirado en el suelo, aguardando el próximo viaje, pero no hubo ningún otro. ¿Había forzado tanto la extraña maquinaria de su mente que había acabado quemándola?, se preguntó, al borde de la inconsciencia. Como había hecho el
Annawan
en el hielo, su cuerpo había encallado finalmente en un año desconocido, del que solo sabía que iba a ser el año de su muerte.

Entonces vio el rostro de Dios.

Era un rostro de piel amarillo oscuro y pómulos prominentes, adornado por unos ojos oblicuos que albergaban una inteligente simpleza. Estuvo un rato contemplándolo con atención, como si intentara reconocerlo de entre su rebaño, y tal vez por cómo había enmendando su error, salvando su planeta, Dios consideró que debía vivir. Lo alzó, pues, con sus pequeñas manos y lo depositó sobre un trineo. Con los restos de consciencia que le quedaban, Wells sintió entonces cómo algo lo cubría, abrigándolo, y luego oyó un susurro afilado, una suerte de roce que con el transcurso de los minutos comprendió que debía de causarlo su trineo al deslizarse sobre la nieve. Dios lo estaba transportando a alguna parte, y al rato, no supo cuánto tiempo después, si días u horas o siglos, escuchó voces, un enjambre de palabras en diferentes tonos cuyo significado no logró entender, y sintió manos que lo palpaban y lo desnudaban, hasta que finalmente el mundo dejó de girar, deteniéndose en una tibia sensación de bienestar. Y aunque desde las brumas de la inconsciencia Wells no lograba comprender con claridad lo que estaba sucediendo, reparó en que el frío había desaparecido. Ya no sentía su salvaje mordedura, y poco a poco, volvió a ser consciente de su cuerpo, de sus olvidadas dimensiones: sintió sus pies contra lo que parecía una manta, su espalda sobre algo agradablemente muelle, su cabeza sumergida en un nido de blanduras. Se estaba dibujando de nuevo con mano firme sobre el mundo.

Un día, no supo cuánto tiempo después, despertó en el camastro de un camarote cálido y confortable. Se encontraba en lo que parecía ser una estación ballenera, vivo y aparentemente intacto, aunque tenía la mano derecha vendada. Por el mobiliario y la vestimenta de los individuos que entraban de cuando en cuando en el camarote, no pudo deducir en qué época se hallaba, así que anunció su despertar preguntando, para extrañeza de todos, en qué año se encontraba. Le respondieron que en el año de gracia de 1865. Y Wells asintió con una débil sonrisa. No había huido demasiado lejos. Probablemente había realizado saltos más largos mientras agonizaba en el hielo, pero lo cierto era que no podía saberlo. Ahora se hallaba treinta y cinco años después del día que había clavado el arpón en el monstruoso cuerpo del Enviado, y apenas un año antes de que en Bromley, en una modesta vivienda atestada de cucarachas, naciera un hombre que sería en todo idéntico a él.

Cuando, un par de días después, el cirujano de la estación le quitó el vendaje de la mano, descubrió que le habían amputado el pulgar y el índice, pero aquello le pareció un precio insignificante por haber sorteado la congelación y seguir conservando la vida. Pasó al menos una semana en aquel tosco aunque confortable camastro, reponiendo fuerzas mientras saboreaba en silencio su increíble victoria sobre el Enviado, repasando día a día la infernal expedición, sus dudas, sus miedos, los últimos y dramáticos instantes en los que llegó a creer que fracasaría y todo habría sido en vano. Aquella gesta, en fin, que ahora le parecía imposible haber protagonizado.

Fue también durante aquellos días cuando ató algunos cabos sueltos que habían estado cosquilleándole en la mente, ocupada antes en asuntos más importantes, y así recordó que en algún sitio, quizá en uno de los muchos artículos que existían sobre el escritor de Baltimore, había leído que Edgar Allan Poe sobrevivió, junto con el explorador Jeremiah Reynolds, a una extraña expedición que había acabado en motín, y que hasta aquel momento no se le había ocurrido relacionar con el viaje del
Annawan
. Estaba claro que aquellos dos se las habían ingeniado para enterrar al Enviado en el hielo —¿corriendo en algún momento, tras una repentina inspiración, hacia la parte trasera del buque, allí donde el hielo era mucho más fino?— y regresar a la civilización de algún modo, donde habían decidido mentir sobre lo que les había ocurrido en el Polo Sur. Pero ahora Wells había visto lo que había sucedido de verdad. Y no les culpó por haber mentido al mundo. ¿Acaso este los hubiera tomado por algo distinto a un par de locos? Sí, había sido mejor inventarse un motín y cruzar los dedos para que el asunto se olvidara con el tiempo, pudiendo así retomar su vida donde la habían dejado. Wells no recordaba qué había sido de Reynolds, pero Poe se había convertido en uno de los mejores escritores del mundo. Él mismo lo consideraba uno de sus preferidos, tal y como hemos señalado, y había leído con devoción toda su obra, incluida
La narración de Arthur Gordon Pym
, aquella novela malsana, recorrida por un terror subterráneo que acababa de descubrir de dónde provenía.

