El mapa del cielo (43 page)

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Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

—Esta noche ha aparecido un cilindro marciano en los pastos de Horsell, tal y como usted lo ha escrito en su novela.

20

Las tres horas que había desde Worcester Park hasta Woking eran imposibles de reducir, por mucho que el cochero que conducía el carruaje del agente Clayton azuzara a los caballos, pensó Wells mientras se esforzaba en aparentar que el enojoso traqueteo del coche no le molestaba lo más mínimo. Guardaba el equilibrio muy tieso en el asiento, con las manos ceremoniosamente cruzadas sobre el regazo, y había dejado que su mirada vagara por los campos que se sucedían tras la ventanilla, mientras trataba de digerir la absurda e irritante situación a la que le había abocado el amor. El amor de otro, en este caso —el suyo era tan aburrido que no solía acarrearle demasiados problemas—, porque, al parecer, Murray lo había logrado. Y sin su ayuda. Wells no sabía cómo, pero el millonario se las había ingeniado para adornar los pastos de Horsell con una reproducción del cilindro marciano que él describía en su novela. Y debía de tratarse de una réplica bastante fiel, ya que Scotland Yard había ordenado al agente especial Clayton que se ocupara de recogerlo para acudir juntos al lugar de los hechos, como si emprendieran una excursión de enamorados. Según le había explicado el joven, él no había visto aún el artefacto en cuestión, pero la descripción que le habían suministrado coincidía punto por punto con la de su novela, por no mencionar que había aparecido en el mismo lugar. ¿Cómo era posible que él supiera lo que iban a hacer los marcianos con un año de antelación?, le había preguntado algo distraído, aunque observándole con suspicacia. Para el mandamás de la división especial que había mandado a Clayton a buscarlo era una pregunta lógica, sobre todo si creía en la existencia de los marcianos, y Wells no tenía dudas al respecto, pues había observado que del cuello del joven colgaba una llave tocada con dos alitas de ángel que le resultaba muy familiar. Pero eso no le había impedido sentir un ramalazo de furia ante la acusación implícita en su pregunta, a todas luces retórica. ¿No era más lógico pensar que fuera a la inversa, que alguien estuviese intentando copiar su libro?, le había respondido Wells sin disimular su enojo. Y todavía no había obtenido ninguna respuesta.

Dejó de mirar por la ventanilla y se volvió hacia el agente, que permanecía en un silencio concentrado, leyendo la carta de Murray que Wells le había entregado para respaldar sus palabras. Aquella carta le exculpaba de cualquier acusación por parte del agente, por descabellada que fuese. Aguardó su reacción tratando de aparentar serenidad.

—Así que el Dueño del Tiempo no está muerto… —comentó Clayton como para sí, sin levantar la vista de la carta que acunaba en sus manos como si fuera una paloma.

—Ya ve que no —respondió con displicencia el escritor.

Clayton dobló la carta y, en vez de devolvérsela, se la guardó en el bolsillo de la chaqueta, gesto que para Wells la convertía en una prueba fehaciente que lo eximía de toda culpa.

—Desde luego, esta carta ofrece otra perspectiva a tener en cuenta —se limitó a comentar el policía con amable reserva.

¿Otra perspectiva?, se escandalizó Wells. ¿Acaso había alguna más?

—Discúlpeme, agente —dijo—, pero no alcanzo a entender qué otra explicación podría resultar más sencilla y lógica que la que ofrece una prueba tan concluyente como esa carta.

—No se lo discuto, señor Wells —sonrió el joven—, pero a mí me entrenaron para barajar todas las posibilidades. Absolutamente todas, sin dejar que la lógica o la sencillez, conceptos por lo demás demasiado subjetivos y sobrevalorados, las limitaran. Mi trabajo no consiste en reducir posibilidades, sino en aumentarlas. Razón por la cual me resisto a atribuir a ningún hecho el adjetivo «concluyente». La existencia de esta carta, sin ir más lejos, abre en mi mente un abanico de nuevas opciones: quizá que la escribió usted mismo, por ejemplo, tal vez con el propósito de obstaculizar la investigación culpando a un muerto…

—Pero entonces… —balbució Wells, estupefacto—. ¿Debo entender que la absurda posibilidad de que yo haya profetizado con un año de adelanto una invasión marciana, exacta en todos sus detalles, sigue siendo para usted digna de ser tomada en consideración? ¿Sospecha que tengo alguna relación con los marcianos, que mi libro no fue un ejercicio de imaginación sino una especie de aviso? ¿Supone que soy su mecanógrafo o su pregonero?

—Tranquilícese, señor Wells, no hay ninguna razón para que se altere —le aconsejó el agente—. Tan solo somos dos caballeros conversando amigablemente, ¿no es cierto? Y en el transcurso de esta interesante charla me he limitado a hacerle partícipe de mis aburridos métodos de trabajo. Nada más. Nadie le está acusando de nada.

—El simple hecho de que usted crea necesario tranquilizarme sobre mi supuesta acusación basta para sumirme en la inquietud, agente, se lo aseguro.

Clayton rió suavemente.

—A pesar de ello, permítame insistirle en que debe permanecer tranquilo. No viene conmigo en calidad de sospechoso, y mucho menos de detenido. Al menos de momento —puntualizó, dedicándole una mirada tan intensa que por un instante contradijo la delicada amabilidad de su voz—. Le he pedido que me acompañe a Woking con la mera esperanza de que su presencia resulte de ayuda en el esclarecimiento de un misterio que, de momento, le atañe por alusiones a su obra. Y usted ha tenido la gentileza de aceptar, por lo que le estoy infinitamente agradecido.

—Todo eso es cierto, agente, pero debo insistir también en el hecho de que ya he «resultado de ayuda» entregándole una carta que, a mi modo de ver, esclarece cualquier misterio que este enojoso asunto pueda ofrecer —le recordó Wells, con cierto deje de ironía en la voz.

—Esperemos que así sea, señor Wells. De esa manera ambos podremos estar de regreso en nuestros respectivos hogares antes de la cena, y usted dispondrá de una graciosa anécdota que contar a su encantadora esposa.

Tras decir aquello, Clayton se ensimismó en la contemplación del paisaje, dando por concluida la charla. Wells soltó un bufido de resignación e hizo lo propio, y durante varios minutos ambos fingieron estudiar con un interés desmedido el monótono catálogo de campos ingleses que ofrecían las ventanillas, hasta que a Wells aquel silencio le resultó insoportable.

—Y dígame, agente Clayton, ¿de qué asuntos se ocupa esa División Especial de Scotland Yard a la que usted pertenece?

—Me temo que no puedo darle muchos detalles al respecto, señor Wells —contestó cortésmente el joven, sin apartar sus ojos del paisaje.

—Oh, no me malinterprete, agente. No pretendo que me revele el contenido de ningún expediente secreto ni nada semejante… En realidad, estoy más al corriente de lo que usted cree del tipo de información que quienes gobiernan este país ocultan a los ciudadanos —dijo Wells, incapaz de resistirse a volcar sobre el agente la indignación que había ido acumulando desde que había visto la Cámara de las Maravillas.

Como si hubiese sido presa de un espasmo, el agente apartó la mirada de la ventanilla y la clavó en Wells.

—¿Qué pretende insinuar, señor Wells?

—Nada, agente —se replegó el escritor, intimidado por la penetrante mirada del joven—. Solo le he preguntado por el tipo de casos de los que se ocupa su División… Soy escritor, y siempre que tengo la oportunidad, aprovecho para recabar información para futuras novelas. Lo hago casi por defecto.

—Entiendo —respondió Clayton con recelo.

—Bien, ¿y no puede decirme entonces qué clase de cosas investigan ustedes? ¿Asesinatos, crímenes políticos, espionaje…? ¿Las idas y venidas de los marcianos a nuestro planeta? —dijo Wells, con una sonrisa esforzada.

El agente posó su mirada en el reiterativo paisaje y meditó unos segundos. Luego se volvió hacia Wells con los labios fruncidos en aquella característica mueca suya que transmitía una impresión de suficiencia que, fuera deliberada o involuntaria, empezaba a sacar de quicio al escritor.

—Digamos que nos ocupamos de todos aquellos casos que se resisten a una primera explicación racional, por expresarlo de algún modo —consintió en revelarle al fin—. Todo lo que el hombre, y por consiguiente Scotland Yard, no consigue explicar mediante la razón, es enviado a nuestra División Especial. Podríamos decir, señor Wells, que somos el vertedero donde va a parar lo inconcebible.

El escritor sacudió la cabeza, fingiendo sorpresa. Entonces, ¿era cierto?, se preguntó. ¿Todo lo que había visto en la Cámara de las Maravillas era auténtico?

—Pero no se deje fascinar por mis palabras —añadió el agente—: la mayoría de las veces, nuestro trabajo no consigue demostrar tanto lo extraordinario de esos casos como lo imaginativo de algunas mentes criminales. Casi todos los misterios que investigamos tienen una explicación tan sencilla que le decepcionaría, como le defraudaría descubrir al conejo encerrado bajo el forro del sombrero de un mago.

—Así que se ocupa de cribar la mentira del mundo, de separar lo real de la pura fantasía —resumió Wells.

—Esa sería una hermosa forma de decirlo, digna de un escritor de su talla —le sonrió.

—Pero ¿qué ocurre con los otros casos —inquirió Wells, ignorando el halago—, aquellos que una vez analizados por sus extraordinarias mentes aún se resisten a ser explicados por la razón?

Clayton se recostó en su asiento y contempló con simpatía el intento del escritor por separar el grano de la paja.

—Bueno… —Dudó unos segundos antes de continuar—. Digamos que esos casos nos obligan a aceptar lo imposible, a creer que en el mundo existe la magia.