Una vez recuperado, Wells embarcó hacia Nueva York y desde allí hacia Londres, con una serena sonrisa en los labios. Ahora sí podría empezar una nueva vida sin remordimientos. Se la había ganado. Y aunque habría podido establecerse en cualquier lugar de América, había preferido volver a su país. Quería recorrer Londres de nuevo, comprobar in situ que todo estaba bien, en orden. Pero sobre todo —debía reconocerlo—, necesitaba estar cerca del Wells que nacería al año siguiente, verlo vivir desde la distancia, tal vez velarlo. Sí, necesitaba ver cómo sería la vida que él ya no podía vivir, pues debía fabricarse otra existencia, y la ausencia del pulgar y el índice en su mano derecha, los dos dedos con los que sostenía la pluma, le insinuaba que debía resignarse a una vida corriente. A ser, simplemente, uno más.

41

H. G. Wells llegó a Londres un año antes de su nacimiento. Durante la larga travesía, contemplando el iridiscente y vasto océano desde la cubierta del buque, había dispuesto de tiempo más que suficiente para hacer planes: se forjaría una nueva vida bajo la falsa identidad de Griffin, y tal vez se dejaría crecer la barba y el cabello para que nadie pudiera reconocerlo, aunque eso quizá no hiciera falta, pues cuando el verdadero Wells —¿por qué no podía evitar referirse al otro como el auténtico?— tuviera su edad, él ya sería un venerable anciano cuyas arrugas suplirían cualquier disfraz. Había asuntos más importantes de los que preocuparse, se dijo, como por ejemplo escoger el sitio donde iniciar aquella planeada nueva vida. Tras considerar varias opciones, eligió Weybridge, no solo porque era uno de los pueblecitos de las afueras de Londres que más habían sufrido durante la invasión marciana, sino porque se hallaba tan cerca de la metrópoli como de Woking y Worcester Park, los pueblos donde el otro Wells establecería su residencia. Porque una cosa tenía clara: él se construiría una nueva vida —sí, qué otra alternativa tenía—, pero esa vida sería lo más parecido a existir por pura inercia, porque nunca podría considerarla suya. Sería una vida reducida a lo esencial, podada de todo cuanto no fuera el acto de comer o de respirar. Su vida, la verdadera, aquella que le daría las obligadas satisfacciones y quebrantos, la estaría viviendo el otro Wells, y solo permaneciendo lo más cerca posible de él, manteniéndose al calor de su lumbre, su nueva existencia de desahuciado tendría algún sentido. Sí, únicamente así, ejerciendo de testigo de los acontecimientos más importantes de la vida de su doble —de los que ya había vivido y de los que ya no viviría—, podría ser feliz, y sus días le resultarían soportables. Para eso había regresado a Inglaterra, después de todo. Lo que pasara con su vida, en realidad, le importaba muy poco. Le bastaba con que fuese lo más tranquila y discreta posible, lejos de cualquier tensión o angustia que pudiera hacerle saltar de nuevo en el tiempo. Y a ello se aplicó lo mejor que pudo: se estableció en Weybridge, encontró trabajo en una botica, y dejó que sus días transcurrieran todos iguales, discurriendo como un riachuelo en el que no tenía el menor interés de lanzar su caña. Se resignó a vivir, en fin, en una especie de épico aburrimiento lindante con el letargo.

Y de vez en cuando, tomaba un carruaje e iba a verse vivir de verdad: se vio nacer en la casita de Bromley, donde sus padres tenían una pequeña tienda de porcelanas. Se vio escurriéndose a los siete años de las manos del hijo del tabernero, y fracturándose la tibia al golpearse contra una de las clavijas que sujetaban los vientos del tenderete de las cervezas. Se vio leyendo con la pierna en alto
La narración de Arthur Gordon Pym
, de Edgar Allan Poe. Se vio deslumbrando con su vivaz inteligencia al señor Morley, que dirigía la academia de Bromley. Se vio marchitándose en la pañería de Rodgers & Deyner, en Windsor, donde su madre lo había mandado a trabajar, y luego, se vio destacando con facilidad entre el alumnado de la Escuela Secundaria de Midhurst, de la que fue arrancado de nuevo, con apenas quince años, para formarse como aprendiz en el Emporio de Pañerías del señor Edwin Hyde, en Southsea.

Todo eso lo observó Wells desde una prudente distancia, oscilando entre la emoción y la nostalgia, mientras ponía el mayor cuidado para evitar alterar el ordenado desfile de los acontecimientos. Debía dejar que su gemelo hiciera punto por punto todo lo que él había hecho.

Pero llegados al tramo de su vida en el que su doble debía ingresar como aprendiz en el Emporio de Pañerías de Southsea, Wells decidió que era el momento de dejarse ver: había algo de su existencia que quería modificar desde hacía tiempo. Lo había pensado mucho, estudiando todas las posibles consecuencias que su intervención podía acarrear, hasta concluir que tal vez no era lo suficientemente significativa como para provocar un cambio importante. Viajó entonces a Southsea y, plantado ante el edificio de la pañería, en cuyo interior languidecía su gemelo, Wells se dejó inundar por los recuerdos. Recordó la infelicidad que le provocaba no comprender por qué su madre se empeñaba en que su vida discurriera apartada de la escuela pública y de la universidad, por qué debía aprender el maldito oficio de mercero, y ejercerlo hasta el fin de sus días, como si no existiera en el mundo una ocupación más digna. Y aunque ahora no podía verse a sí mismo a menos que se arriesgara a entrar allí o a espiarse a través de algún escaparate, Wells se imaginó alisando la mercancía una vez mostrada a los clientes, desdoblando y volviendo a doblar cortinas de encaje, comprobando lo difícil que era enrollar alemanisco o arrastrando maniquíes de un lado a otro, según los inescrutables designios del señor Hyde, y se imaginó haciendo todo eso con un libro despuntando del bolsillo de su uniforme, ganándose a pulso la etiqueta de trabajador distraído y desganado.

Entre aquellos recuerdos naufragaba Wells cuando en ese instante, exactamente a la hora que recordaba, se vio salir del edificio y dirigirse, con andares cansados y expresión abatida, al malecón de Southsea. Siguió al muchacho que había sido durante su paseo con discreción, hasta que lo observó detenerse frente a las oscuras aguas, donde solía consumir casi una hora, acariciando la posibilidad del suicidio. Si esa iba a ser su vida, prefería no tener ninguna, imaginó Wells que su gemelo estaría pensando. Y sintió pena de aquel muchacho enclenque y macilento estafado por la vida. En realidad, si no recordaba mal, nunca había creído que el suicidio fuera una salida honrosa, pero el frío abrazo de las aguas, en comparación con el ingrato destino que lo aguardaba, no le parecía una alternativa demasiado horrenda. Si la vida no es lo suficientemente buena, casi se oyó pensar, ¿por qué vivirla? Vivir no era obligatorio, solo un acto voluntario.

Wells sacudió la cabeza ante el padecimiento del muchacho, que había sido el suyo. Sabía que las cosas afortunadamente cambiarían para él en cuestión de unos pocos meses, cuando se decidiera al fin a rebelarse contra su madre, escribiera a Horace Byatt solicitándole ayuda, y este le ofreciera un puesto de ayudante en su escuela de Midhurst por veinte libras anuales. Pero el muchacho que ahora observaba las aguas atenazado por la angustia aún no sabía que lograría huir de aquella triste vida de pañero y construirse una existencia tranquila y satisfactoria como escritor. Wells caminó hacia él por el malecón, preparándose para irrumpir en su adolescencia, para hablar consigo mismo. Esperaba que los cincuenta años que le historiaban el rostro de arrugas evitaran que el muchacho lo reconociera, pero sobre todo esperaba que su calculada intervención en el fluir de los acontecimientos no produjera ningún corrimiento de tierra más importante que el que él pretendía llevar a cabo.

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