—Y sin embargo, no trascienden al público, ¿no es así? Nadie llega nunca a conocerlos, no se tiene noticia de ellos… —dijo Wells, mordiéndose la lengua para no contar todo lo que sabía y tratando de controlar la furia que le inundaba, como siempre le ocurría cuando alguien menospreciaba su inteligencia o sus conocimientos.

—Comprenda que la mayoría de ellos nunca dejan de ser casos abiertos, señor Wells. Casos que, una vez usted y yo seamos pasto de los gusanos, las futuras generaciones seguirán investigando. Y estoy convencido de que encontrarán respuestas lógicas y humanas a muchos de los que ahora nos parecen de naturaleza digamos… sobrenatural. ¿Nunca ha pensado en la magia como una ciencia que todavía no conocemos o entendemos? Yo sí. Así que, ¿por qué asustar al pueblo con el terror de lo desconocido, cuando muchos de esos misterios serán desvelados por la ciencia que nos aguarda más allá de las brumas del tiempo?

—Ya veo que consideran al pueblo como a un niño al cual hay que proteger a toda costa de los monstruos que habitan en la oscuridad, a la espera de que crezca y deje de creer en ellos —repuso Wells con disgusto.

—O a la espera de que una luz, que todavía no poseemos, ilumine esa oscuridad que ahora, de conocer los posibles horrores que oculta, sin duda le aterraría… —dijo Clayton—, por continuar con su excelente símil, señor Wells.

—¡O quizá habría que dejar de tratar a los ciudadanos como niños y considerar que entre ellos existen mentes inteligentes a las que les gustaría decidir por sí mismas lo que quieren o no quieren saber, agente Clayton! —estalló Wells, harto ya de la condescendencia con la que le trataba el joven.

—Mmm… Ese sería un interesante tema de debate, señor Wells —respondió Clayton sin alterarse—. Pero permítame que le recuerde que yo soy un simple agente que cumple órdenes, y desde luego no tomo parte en las decisiones de mi división ni de mi gobierno sobre su política de información al ciudadano. Mi trabajo es investigar casos, y en este en concreto me propongo descubrir qué hay detrás de la aparición de un cilindro que usted describió hace un año como llegado de Marte. Nada más que eso.

—Debo entender entonces que tienen constancia de que los marcianos existen, y que esta no sería la primera prueba de sus visitas a la Tierra… ¿O acaso me equivoco? —atacó Wells, sintiendo un ramalazo de satisfacción al ver cómo sus palabras desbarataban por primera vez la impasible expresión del agente.

—¿Por qué piensa usted tal cosa? —dijo este, contemplándolo con suspicacia.

—Simple lógica, agente Clayton —respondió el escritor plagiando su sonrisa de suficiencia—. Si no hubiera sucedido algo que les hubiese permitido tener constancia de la existencia de los marcianos, al encontrarse con un cilindro como el de mi novela plantado en el mismo lugar que yo indiqué, no habrían considerado otra posibilidad más que la de que fuese una estúpida broma, y por lo tanto, no habría sido necesario llamar a su División… ¿Estoy en lo cierto?

Clayton soltó una risita divertida, como aliviado por su respuesta.

—Usted sería un gran investigador, señor Wells, no me cabe duda. Si no fuera porque soy un gran admirador de su obra, incluso le diría que ha errado usted su vocación. —Sonrió—. Pero me temo que no haría falta un suceso como el que usted insinúa. Estoy seguro de que el autor de
La guerra de los mundos
comprenderá mejor que nadie que es demasiado pretencioso, a la par que ilógico, pensar que somos los únicos habitantes del vasto universo, ¿no es así?

Wells cabeceó indignado. Estaba claro que no podría arrancarle más información a aquel impertinente joven sin confesarle que había estado en la Cámara de las Maravillas, y por lo tanto, había visto, incluso tocado, al marciano que escondían allí, junto a la máquina voladora con la que supuestamente había surcado la negrura del espacio. Pero eso era algo que, de momento, prefería mantener en secreto, no fuera a darle al agente una razón para detenerlo: había entrado en una propiedad ajena sin permiso, por no mencionar que había roto un objeto sin duda valioso del museo, o del gobierno, o de Scotland Yard, o de quien fuera el dueño de aquella delirante colección de prodigios o fraudes; ya no sabía cómo considerarlos. Enemistarse con el agente no resultaba lo más inteligente, se dijo. Ignoraba qué despropósito habría ideado Murray y cómo podría afectarle, por lo que era mejor tener la ley de su lado. Nunca se sabía lo que podía pasar.

—Perdone mi indiscreción, agente, he sido un grosero —se disculpó—. Comprendo perfectamente que no pueda hablar de su trabajo y menos con un desconocido. Pero debo decir en mi descargo que la causa de mi indiscreción no es otra que la de encontrar su trabajo de veras fascinante. Aunque me temo que también debe de ser un trabajo arriesgado —dijo, señalando su mano artificial—. ¿O acaso la perdió trinchando el pavo?

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